El Retiro
Oscar Wilde, autor de poéticos y delicados cuentos, recurrió al menos una vez, como dirían los matemáticos, a lo que en España se conoce como "salirse por peteneras", es decir, una salida de tono. En "El Niño Astro", una vez que el protagonista llega a reinar tras innumerables penalidades, describe cómo se convierte en un gobernante justo, generoso y bueno. Por desgracia, no vive mucho, debido a todo lo que ha tenido que pasar. Y concluye: "Y quién le sucedió, fué un tirano" (cito de memoria, de mala memoria). Supongo que Wilde se hartó en algún momento de dulces sentimientos y pieles blancas como narcisos.
Sirva esto de advertencia para el cuento de hoy.
EL RETIRO
“¿La casa verde, dice? Sí, ya sé cuál es. Verá, tiene que pasar el pueblo, y luego...”
Enrique escuchaba atenta y pacientemente las explicaciones del lugareño, maldiciendo por enésima vez a Miguel. ¿Quién le mandaba esconderse en un sitio tan a trasmano? De todas formas, no podía distraerse, tenía que usar toda su retentiva para almacenar la cadena de pistas que lo llevarían hasta la casa: la curva, el desvío, el puente, el aserradero, el arroyo. Una vez que estuvo seguro de haberlo entendido y recordarlo todo, dio las gracias y volvió a poner en marcha el coche.
Aquella excursión era un engorro, y al mismo tiempo una obligación ineludible. Hacía una semana que Miguel no daba señales de vida, y por más que su familia dijese que estaba bien, la situación no podía prolongarse más. Había que saber si había superado la crisis, y más importante aún, si tenía intención de volver al trabajo. “Si vuelve, muy bien, y si no, buscamos un sustituto”, había dicho el gerente.
Claro que no iba a ser nada fácil sustituirlo. Miguel era una persona preparadísima y con una gran experiencia, que lo habían convertido en uno de los mejores expertos en motivación de personal. Como en temas de recursos humanos es muy difícil valorar exactamente la competencia y la calidad, y distinguir diversos grados de bueno y mejor, no había otro remedio que recurrir al criterio objetivo del sueldo que se ganaba. Y según ese criterio, Miguel era bueno, buenísimo. Tenía una reputación a prueba de bomba, y eran poquísimos los casos en los que no había podido encontrar una solución. Casos prácticamente imposibles, todo hay que decirlo.
Pero nadie es perfecto, y a Miguel, como a muchos, le había llegado la crisis de la mediana edad. Ese al menos era el diagnóstico de Enrique. Miguel, con su típico estilo irónico, había comentado alguna vez que más que hablar de “crisis de la mediana edad”, habría que hablar de “final de la adolescencia”, algo que suele ocurrir hacia los cuarenta y tantos. Pero cuando le había tocado a él, de poco le había valido la ironía. En muy poco tiempo (¿qué es un año, cuando se tiene una posición estable?) había cambiado de carácter. Se le veía inquieto, incómodo, sombrío. Eso, en el trabajo. Enrique tenía una cierta amistad con él, y por eso conocía algunos detalles más, cosas de su vida privada. Su esposa estaba preocupada. Al parecer, dormía poco y mal. Siempre había sido amante de la buena vida y de los placeres, pero últimamente su afición a la bebida parecía haber llegado a límites preocupantes. Y lo peor de todo era que no bebía porque estuviese alegre, sino porque estaba triste. Ya no era cuestión de salud física, sino mental.
Por sus comentarios, simples insinuaciones, nada concreto, parecía estar muy confuso en sus valoraciones y objetivos. Se había vuelto especialmente crítico. Para Enrique, que no pretendía arreglar el mundo, y mucho menos a las personas, la solución estaba muy clara: a Miguel le habría convenido vivir una aventura, tener una experiencia mística con una jovencita desinhibida. Lo malo era que esa solución resultaba impracticable, tal como era Miguel. Enrique sabía de sobras que se trataba de alguien enormemente complicado. Eso era lo que le daba su riqueza personal, pero también lo que lo hacía peligroso.
A la larga, había sido el propio Miguel quien se había dado cuenta de que la situación se hacía insostenible, y había pedido unos días de descanso para centrarse. Pensaba irse solo a la casita de la montaña, algo que en otros tiempos habría formulado como “tirarse al monte”. Enrique se imaginaba que Miguel aprovecharía esos días para leer hasta las tantas, hacer un poco de ejercicio, emborracharse a gusto y hartarse de dormir. Pero no acababa de gustarle la idea de que estuviese solo. Cuando uno pasa mucho tiempo solo, lo más fácil es que acabe peor de lo que está.
De todo eso hacía ya tres semanas. Los primeros quince días, Miguel se había llegado hasta el pueblo con cierta regularidad, y había telefoneado a la empresa “para saber cómo estaban las cosas”. Por lo visto, no quería o no sabía aislarse del todo. Pero en la última semana, nada de nada. Ni siquiera un recado a través de su esposa. En la empresa empezaban a ponerse nerviosos. Si Miguel tenía un problema y necesitaba ayuda, que fuese a ver a un siquiatra. Y si no pensaba volver, que lo dijese, y así podrían empezar a buscar a alguien para cubrir la vacante. Pero como no ocurría ni lo uno ni lo otro, Enrique había sido delegado para ir a visitar a Miguel y aclarar de una vez por todas qué diablos estaba pasando.
No le costó demasiado encontrar la casa. Por suerte, ya que el paraje era muy solitario, y no había un alma a quien poder preguntar. Dejó el coche a un lado del camino y empezó a trepar a pie por los escalones de tierra, marcados con troncos, que llevaban a la casa. Casi estaba llegando cuando Miguel apareció en la puerta. Debía haber oído el motor del coche. Enrique lo encontró más delgado, pero aparentemente muy tranquilo. Llegó hasta él, le dio la mano, y farfulló un “buenos días”, intentando recuperar el resuello. Miguel dijo:
- Buenos días. Veo que has venido a rescatarme. Anda, pasa.
Entraron en la casa. Enrique había esperado encontrarlo todo patas arriba, y que Miguel se excusase por el desorden, o puede que ni eso. Pero no. Todo estaba correcto, pulcro, en su sitio. Bueno, si Miguel había conseguido hacerse por dentro lo mismo que había hecho por fuera, estaba claro que su crisis era ya historia. Miguel le indicó uno de los sillones frente a la chimenea, y se sentó en otro. Preguntó a Enrique:
- ¿Cómo estás? ¿Cómo va todo?
