Regreso a Bundar (11)
Hasta ahora, Man ha oído muchas cosas, ha dicho otras, ha vivido y ha viajado, conociendo a varias personas y personajes. Y hoy llegará a Bundar, y también al punto en el que todo eso le va a servir de bien poco. Acostumbrado a los cuentos, también esta novela cobra sentido sólo cuando se ve completa, y el capítulo de hoy es esencial para ello. Sólo quiero añadir que aunque sea el punto culminante, no es el final; eso ocurrirá después.
11. BUNDAR
Man, finalmente, estaba a punto de llegar a Bundar. Desde que había salido de su pueblo, a lo largo de días y días, las gentes y el paisaje habían ido cambiando a su alrededor. Y ahora avanzaba en medio de una vegetación tropical. El templo estaba ya muy cerca, y en algunos momentos podían entreverse sus oscuras torres tras las ramas de los árboles. Sin darse cuenta, Man adoptó un ritmo más pausado. Necesitaba revestir el momento con una cierta solemnidad. Aquel edificio que lo esperaba había sido para él la clave de su vida y de sus creencias, y si había vuelto, era con la esperanza de reencontrar sus ideales. Que en el fondo no había llegado a perder; pero se le habían resecado y acartonado, pareciéndose cada vez más a rígidos principios abstractos. Y él necesitaba volver a verlos vivos y frescos, acabados de brotar como el agua de una fuente. No esperaba nuevas revelaciones; esperaba las mismas, pero jóvenes y renovadas.
Dobló un recodo del camino, y el templo entero apareció ante él. Allí lo tenía, al final del prado, frente al bosque, con sus torres recortándose sobre la silueta de las lejanas montañas grises y azules. Y a sus pies empezaba la larga avenida pavimentada con grandes losas de piedra. Creía recordar un cercado y un pórtico, pero no pudo encontrar ni rastro de ellos. Seguramente lo traicionaba la memoria. El inicio del camino estaba bastante deteriorado, con las losas movidas y descoyuntadas, y manojos de hierbas creciendo entre ellas. Pensó que debería avisar a los sacerdotes del templo, para que hiciesen reparar aquello. Era una vergüenza que la avenida de acceso estuviese tan descuidada.
Al ir avanzando, se dió cuenta de que no sólo el principio estaba mal. Aquí y allá, había losas levantadas por las raíces, y a menudo, los márgenes del camino se desdibujaban por la maleza. Las hierbecillas que asomaban por las junturas indicaban que el camino era mucho menos transitado que antes. Al mismo tiempo, toda la fachada del templo crecía y se agrandaba, revelando nuevos detalles poco tranquilizadores: una escultura ausente, violando la simetría, una cornisa rota. Más adelante, un friso carcomido y borrado, grietas, manchones de vegetación asomando por las ventanas.
Bastante antes de llegar a los restos de la escalinata de acceso, Man ya tenía conciencia de lo que ocurría: Bundar estaba abandonado. No se trataba de que el tiempo hubiese acentuado los rasgos de su vetusta antigüedad; era más que eso. La inflexible rigidez de los peldaños de la escalera estaba ahora rota y desmoronada a trechos. Hacía mucho tiempo que nadie cuidaba aquello, que las piedras habían sido dejadas a su destino. Y todo el lugar había empezado a perder los trazos firmes y medidos que había impuesto el hombre. La misma estructura se desdibujaba, tomando el aspecto espontáneo e imprevisible de las obras naturales. Se adivinaba que llegaría a ser tan anárquico como la distribución de las hojas de un árbol, tan irregular como el contorno de un bosque, tan arbitrario como la forma de una roca o una nube. Aún así, el sitio podía conservar una cierta belleza, podía mantener un cierto tipo de armonía. Sin duda, durante mucho tiempo sería un lugar agradable; pero estaba dejando de ser humano.
