Regreso a Bundar (13 y último)
Hoy, finalmente, publico el último capítulo de la novela. Sé muy bien que no es posible encontrar un final al gusto de todo el mundo, así que éste es sólo uno de los posibles finales, en concreto el que he elegido yo.
No sé, una vez vista toda la novela, cuál pueda ser su valoración. Por mi parte, disfruté escribiéndola, y me gustaría haber transmitido al lector (o lectora) algo de ese disfrute. Gracias a todos.
13. KALMAR
Los signos de tormenta eran evidentes desde hacía horas, para cualquiera que supiese interpretarlos. Las nubes que se amontonaban en el cielo, los súbitos silencios del bosque, las ráfagas cambiantes, ora cálidas, ora frescas. Sin embargo, aunque Man sabía que no podía faltar mucho para toparse con el chaparrón, no se preocupaba de buscar un refugio. En los dos últimos días apenas había comido, y las noches las había pasado dando vueltas y vueltas, en un combate inacabable contra su amargura.
Por eso, al llegar lo que había sido sobradamente anunciado, el desplome del cielo hecho agua sorprendió a Man en el lugar menos indicado: en un claro, y sin idea de dónde podía estar el refugio más próximo. El impacto de las gotas, grandes, cálidas y sensuales, contra su cabeza y sus hombros tenía mucho de agresión y nada de caricia. La lluvia despertaba y excitaba el calor que anidaba en la tierra, configurando un ambiente sofocante. Ante ese ataque, Man, sin pensar, corrió sin rumbo, tropezó, cayó, y embarrado y ciego topó, primero con un tronco, y más tarde con una pared de piedra. El encontronazo lo dejó sin sentido.
Al recuperar la conciencia, le pareció que había dejado de llover, ya que no sentía el golpeteo de las gotas en su cara. Sin embargo, un repiqueteo sordo le dijo que se equivocaba. Seguía lloviendo, pero ahora estaba a cubierto. Se incorporó un poco, y pudo ver la luz de un fuego, una sencilla fogata en el suelo, rodeada por un círculo de piedras. Sobre ellas se apoyaba una marmita, que un anciano removía con parsimonia. Al oir moverse a Man, se volvió hacia él y le dijo:
- Bienvenido a mi casa, forastero. ¿Cómo te encuentras?
A Man le dolía no sólo la cabeza, sino todo el cuerpo. Debía haberse dado un buen golpe.
- Estoy bien - dijo - ¿Quién eres? ¿Cómo he llegado aquí?
- Soy Kalmar, para servirte - dijo el anciano - En otro tiempo creí ser sabio. Y estás aquí porque yo te he traído. Te encontré ahí afuera, tumbado al pie de la pared de casa, y me pareció que necesitabas refugio y un cuenco de sopa. Lo primero ya lo tienes, y lo segundo estará listo dentro de un momento.
- No puedo quedarme - dijo Man - Debo regresar a casa.
- Precisamente por eso - dijo Kalmar - porque debes regresar, debes quedarte. No es prudente salir ahora, con esta tormenta. Podría alcanzarte un rayo, podrías caer en un barranco en la oscuridad, o podrías desviarte e ir a parar a los pantanos, y ya nadie sabría más de tí. Mañana habrá dejado de llover, no soplará el viento, y habrá luz. Entonces podrás regresar.
Man, contrariado, tuvo que reconocer que el viejo tenía razón. Asintió con un gesto.
- Eso está mejor - dijo Kalmar - Y la sopa ya está a punto. Acércate, y la compartiremos.
Man se incorporó. La cabeza le daba vueltas, y sentía el cuerpo dolorido. Kalmar lo contempló mientras se acercaba trabajosamente al fuego. Apartó la marmita del hogar, sirvió dos cuencos de sopa, y antes de alargarle el suyo a Man, buscó en un bolsillo que llevaba atado a la cintura, extrajo unos granos negros y los echó en la sopa.
- Son sólo para darle un poco más de sabor - dijo - Yo no puedo tomarlos, no me sientan bien.