- Bien - contestó Enrique, mecánicamente - Y tú, ¿cómo estás? Quiero decir, ¿cómo te encuentras?
- Mucho mejor - dijo Miguel - ¿Te apetece una cerveza?
- ¿A estas horas? Es un poco temprano, ¿no te parece?
Enrique echó una mirada a su reloj de pulsera. Las doce y media.
- Es casi la hora del aperitivo - dijo Miguel, tranquilamente - Además, no te preocupes, no te iba a acompañar. Ultimamente, sólo bebo agua. Incluso he renunciado al café.
Bueno, eso sí que era un cambio. En todos los años que llevaban trabajando juntos, Enrique le había visto consumir una media de tres o cuatro cafés por la mañana, y otros tantos por la tarde.
- Ya te he dicho que estoy mejor - insistió Miguel.
Enrique lo miró, y pensó que era cierto. Se le notaba una seguridad, un aplomo que no recordaba haberle visto desde hacía mucho. Pero no bastaba con una impresión. Había que asegurarse.
- ¿Qué has hecho estos días? Habrás leído mucho, supongo.
- Pues no, no te creas - dijo Miguel - Lo que he hecho, básicamente, ha sido pensar.
- ¿Durante tres semanas? - preguntó Enrique - ¿Y sin café? Perdona, pero no me lo creo.
Miguel rió, y dijo:
- Tienes razón. De lo del café hace sólo una semana. Mira, vamos a dejarnos de rodeos, ¿vale? Tú a lo que has venido es a saber si estoy a punto para volver al trabajo.
Enrique asintió.
- Pues mira - dijo Miguel - no lo sé. Supongo que sí. Pero lo más importante de todo es que ya no me preocupa. Ahora... sé.
Enrique sintió una ligera inquietud. No era propio de Miguel dejar colgada una frase de esa forma. Preguntó:
- ¿Qué es lo que sabes?
- No - dijo Miguel, sonriendo - así no. No puedo contártelo así, de sopetón, sin situarte, sin ambientarte. Tú has venido aquí, con la cabeza llena de los problemas del trabajo, preocupado por saber cómo estaría yo, por encontrar la casa, por saber a qué hora vas a estar de vuelta.
“Y lo que yo tengo que contarte te va a sonar tan raro como si fuera de otra galaxia. Y sin embargo, es algo que todos deberíamos saber. Lo más curioso es que resulta muy fácil saberlo. Es algo enorme, lo tenemos delante de las narices, y no lo vemos. Como si fuese transparente.
- ¿Es una adivinanza? - preguntó Enrique - ¿Es el aire?
- No es una adivinanza - dijo Miguel, paciente - ¿Lo ves? Buscas una respuesta concreta, porque te parece que hay una pregunta concreta. Y yo estoy hablando de otra cosa, algo que no tiene nada que ver. Creo que podría decir que he tenido una experiencia mística.
Enrique, en una reacción automática, estuvo a punto de preguntar quién era ella, pero se frenó. Miguel estaba hablando en serio, y a Enrique no le gustaba nada el cariz que iba tomando la cosa. Intentando quitar hierro, dijo:
- ¿Qué pasa, has visto a la Virgen, o algo así?
- Vale, Enrique, ya está bien de broma - dijo Miguel - Si quieres, lo dejo. Pero si de verdad te interesa saber cómo estoy, no tengo más remedio que contártelo, que explicarte todo con pelos y señales. ¿Estás de acuerdo?
Enrique asintió.
- Muy bien - dijo Miguel - pues empiezo. Los primeros días, al llegar aquí, no hice nada de provecho. Iba al pueblo a buscar bebida, me emborrachaba y me ponía a dormir hasta media mañana, pasaba días sin afeitarme, y sobre todo, me sentía desgraciado y me daba lástima a mí mismo. Podía haber seguido así meses, incluso años. Podía haber tirado mi vida a la basura y acabar pidiendo caridad o vendiendo “La Farola” por la calle.
“Una noche me desperté, de madrugada, ya sabes que últimamente dormía mal. Vine al comedor, que estaba hecho un desastre. Ese sillón en el que estás sentado tenía un montón de ropa sucia, que dejaba tirada por cualquier parte. La aparté de un manotazo, me senté y me puse a pensar. Me hacía falta un café, o una copa, pero se me había acabado lo uno y lo otro, así que tuve que pensar a pelo, sin ayudas. Me di cuenta de que no podía seguir así. En contra de lo que yo creía, parece que algo sí que me importaba. Pero no tenía ni idea de por dónde empezar.
“Empecé por hacer limpieza. Lavé la ropa, y pude quitarme el pijama que llevaba desde hacía tres días, a todas horas. Lavé los platos, barrí la casa, me duché, me afeité y llené seis bolsas de basura. Se dice pronto, pero me llevó dos o tres días, porque no podía con mi alma. Todo un tubo de aspirinas, me costó. Poco a poco, fui recuperando el apetito y empecé a llevar un horario más o menos regular. Entonces empecé a pensar en serio.
“Tenía un montón de cosas por arreglar, pero no tenía ningún motivo para hacerlo. Ya ves, yo que paso por ser un experto en motivación no sabía motivarme. Lo que estaba haciendo, las tareas domésticas, cuidarme un poco, era una cuestión de supervivencia, pero lo que yo necesitaba era vida, no supervivencia. Intenté formularme el problema, y me encontré con una lista enorme de preguntas. ¿Para qué? ¿Por qué? ¿Qué? Y lo peor de todo: ¿quién?
- Creo que no te sigo - interrumpió Enrique.
- Te entiendo - dijo Miguel - A ver cómo te lo explico. ¿Has oído hablar de la pregunta fundamental de la filosofía?
Enrique negó con la cabeza. Estaba bastante confuso.
- Pues es ésta - dijo Miguel - ¿Cómo es que existe alguna cosa?
- Perdona, ¿cómo dices?
- Sí - insistió Miguel - ¿cómo es que hay un universo? ¿Por qué existe algo? ¿Por qué existimos?
- Ya - dijo Enrique - las grandes preguntas. ¿Quienes somos? ¿De dónde venimos? ¿A dónde vamos? ¿Por cuánto dinero nos va a salir la broma?
