Regreso a Bundar (9)
Si quiero ser sincero, debo reconocer que el capítulo de hoy lo empecé a escribir sin tener ninguna idea de lo que iba a decir. Tal vez esa indecisión, esa ignorancia, fué la que determinó el tema. Espero que sea de su agrado.
En otro orden de cosas, quiero avisar de que a lo largo de esta semana concluiré de publicar los capítulos de la novela, y a partir del próximo lunes volveré a los cuentos, que parecen tener más aceptación. Hasta mañana.
9. DUDAS
A un lado del camino había una columna cuadrada, con un nicho y la imagen de una divinidad desconocida para Man. A un lado de la imagen, en una jarrita de barro, un ramo de flores marchitas. Man estaba cansado, y aquel lugar le pareció tan bueno como cualquier otro para sentarse y reposar. Al lado de la columna había un tosco banco de piedra, y cerca se oía el rumor de un arroyuelo.
Man contempló el cielo, con algunas nubes blancas, peregrinas como él. Aquel parecía un buen sitio; pensó que habría podido vivir allí. Aunque seguramente, si no había sido así, se debía a alguna remota e incomprensible razón. Sin duda, aquel no era su sitio, ni su tierra, ni sus gentes. Él pertenecía a todo aquello que un día había escogido, antes, cuando era libre.
Por el camino se acercaba una muchacha, ocultando algo entre los pliegues de su túnica, como si llevase un pájaro apretado contra su corazón, un pájaro temeroso de la luz. Pasó ante Man, saludándolo con una inclinación de cabeza, y se detuvo frente a la columna. Tomó el jarroncillo, y con un gesto arrojó las flores marchitas a las malezas próximas. Luego sacó lo que llevaba oculto, un ramillete de florecillas recién cortadas, lo colocó en el jarro y lo puso en el nicho. Hizo una inclinación, y empezó a recitar algo en voz baja. Man esperó respetuosamente a que hubiese acabado para acercarse y ofrecerle la calabaza con agua que llevaba colgada del cayado.
- Buenos días, muchacha - dijo - Aquí tienes un poco de agua para tus flores. Así no se marchitarán tan pronto.
La muchacha se lo agradeció con una sonrisa, vertió un poco de agua en el jarro y le devolvió la calabaza a Man. Con un gesto, la invitó a sentarse en el banco, junto a él, y dijo:
- Dime una cosa: ¿qué divinidad es esa?
La muchacha lo miró sorprendida.
- ¿No lo sabes? Es Kiza, la señora de la duda.
- Jamás había oído hablar de ella - dijo Man - ¿Es importante?
La muchacha sonrió.
- Eres forastero, ¿verdad? - Man asintió - Ya se nota. Cualquiera de por aquí podría hablarte de Kiza, y de lo importante que es. Pero no me importa hacerlo yo.
“Verás, no es uno de los grandes dioses. No ha creado el mundo, no da o quita la vida, no gobierna el destino. Y no concede todo tipo de dones, sólo uno: la duda.
- No comprendo - dijo Man - ¿Por qué puede alguien querer la duda?
- Para no convertirse en piedra - dijo la muchacha, con el tono de quien explica algo evidente - Porque la duda es lo que hace que la vida sea vida. Porque si no dudas nunca, estás en manos de Kía, la señora de la certeza.
“Y si eso ocurre, te vuelves débil. No piensas, sólo confirmas. No hablas, sólo repites. No amas, sólo te dejas llevar por la costumbre. Y al tener la seguridad, pierdes la ilusión. Porque Kiza es, al mismo tiempo, la señora de la esperanza.
“En cambio, si te domina Kía, no admites a los extraños, a los forasteros, a los que hablan otra lengua, a los que tienen otras creencias o la piel de otro color. Y acabas por odiarlos. ¿Por qué no ibas a hacerlo, si no tienes dudas, si estás seguro de haber seguido, no la mejor alternativa, sino la única válida? Como no tienes ojos a tu espalda, piensas que a tu espalda no hay nada que deba verse, nada que valga la pena. Y no te vuelves a mirarlo.
“Te vas volviendo rígido. Te conviertes en piedra, es decir, en nada más de lo que eres. No puedes tender la mano, acercarte a otro. Acabas por no ver. ¿Comprendes ahora por qué le traigo flores?
Man contempló a la muchacha y dijo:
- Creo que sí, pero no estoy seguro. Me parece que una muchacha tan bonita como tú no debe necesitar muchas cosas que la hagan sentirse viva.
