Regreso a Bundar (12)
Como sabe cualquiera que haya practicado (o intentado) algún deporte, un golpe en caliente puede no doler demasiado; cuando de verdad se nota es al enfriarse. Eso es lo que ocurre en el capítulo de hoy, el penúltimo.
12. VIENTO
Caía la tarde, ordinaria y tranquila. Los rebaños volvían al redil, los hombres a casa. El cielo palidecía antes de volverse oscuro. Había pasado un día más, y había sido en vano.
De la maleza surgió algo que parecía un hombre, pero sólo era Man. Acababa de ver la decadencia de Bundar y el desplome de sus sueños, y llevaba una piedra en el pecho, en el lugar que había ocupado su corazón. Había matado a la cobra, que ya no habría podido matarlo a él. Pero la decepción de Bundar era en cierto modo la conclusión del resto de incidentes que habían marcado su viaje, y todos los episodios parecían cuestionar su vida. Había perdido la oportunidad de ser rico al no asociarse con Aleb; había desperdiciado la felicidad, acaso fugaz, que habría podido tener con Clavel. Había aceptado como buenas las enseñanzas de un maestro que había demostrado ser intolerante y suspicaz. Con todos sus errores, se había atrevido a dar una lección a Propileo, que apenas era más tonto que él. Durante años y años había creído sólidamente en una serie de principios estrechos y limitados, sin permitir que Kiza, la señora de la duda, entrase en su vida. Ni siquiera sabía ahora si podía o no fiarse de los mendigos. Y en realidad, le parecía estar más perdido que cuando se había perdido en el bosque. Y se preguntaba quién, qué era. ¿Acaso un simple instrumento del miedo, de ese miedo ancestral del que parece estar hecho el mundo?
Ante él se extendía el prado, limpio, llano, casi nada. Y sobre el prado, el cielo inabarcable. Porque uno no puede ver todo el cielo de una vez, siempre queda un trozo que se ha escabullido a nuestra espalda. Y si uno se tumba en el suelo y mira, no ve más que cielo, y eso tampoco es verlo, porque el cielo está hecho para tener una relación con la tierra. O puede que al revés. Tantas y tantas generaciones han desperdiciado su vida por mirar sólo al cielo, o a la tierra, que al final uno ya no sabe a qué atenerse.
Uno, dos. Dos caras de un mismo todo. Y tres, porque entre cielo y tierra había un hombre, es decir, un trozo de decepción y esperanza. Man avanzó hacia el centro del prado. Sin formulárselo, sintió que ya que Bundar le había fallado, aún podía recurrir al otro templo: al mundo. Un cielo, un prado, y él. ¿Hacía falta algo más?
Llegó, no al centro del prado, sino a la distancia que su desánimo le permitía. Dejó caer su cayado, y abrió los brazos en cruz, en actitud de súplica, de pregunta, de protesta. Entonces empezó el viento.
Suavemente al principio, como una sospecha. Y así se mantuvo un tiempo, con bocanadas ocasionales que eran casi una promesa de algo más intenso. La brisa coqueteaba con él, ahora más, ahora menos. Y esa brisa olía a tierra y a grano, e insinuaba, sólo insinuaba, la sugestión de la noche. Man se irguió, como diciendo: “Aquí estoy”. Pero la brisa aparentó no haberlo entendido.
Después, una súbita pausa, un inesperado silencio, como si todo hubiese concluído. Y de golpe, el arremeter del soplo, rotundo y potente, como la bocanada de un horno. Porque se trataba de un viento cálido, que recogía todo el bochorno de la tarde para estamparlo contra Man. Él lo resistió, estaba acostumbrado. Vivir es resistir la decepción; ¿qué más da, una bocanada ardiente? Y sin transición, siempre inconstante, un aire nuevo, limpio, venido de no se sabe dónde, de un sitio que el hombre no ha pisado, seguro, si no olería mucho peor. Un aire tan antiguo, tan anterior y olvidado, que llegaba a ser nuevo, impoluto, transparente y terso. Como si se respirase una vez más el primer aire que entró en unos pulmones humanos.
Y gradualmente, sin prisas, como si tuviese todo el tiempo del mundo, el viento empezó a crecer y engrosarse, se fué acentuando, se hizo más violento. Ya no pasaba, volaba. Ya no decía, vociferaba. Y poco a poco, llegó a tener la fuerza de la ira.
Man tensó sus brazos. Deseaba con todas sus fuerzas que el viento se llevase todo lo que le sobraba de él: sus dudas, sus vacilaciones, sus prejuicios. Aunque quedase muy poca cosa; aunque sólo subsistiesen los cuatro tendones que tensaban toda la estructura. Aunque tuviese que volver a empezar, y a reconstruir trabajosamente todo el edificio. Y el viento sopló y sopló, doblegó las hierbas del prado y las hizo ondular en un remedo del mar. Apedreó a Man con algún insecto desorientado, se explayó a su gusto, e incluso, en algún momento, lo hizo vacilar y creer que acabaría por caerse al suelo, dominado por una fuerza más fuerte que él.
Man, en medio del vendaval, lanzó un grito, mas bien un alarido inarticulado, la protesta de lo racional, del sentido, frente a lo irracional y lo sinsentido. Y el viento arreció. Las hierbas se aplastaron, los pájaros eludieron el paraje, no quedó nada en el cielo, más que una oscuridad creciente. Nada podía resistir aquella fuerza, aquel impulso insensato.