- Por favor, no te burles - dijo Miguel - Cuando uno se juega lo que yo me jugaba, se agarra a lo que sea, aunque pueda parecer una tontería.
Enrique calló, ligeramente contrito.
- Como te decía - continuó Miguel - al final me quedé con una pregunta más importante que las otras, o al menos eso me pareció. ¿Qué era yo? ¿Quién era yo? No son dos preguntas: es una sola. Y no era eso que se llama una “crisis de identidad”. Eso es más bien que te encuentras metido en un papel que no te va. Lo mío era otra cosa. Que no sabía ni quién era el actor.
“Sabía que sólo había una forma de encontrar la respuesta: un proceso de introspección, de meterme hacia dentro para ver lo que encontraba. Y eso tiene varias etapas, y en cada una descartas algo. Descubres que no eres una sola cosa, sino muchas. Pero que al mismo tiempo, no eres ninguna de ellas. En primer lugar, tienes un cuerpo, pero no eres tu cuerpo. Más bien, si acaso, eres el que se asoma a tus ojos, como quien se asoma a una ventana. Puedes perder una pierna o un brazo, te pueden extirpar el bazo o una parte del estómago, y seguir siendo tú. Fastidiado, pero tú.
“Está lo que has hecho, tu vida, tus actos. Pero podrían haber sido otros. Eso es sólo la obra, no el autor. Y lo que será tu vida a partir de ahora, lo que pasará mañana, de eso no tienes ni idea. Tampoco importa. No eres lo que haces. Eres quien lo hace. Pero ese, ¿quién, qué es? Luego está lo que piensas, lo que se te ocurre, lo que maquinas. Resolver un problema, planificar una estrategia, imaginar. Así es como yo me gano la vida, ya lo sabes. Y más de uno diría que esa es la respuesta: eres lo que piensas. Marco Aurelio, si no recuerdo mal, dijo algo parecido.
“Pero tampoco. Puedes descartar ideas, puedes tener ocurrencias que no sabes de dónde vienen. Sueñas, pero no sueñas lo que quieres. Todo eso te pasa; no lo eres. Eres quien piensa, no lo que piensas. Y por último, está lo que sientes. Por ejemplo, lo que yo siento por Luisa. Y ahí es donde es más difícil que no tropieces y te quedes embarrancado, porque se te hace muy difícil no querer creer que esa es la respuesta. Ponerlo en duda es casi una traición. Pero en el viaje que has emprendido no hay lugar para los reparos.
“Porque llega un momento en que te das cuenta de que sigues un camino hacia dentro. Todo lo que ya has examinado y descartado se ha vuelto plano, y es como si te dirigieses hacia el centro de un disco, que sería toda tu realidad. Pero tú buscas lo esencial, lo central. Y todo lo que has ido encontrando forma parte del disco, más o menos externa, pero nada es la esencia. Porque los sentimientos tampoco lo son. Te pueden arrastrar, se te pueden llevar como el viento se lleva las hojas, pero una vez más, eres quien siente, no lo que sientes.
- Pero - saltó Enrique, nervioso - si quitas el cuerpo, lo que haces, lo que piensas y lo que sientes, ¿qué te queda? Es que no te queda nada.
- Justamente - dijo Miguel - Nada. En el centro del disco, como en los viejos discos de vinilo o en los modernos compactos, lo que hay es un agujero, es decir, un pedazo de nada. Y a medida que te acercas, vas sintiendo miedo de caerte. Esa angustia que Kierkegaard definía como “el vértigo de la libertad”.
Miguel hizo una pausa, y Enrique sintió que debía decir algo. Ya era inquietante que Miguel se hubiese puesto a filosofar. Pero que citase a Kierkegaard era como para dar la alarma.
- La verdad - dijo - me sorprende que aún estés vivo. Con esas ideas, lo más normal es pegarse un tiro, y acabar con todo. ¿Qué me estás diciendo? ¿Que no somos nada, como solía decirse en los entierros?
- No - Miguel tenía un aire condescendiente que empezaba a molestar a Enrique - No es eso. Dirías que es un agujero, que es nada, pero no lo es. Es una puerta, el paso a otra dimensión. Pero eso sólo lo ves cuando estás dentro, o a punto de entrar, claro.
- ¿Quieres decir - preguntó Enrique - que llegaste hasta el agujero?
- Sí, claro. A partir de cierto punto, no puedes pararte. Es como si te absorbiera.
- Y cuando llegas allí, ¿qué pasa? ¿Ves una luz?
- No. No hay ninguna luz. La luz es algo para los ojos, y allí los ojos ya no pintan nada. Lo que pasa cuando llegas es que te caes, aparentemente. Pasan muchas cosas a la vez, y no es nada fácil explicarlas todas, porque pasan todas en un momento. Lo más importante es que no te caes; más bien te zambulles en el infinito. No sabría decírtelo de otra forma. ¿Sabes el miedo a caer? Pues desaparece, porque descubres que tienes alas, y puedes volar. Y al meterte dentro, te llega algo, o algo te pasa, o mejor dicho, te traspasa. Algo como una revelación. Pero no es un conocimiento, ni una percepción, ni siquiera un sentimiento. A lo que más se parece es a una convicción. Encuentras la respuesta que estabas buscando. Y lo curioso es que esa respuesta no es un por qué, ni un quién, ni un qué. Es algo mucho más sencillo, es una afirmación: eres. Existes. Estás vivo. Eres.
“Algo así no se explica, no puede compartirse. Como mucho, se contagia. Ya es increíble que pueda hablar de ello, así que no esperes justificaciones. Es una evidencia, que se defiende sola, y si no la has vivido, no tienes por qué aceptarla. Ni deberías, porque resulta increíble.
La voz de Miguel tenía un timbre especial, como si estuviese emocionado.