- Las necesito - repuso ella - como todo el mundo. Si yo fuese bonita, que no digo que lo sea, porque no estoy segura, si lo fuese y estuviese convencida de ello, no tardaría en volverme altanera y desagradable, y acabaría por no gustarle a nadie. Si fueses un sabio, y no tuvieses ninguna duda de que lo eres, estarías a un paso de volverte un tonto. La duda nos afila, como a un cuchillo. Pero la certeza nos embota. Y por tu bien, si eres casado, espero que dudes de ser un buen marido. Ese es el mejor abono para la planta de la felicidad.
- Desde luego dijo Man, pensativo - los hijos, con su conducta, son la forma más segura de que dudes de ser un buen padre, y sobre todo, de que lo duden los demás.
- Por eso son una bendición - dijo la muchacha, riendo - como le digo yo siempre a mi madre.
- ¿Sabes? - dijo Man, recapacitando - La tuya no parece una mala religión, pero no creo que sea para todo el mundo. Has de ser fuerte para permitirte dudar, lo mismo que has de ser ágil para mantenerte en equilibrio sobre una piedra que se mueve. No todo el mundo es tan valiente como para convivir con la incertidumbre.
- Lo que dices es cierto, desde luego - dijo ella - Pero no podemos tener una religión para los sanos y otra para los enfermos. Los enfermos, lo que deben hacer es recuperar la salud. Y si no lo logran, que quede claro al menos que son ellos quienes no están bien, no la religión.
Man la contempló una vez más con cierta admiración.
- ¿Cómo puede - preguntó - alguien tan joven como tú saber tanto de la duda, es decir, de la vida?
Ella esbozó una sonrisa tímida, y con un deje de vergüenza dijo:
- Tal vez porque estoy enamorada. Y estar enamorado es eso, dudar. No poder distinguir si lo que te ocurre es real o es un sueño. Maravillarte de que pueda haber algo así, algo como él. Preguntarte si algún día llegará a ser posible que él se te acerque. Porque parece tan fuera de tu alcance, tan imposible, siendo la única posibilidad, que te ronda una duda más: dudas de que llegue a suceder. Temes el fracaso, pero tu fuerza es que también dudas del fracaso; la muerte es segura, pero nada ni nadie puede decirte que la decepción lo sea.
“Y aún al prender la llama, la duda sigue ahí. Porque puedes no ser capaz de llegar a demostrar tu amor como querrías. Y le preguntas cien, mil veces si te quiere: dudas. Algo se te lleva, algo más grande que tú, y tú eres muy poca cosa, por eso dudas. Y no creo que esa incertidumbre se pierda con el tiempo. Por más que pasen los años, aunque llegue a convertirse en algo familiar, siempre te preguntarás qué hermosa locura te llevó a embarcarte en una empresa imposible. Dicen algunos que no puede durar, que es muy difícil, que no es para siempre. Pero yo, lo dudo.
- Sobre lo que ocurre después de mucho tiempo de querer a alguien - dijo Man - yo debería saber más que tú. Pero no lo sé. Tal vez no ha pasado suficiente tiempo, no puede haber pasado. Desde luego, los años que llevo casado tienen un número, que empieza a ser considerable. Pero sólo es un número. No dice nada de si las piezas que lo componen son grandes o pequeñas, alegres o tristes. Tal vez no he sabido meter en esos años toda la vida que cabía, porque ahora, al verlos, me parecen muy poco.
- No deberías llevar tu duda tan lejos - comentó la muchacha - porque empieza a parecerse a la certeza de una derrota. Incluso la duda es una cuestión de equilibrio.
- Hay veces en que lo olvidas - admitió Man - Porque no todo es tan fácil, ni tan bonito. No todo es de color de rosa, en el matrimonio.
- ¿Qué me estás diciendo? ¿Que dos es un número demasiado complicado?
- Eso me temo - dijo Man - y no debería hacerlo, no querría asustarte. A fin de cuentas, tú eres muy joven, y estás al principio del camino.
- Ya - dijo ella - y tú estás al final, ¿no es eso?
- La verdad es que no - dijo Man - Yo también estoy al principio. Estoy aprendiendo. Porque conviene que lo sepas: a querer se aprende, como a ser valiente. El valiente no es que lo haya sido siempre: es que ha aprendido a serlo. Y el amor, al principio, puede ser un soplo que te levanta como una cometa, pero a partir de ahí, tienes que volar con tus propias alas.
La muchacha lo miraba complacida. Finalmente, dijo:
- ¿Por qué no recoges, tú también, unas flores para Kiza? Si quieres, puedes ponerlas junto a las mías. Y tal vez te convendría rezarle un poco.
Man asintió, se levantó y empezó a arrancar las florecillas que crecían al lado del camino, tan sencillas y humildes que difícilmente habrían esperado servir de ofrenda. Y por eso mismo, resultaban especialmente apropiadas. Una vez tuvo su ramillete, lo colocó en el jarroncito, junto a las flores de la muchacha. Se inclinó e improvisó una sencilla plegaria. Y después, se despidió de la muchacha y continuó su camino.