Man se encaramó por los destrozados peldaños hasta llegar a una amplia terraza que se abría ante la fachada del templo. Su aparición inquietó a un grupo de pequeños monos, que se escabulleron saltando y chillando. Aquel era aún un espacio de silencio, pero los ruidos del bosque se oían a poca distancia, amenazando con una lenta invasión, que sería el preludio de la fusión del lugar con la selva. Man avanzó irregularmente, una bandada de pájaros alzó el vuelo. Llegó hasta la gran puerta, uno de cuyos batientes estaba desquiciado. Resultaba imposible abrirlo, pero Man pudo ver el interior por uno de los huecos que dejaba.
La techumbre del templo se había desplomado, y todo lo que había sido el interior estaba cubierto de escombros. Las plantas más vivaces asomaban ya su cabeza en algunos puntos, las enredaderas trepaban por los restos de las paredes. Man no quiso entrar, y recorrió la fachada, buscando algo que hubiese sobrevivido mejor al hundimiento general. Finalmente, halló una pequeña puerta de madera, cerrada, y al forcejear con el pestillo se dió cuenta de que la madera empezaba a descomponerse. Se apartó y la abrió de una patada.
Al abrirse aquel recinto, una miríada de insectos que se había refugiado allí se dispersó rápidamente, buscando un escondrijo. Man se asomó con cautela. Había unos estantes en los que se alineaban los libros, los libros sagrados de Bundar. Alargó la mano, tomó uno de aquellos libros, y al sacudirlo para ahuyentar unas cuantas hormigas, se desprendió un puñado de páginas, desparramándose por el suelo. Man las recogió y las examinó a la luz del sol. El papel carcomido estaba cubierto de garabatos incomprensibles, cuidadosamente dispuestos en renglones iguales. Aquello estaba escrito, seguramente, en una antigua lengua que ya nadie conocía, y en un alfabeto que nadie era capaz de descifrar.
Man dejó caer las hojas, desalentado. Miró a su alrededor. Estaba muy cansado, y precisaba sentarse y meditar. Se dirigió al extremo de la terraza, donde reposaban los restos de una columna caída. Un árbol próximo proyectaba su sombra. Man se sentó lentamente, como quien necesita de un largo reposo. Y se interrogó acerca de cuanto había visto, intentando encontrarle un sentido.
Los viejos dioses se habían evaporado, y el pasado estaba tan muerto como aquellas piedras que algún día se tragaría la selva. Los sacerdotes había desaparecido, los peregrinos no llegaban hasta allí. Y por lo visto, Man era ya el único que aún parecía creer en lo que había representado aquel sitio. El espíritu no reside en las piedras, y un templo no es más que una suma de voluntades. Y un templo abandonado es una creencia descartada.
Tal vez los dioses dependiesen para existir del inconstante capricho de los hombres. Era la fe la que esculpía las estatuas, y no al revés. Antes de que se edificase Bundar, los dioses vivían ya en el corazón de los hombres. Y ahora que Bundar se estaba derrumbando, tal vez subsistiesen, aquí y allá, viviendo por el íntimo convencimiento de unos escasos y dispersos fieles. ¿Acaso la fe no era más que un instrumento? Y si así era, ¿qué clase de instrumento? ¿Era una droga, como la adormidera que cultivaban en aquellas tierras, un anestésico para soportar el dolor? ¿O era más bien como el té o el café, algo que da ánimos y mantiene despierto? La incertidumbre que invadía su espíritu era tan grande, tantas cosas se le desmoronaban junto con el templo, que creyó oir un crujido en su interior, como si se le cuartease el alma.
Pero no; el crujido era real, se dijo, pasando rápidamente a un estado de atenta vigilia. Se puso en pie y miró alrededor. Y detrás suyo, a escasa distancia de donde había estado sentado, pudo ver a la cobra. Tal vez había movido inadvertidamente una hoja demasiado seca sobre las losas de piedra. Tal vez su peso había partido accidentalmente una ramita. Daba lo mismo. La serpiente había cometido el pecado de hacer ruido, y ya no podía contar con la sorpresa. Man la contempló, fascinado. Tenía una belleza mineral e inhumana. Sus escamas eran doradas, su cabeza parecía esculpida en un topacio, y al erguirse y desplegarse, el signo sagrado en forma de interrogante que ornaba sus aletas resplandeció con el color de la sangre antigua. En sus pupilas oscuras brillaba un odio tan ancestral, que habría podido ser la mirada de un dios maligno.