Man tuvo algún recelo, pero pronto lo desechó. ¿Por qué iba a querer aquel anciano envenenarlo o drogarlo? Habría podido robarle impunemente mientras él yacía inconsciente, si hubiese tenido algo que robar. Mientras Man sorbía su sopa, el viejo, trazando círculos con su escudilla, preguntó:
- ¿Te puedo preguntar de dónde vienes?
- Claro - dijo Man - Vengo de Bundar, y me dirijo de regreso a casa.
- ¿De Bundar? - en los ojillos del viejo brilló una chispa - Por lo que he oído, aquello se está convirtiendo rápidamente en ruinas.
- Así es - dijo Man, sombrío.
- ¿Qué buscabas allí? - preguntó nuevamente Kalmar.
Man suspiró.
- No lo sé. Supongo que mi juventud. Hace muchos años, yo fuí en peregrinaje, descubrí unas verdades que me han sostenido durante todo este tiempo, y...
Man calló. No sabía cómo expresarlo.
- Ya veo - dijo Kalmar - Ahora has llegado a esa edad en la que te arrepientes, no de lo que has hecho, sino de lo que has dejado de hacer. ¿No es eso?
- Sí, en cierto modo - dijo Man.
De repente, se sentía muy cansado. Los ojos se le cerraban. Kalmar estaba diciendo algo, pero no conseguía entenderlo. Lo interrumpió, diciendo:
- Perdona, pero me estoy cayendo de sueño. Ya hablaremos mañana.
Apartó la escudilla vacía, se tumbó en el suelo y se quedó dormido.
Se despertó de madrugada, inquieto como un centinela que se hubiese rendido al sueño. Kalmar estaba sentado en el suelo, un poco más allá, contemplándolo. Al verlo incorporarse, comentó:
- Vaya. Creía haberte puesto suficiente adormidera en la sopa para que durmieses hasta bastante después de la salida del sol. Pero ya veo que empiezas a sufrir los achaques de la edad. La falta de sueño, por ejemplo.
Man parpadeó, confuso, y dijo:
- ¿Quién eres?
- Me llamo Kalmar - contestó el anciano - pero eso ya lo sabes. Por eso imagino que tu pregunta, más que quién soy, es qué soy. O qué fuí. Y ahora soy un viejo ermitaño, pero tiempo atrás, yo fuí uno de los sacerdotes de Bundar.
Man soportó la mirada irónica del viejo, y acertó a preguntar:
- ¿Qué quieres de mí?
- Frase mal construída - dijo Kalmar, con aire de maestro pedante - La frase correcta es: ¿qué quiero de tí? ¿Qué quiero de Kalmar?
- ¿Qué crees tú que quiero? - dijo Man.
- Respuestas, supongo - dijo Kalmar - La mayoría de los hombres cree que la sabiduría consiste en conocer las respuestas. Pero se equivocan, nos equivocamos. Mira a los chiquillos de una escuela: conocer la respuesta correcta es algo que cualquier alumno aplicado puede conseguir. Pero sigue siendo el maestro quien hace las preguntas.
“Tú tienes preguntas. Lo sé, porque veo que estás cerca de la sabiduría. Pero no tanto que puedas formularlas. Así que, si me lo permites, yo lo haré por tí. Cuéntame todo lo que recuerdes de tu viaje hasta Bundar, no solo lo que viste en las ruinas. Todos los detalles, los incidentes, lo que te pareció importante y lo que no. Y después veremos si puedo ayudarte.
Man empezó a hablar, y refirió su viaje. Salió el sol, pasó la mañana, comieron un frugal almuerzo, y Man siguió hablando. Caían las sombras de la tarde cuando concluyó su relato. Y entonces Kalmar, tras reflexionar un buen rato, empezó a hablar.
- En primer lugar - dijo - déjame hablarte del viejo maestro del monasterio. No es lo más importante, pero quiero empezar por él, porque lo conozco. Lo conocí cuando ambos estábamos allí, y éramos unos jóvenes discípulos. Me acuerdo muy bien de él, sobre todo de lo que ocurría cuando ensayábamos el canto de las salmodias de rezo. A él no le faltaba potencia de voz, pero equivocaba siempre el tono. Y por lo que me has contado, le sigue ocurriendo lo mismo.