- Se te hace evidente que Dios existe, porque tú mismo eres la prueba. ¿Recuerdas la pregunta fundamental, por qué existe algo? La verdad es que no tendría por qué existir, y tú tampoco. Y si existes, sólo puede deberse a algo inconcebiblemente grande, poderoso y magnánimo. No ves a Dios; pero lo sospechas. Y ves que te ha hecho un regalo, el de ser. Te ha regalado a tí mismo. Pero eso es sólo el principio, porque te ha hecho otro aún mayor, más grande que la vida, tan grande que asusta, que no sabes si podrás con él: la libertad. Porque eres, eres libre. Una libertad radical, la causa y la fuente de todas las demás: la libertad de ser. Las otras, la libertad de expresión, de pensamiento, de decisión, de soñar, de amar, no son más que consecuencias. Kierkegaard también decía que “uno” no expresa una cantidad, sino una cualidad. Y eso es lo que te ocurre, que eres “uno”, y por tanto único. Sólo tú puedes vivir tu vida. Y ese es el sentido de la vida: es un recurso más, otro camino, otra potencia del alma, si me permites la pedantería. Las cosas las puedes hacer, las puedes pensar, las puedes sentir. Y además, y aparte de todo eso, las puedes vivir. Es otra historia.
- Por lo que veo - dijo Enrique, con cierto escepticismo - has vuelto. Quiero decir que no te has quedado a vivir allí.
- No es un lugar - dijo Miguel - Y ni siquiera estoy seguro de que sea un estado de ánimo. Sé que todo eso es inútil, en el sentido de que no aporta ningún beneficio tangible. Y algo mucho peor, casi escandaloso: es gratis.
- No estoy tan seguro de que no aporte beneficios - dijo Enrique - Al menos, se te ve más tranquilo. Supongo que ahora que sabes que existe Dios, creerás que tienes un montón de obligaciones morales.
- Sí y no - contestó Miguel - Hombre, me gustaría ser mejor persona de lo que soy, pero ahora no me siento obligado a serlo. Puedo decidir, porque soy libre. No quiero hacerme daño, pero no porque sea inmoral; porque no tiene sentido. Por eso he podido dejar la bebida, y el café.
“No nos engañemos. Cuando te ocurre una cosa así, cambias. Por fuerza. Porque ves que has llegado, mejor, que no te has movido de sitio, que siempre has estado en casa. Puede que no sea el único camino. Yo he llegado a través del yo, pero supongo que otra persona podría llegar a través del tú; de un amor desesperado, por ejemplo. Pero sí es cierto que todo se transforma. No te asusta ya el sufrimiento, porque sufrir también es vivir. Y sabes que no precisas triunfar, que no necesitas mendigar un poquito de felicidad para que tu vida tenga sentido. No te es imprescindible ser feliz, aunque mejor si lo eres. Pero no dejarás de ser porque seas desgraciado.
“Y te das cuenta de que muchas de las cosas enormemente importantes que perseguimos no son más que paparruchas. Muchas, por no decir todas. Ahora, cuando ya he vuelto, si es que he vuelto, a la realidad, veo las cosas de otra forma. ¿Quieres que vuelva? Volveré. Puedo hacerlo, puedo trabajar, concentrarme, rendir diez horas diarias, ser astuto y brillante. ¿Por qué no? Puedo hacer lo que quiera. Pero ya no me puedo creer que motivar a la gente sea importante. Sé y puedo hacerlo, pero no puedo creérmelo. No es tan importante motivarlos. Es mucho mejor dejarlos vivir. No es que lo otro sea malo; es que es tonto. ¿Para qué sirve, bien mirado? Sólo para conseguir dinero o poder; nada que valga la pena.
Enrique tenía una actitud pensativa, como si evaluase la situación. Por fin, dijo:
- ¿Qué crees que opinará Luisa, de todo esto?
- Ya lo sabe - dijo Miguel - Ayer hablé con ella, por teléfono. Querría volver a explicárselo más despacio, teniéndola cerca y viéndola. Pero ya te puedo decir que me apoya. Totalmente.
- Vamos a ver si lo he entendido - dijo Enrique, seriamente - ¿Te parece que exagero si interpreto que has vuelto a nacer?
- En lo más mínimo - dijo Miguel, contento - No se me habría ocurrido expresarlo así, pero me parece muy acertado. Veo que me entiendes.
- Ya lo creo que te entiendo - dijo Enrique, con cierta sequedad - Bueno, no te entretengo más. Me imagino que tendrás un montón de temas que meditar, y yo tengo muchas más cosas que hacer de las que querría. Ya nos veremos, y hasta luego.
- Pero, ¿cómo? - dijo Miguel - ¿Te marchas? ¿No te quedas ni a comer? No soy tan mal cocinero, no te creas.
- No lo dudo, pero no puede ser. Perdóname, pero yo no he llegado aún a la divina indiferencia, y tengo temas realmente urgentes que resolver. No te preocupes por mí; cuando tenga hambre, ya me pararé en algún bar de camioneros para comerme un bocadillo. Ahora, lo que de verdad me urge es volver cuanto antes a la ciudad. Tú estás bien, ya lo he visto, mejor de lo que me esperaba, si te soy franco. Ya veo que no es preciso que me preocupe por tí. Y ¿qué quieres? Hay dos mil cosas más a las que tengo que dedicarme. No te preocupes, te comprendo. Cualquier día que tenga cinco minutos libres, yo también me dedicaré a buscar el centro del disco, y a caerme por él. Pero ahora mismo no tengo tiempo. Lo siento. Tengo que irme.
Enrique se puso en pie. Miguel parecía abrumado y desconcertado. Dijo:
- Pero...
- Tranquilo - cortó Enrique - No te preocupes. Hasta otra.
Se encaminó hacia la puerta, seguido por un Miguel cabizbajo que debía estar preguntándose si había o no conseguido transmitir el mensaje. Se dieron la mano mecánicamente, Enrique salió, y al verse fuera, respiró profundamente y empezó a bajar los escalones en dirección al coche.
Estaba acostumbrado a pensar deprisa, y una vez más le fue muy útil. Miguel había vuelto a nacer, es decir, se había convertido en un niño: un personaje irresponsable, ingenuo y sin preparación. Además, había manifestado una olímpica indiferencia hacia el poder, e incluso hacia el dinero. Y ¿cómo te puedes fiar de quien no puedes comprar? Siempre será más fiel a sus ideales que a tí. Enrique meditó el tiempo de bajar dos escalones más, y tomó su decisión.
No esperó a llegar a la ciudad, ni siquiera al pueblo. Llamó desde su coche con el teléfono móvil. Habló con Luisa, con la empresa, y con un famoso siquiatra al que conocía personalmente. Cuando puso en marcha el motor, las cartas ya estaban echadas. En el curso de pocos días, Miguel estaría internado en una clínica para enfermos mentales. Era lo mejor para la empresa, para la familia, para él mismo. Alguien como Miguel, tal como estaba, no servía para el sistema.