La cobra empezó a balancearse a derecha e izquierda. Man habría podido quedar cautivo de aquel balanceo, de la mirada hipnótica. Pero Man, hermano nuestro, creía en la vida. Empuñó su cayado, el fiel bastón que lo había acompañado durante todo el viaje, y le arreó un garrotazo de través a la cabeza. La cobra saltó despedida, su cabeza chocó contra las losas. Las aletas aún desplegadas se estremecieron un momento, y luego quedaron fláccidas. Man esperó, y cuando estuvo seguro de que la cobra estaba bien muerta, la recogió, tomándola por detrás de la cabeza. Presionó para abrirle la boca, introdujo la punta del bastón por detrás de los colmillos, y los flexionó hacia adelante, para ver fluir el veneno.
Pero no ocurrió nada. Detrás de los colmillos se veían dos pequeñas manchas marrones, y los mismos dientes eran amarillentos y caducos. La cobra era demasiado vieja, y había sobrevivido a su propio veneno. Tal como ocurría con el templo, ya era demasiado tarde para ella, y lo que un día había sido, ahora ya no podía ser. Había podido amenazar, había podido pavonearse y morir mientras aún quedaba alguien para creerla peligrosa. Man arrojó aquel despojo, con despecho. Se dijo que los malvados mueren, porque ese es su castigo, pero se les permite morir con grandeza. Y los buenos viven, pero a veces no está nada claro si se trata de un premio o de un castigo.
Se oían algunos trinos de pájaros en los árboles cercanos. Man recogió un cascote de entre los escombros que cubrían la terraza, y lo arrojó con rabia en aquella dirección. Y una bandada de aves de varios tamaños alzó el vuelo. Man se quedó mirándolas. Eso era lo que él debía hacer, alzar el vuelo. ¿Qué sentido tenía que se quedase allí?
Recogió sus cosas, y apoyándose en el cayado, más fatigado que nunca, se encaminó, lentamente, cansinamente, hacia la avenida de entrada.
11. BUNDAR
Man, finalmente, estaba a punto de llegar a Bundar. Desde que había salido de su pueblo, a lo largo de días y días, las gentes y el paisaje habían ido cambiando a su alrededor. Y ahora avanzaba en medio de una vegetación tropical. El templo estaba ya muy cerca, y en algunos momentos podían entreverse sus oscuras torres tras las ramas de los árboles. Sin darse cuenta, Man adoptó un ritmo más pausado. Necesitaba revestir el momento con una cierta solemnidad. Aquel edificio que lo esperaba había sido para él la clave de su vida y de sus creencias, y si había vuelto, era con la esperanza de reencontrar sus ideales. Que en el fondo no había llegado a perder; pero se le habían resecado y acartonado, pareciéndose cada vez más a rígidos principios abstractos. Y él necesitaba volver a verlos vivos y frescos, acabados de brotar como el agua de una fuente. No esperaba nuevas revelaciones; esperaba las mismas, pero jóvenes y renovadas.
Dobló un recodo del camino, y el templo entero apareció ante él. Allí lo tenía, al final del prado, frente al bosque, con sus torres recortándose sobre la silueta de las lejanas montañas grises y azules. Y a sus pies empezaba la larga avenida pavimentada con grandes losas de piedra. Creía recordar un cercado y un pórtico, pero no pudo encontrar ni rastro de ellos. Seguramente lo traicionaba la memoria. El inicio del camino estaba bastante deteriorado, con las losas movidas y descoyuntadas, y manojos de hierbas creciendo entre ellas. Pensó que debería avisar a los sacerdotes del templo, para que hiciesen reparar aquello. Era una vergüenza que la avenida de acceso estuviese tan descuidada.
