jueves, abril 30, 2009

El Hechicero

El cuento de hoy podría enmarcarse en una época antigua, no necesariamente medieval. Una época en la que se podía creer en los filtros de amor. Y ese es el tema aparente del cuento. Digo aparente porque el cuento tiene dos capas, o dos historias, una evidente y otra que no lo es tanto. Aquí está el cuento:

EL HECHICERO

Al entrar en la sacristía, José se encontró directamente con el párroco, que le dijo:

- La paz contigo. ¿No es así como os saludábais, entre vosotros? No es un mal saludo.

- Yo, padre – dijo José – soy un buen cristiano. He sido bautizado.

- Lo sé – dijo el párroco – y ya no te llamas Yusuf, sino José. Pero sentémonos, necesito hablar contigo. Tal vez te apetezca un poco de vino.

José negó con la cabeza.

- Es aún temprano – dijo – y no me conviene amodorrarme. Tengo trabajo en el huerto.

- Sea. No te importará que yo lo tome, ¿verdad?

Una vez sentados a la mesa, el párroco dijo:

- En primer lugar, quiero que sepas algunas cosas de mí. Antes de oír la llamada de Dios, y hacerme sacerdote, había sido llamado por el rey. Durante unos años, fui capitán de sus tropas. He corrido mucho y he visto muchas cosas. Te digo esto para que comprendas que no soy alguien de cortas miras. No tengo muchos de los escrúpulos de otros religiosos, que no han conocido más que las paredes del seminario o del monasterio.

“Pero vamos a lo que interesa. Se dice por ahí que eres un poco hechicero, que sabes preparar filtros y hacer conjuros.

- No es así, reverendo padre – dijo José – Yo os juro...

- No sigas – interrumpió el párroco – Déjame decirte un par de cosas. Primero, que te he hecho venir, en vez de ir yo a tu casa, porque no te hará ningún daño que te vean por la iglesia. Y segundo, que no me preocupan tus hechizos.

- ¿No os preocupan? ¿Por qué?

- Porque estoy convencido de que no son más que engaños. No me parece sensato creer otra cosa. Por lo que llevo visto, sé que el diablo raras veces interviene para traer el mal a este mundo. Los hombres nos bastamos para eso. Y aún nos sobra.

“Sin embargo, el hecho de que sepa que son engaños no me lleva a creer que no sean efectivos. Siempre que alguien se los crea. Cuando era capitán del rey, tuve ocasión de ver que si un soldado creía que iba a morir en la batalla, era muy probable que así fuese. Es la fuerza de la convicción, de la fe, si prefieres. Así pues, si me aseguras que sólo te limitas a mentir, puedes estar tranquilo. Porque si creyera que realmente usas embrujos poderosos, debería denunciarte por practicar la magia, algo totalmente prohibido, como sabes.

- Reverendo padre – dijo José – es como vos decís. Pocas cosas sé, y entre ellas no hay ningún arte mágica. Los que acuden a mí, si logran su propósito, es por la convicción que les da la creencia en el conjuro.

- Muy bien – dijo el párroco – Claro está que mentir es un pecado, pero respecto a eso, “ego te absolvo”. Te perdono tus pecados. A partir de ahora, yo ignoraré que hagas filtros y hechizos. Pero sí te pido, mejor, te aconsejo, que seas prudente. No permitas verte complicado en ningún crimen. No hagas hechizos para cometer robos, o muertes.

- Nunca lo haría, padre.

- Entonces, nada más hay que decir. Ve en paz.

Esa noche, mientras José cenaba con Amina, su sobrina, sonaron unos golpes en la puerta. Amina fue a abrir y volvió con un joven.

- Este joven quiere hablar contigo – dijo.

El joven, a un gesto de José, se sentó a la mesa y dijo:

- Señor, me llamo Martín, y acudo a vos para pediros ayuda. Debéis saber que padezco mal de amores por la bella Hermelinda, la hija del burgomaestre.

- Si ese es el problema – dijo José – tiene fácil solución. Acercaos a ella, haceros ver, y finalmente, hablad con ella. Enseguida sabréis si tenéis lguna esperanza o si debéis fijar vuestros ojos en otra muchacha. ¿O tal vez lo habéis hecho ya?

- No, no he hablado con ella – dijo Martín – No creo que pueda tener ninguna esperanza. Por eso vengo a veros, para pediros que me preparéis un filtro de amor.

José aparentó meditar un instante, mientras advertía los gestos que le hacía Amina, a espaldas de Martín.

- Ya comprendo – dijo José, finalmente – Pero un filtro de amor es algo complicado de preparar. Además, no sirve cualquier fórmula; debe ser compuesto especialmente para la persona en cuestión. Dejadme que averigüe algunas cosas de vuestra amada, y podéis volver mañana, a esta misma hora.

A la noche siguiente, Martín volvió a casa de José, que lo esperaba con un pequeño jarro sobre la mesa.

- El filtro está a punto – dijo José – Sólo falta el último ingrediente: algunos cabellos vuestros. Ahora, si lo permitís, Amina os cortará un mechón de pelo.

Martín se dejó hacer, pero preguntó:

- ¿Por qué son necesarios mis cabellos?

- Para que se enamore de vos – dijo José – Sin ellos, el filtro de amor actuaría igualmente, pero sin un blanco concreto. No querréis que ella se enamore del primero que vea.

- No, claro.