Ya se veía venir, pensó. Alguien que pasa tanto tiempo solo, acaba por volverse loco.
Sirva esto de advertencia para el cuento de hoy.
EL RETIRO
“¿La casa verde, dice? Sí, ya sé cuál es. Verá, tiene que pasar el pueblo, y luego...”
Enrique escuchaba atenta y pacientemente las explicaciones del lugareño, maldiciendo por enésima vez a Miguel. ¿Quién le mandaba esconderse en un sitio tan a trasmano? De todas formas, no podía distraerse, tenía que usar toda su retentiva para almacenar la cadena de pistas que lo llevarían hasta la casa: la curva, el desvío, el puente, el aserradero, el arroyo. Una vez que estuvo seguro de haberlo entendido y recordarlo todo, dio las gracias y volvió a poner en marcha el coche.
Aquella excursión era un engorro, y al mismo tiempo una obligación ineludible. Hacía una semana que Miguel no daba señales de vida, y por más que su familia dijese que estaba bien, la situación no podía prolongarse más. Había que saber si había superado la crisis, y más importante aún, si tenía intención de volver al trabajo. “Si vuelve, muy bien, y si no, buscamos un sustituto”, había dicho el gerente.
Claro que no iba a ser nada fácil sustituirlo. Miguel era una persona preparadísima y con una gran experiencia, que lo habían convertido en uno de los mejores expertos en motivación de personal. Como en temas de recursos humanos es muy difícil valorar exactamente la competencia y la calidad, y distinguir diversos grados de bueno y mejor, no había otro remedio que recurrir al criterio objetivo del sueldo que se ganaba. Y según ese criterio, Miguel era bueno, buenísimo. Tenía una reputación a prueba de bomba, y eran poquísimos los casos en los que no había podido encontrar una solución. Casos prácticamente imposibles, todo hay que decirlo.
Pero nadie es perfecto, y a Miguel, como a muchos, le había llegado la crisis de la mediana edad. Ese al menos era el diagnóstico de Enrique. Miguel, con su típico estilo irónico, había comentado alguna vez que más que hablar de “crisis de la mediana edad”, habría que hablar de “final de la adolescencia”, algo que suele ocurrir hacia los cuarenta y tantos. Pero cuando le había tocado a él, de poco le había valido la ironía. En muy poco tiempo (¿qué es un año, cuando se tiene una posición estable?) había cambiado de carácter. Se le veía inquieto, incómodo, sombrío. Eso, en el trabajo. Enrique tenía una cierta amistad con él, y por eso conocía algunos detalles más, cosas de su vida privada. Su esposa estaba preocupada. Al parecer, dormía poco y mal. Siempre había sido amante de la buena vida y de los placeres, pero últimamente su afición a la bebida parecía haber llegado a límites preocupantes. Y lo peor de todo era que no bebía porque estuviese alegre, sino porque estaba triste. Ya no era cuestión de salud física, sino mental.
Por sus comentarios, simples insinuaciones, nada concreto, parecía estar muy confuso en sus valoraciones y objetivos. Se había vuelto especialmente crítico. Para Enrique, que no pretendía arreglar el mundo, y mucho menos a las personas, la solución estaba muy clara: a Miguel le habría convenido vivir una aventura, tener una experiencia mística con una jovencita desinhibida. Lo malo era que esa solución resultaba impracticable, tal como era Miguel. Enrique sabía de sobras que se trataba de alguien enormemente complicado. Eso era lo que le daba su riqueza personal, pero también lo que lo hacía peligroso.
A la larga, había sido el propio Miguel quien se había dado cuenta de que la situación se hacía insostenible, y había pedido unos días de descanso para centrarse. Pensaba irse solo a la casita de la montaña, algo que en otros tiempos habría formulado como “tirarse al monte”. Enrique se imaginaba que Miguel aprovecharía esos días para leer hasta las tantas, hacer un poco de ejercicio, emborracharse a gusto y hartarse de dormir. Pero no acababa de gustarle la idea de que estuviese solo. Cuando uno pasa mucho tiempo solo, lo más fácil es que acabe peor de lo que está.
De todo eso hacía ya tres semanas. Los primeros quince días, Miguel se había llegado hasta el pueblo con cierta regularidad, y había telefoneado a la empresa “para saber cómo estaban las cosas”. Por lo visto, no quería o no sabía aislarse del todo. Pero en la última semana, nada de nada. Ni siquiera un recado a través de su esposa. En la empresa empezaban a ponerse nerviosos. Si Miguel tenía un problema y necesitaba ayuda, que fuese a ver a un siquiatra. Y si no pensaba volver, que lo dijese, y así podrían empezar a buscar a alguien para cubrir la vacante. Pero como no ocurría ni lo uno ni lo otro, Enrique había sido delegado para ir a visitar a Miguel y aclarar de una vez por todas qué diablos estaba pasando.
No le costó demasiado encontrar la casa. Por suerte, ya que el paraje era muy solitario, y no había un alma a quien poder preguntar. Dejó el coche a un lado del camino y empezó a trepar a pie por los escalones de tierra, marcados con troncos, que llevaban a la casa. Casi estaba llegando cuando Miguel apareció en la puerta. Debía haber oído el motor del coche. Enrique lo encontró más delgado, pero aparentemente muy tranquilo. Llegó hasta él, le dio la mano, y farfulló un “buenos días”, intentando recuperar el resuello. Miguel dijo:
- Buenos días. Veo que has venido a rescatarme. Anda, pasa.
Entraron en la casa. Enrique había esperado encontrarlo todo patas arriba, y que Miguel se excusase por el desorden, o puede que ni eso. Pero no. Todo estaba correcto, pulcro, en su sitio. Bueno, si Miguel había conseguido hacerse por dentro lo mismo que había hecho por fuera, estaba claro que su crisis era ya historia. Miguel le indicó uno de los sillones frente a la chimenea, y se sentó en otro. Preguntó a Enrique:
- ¿Cómo estás? ¿Cómo va todo?
- Bien - contestó Enrique, mecánicamente - Y tú, ¿cómo estás? Quiero decir, ¿cómo te encuentras?