Nada, salvo la desesperación. Y Man resistió.
12. VIENTO
Caía la tarde, ordinaria y tranquila. Los rebaños volvían al redil, los hombres a casa. El cielo palidecía antes de volverse oscuro. Había pasado un día más, y había sido en vano.
De la maleza surgió algo que parecía un hombre, pero sólo era Man. Acababa de ver la decadencia de Bundar y el desplome de sus sueños, y llevaba una piedra en el pecho, en el lugar que había ocupado su corazón. Había matado a la cobra, que ya no habría podido matarlo a él. Pero la decepción de Bundar era en cierto modo la conclusión del resto de incidentes que habían marcado su viaje, y todos los episodios parecían cuestionar su vida. Había perdido la oportunidad de ser rico al no asociarse con Aleb; había desperdiciado la felicidad, acaso fugaz, que habría podido tener con Clavel. Había aceptado como buenas las enseñanzas de un maestro que había demostrado ser intolerante y suspicaz. Con todos sus errores, se había atrevido a dar una lección a Propileo, que apenas era más tonto que él. Durante años y años había creído sólidamente en una serie de principios estrechos y limitados, sin permitir que Kiza, la señora de la duda, entrase en su vida. Ni siquiera sabía ahora si podía o no fiarse de los mendigos. Y en realidad, le parecía estar más perdido que cuando se había perdido en el bosque. Y se preguntaba quién, qué era. ¿Acaso un simple instrumento del miedo, de ese miedo ancestral del que parece estar hecho el mundo?
Ante él se extendía el prado, limpio, llano, casi nada. Y sobre el prado, el cielo inabarcable. Porque uno no puede ver todo el cielo de una vez, siempre queda un trozo que se ha escabullido a nuestra espalda. Y si uno se tumba en el suelo y mira, no ve más que cielo, y eso tampoco es verlo, porque el cielo está hecho para tener una relación con la tierra. O puede que al revés. Tantas y tantas generaciones han desperdiciado su vida por mirar sólo al cielo, o a la tierra, que al final uno ya no sabe a qué atenerse.
Uno, dos. Dos caras de un mismo todo. Y tres, porque entre cielo y tierra había un hombre, es decir, un trozo de decepción y esperanza. Man avanzó hacia el centro del prado. Sin formulárselo, sintió que ya que Bundar le había fallado, aún podía recurrir al otro templo: al mundo. Un cielo, un prado, y él. ¿Hacía falta algo más?
Llegó, no al centro del prado, sino a la distancia que su desánimo le permitía. Dejó caer su cayado, y abrió los brazos en cruz, en actitud de súplica, de pregunta, de protesta. Entonces empezó el viento.
Suavemente al principio, como una sospecha. Y así se mantuvo un tiempo, con bocanadas ocasionales que eran casi una promesa de algo más intenso. La brisa coqueteaba con él, ahora más, ahora menos. Y esa brisa olía a tierra y a grano, e insinuaba, sólo insinuaba, la sugestión de la noche. Man se irguió, como diciendo: “Aquí estoy”. Pero la brisa aparentó no haberlo entendido.
Después, una súbita pausa, un inesperado silencio, como si todo hubiese concluído. Y de golpe, el arremeter del soplo, rotundo y potente, como la bocanada de un horno. Porque se trataba de un viento cálido, que recogía todo el bochorno de la tarde para estamparlo contra Man. Él lo resistió, estaba acostumbrado. Vivir es resistir la decepción; ¿qué más da, una bocanada ardiente? Y sin transición, siempre inconstante, un aire nuevo, limpio, venido de no se sabe dónde, de un sitio que el hombre no ha pisado, seguro, si no olería mucho peor. Un aire tan antiguo, tan anterior y olvidado, que llegaba a ser nuevo, impoluto, transparente y terso. Como si se respirase una vez más el primer aire que entró en unos pulmones humanos.
Y gradualmente, sin prisas, como si tuviese todo el tiempo del mundo, el viento empezó a crecer y engrosarse, se fué acentuando, se hizo más violento. Ya no pasaba, volaba. Ya no decía, vociferaba. Y poco a poco, llegó a tener la fuerza de la ira.
Man tensó sus brazos. Deseaba con todas sus fuerzas que el viento se llevase todo lo que le sobraba de él: sus dudas, sus vacilaciones, sus prejuicios. Aunque quedase muy poca cosa; aunque sólo subsistiesen los cuatro tendones que tensaban toda la estructura. Aunque tuviese que volver a empezar, y a reconstruir trabajosamente todo el edificio. Y el viento sopló y sopló, doblegó las hierbas del prado y las hizo ondular en un remedo del mar. Apedreó a Man con algún insecto desorientado, se explayó a su gusto, e incluso, en algún momento, lo hizo vacilar y creer que acabaría por caerse al suelo, dominado por una fuerza más fuerte que él.
Man, en medio del vendaval, lanzó un grito, mas bien un alarido inarticulado, la protesta de lo racional, del sentido, frente a lo irracional y lo sinsentido. Y el viento arreció. Las hierbas se aplastaron, los pájaros eludieron el paraje, no quedó nada en el cielo, más que una oscuridad creciente. Nada podía resistir aquella fuerza, aquel impulso insensato.
Nada, salvo la desesperación. Y Man resistió.
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