“Han pasado muchos años desde entonces. Ya tiene edad suficiente para no caer en las trampas de la inexperiencia, pero justamente ahora le es muy fácil caer en las del desengaño. Habrá confundido la humildad con el desprecio, el sacrificio con la tortura, la firmeza con la tozudez. Y no sé lo que pueda tener contra los jóvenes, salvo que los envidie, y es muy difícil perdonar a quien se envidia. Una mala cosa, la envidia, si quieres saber mi opinión. Mucho peor que la lujuria, que al menos busca ser compartida. En cuanto a los jóvenes, no han cometido otro pecado que nacer demasiado tarde y encarnar la vida. Y a algunos les da miedo la vida, como a otros las mujeres, la noche, los gatos o los espacios cerrados.
“Y en cuanto a tí, es cierto que podías haber prosperado si te hubieras asociado con Aleb. Y que podrías haber tenido una vida con Clavel, distinta de la que has tenido con tu esposa. Ahora, cuando te haces mayor y te quedan menos oportunidades, te preguntas por qué se te han escapado tantas. Pero en definitiva, lo único que ocurre es que por fin has descubierto que eres más pequeño que el mundo. Que no puedes vivir todas tus vidas posibles, ni atender a todas tus oportunidades. Siempre habrá más de lo que puedes abarcar. Y ante ese hecho, sólo hay dos posturas posibles. Puedes enfadarte, indignarte, desesperarte. Puedes decirte que nada tiene sentido, y hundirte como Bundar. Y vender tu cinismo y tu amargura como sabiduría.
“Pero también puedes comprender. Y si eres más pequeño que el mundo, entonces está muy claro cuál es tu objetivo, tu obligación: crecer. En todos los aspectos. Aunque no hubiese ningún dios a quien ofrecerle que tú seas mejor, aunque la humanidad entera no fuese más que un rebaño de animales inmundos que no se merezcan nada mejor de lo que tienen; aunque creas que tu esposa ya no te ama y que tus hijos no te deben nada, ni siquiera el respeto, aún así, tu sí te mereces ser alguien mejor. Más sabio, con más dudas, con más virtudes, mayor, más grande. Alguien comprensivo, generoso, abnegado. ¿Por qué, por quién? Por tí mismo.
“Puedes ser infiel, o si lo prefieres, desleal contigo mismo. Puedes creer que si los demás han olvidado el motivo, tú no estás obligado a recordarlo. Claro está que puedes hacerlo, lo mismo que puedes colgarte de un árbol o tirarte a un río infestado de cocodrilos. Pero son soluciones que no suelen aportar demasiados beneficios.
“Y en cuanto a creer, y a pesar de lo que pueda parecerte, no tienes alternativa. Ya crees, y en muchas cosas, como todos nosotros. Tú, que trabajas la tierra, plantas la semilla que ves y puedes tocar, y crees que germinará y se convertirá en una planta que de momento ni ves ni tocas. Eso es fe, fiarte de la semilla. Ni siquiera el comercio sería posible sin fe. Y los que pasan por más materialistas se pasan la vida persiguiendo el dinero, que a fin de cuentas no es más que una idea, un símbolo. No se trata de creer o no creer. Se trata de hasta dónde llega tu fe, se trata de cuáles son tus causas. Porque siempre buscarás lo que no tienes, y te asiste todo el derecho de escoger por qué camino vas a buscarlo.
“Puede que no exista éste o aquel dios. Puede que sólo sean invenciones humanas. Pero tus ansias de un dios en el que creer no son una invención. Ya sabes a dónde conduce la renuncia: a la decadencia y al desplome. Es decir, a la muerte. Y tu obligación, la de todos nosotros, es resistirte a la muerte tanto como te sea posible. Vuelve a tu casa. Abraza a tu esposa, cuida a tus hijos, trabaja la tierra y reza. Da las gracias por no haber escogido la peor alternativa, y da las gracias también por todo lo que te has equivocado. Y acéptate de una vez. Has caminado mucho; no es justo que vuelvas con las manos vacías.
Kalmar calló, y Man asintió con la cabeza. Su incertidumbre no se había disipado, pero tenía la sensación de llevar consigo un puñado de verdades para el camino, algo sólido en lo que meditar. Su zurrón estaba vacío, pero sólo en cierto sentido. Y durante el viaje de regreso tendría tiempo de asimilar, poco a poco, paso a paso, una nueva dosis de esperanza.