- Mucho mejor - dijo Miguel - ¿Te apetece una cerveza?
- ¿A estas horas? Es un poco temprano, ¿no te parece?
Enrique echó una mirada a su reloj de pulsera. Las doce y media.
- Es casi la hora del aperitivo - dijo Miguel, tranquilamente - Además, no te preocupes, no te iba a acompañar. Ultimamente, sólo bebo agua. Incluso he renunciado al café.
Bueno, eso sí que era un cambio. En todos los años que llevaban trabajando juntos, Enrique le había visto consumir una media de tres o cuatro cafés por la mañana, y otros tantos por la tarde.
- Ya te he dicho que estoy mejor - insistió Miguel.
Enrique lo miró, y pensó que era cierto. Se le notaba una seguridad, un aplomo que no recordaba haberle visto desde hacía mucho. Pero no bastaba con una impresión. Había que asegurarse.
- ¿Qué has hecho estos días? Habrás leído mucho, supongo.
- Pues no, no te creas - dijo Miguel - Lo que he hecho, básicamente, ha sido pensar.
- ¿Durante tres semanas? - preguntó Enrique - ¿Y sin café? Perdona, pero no me lo creo.
Miguel rió, y dijo:
- Tienes razón. De lo del café hace sólo una semana. Mira, vamos a dejarnos de rodeos, ¿vale? Tú a lo que has venido es a saber si estoy a punto para volver al trabajo.
Enrique asintió.
- Pues mira - dijo Miguel - no lo sé. Supongo que sí. Pero lo más importante de todo es que ya no me preocupa. Ahora... sé.
Enrique sintió una ligera inquietud. No era propio de Miguel dejar colgada una frase de esa forma. Preguntó:
- ¿Qué es lo que sabes?
- No - dijo Miguel, sonriendo - así no. No puedo contártelo así, de sopetón, sin situarte, sin ambientarte. Tú has venido aquí, con la cabeza llena de los problemas del trabajo, preocupado por saber cómo estaría yo, por encontrar la casa, por saber a qué hora vas a estar de vuelta.
“Y lo que yo tengo que contarte te va a sonar tan raro como si fuera de otra galaxia. Y sin embargo, es algo que todos deberíamos saber. Lo más curioso es que resulta muy fácil saberlo. Es algo enorme, lo tenemos delante de las narices, y no lo vemos. Como si fuese transparente.
- ¿Es una adivinanza? - preguntó Enrique - ¿Es el aire?
- No es una adivinanza - dijo Miguel, paciente - ¿Lo ves? Buscas una respuesta concreta, porque te parece que hay una pregunta concreta. Y yo estoy hablando de otra cosa, algo que no tiene nada que ver. Creo que podría decir que he tenido una experiencia mística.
Enrique, en una reacción automática, estuvo a punto de preguntar quién era ella, pero se frenó. Miguel estaba hablando en serio, y a Enrique no le gustaba nada el cariz que iba tomando la cosa. Intentando quitar hierro, dijo:
- ¿Qué pasa, has visto a la Virgen, o algo así?
- Vale, Enrique, ya está bien de broma - dijo Miguel - Si quieres, lo dejo. Pero si de verdad te interesa saber cómo estoy, no tengo más remedio que contártelo, que explicarte todo con pelos y señales. ¿Estás de acuerdo?
Enrique asintió.
- Muy bien - dijo Miguel - pues empiezo. Los primeros días, al llegar aquí, no hice nada de provecho. Iba al pueblo a buscar bebida, me emborrachaba y me ponía a dormir hasta media mañana, pasaba días sin afeitarme, y sobre todo, me sentía desgraciado y me daba lástima a mí mismo. Podía haber seguido así meses, incluso años. Podía haber tirado mi vida a la basura y acabar pidiendo caridad o vendiendo “La Farola” por la calle.
“Una noche me desperté, de madrugada, ya sabes que últimamente dormía mal. Vine al comedor, que estaba hecho un desastre. Ese sillón en el que estás sentado tenía un montón de ropa sucia, que dejaba tirada por cualquier parte. La aparté de un manotazo, me senté y me puse a pensar. Me hacía falta un café, o una copa, pero se me había acabado lo uno y lo otro, así que tuve que pensar a pelo, sin ayudas. Me di cuenta de que no podía seguir así. En contra de lo que yo creía, parece que algo sí que me importaba. Pero no tenía ni idea de por dónde empezar.
“Empecé por hacer limpieza. Lavé la ropa, y pude quitarme el pijama que llevaba desde hacía tres días, a todas horas. Lavé los platos, barrí la casa, me duché, me afeité y llené seis bolsas de basura. Se dice pronto, pero me llevó dos o tres días, porque no podía con mi alma. Todo un tubo de aspirinas, me costó. Poco a poco, fui recuperando el apetito y empecé a llevar un horario más o menos regular. Entonces empecé a pensar en serio.
“Tenía un montón de cosas por arreglar, pero no tenía ningún motivo para hacerlo. Ya ves, yo que paso por ser un experto en motivación no sabía motivarme. Lo que estaba haciendo, las tareas domésticas, cuidarme un poco, era una cuestión de supervivencia, pero lo que yo necesitaba era vida, no supervivencia. Intenté formularme el problema, y me encontré con una lista enorme de preguntas. ¿Para qué? ¿Por qué? ¿Qué? Y lo peor de todo: ¿quién?
- Creo que no te sigo - interrumpió Enrique.
- Te entiendo - dijo Miguel - A ver cómo te lo explico. ¿Has oído hablar de la pregunta fundamental de la filosofía?
Enrique negó con la cabeza. Estaba bastante confuso.
- Pues es ésta - dijo Miguel - ¿Cómo es que existe alguna cosa?
- Perdona, ¿cómo dices?
- Sí - insistió Miguel - ¿cómo es que hay un universo? ¿Por qué existe algo? ¿Por qué existimos?
- Ya - dijo Enrique - las grandes preguntas. ¿Quienes somos? ¿De dónde venimos? ¿A dónde vamos? ¿Por cuánto dinero nos va a salir la broma?
- Por favor, no te burles - dijo Miguel - Cuando uno se juega lo que yo me jugaba, se agarra a lo que sea, aunque pueda parecer una tontería.
Enrique calló, ligeramente contrito.
