jueves, noviembre 16, 2006

La Rueda

El cuento de hoy es una ilustración de lo que se podría llamar una estructura circular, al estilo de "La Ronda", de Artur Schintzel. Sin desmerecer al señor Escalopa, pensé que era más adecuado situarla en la Rusia zarista. De entre los rusos, mi escritor preferido es sin duda Fiodor Mijailovich Dostoievski, pero me temo que me salió algo más en la línea de Chéjov (qué más quisiera). Aquí está el cuento:

LA RUEDA

Piotr Alexandrov sacó el fajo de billetes del bolsillo de su abrigo, abrió un cajón del escritorio y los depositó en él. Había más de quinientos rublos, una buena suma. Mientras se despojaba del abrigo, se dijo una vez más que debía separar y tener a punto trescientos de aquellos rublos. Y se maldijo por su suerte, por tener que apartar aquel dinero para entregárselo a Razumov.
No es que para él fuese un dinero difícil de ganar: era la recaudación de los alquileres de las casas a orillas del Neva, aguas abajo de la ciudad. Aunque tampoco era cosa de puro trámite: cada mes, en una u otra casa se repetían las mentiras, las excusas, las súplicas para aplazar el pago. Mi marido salió a emborracharse y volvió sin un kopek, mi hijo está en el hospital, mis padres están a punto de perder sus tierras, mi mujer está enferma, etcétera. Excusas débiles, y aún peor, poco originales. No había más remedio que ponerse inflexible. Y la mayoría de las veces, al mes siguiente se hacía patente que la situación no era tan desesperada, porque los inquilinos seguían allí, y de alguna forma habían logrado salir adelante. Piotr Alexandrov pensaba que a veces, siendo implacabale, obligaba a muchos de aquellos desgraciados a tener coraje y enfrentarse con resolución a sus problemas.
Un criado interrumpió sus reflexiones, anunciándole la llegada de Razumov, que no tardó en aparecer en la puerta. Piotr asintió con la cabeza y el hombrecillo entró en el despacho, lanzando una mirada golosa al fuego que ardía en la chimenea. Sin atreverse a sentarse, se quedó en pie, dándole vueltas al gorro que llevaba en las manos. Piotr, para demostrar el rechazo que le provocaba el personaje, decidió no ponerle las cosas fáciles, y preguntó:
- ¿Qué es lo que desea, Semión?
Razumov esbozó una tímida sonrisa.
- Lo sabe usted muy bien, Piotr Ivanovich – dijo – Espero de su gran generosidad que me ayude en mis penosas necesidades. Y este humilde siervo estará encantado de cualquier servicio que, dentro de mis modestas posibilidades, sea capaz de prestarle. Repito, cualquier cosa.
Su rebuscado estilo al hablar era signo de su baja extracción, pensó Piotr. Sólo los que no tienen clase por su cuna pueden creerse que eso sea algo que cualquiera puede conseguir. De todas formas, Semión Razumov tenía razón en una cosa: podía prestarle un servicio. Aunque sólo fuera mantener la boca cerrada, y no empezar a contar por ahí lo que sabía de él. Especialmente el desagradable incidente en el que Piotr se había visto envuelto dos años atrás. Claro está que Piotr no sabía, o al menos no con certeza, que la muchacha fuera una menor. Desde luego, no lo parecía. Y aún era mucho peor que resultase ser sobrina del príncipe Tarski.
Bien, era un consuelo saber que Razumov era un individuo sin pretensiones ni ambición. Y bien mirado, trescientos rublos cada dos o tres meses resultaba un precio barato, comparado con lo que podía perder. Abrió el cajón del escritorio, tomó los billetes que ya había apartado y se los tendió a Razumov.
Al salir a la calle, Razumov se encogió en medio de una racha de viento helado. Ojalá fuese sólo una racha, y de nuevo se pusiese a nevar plácidamente, como hacía un rato. A Razumov no le gustaba el viento, así que apuró el paso hasta llegar a la Perspectiva Nevski. En aquella avenida ancha y elegante, el viento se había convertido en una leve brisa, casi soportable. No era muy prudente transitar por allí; con su raído paletó, pasado de moda, y su aspecto de pobre, Razumov estaba llamando la atención. Los aristócratas, los burgueses y los prósperos comerciantes con los que se cruzaba lo miraban con sorpresa, o con franca desaprobación. Al doblar una bocacalle, se topó con un individuo enorme.