No sé, una vez vista toda la novela, cuál pueda ser su valoración. Por mi parte, disfruté escribiéndola, y me gustaría haber transmitido al lector (o lectora) algo de ese disfrute. Gracias a todos.
13. KALMAR
Los signos de tormenta eran evidentes desde hacía horas, para cualquiera que supiese interpretarlos. Las nubes que se amontonaban en el cielo, los súbitos silencios del bosque, las ráfagas cambiantes, ora cálidas, ora frescas. Sin embargo, aunque Man sabía que no podía faltar mucho para toparse con el chaparrón, no se preocupaba de buscar un refugio. En los dos últimos días apenas había comido, y las noches las había pasado dando vueltas y vueltas, en un combate inacabable contra su amargura.
Por eso, al llegar lo que había sido sobradamente anunciado, el desplome del cielo hecho agua sorprendió a Man en el lugar menos indicado: en un claro, y sin idea de dónde podía estar el refugio más próximo. El impacto de las gotas, grandes, cálidas y sensuales, contra su cabeza y sus hombros tenía mucho de agresión y nada de caricia. La lluvia despertaba y excitaba el calor que anidaba en la tierra, configurando un ambiente sofocante. Ante ese ataque, Man, sin pensar, corrió sin rumbo, tropezó, cayó, y embarrado y ciego topó, primero con un tronco, y más tarde con una pared de piedra. El encontronazo lo dejó sin sentido.
Al recuperar la conciencia, le pareció que había dejado de llover, ya que no sentía el golpeteo de las gotas en su cara. Sin embargo, un repiqueteo sordo le dijo que se equivocaba. Seguía lloviendo, pero ahora estaba a cubierto. Se incorporó un poco, y pudo ver la luz de un fuego, una sencilla fogata en el suelo, rodeada por un círculo de piedras. Sobre ellas se apoyaba una marmita, que un anciano removía con parsimonia. Al oir moverse a Man, se volvió hacia él y le dijo:
- Bienvenido a mi casa, forastero. ¿Cómo te encuentras?
A Man le dolía no sólo la cabeza, sino todo el cuerpo. Debía haberse dado un buen golpe.
- Estoy bien - dijo - ¿Quién eres? ¿Cómo he llegado aquí?
- Soy Kalmar, para servirte - dijo el anciano - En otro tiempo creí ser sabio. Y estás aquí porque yo te he traído. Te encontré ahí afuera, tumbado al pie de la pared de casa, y me pareció que necesitabas refugio y un cuenco de sopa. Lo primero ya lo tienes, y lo segundo estará listo dentro de un momento.
- No puedo quedarme - dijo Man - Debo regresar a casa.
- Precisamente por eso - dijo Kalmar - porque debes regresar, debes quedarte. No es prudente salir ahora, con esta tormenta. Podría alcanzarte un rayo, podrías caer en un barranco en la oscuridad, o podrías desviarte e ir a parar a los pantanos, y ya nadie sabría más de tí. Mañana habrá dejado de llover, no soplará el viento, y habrá luz. Entonces podrás regresar.
Man, contrariado, tuvo que reconocer que el viejo tenía razón. Asintió con un gesto.
- Eso está mejor - dijo Kalmar - Y la sopa ya está a punto. Acércate, y la compartiremos.
Man se incorporó. La cabeza le daba vueltas, y sentía el cuerpo dolorido. Kalmar lo contempló mientras se acercaba trabajosamente al fuego. Apartó la marmita del hogar, sirvió dos cuencos de sopa, y antes de alargarle el suyo a Man, buscó en un bolsillo que llevaba atado a la cintura, extrajo unos granos negros y los echó en la sopa.
- Son sólo para darle un poco más de sabor - dijo - Yo no puedo tomarlos, no me sientan bien.
Man tuvo algún recelo, pero pronto lo desechó. ¿Por qué iba a querer aquel anciano envenenarlo o drogarlo? Habría podido robarle impunemente mientras él yacía inconsciente, si hubiese tenido algo que robar. Mientras Man sorbía su sopa, el viejo, trazando círculos con su escudilla, preguntó:
- ¿Te puedo preguntar de dónde vienes?