- Como te decía - continuó Miguel - al final me quedé con una pregunta más importante que las otras, o al menos eso me pareció. ¿Qué era yo? ¿Quién era yo? No son dos preguntas: es una sola. Y no era eso que se llama una “crisis de identidad”. Eso es más bien que te encuentras metido en un papel que no te va. Lo mío era otra cosa. Que no sabía ni quién era el actor.
“Sabía que sólo había una forma de encontrar la respuesta: un proceso de introspección, de meterme hacia dentro para ver lo que encontraba. Y eso tiene varias etapas, y en cada una descartas algo. Descubres que no eres una sola cosa, sino muchas. Pero que al mismo tiempo, no eres ninguna de ellas. En primer lugar, tienes un cuerpo, pero no eres tu cuerpo. Más bien, si acaso, eres el que se asoma a tus ojos, como quien se asoma a una ventana. Puedes perder una pierna o un brazo, te pueden extirpar el bazo o una parte del estómago, y seguir siendo tú. Fastidiado, pero tú.
“Está lo que has hecho, tu vida, tus actos. Pero podrían haber sido otros. Eso es sólo la obra, no el autor. Y lo que será tu vida a partir de ahora, lo que pasará mañana, de eso no tienes ni idea. Tampoco importa. No eres lo que haces. Eres quien lo hace. Pero ese, ¿quién, qué es? Luego está lo que piensas, lo que se te ocurre, lo que maquinas. Resolver un problema, planificar una estrategia, imaginar. Así es como yo me gano la vida, ya lo sabes. Y más de uno diría que esa es la respuesta: eres lo que piensas. Marco Aurelio, si no recuerdo mal, dijo algo parecido.
“Pero tampoco. Puedes descartar ideas, puedes tener ocurrencias que no sabes de dónde vienen. Sueñas, pero no sueñas lo que quieres. Todo eso te pasa; no lo eres. Eres quien piensa, no lo que piensas. Y por último, está lo que sientes. Por ejemplo, lo que yo siento por Luisa. Y ahí es donde es más difícil que no tropieces y te quedes embarrancado, porque se te hace muy difícil no querer creer que esa es la respuesta. Ponerlo en duda es casi una traición. Pero en el viaje que has emprendido no hay lugar para los reparos.
“Porque llega un momento en que te das cuenta de que sigues un camino hacia dentro. Todo lo que ya has examinado y descartado se ha vuelto plano, y es como si te dirigieses hacia el centro de un disco, que sería toda tu realidad. Pero tú buscas lo esencial, lo central. Y todo lo que has ido encontrando forma parte del disco, más o menos externa, pero nada es la esencia. Porque los sentimientos tampoco lo son. Te pueden arrastrar, se te pueden llevar como el viento se lleva las hojas, pero una vez más, eres quien siente, no lo que sientes.
- Pero - saltó Enrique, nervioso - si quitas el cuerpo, lo que haces, lo que piensas y lo que sientes, ¿qué te queda? Es que no te queda nada.
- Justamente - dijo Miguel - Nada. En el centro del disco, como en los viejos discos de vinilo o en los modernos compactos, lo que hay es un agujero, es decir, un pedazo de nada. Y a medida que te acercas, vas sintiendo miedo de caerte. Esa angustia que Kierkegaard definía como “el vértigo de la libertad”.
Miguel hizo una pausa, y Enrique sintió que debía decir algo. Ya era inquietante que Miguel se hubiese puesto a filosofar. Pero que citase a Kierkegaard era como para dar la alarma.
- La verdad - dijo - me sorprende que aún estés vivo. Con esas ideas, lo más normal es pegarse un tiro, y acabar con todo. ¿Qué me estás diciendo? ¿Que no somos nada, como solía decirse en los entierros?
- No - Miguel tenía un aire condescendiente que empezaba a molestar a Enrique - No es eso. Dirías que es un agujero, que es nada, pero no lo es. Es una puerta, el paso a otra dimensión. Pero eso sólo lo ves cuando estás dentro, o a punto de entrar, claro.
- ¿Quieres decir - preguntó Enrique - que llegaste hasta el agujero?
- Sí, claro. A partir de cierto punto, no puedes pararte. Es como si te absorbiera.
- Y cuando llegas allí, ¿qué pasa? ¿Ves una luz?
- No. No hay ninguna luz. La luz es algo para los ojos, y allí los ojos ya no pintan nada. Lo que pasa cuando llegas es que te caes, aparentemente. Pasan muchas cosas a la vez, y no es nada fácil explicarlas todas, porque pasan todas en un momento. Lo más importante es que no te caes; más bien te zambulles en el infinito. No sabría decírtelo de otra forma. ¿Sabes el miedo a caer? Pues desaparece, porque descubres que tienes alas, y puedes volar. Y al meterte dentro, te llega algo, o algo te pasa, o mejor dicho, te traspasa. Algo como una revelación. Pero no es un conocimiento, ni una percepción, ni siquiera un sentimiento. A lo que más se parece es a una convicción. Encuentras la respuesta que estabas buscando. Y lo curioso es que esa respuesta no es un por qué, ni un quién, ni un qué. Es algo mucho más sencillo, es una afirmación: eres. Existes. Estás vivo. Eres.
“Algo así no se explica, no puede compartirse. Como mucho, se contagia. Ya es increíble que pueda hablar de ello, así que no esperes justificaciones. Es una evidencia, que se defiende sola, y si no la has vivido, no tienes por qué aceptarla. Ni deberías, porque resulta increíble.
La voz de Miguel tenía un timbre especial, como si estuviese emocionado.
- Se te hace evidente que Dios existe, porque tú mismo eres la prueba. ¿Recuerdas la pregunta fundamental, por qué existe algo? La verdad es que no tendría por qué existir, y tú tampoco. Y si existes, sólo puede deberse a algo inconcebiblemente grande, poderoso y magnánimo. No ves a Dios; pero lo sospechas. Y ves que te ha hecho un regalo, el de ser. Te ha regalado a tí mismo. Pero eso es sólo el principio, porque te ha hecho otro aún mayor, más grande que la vida, tan grande que asusta, que no sabes si podrás con él: la libertad. Porque eres, eres libre. Una libertad radical, la causa y la fuente de todas las demás: la libertad de ser. Las otras, la libertad de expresión, de pensamiento, de decisión, de soñar, de amar, no son más que consecuencias. Kierkegaard también decía que “uno” no expresa una cantidad, sino una cualidad. Y eso es lo que te ocurre, que eres “uno”, y por tanto único. Sólo tú puedes vivir tu vida. Y ese es el sentido de la vida: es un recurso más, otro camino, otra potencia del alma, si me permites la pedantería. Las cosas las puedes hacer, las puedes pensar, las puedes sentir. Y además, y aparte de todo eso, las puedes vivir. Es otra historia.