- Buenos días, Razumov – dijo el hombre.
Razumov levantó la vista y masculló una maldición. Era Iván Rabinovich, el inspector de policía.
- Buenos días, excelencia – saludó Razumov.
El policía ostentaba una sonrisa irónica.
- Justamente me preguntaba por dónde andarías – dijo – Tenía ganas de verte. Vamos, ven conmigo.
Razumov intentó resistirse, negando con la cabeza, pero el policía, insólitamente amable, insistió:
- No, no te voy a llevar ante el comisario, aunque sé que se alegraría de verte. Ven, te invito a un té.
Razumov, resignado, lo siguió hasta un café cercano. Una vez sentados a una de las mesas, el policía preguntó:
- Y bien, Semión, ¿qué te cuentas?
- No hay nada nuevo, excelencia – contestó Razumov – Si hubiese oído algo, bien sabe su excelencia que habría ido a contárselo.
- ¿Y los subversivos? ¿Qué me dices de los subversivos?
- No sé nada, excelencia. Al parecer, no se atreven a desafiar a nuestra noble y eficaz policía.
- Es posible - dijo Iván, pensativo – Por supuesto, tú y yo seguimos siendo amigos, ¿no?
- Desde luego, excelencia. Cualquier cosa que yo...
- Lo digo – interrumpió Iván – porque si no fuéramos amigos, si no fuera por el afecto que te tengo, se me podría ocurrir ir a contarle unas cuantas cosas al comisario. Cosas que sé de ti, por ejemplo. Veamos: pequeños hurtos, cosa que no es muy grave; juego ilegal, lo que ya te costaría unos buenos azotes. Y, no sé si pronunciar la palabra en un lugar público como éste – bajó la voz – proxenetismo.
Razumov abrió mucho los ojillos, horrorizado. Aquello era una amenaza en toda regla.
- No hay nada de eso, excelencia – protestó – Es verdad que yo tengo algunas amigas, muchachas risueñas y hospitalarias, y si algún caballero bien educado quiere disfrutar de un rato de buena compañía, yo...
- Les cobras el servicio – cortó Iván.
- Excelencia – siguió Razumov – casi siempre se sienten tan agradecidos que tienen a bien concederme alguna propina, más que nada para que brinde a su salud y los tenga presentes en mis oraciones. Pero si algún caballero, un inspector de policía, digamos, no se sintiese obligado a hacerlo, yo no me atrevería nunca a pedirle...
- Es una pena que no pueda oirte el comisario – interrumpió nuevamente Iván – Se reiría un buen rato con tus excusas. Pero no te apures. Es más, incluso es posible que algún día me decida a hacer una visita a una de esas amigas tuyas tan... ¿cómo las has llamado? Hospitalarias.
“Pero hoy no. Tengo otras cosas que hacer. Aunque la verdad es que tengo un pequeño contratiempo. Oh, nada importante, nada que la pequeña ayuda de un buen amigo no pueda resolver...
Semión se dio por aludido, y dijo:
- Cualquier cosa que pueda hacer, yo...
- Ya que te ofreces, ¿no llevarás encima doscientos rublos, por casualidad? Te los devolvería, desde luego. Es sólo un préstamo, tienes mi promesa.
Semión se dijo que podía fiarse de la promesa tanto como de la amistad del policía. Aunque estaba ante una obligación ineludible, quiso hacer valer su esfuerzo, y dijo:
- Para mí será un placer, excelencia, pero tened en cuenta que un pobre hombre como yo tiene muchos gastos, hay que estar a buenas con todo el mundo...
- Una vela a Dios y otra al diablo, ¿no es eso? Vamos, no te quejes tanto, que estoy seguro que no los has ganado trabajando. Además, dicen los alemanes que el dinero tiene que moverse para producir riqueza. Anda, no seas remolón y contribuye al progreso de la patria.
Semión, a regañadientes, rebuscó en sus bolsillos, teniendo mucho cuidado de que el policía no sospechase siquiera que aún le quedarían cien rublos. Iván se embolsó tranquilamente el dinero.