- Y otra cosa: este filtro necesita algún tiempo para actuar. Y en ese tiempo, lo mejor es que ella no os vea.

- ¿Cuánto tiempo?

- Unos días. Tres o cuatro.

- Pero si no puedo verla, ¿cómo lograré que beba el filtro?

- No os preocupéis. Amina, mi sobrina, se encargará de eso. Y también vigilará para saber cuando es el mejor momento para presentaros.

- ¿Vuestra sobrina tiene entrada en casa del burgomaestre?

- No, pero no será difícil. Bastará con que les lleve algunas frutas y verduras de mi huerto. Ella será la que os dé cuenta de cómo va vuestro lance. Podéis venir a verla cada noche, si deseáis.

- ¿Cuánto debo pagaros?

- De momento, nada – respondió José – Esperemos a ver el resultado. Quiero advertiros de que hay alguna pequeña posibilidad de que el filtro no funcione. Si así fuera, no me deberíais nada.

- Tampoco podría pagaros – dijo Martín – porque me moriría de dolor.

- Eso, en todo caso, está en manos de Dios – dijo José – Armaos de paciencia, y esperemos.

La noche siguiente, fue Amina quien recibió a Martín, y lo condujo hasta un banco del huerto. Había luna llena, y un agradable aroma en el aire.

- ¿Qué es ese olor? – preguntó Martín.

- Oh, sólo es jazmín – dijo Amina – A veces, me pongo algunas flores en el pelo. ¿Las oléis?

Martín tuvo que acercarse bastante a ella para poder percibir en su cabello el mismo aroma de la noche, pero más intenso.

- Hoy he visto a vuestra dama – dijo Amina.

- Es muy bella, ¿verdad? – dijo Martín.

- Sí lo es – respondió Amina – Claro está que hay muchas formas de ser bella. Los ojos azules de vuestra dama, por ejemplo, son tan claros como el cielo a mediodía. Nada esconden. Pero unos ojos negros, como la noche cerrada, pueden tener algo de misterio. Y al tiempo, os invitan a entrar, a sumergiros en ellos, y a descubrir todo un tesoro escondido.

- Tú tienes los ojos negros.

- Sí, es verdad – sonrió Amina – Pero no hablaba de mí. No me había dado cuenta.

- Así pues, ¿Hermelinda ha tomado ya el filtro?

- Lo tomará, perded cuidado. Esta misma noche.

- ¿Puedo volver mañana?

- Podéis volver siempre que queráis. Yo os iré contando lo que pase.

La noche siguiente, en el mismo lugar, Amina dijo:

- Por ahora, no hay ningún cambio. Debemos esperar. Tal vez sea difícil saber si ha cambiado su ánimo, porque vuestra dama es muy discreta, a la vez que obediente.

- Esas son grandes cualidades, que la adornan – dijo Martín.

- No os lo discuto – dijo Amina – aunque no sé, si fuera hombre, si me gustarían esas prendas en una mujer.

- ¿Qué quieres decir?

- Que una mujer criada para someterse al marido, y obedecerle ciegamente, tal vez no sea lo más deseable. Porque no os sabrá dar más que lo que le pidáis. Pero una mujer más independiente, capaz de pensar por sí misma, tal vez os podría dar lo que necesitáis, aún sin vos saberlo.

- Una mujer así – dijo Martín – quizá me asustaría un poco.

- ¿Os asusto yo?

- No, ni pensarlo. Tú eres una muchacha muy sensata, y tu compañía es muy agradable.

Al oírlo, Amina sonrió de un modo extraño, como si se contuviese. Tal vez exhaló algo parecido a un suspiro de satisfacción; tal vez sólo estaba respirando profundamente.

Al día siguiente, al pasar por la plaza, Martín se encontró con Amina, que venía de la fuente con una pequeña tinaja apoyada en la cadera. A Martín le pareció un encuentro casual. Era la primera vez que veía a Amina a la luz el día, y su visión no hizo más que confirmar lo que ya sospechaba: era una muchacha muy atractiva.

- ¿Cómo están las cosas, Amina? – le preguntó Martín.

- No muy bien, mi señor – contestó Amina – La dama no parece responder. Lamento tener que daros tan malas noticias.

- No sé si son tan malas – dijo Martín – Últimamente, he estado pensando si sólo hay una fuente de la que se pueda beber.

- Me avergonzáis, mi señor – dijo Amina, bajando al suelo su brillante mirada.

En los días siguientes, a menudo se pudo ver a Martín y Amina paseando juntos, a veces sentados uno junto al otro. Un buen día entre los días, José volvió a visitar al párroco.

- Reverendo padre – dijo – vengo a deciros que Amina, mi sobrina, se ha prometido con el joven Martín.

- No haces más que confirmar lo que ya esperaba – dijo el párroco – Era algo que todos sabían, quizá antes que ellos. Pero dime, ¿cómo llegaron a conocerse?

- Él vino a mí, a pedirme un filtro de amor, para otra dama, todo hay que decirlo.

- Ya. Pero no contaba con los embrujos de tu sobrina. No – hizo un gesto – no te asustes. Ni yo ni nadie podría condenar los hechizos de una mujer joven. Porque esos, es Dios quien los ha concedido, y sólo Él puede juzgarlos. Sea enhorabuena la promesa de los jóvenes. Que Dios los bendiga.

- Amén – dijo José.

Al narrador, tan solo le corresponde añadir: Amén.
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