- Por lo que veo - dijo Enrique, con cierto escepticismo - has vuelto. Quiero decir que no te has quedado a vivir allí.
- No es un lugar - dijo Miguel - Y ni siquiera estoy seguro de que sea un estado de ánimo. Sé que todo eso es inútil, en el sentido de que no aporta ningún beneficio tangible. Y algo mucho peor, casi escandaloso: es gratis.
- No estoy tan seguro de que no aporte beneficios - dijo Enrique - Al menos, se te ve más tranquilo. Supongo que ahora que sabes que existe Dios, creerás que tienes un montón de obligaciones morales.
- Sí y no - contestó Miguel - Hombre, me gustaría ser mejor persona de lo que soy, pero ahora no me siento obligado a serlo. Puedo decidir, porque soy libre. No quiero hacerme daño, pero no porque sea inmoral; porque no tiene sentido. Por eso he podido dejar la bebida, y el café.
“No nos engañemos. Cuando te ocurre una cosa así, cambias. Por fuerza. Porque ves que has llegado, mejor, que no te has movido de sitio, que siempre has estado en casa. Puede que no sea el único camino. Yo he llegado a través del yo, pero supongo que otra persona podría llegar a través del tú; de un amor desesperado, por ejemplo. Pero sí es cierto que todo se transforma. No te asusta ya el sufrimiento, porque sufrir también es vivir. Y sabes que no precisas triunfar, que no necesitas mendigar un poquito de felicidad para que tu vida tenga sentido. No te es imprescindible ser feliz, aunque mejor si lo eres. Pero no dejarás de ser porque seas desgraciado.
“Y te das cuenta de que muchas de las cosas enormemente importantes que perseguimos no son más que paparruchas. Muchas, por no decir todas. Ahora, cuando ya he vuelto, si es que he vuelto, a la realidad, veo las cosas de otra forma. ¿Quieres que vuelva? Volveré. Puedo hacerlo, puedo trabajar, concentrarme, rendir diez horas diarias, ser astuto y brillante. ¿Por qué no? Puedo hacer lo que quiera. Pero ya no me puedo creer que motivar a la gente sea importante. Sé y puedo hacerlo, pero no puedo creérmelo. No es tan importante motivarlos. Es mucho mejor dejarlos vivir. No es que lo otro sea malo; es que es tonto. ¿Para qué sirve, bien mirado? Sólo para conseguir dinero o poder; nada que valga la pena.
Enrique tenía una actitud pensativa, como si evaluase la situación. Por fin, dijo:
- ¿Qué crees que opinará Luisa, de todo esto?
- Ya lo sabe - dijo Miguel - Ayer hablé con ella, por teléfono. Querría volver a explicárselo más despacio, teniéndola cerca y viéndola. Pero ya te puedo decir que me apoya. Totalmente.
- Vamos a ver si lo he entendido - dijo Enrique, seriamente - ¿Te parece que exagero si interpreto que has vuelto a nacer?
- En lo más mínimo - dijo Miguel, contento - No se me habría ocurrido expresarlo así, pero me parece muy acertado. Veo que me entiendes.
- Ya lo creo que te entiendo - dijo Enrique, con cierta sequedad - Bueno, no te entretengo más. Me imagino que tendrás un montón de temas que meditar, y yo tengo muchas más cosas que hacer de las que querría. Ya nos veremos, y hasta luego.
- Pero, ¿cómo? - dijo Miguel - ¿Te marchas? ¿No te quedas ni a comer? No soy tan mal cocinero, no te creas.
- No lo dudo, pero no puede ser. Perdóname, pero yo no he llegado aún a la divina indiferencia, y tengo temas realmente urgentes que resolver. No te preocupes por mí; cuando tenga hambre, ya me pararé en algún bar de camioneros para comerme un bocadillo. Ahora, lo que de verdad me urge es volver cuanto antes a la ciudad. Tú estás bien, ya lo he visto, mejor de lo que me esperaba, si te soy franco. Ya veo que no es preciso que me preocupe por tí. Y ¿qué quieres? Hay dos mil cosas más a las que tengo que dedicarme. No te preocupes, te comprendo. Cualquier día que tenga cinco minutos libres, yo también me dedicaré a buscar el centro del disco, y a caerme por él. Pero ahora mismo no tengo tiempo. Lo siento. Tengo que irme.
Enrique se puso en pie. Miguel parecía abrumado y desconcertado. Dijo:
- Pero...
- Tranquilo - cortó Enrique - No te preocupes. Hasta otra.
Se encaminó hacia la puerta, seguido por un Miguel cabizbajo que debía estar preguntándose si había o no conseguido transmitir el mensaje. Se dieron la mano mecánicamente, Enrique salió, y al verse fuera, respiró profundamente y empezó a bajar los escalones en dirección al coche.
Estaba acostumbrado a pensar deprisa, y una vez más le fue muy útil. Miguel había vuelto a nacer, es decir, se había convertido en un niño: un personaje irresponsable, ingenuo y sin preparación. Además, había manifestado una olímpica indiferencia hacia el poder, e incluso hacia el dinero. Y ¿cómo te puedes fiar de quien no puedes comprar? Siempre será más fiel a sus ideales que a tí. Enrique meditó el tiempo de bajar dos escalones más, y tomó su decisión.
No esperó a llegar a la ciudad, ni siquiera al pueblo. Llamó desde su coche con el teléfono móvil. Habló con Luisa, con la empresa, y con un famoso siquiatra al que conocía personalmente. Cuando puso en marcha el motor, las cartas ya estaban echadas. En el curso de pocos días, Miguel estaría internado en una clínica para enfermos mentales. Era lo mejor para la empresa, para la familia, para él mismo. Alguien como Miguel, tal como estaba, no servía para el sistema.
Ya se veía venir, pensó. Alguien que pasa tanto tiempo solo, acaba por volverse loco.
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