- Claro - dijo Man - Vengo de Bundar, y me dirijo de regreso a casa.
- ¿De Bundar? - en los ojillos del viejo brilló una chispa - Por lo que he oído, aquello se está convirtiendo rápidamente en ruinas.
- Así es - dijo Man, sombrío.
- ¿Qué buscabas allí? - preguntó nuevamente Kalmar.
Man suspiró.
- No lo sé. Supongo que mi juventud. Hace muchos años, yo fuí en peregrinaje, descubrí unas verdades que me han sostenido durante todo este tiempo, y...
Man calló. No sabía cómo expresarlo.
- Ya veo - dijo Kalmar - Ahora has llegado a esa edad en la que te arrepientes, no de lo que has hecho, sino de lo que has dejado de hacer. ¿No es eso?
- Sí, en cierto modo - dijo Man.
De repente, se sentía muy cansado. Los ojos se le cerraban. Kalmar estaba diciendo algo, pero no conseguía entenderlo. Lo interrumpió, diciendo:
- Perdona, pero me estoy cayendo de sueño. Ya hablaremos mañana.
Apartó la escudilla vacía, se tumbó en el suelo y se quedó dormido.
Se despertó de madrugada, inquieto como un centinela que se hubiese rendido al sueño. Kalmar estaba sentado en el suelo, un poco más allá, contemplándolo. Al verlo incorporarse, comentó:
- Vaya. Creía haberte puesto suficiente adormidera en la sopa para que durmieses hasta bastante después de la salida del sol. Pero ya veo que empiezas a sufrir los achaques de la edad. La falta de sueño, por ejemplo.
Man parpadeó, confuso, y dijo:
- ¿Quién eres?
- Me llamo Kalmar - contestó el anciano - pero eso ya lo sabes. Por eso imagino que tu pregunta, más que quién soy, es qué soy. O qué fuí. Y ahora soy un viejo ermitaño, pero tiempo atrás, yo fuí uno de los sacerdotes de Bundar.
Man soportó la mirada irónica del viejo, y acertó a preguntar:
- ¿Qué quieres de mí?
- Frase mal construída - dijo Kalmar, con aire de maestro pedante - La frase correcta es: ¿qué quiero de tí? ¿Qué quiero de Kalmar?
- ¿Qué crees tú que quiero? - dijo Man.
- Respuestas, supongo - dijo Kalmar - La mayoría de los hombres cree que la sabiduría consiste en conocer las respuestas. Pero se equivocan, nos equivocamos. Mira a los chiquillos de una escuela: conocer la respuesta correcta es algo que cualquier alumno aplicado puede conseguir. Pero sigue siendo el maestro quien hace las preguntas.
“Tú tienes preguntas. Lo sé, porque veo que estás cerca de la sabiduría. Pero no tanto que puedas formularlas. Así que, si me lo permites, yo lo haré por tí. Cuéntame todo lo que recuerdes de tu viaje hasta Bundar, no solo lo que viste en las ruinas. Todos los detalles, los incidentes, lo que te pareció importante y lo que no. Y después veremos si puedo ayudarte.
Man empezó a hablar, y refirió su viaje. Salió el sol, pasó la mañana, comieron un frugal almuerzo, y Man siguió hablando. Caían las sombras de la tarde cuando concluyó su relato. Y entonces Kalmar, tras reflexionar un buen rato, empezó a hablar.
- En primer lugar - dijo - déjame hablarte del viejo maestro del monasterio. No es lo más importante, pero quiero empezar por él, porque lo conozco. Lo conocí cuando ambos estábamos allí, y éramos unos jóvenes discípulos. Me acuerdo muy bien de él, sobre todo de lo que ocurría cuando ensayábamos el canto de las salmodias de rezo. A él no le faltaba potencia de voz, pero equivocaba siempre el tono. Y por lo que me has contado, le sigue ocurriendo lo mismo.