Al ir avanzando, se dió cuenta de que no sólo el principio estaba mal. Aquí y allá, había losas levantadas por las raíces, y a menudo, los márgenes del camino se desdibujaban por la maleza. Las hierbecillas que asomaban por las junturas indicaban que el camino era mucho menos transitado que antes. Al mismo tiempo, toda la fachada del templo crecía y se agrandaba, revelando nuevos detalles poco tranquilizadores: una escultura ausente, violando la simetría, una cornisa rota. Más adelante, un friso carcomido y borrado, grietas, manchones de vegetación asomando por las ventanas.
Bastante antes de llegar a los restos de la escalinata de acceso, Man ya tenía conciencia de lo que ocurría: Bundar estaba abandonado. No se trataba de que el tiempo hubiese acentuado los rasgos de su vetusta antigüedad; era más que eso. La inflexible rigidez de los peldaños de la escalera estaba ahora rota y desmoronada a trechos. Hacía mucho tiempo que nadie cuidaba aquello, que las piedras habían sido dejadas a su destino. Y todo el lugar había empezado a perder los trazos firmes y medidos que había impuesto el hombre. La misma estructura se desdibujaba, tomando el aspecto espontáneo e imprevisible de las obras naturales. Se adivinaba que llegaría a ser tan anárquico como la distribución de las hojas de un árbol, tan irregular como el contorno de un bosque, tan arbitrario como la forma de una roca o una nube. Aún así, el sitio podía conservar una cierta belleza, podía mantener un cierto tipo de armonía. Sin duda, durante mucho tiempo sería un lugar agradable; pero estaba dejando de ser humano.
Man se encaramó por los destrozados peldaños hasta llegar a una amplia terraza que se abría ante la fachada del templo. Su aparición inquietó a un grupo de pequeños monos, que se escabulleron saltando y chillando. Aquel era aún un espacio de silencio, pero los ruidos del bosque se oían a poca distancia, amenazando con una lenta invasión, que sería el preludio de la fusión del lugar con la selva. Man avanzó irregularmente, una bandada de pájaros alzó el vuelo. Llegó hasta la gran puerta, uno de cuyos batientes estaba desquiciado. Resultaba imposible abrirlo, pero Man pudo ver el interior por uno de los huecos que dejaba.
La techumbre del templo se había desplomado, y todo lo que había sido el interior estaba cubierto de escombros. Las plantas más vivaces asomaban ya su cabeza en algunos puntos, las enredaderas trepaban por los restos de las paredes. Man no quiso entrar, y recorrió la fachada, buscando algo que hubiese sobrevivido mejor al hundimiento general. Finalmente, halló una pequeña puerta de madera, cerrada, y al forcejear con el pestillo se dió cuenta de que la madera empezaba a descomponerse. Se apartó y la abrió de una patada.
Al abrirse aquel recinto, una miríada de insectos que se había refugiado allí se dispersó rápidamente, buscando un escondrijo. Man se asomó con cautela. Había unos estantes en los que se alineaban los libros, los libros sagrados de Bundar. Alargó la mano, tomó uno de aquellos libros, y al sacudirlo para ahuyentar unas cuantas hormigas, se desprendió un puñado de páginas, desparramándose por el suelo. Man las recogió y las examinó a la luz del sol. El papel carcomido estaba cubierto de garabatos incomprensibles, cuidadosamente dispuestos en renglones iguales. Aquello estaba escrito, seguramente, en una antigua lengua que ya nadie conocía, y en un alfabeto que nadie era capaz de descifrar.
Man dejó caer las hojas, desalentado. Miró a su alrededor. Estaba muy cansado, y precisaba sentarse y meditar. Se dirigió al extremo de la terraza, donde reposaban los restos de una columna caída. Un árbol próximo proyectaba su sombra. Man se sentó lentamente, como quien necesita de un largo reposo. Y se interrogó acerca de cuanto había visto, intentando encontrarle un sentido.