Esa misma tarde, Iván se dirigía a visitar a Tatiana. De camino, iba meditando: “Esta es sin duda una amistad peligrosa. Si me relacionan con una mujer de gustos tan caros, me voy a buscar problemas. Más aún, siendo yo policía y ella, probablemente, una fumadora de opio. Pero ya debería estar acostumbrado a situaciones ingratas. Ser judío en Rusia, o de antecedentes judíos, Rabinovich, como yo, no es precisamente una buena opción. Tengo que hacer el doble de trabajo, y el doble de bien, para que me reconozcan la mitad del mérito que se llevaría otro”.
Tatiana estaba sentada en la salita, pero no podía decirse que lo estuviera esperando. Tenía un pequeño libro abierto sobre la falda, poesía francesa, sin duda, y acariciaba casi inconscientemente un opulento gato de Angora. Iván reprimió un gesto de fastidio; ¿cómo podía gustarle a alguien aquel gato, cualquier gato? Para colmo, Tatiana se empeñaba en llamarlo “Exquise”.
- Ah, eres tú – dijo ella con desgana, al verlo – Anda, siéntate. ¿Me has traído algo?
Iván calló, sólo para provocarla.
- ¿Lo ves? – dijo ella, enfadada – Vienes aquí, cuando te parece, no me traes ni flores, ni bombones, ni un regalo, y aún esperarás que sea amable contigo – hizo una mueca enfurruñada, de niña consentida.
- Está horrible cuando te enfadas – dijo Iván, siguiendo con su juego – Me gustas más contenta.
- Pues entonces – dijo ella con una chispa de furia en sus ojos – a ver si hacer algo para que esté contenta. ¿Sabes? Hoy he recibido una nota de Trófim Semionovich.
- Ah, ese botarate – dijo él.
- Ese botarate, como tú dices, “solicita el placer de disfrutar de mi elegante compañía, y suplica que le sea concedido el privilegio de postrarse a mis pies”.
Con que ahora intentaba ponerlo celoso, pensó Iván. Bueno, iba a tener que esforzarse un poco más.
- ¿Postrarse a tus pies? ¿Es que es zapatero? ¿O tal vez pedicuro?
Al acabar de decirlo, recordó que Tatiana estaba especialmente avergonzada de sus enormes pies, y vió que se había equivocado, pero era tarde para rectificar. Ella le lanzó una mirada furibunda, pero antes de que abriese la boca para echarlo, Iván dijo:
- Espera.
Sacó el sobre en el que había puesto el dinero y se lo tendió, diciendo:
- Esto es para ti. He pensado que tal vez necesitarías algo para tus gastos.
Tatiana tomó el sobre, lo abrió y su expresión cambió como por ensalmo. Dirigiéndose al gato, dijo:
- ¿Has visto, Exquise? Ya te decía yo que Vania no es tan malo como parece.
Iván se sintió aliviado, al ver que ella se refería a él por el diminutivo. La situación estaba clara, y no era preciso hablar mucho más. Tatiana se puso en pie y se dirigió a la puerta del dormitorio. Antes de abrirla, se volvió hacia él y le dijo:
- Vania, Vanushka, ¿no vienes?
Iván no se hizo de rogar, y fué.
Más tarde, al quedarse nuevamente sola, Tatiana ahuyentó al gato, que se le acercaba pidiendo una caricia. Estaba cansada, y en lo último que pensaba era en mimos o caricias. Por mucho que hubiera en el sobre, y debía haber unos ciento cincuenta rublos, era un precio barato para soportar la corpulencia de Iván. Suspiró y se dijo que por lo menos, ahora recibía algo a cambio. Años atrás, cuando era una adolescente en el campo, lo único que había recibido del amo, por eso mismo, era librarse de una paliza. Pero de eso hacía ya mucho. Poco tiempo más tarde, Tatiana ya tenía claro que sólo existen dos tipos de hombres: los que intentarán dominarte a cualquier precio, porque te desean, y aquellos que se dejarán dominar fácilmente, por la misma razón. Y aprendió a evitar a los primeros. Con esa lección aprendida, no le fue muy difícil progresar al trasladarse a la ciudad. Sí, de eso hacía ya mucho. Ahora podía permitirse todo tipo de caprichos; nunca faltaba quien se los pagase. Incluso los vicios más caros. Ese simple pensamiento despertó en ella el ansia. Sabía que estaría inquieta e irritable hasta que pudiese calmarla. Llamó a la criada y le dijo:
- Vete a ver al turco. Le dices que vas de parte mía, que quiero lo de siempre. Espera.