“Han pasado muchos años desde entonces. Ya tiene edad suficiente para no caer en las trampas de la inexperiencia, pero justamente ahora le es muy fácil caer en las del desengaño. Habrá confundido la humildad con el desprecio, el sacrificio con la tortura, la firmeza con la tozudez. Y no sé lo que pueda tener contra los jóvenes, salvo que los envidie, y es muy difícil perdonar a quien se envidia. Una mala cosa, la envidia, si quieres saber mi opinión. Mucho peor que la lujuria, que al menos busca ser compartida. En cuanto a los jóvenes, no han cometido otro pecado que nacer demasiado tarde y encarnar la vida. Y a algunos les da miedo la vida, como a otros las mujeres, la noche, los gatos o los espacios cerrados.
“Y en cuanto a tí, es cierto que podías haber prosperado si te hubieras asociado con Aleb. Y que podrías haber tenido una vida con Clavel, distinta de la que has tenido con tu esposa. Ahora, cuando te haces mayor y te quedan menos oportunidades, te preguntas por qué se te han escapado tantas. Pero en definitiva, lo único que ocurre es que por fin has descubierto que eres más pequeño que el mundo. Que no puedes vivir todas tus vidas posibles, ni atender a todas tus oportunidades. Siempre habrá más de lo que puedes abarcar. Y ante ese hecho, sólo hay dos posturas posibles. Puedes enfadarte, indignarte, desesperarte. Puedes decirte que nada tiene sentido, y hundirte como Bundar. Y vender tu cinismo y tu amargura como sabiduría.
“Pero también puedes comprender. Y si eres más pequeño que el mundo, entonces está muy claro cuál es tu objetivo, tu obligación: crecer. En todos los aspectos. Aunque no hubiese ningún dios a quien ofrecerle que tú seas mejor, aunque la humanidad entera no fuese más que un rebaño de animales inmundos que no se merezcan nada mejor de lo que tienen; aunque creas que tu esposa ya no te ama y que tus hijos no te deben nada, ni siquiera el respeto, aún así, tu sí te mereces ser alguien mejor. Más sabio, con más dudas, con más virtudes, mayor, más grande. Alguien comprensivo, generoso, abnegado. ¿Por qué, por quién? Por tí mismo.
“Puedes ser infiel, o si lo prefieres, desleal contigo mismo. Puedes creer que si los demás han olvidado el motivo, tú no estás obligado a recordarlo. Claro está que puedes hacerlo, lo mismo que puedes colgarte de un árbol o tirarte a un río infestado de cocodrilos. Pero son soluciones que no suelen aportar demasiados beneficios.
“Y en cuanto a creer, y a pesar de lo que pueda parecerte, no tienes alternativa. Ya crees, y en muchas cosas, como todos nosotros. Tú, que trabajas la tierra, plantas la semilla que ves y puedes tocar, y crees que germinará y se convertirá en una planta que de momento ni ves ni tocas. Eso es fe, fiarte de la semilla. Ni siquiera el comercio sería posible sin fe. Y los que pasan por más materialistas se pasan la vida persiguiendo el dinero, que a fin de cuentas no es más que una idea, un símbolo. No se trata de creer o no creer. Se trata de hasta dónde llega tu fe, se trata de cuáles son tus causas. Porque siempre buscarás lo que no tienes, y te asiste todo el derecho de escoger por qué camino vas a buscarlo.
“Puede que no exista éste o aquel dios. Puede que sólo sean invenciones humanas. Pero tus ansias de un dios en el que creer no son una invención. Ya sabes a dónde conduce la renuncia: a la decadencia y al desplome. Es decir, a la muerte. Y tu obligación, la de todos nosotros, es resistirte a la muerte tanto como te sea posible. Vuelve a tu casa. Abraza a tu esposa, cuida a tus hijos, trabaja la tierra y reza. Da las gracias por no haber escogido la peor alternativa, y da las gracias también por todo lo que te has equivocado. Y acéptate de una vez. Has caminado mucho; no es justo que vuelvas con las manos vacías.
Kalmar calló, y Man asintió con la cabeza. Su incertidumbre no se había disipado, pero tenía la sensación de llevar consigo un puñado de verdades para el camino, algo sólido en lo que meditar. Su zurrón estaba vacío, pero sólo en cierto sentido. Y durante el viaje de regreso tendría tiempo de asimilar, poco a poco, paso a paso, una nueva dosis de esperanza.
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