En otro orden de cosas, quiero avisar de que a lo largo de esta semana concluiré de publicar los capítulos de la novela, y a partir del próximo lunes volveré a los cuentos, que parecen tener más aceptación. Hasta mañana.
9. DUDAS
A un lado del camino había una columna cuadrada, con un nicho y la imagen de una divinidad desconocida para Man. A un lado de la imagen, en una jarrita de barro, un ramo de flores marchitas. Man estaba cansado, y aquel lugar le pareció tan bueno como cualquier otro para sentarse y reposar. Al lado de la columna había un tosco banco de piedra, y cerca se oía el rumor de un arroyuelo.
Man contempló el cielo, con algunas nubes blancas, peregrinas como él. Aquel parecía un buen sitio; pensó que habría podido vivir allí. Aunque seguramente, si no había sido así, se debía a alguna remota e incomprensible razón. Sin duda, aquel no era su sitio, ni su tierra, ni sus gentes. Él pertenecía a todo aquello que un día había escogido, antes, cuando era libre.
Por el camino se acercaba una muchacha, ocultando algo entre los pliegues de su túnica, como si llevase un pájaro apretado contra su corazón, un pájaro temeroso de la luz. Pasó ante Man, saludándolo con una inclinación de cabeza, y se detuvo frente a la columna. Tomó el jarroncillo, y con un gesto arrojó las flores marchitas a las malezas próximas. Luego sacó lo que llevaba oculto, un ramillete de florecillas recién cortadas, lo colocó en el jarro y lo puso en el nicho. Hizo una inclinación, y empezó a recitar algo en voz baja. Man esperó respetuosamente a que hubiese acabado para acercarse y ofrecerle la calabaza con agua que llevaba colgada del cayado.
- Buenos días, muchacha - dijo - Aquí tienes un poco de agua para tus flores. Así no se marchitarán tan pronto.
La muchacha se lo agradeció con una sonrisa, vertió un poco de agua en el jarro y le devolvió la calabaza a Man. Con un gesto, la invitó a sentarse en el banco, junto a él, y dijo:
- Dime una cosa: ¿qué divinidad es esa?
La muchacha lo miró sorprendida.
- ¿No lo sabes? Es Kiza, la señora de la duda.
- Jamás había oído hablar de ella - dijo Man - ¿Es importante?
La muchacha sonrió.
- Eres forastero, ¿verdad? - Man asintió - Ya se nota. Cualquiera de por aquí podría hablarte de Kiza, y de lo importante que es. Pero no me importa hacerlo yo.
“Verás, no es uno de los grandes dioses. No ha creado el mundo, no da o quita la vida, no gobierna el destino. Y no concede todo tipo de dones, sólo uno: la duda.
- No comprendo - dijo Man - ¿Por qué puede alguien querer la duda?
- Para no convertirse en piedra - dijo la muchacha, con el tono de quien explica algo evidente - Porque la duda es lo que hace que la vida sea vida. Porque si no dudas nunca, estás en manos de Kía, la señora de la certeza.
“Y si eso ocurre, te vuelves débil. No piensas, sólo confirmas. No hablas, sólo repites. No amas, sólo te dejas llevar por la costumbre. Y al tener la seguridad, pierdes la ilusión. Porque Kiza es, al mismo tiempo, la señora de la esperanza.
“En cambio, si te domina Kía, no admites a los extraños, a los forasteros, a los que hablan otra lengua, a los que tienen otras creencias o la piel de otro color. Y acabas por odiarlos. ¿Por qué no ibas a hacerlo, si no tienes dudas, si estás seguro de haber seguido, no la mejor alternativa, sino la única válida? Como no tienes ojos a tu espalda, piensas que a tu espalda no hay nada que deba verse, nada que valga la pena. Y no te vuelves a mirarlo.
“Te vas volviendo rígido. Te conviertes en piedra, es decir, en nada más de lo que eres. No puedes tender la mano, acercarte a otro. Acabas por no ver. ¿Comprendes ahora por qué le traigo flores?
Man contempló a la muchacha y dijo:
- Creo que sí, pero no estoy seguro. Me parece que una muchacha tan bonita como tú no debe necesitar muchas cosas que la hagan sentirse viva.
- Las necesito - repuso ella - como todo el mundo. Si yo fuese bonita, que no digo que lo sea, porque no estoy segura, si lo fuese y estuviese convencida de ello, no tardaría en volverme altanera y desagradable, y acabaría por no gustarle a nadie. Si fueses un sabio, y no tuvieses ninguna duda de que lo eres, estarías a un paso de volverte un tonto. La duda nos afila, como a un cuchillo. Pero la certeza nos embota. Y por tu bien, si eres casado, espero que dudes de ser un buen marido. Ese es el mejor abono para la planta de la felicidad.