Los viejos dioses se habían evaporado, y el pasado estaba tan muerto como aquellas piedras que algún día se tragaría la selva. Los sacerdotes había desaparecido, los peregrinos no llegaban hasta allí. Y por lo visto, Man era ya el único que aún parecía creer en lo que había representado aquel sitio. El espíritu no reside en las piedras, y un templo no es más que una suma de voluntades. Y un templo abandonado es una creencia descartada.
Tal vez los dioses dependiesen para existir del inconstante capricho de los hombres. Era la fe la que esculpía las estatuas, y no al revés. Antes de que se edificase Bundar, los dioses vivían ya en el corazón de los hombres. Y ahora que Bundar se estaba derrumbando, tal vez subsistiesen, aquí y allá, viviendo por el íntimo convencimiento de unos escasos y dispersos fieles. ¿Acaso la fe no era más que un instrumento? Y si así era, ¿qué clase de instrumento? ¿Era una droga, como la adormidera que cultivaban en aquellas tierras, un anestésico para soportar el dolor? ¿O era más bien como el té o el café, algo que da ánimos y mantiene despierto? La incertidumbre que invadía su espíritu era tan grande, tantas cosas se le desmoronaban junto con el templo, que creyó oir un crujido en su interior, como si se le cuartease el alma.
Pero no; el crujido era real, se dijo, pasando rápidamente a un estado de atenta vigilia. Se puso en pie y miró alrededor. Y detrás suyo, a escasa distancia de donde había estado sentado, pudo ver a la cobra. Tal vez había movido inadvertidamente una hoja demasiado seca sobre las losas de piedra. Tal vez su peso había partido accidentalmente una ramita. Daba lo mismo. La serpiente había cometido el pecado de hacer ruido, y ya no podía contar con la sorpresa. Man la contempló, fascinado. Tenía una belleza mineral e inhumana. Sus escamas eran doradas, su cabeza parecía esculpida en un topacio, y al erguirse y desplegarse, el signo sagrado en forma de interrogante que ornaba sus aletas resplandeció con el color de la sangre antigua. En sus pupilas oscuras brillaba un odio tan ancestral, que habría podido ser la mirada de un dios maligno.
La cobra empezó a balancearse a derecha e izquierda. Man habría podido quedar cautivo de aquel balanceo, de la mirada hipnótica. Pero Man, hermano nuestro, creía en la vida. Empuñó su cayado, el fiel bastón que lo había acompañado durante todo el viaje, y le arreó un garrotazo de través a la cabeza. La cobra saltó despedida, su cabeza chocó contra las losas. Las aletas aún desplegadas se estremecieron un momento, y luego quedaron fláccidas. Man esperó, y cuando estuvo seguro de que la cobra estaba bien muerta, la recogió, tomándola por detrás de la cabeza. Presionó para abrirle la boca, introdujo la punta del bastón por detrás de los colmillos, y los flexionó hacia adelante, para ver fluir el veneno.
Pero no ocurrió nada. Detrás de los colmillos se veían dos pequeñas manchas marrones, y los mismos dientes eran amarillentos y caducos. La cobra era demasiado vieja, y había sobrevivido a su propio veneno. Tal como ocurría con el templo, ya era demasiado tarde para ella, y lo que un día había sido, ahora ya no podía ser. Había podido amenazar, había podido pavonearse y morir mientras aún quedaba alguien para creerla peligrosa. Man arrojó aquel despojo, con despecho. Se dijo que los malvados mueren, porque ese es su castigo, pero se les permite morir con grandeza. Y los buenos viven, pero a veces no está nada claro si se trata de un premio o de un castigo.
Se oían algunos trinos de pájaros en los árboles cercanos. Man recogió un cascote de entre los escombros que cubrían la terraza, y lo arrojó con rabia en aquella dirección. Y una bandada de aves de varios tamaños alzó el vuelo. Man se quedó mirándolas. Eso era lo que él debía hacer, alzar el vuelo. ¿Qué sentido tenía que se quedase allí?
Recogió sus cosas, y apoyándose en el cayado, más fatigado que nunca, se encaminó, lentamente, cansinamente, hacia la avenida de entrada.
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