Tomó el sobre que Iván le había dado, sacó cien rublos y se los entregó a la criada.
Ahmed, el turco, estaba en su pequeña tienda, sentado en un taburete tras el mostrador, de forma que sólo le asomaba la cabeza. En toda la tarde no había entrado ningún cliente. Por lo visto, a nadie le interesaban sus alfombras y tapices, o tal vez el local no permitía lucirlas como se merecían. Aquel no habría sido tan mal negocio, de estar mejor situado, en un local más amplio. Pero los que podía permitirse gastar dinero en alfombras jamás se acercaban por aquel barrio; todo lo más, enviaban a sus sirvientes. Pero a un sirviente no se le permite escoger qué alfombra va a adornar el salón de su amo.
Y aunque Ahmed hubiera podido permitírselo, no le habría sido posible cambiar de local. ¿Quién iba a confiar en un extranjero? Lo había intentado, pero en vano, y no le costaba adivinar el por qué, leer sus pensamientos: “No es de aquí, ésta no es su tierra. Habla otra lengua, tiene otra religión. ¿Quién sabe cómo piensa, a qué le es fiel? Es un extraño. ¿Por qué fiarse?”.
De no ser por los ingresos extra que conseguía de forma no totalmente legal, Ahmed no habría podido vivir, ni mantener abierto el negocio. Y tampoco habría podido dar a su esposa enferma los cuidados que precisaba. Las medicinas eran caras, las visitas del médico había que pagarlas, y la alimentación, por más que ella apenas probase bocado, tenía ciertos requisitos que debían cumplirse. Requisitos no precisamente baratos: abundancia de frutas y verduras frescas, por ejemplo.
La campanilla de la puerta lo sacó de sus pensamientos. Se puso en pie, y reconoció al punto a la mujer que acababa de entrar. Era una clienta habitual; mejor dicho, la criada de una clienta habitual. Y desde luego, no estaba allí para comprar alfombras.
- Vengo de parte de la señorita Tatiana.
Ahmed asintió. No precisaba hacer preguntas, ya sabía qué buscaba la señorita Tatiana. Se agachó y metió la mano en una vasija que tenía bajo el mostrador. Tuvo que introducir el brazo casi hasta el fondo; se estaba quedando sin reservas.
- ¿Cuánto? – preguntó Ahmed a la mujer.
- No sé, me ha dado cien rublos.
Cien rublos. Bien, por ese precio podía darle un par de dosis. Sacó y puso sobre el mostrador dos pequeños paquetes, envueltos en papel encerado. Era importante que el opio no se resecase.
- Otra cosa – dijo la mujer, dejando el dinero sobre el mostrador – Mi ama se queja de que la pipa que le vendió ya no va bien.
Ahmed sonrió.
- Dile... no, no se lo digas, de todas formas tendrás que hacerlo tú. Habrá que limpiarla. Por dentro. Un poco de vodka irá bien. Échalo dentro, sacudes la pipa y la vacías. Cuando el vodka salga limpio, ya está.
La mujer asintió con la cabeza. Sacó un pañuelo y envolvió los paquetitos en él. Ahmed recogió el dinero y se lo guardó en el bolsillo, mientras contemplaba cómo la mujer abandonaba la tienda. Bueno, no había sido tan mala tarde, después de todo. Con aquel dinero, podía afrontar los gastos inmediatos, reponer material, y aún le quedarían veinte o treinta rublos para pagar el próximo alquiler.
Como si la palabra alquiler lo hubiese conjurado, a través de los vidrios de la puerta vió pasar a Piotr Alexandrov. Ahmed lo conocía demasiado bien: era el propietario no sólo de la tienda, sino de la pequeña casa en la que una esposa enferma esperaba el regreso de Ahmed.
Afuera, mientras caminaba. Piotr Alexandrov iba pensando: “Esto no puede seguir así. Si Semión Razumov sigue sacándome dinero, no me va a quedar más remedio que subir los alquileres”.
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