- Desde luego dijo Man, pensativo - los hijos, con su conducta, son la forma más segura de que dudes de ser un buen padre, y sobre todo, de que lo duden los demás.
- Por eso son una bendición - dijo la muchacha, riendo - como le digo yo siempre a mi madre.
- ¿Sabes? - dijo Man, recapacitando - La tuya no parece una mala religión, pero no creo que sea para todo el mundo. Has de ser fuerte para permitirte dudar, lo mismo que has de ser ágil para mantenerte en equilibrio sobre una piedra que se mueve. No todo el mundo es tan valiente como para convivir con la incertidumbre.
- Lo que dices es cierto, desde luego - dijo ella - Pero no podemos tener una religión para los sanos y otra para los enfermos. Los enfermos, lo que deben hacer es recuperar la salud. Y si no lo logran, que quede claro al menos que son ellos quienes no están bien, no la religión.
Man la contempló una vez más con cierta admiración.
- ¿Cómo puede - preguntó - alguien tan joven como tú saber tanto de la duda, es decir, de la vida?
Ella esbozó una sonrisa tímida, y con un deje de vergüenza dijo:
- Tal vez porque estoy enamorada. Y estar enamorado es eso, dudar. No poder distinguir si lo que te ocurre es real o es un sueño. Maravillarte de que pueda haber algo así, algo como él. Preguntarte si algún día llegará a ser posible que él se te acerque. Porque parece tan fuera de tu alcance, tan imposible, siendo la única posibilidad, que te ronda una duda más: dudas de que llegue a suceder. Temes el fracaso, pero tu fuerza es que también dudas del fracaso; la muerte es segura, pero nada ni nadie puede decirte que la decepción lo sea.
“Y aún al prender la llama, la duda sigue ahí. Porque puedes no ser capaz de llegar a demostrar tu amor como querrías. Y le preguntas cien, mil veces si te quiere: dudas. Algo se te lleva, algo más grande que tú, y tú eres muy poca cosa, por eso dudas. Y no creo que esa incertidumbre se pierda con el tiempo. Por más que pasen los años, aunque llegue a convertirse en algo familiar, siempre te preguntarás qué hermosa locura te llevó a embarcarte en una empresa imposible. Dicen algunos que no puede durar, que es muy difícil, que no es para siempre. Pero yo, lo dudo.
- Sobre lo que ocurre después de mucho tiempo de querer a alguien - dijo Man - yo debería saber más que tú. Pero no lo sé. Tal vez no ha pasado suficiente tiempo, no puede haber pasado. Desde luego, los años que llevo casado tienen un número, que empieza a ser considerable. Pero sólo es un número. No dice nada de si las piezas que lo componen son grandes o pequeñas, alegres o tristes. Tal vez no he sabido meter en esos años toda la vida que cabía, porque ahora, al verlos, me parecen muy poco.
- No deberías llevar tu duda tan lejos - comentó la muchacha - porque empieza a parecerse a la certeza de una derrota. Incluso la duda es una cuestión de equilibrio.
- Hay veces en que lo olvidas - admitió Man - Porque no todo es tan fácil, ni tan bonito. No todo es de color de rosa, en el matrimonio.
- ¿Qué me estás diciendo? ¿Que dos es un número demasiado complicado?
- Eso me temo - dijo Man - y no debería hacerlo, no querría asustarte. A fin de cuentas, tú eres muy joven, y estás al principio del camino.
- Ya - dijo ella - y tú estás al final, ¿no es eso?
- La verdad es que no - dijo Man - Yo también estoy al principio. Estoy aprendiendo. Porque conviene que lo sepas: a querer se aprende, como a ser valiente. El valiente no es que lo haya sido siempre: es que ha aprendido a serlo. Y el amor, al principio, puede ser un soplo que te levanta como una cometa, pero a partir de ahí, tienes que volar con tus propias alas.
La muchacha lo miraba complacida. Finalmente, dijo:
- ¿Por qué no recoges, tú también, unas flores para Kiza? Si quieres, puedes ponerlas junto a las mías. Y tal vez te convendría rezarle un poco.
Man asintió, se levantó y empezó a arrancar las florecillas que crecían al lado del camino, tan sencillas y humildes que difícilmente habrían esperado servir de ofrenda. Y por eso mismo, resultaban especialmente apropiadas. Una vez tuvo su ramillete, lo colocó en el jarroncito, junto a las flores de la muchacha. Se inclinó e improvisó una sencilla plegaria. Y después, se despidió de la muchacha y continuó su camino.
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