lunes, abril 27, 2009

El Trovador

Empiezo hoy una serie de cuentos de ambiente medieval, serie que no me aventuro a decir si será larga o corta, ya que aún la estoy escribiendo. No son, ni lo pretenden, cuentos con una base histórica. Se podría decir que son cuentos con un disfraz medieval, lo que me permite utilizar algunos elementos del ambiente. Aquí está el primero de ellos:

EL TROVADOR

El herrero preguntó al capellán:

- Así pues, padre, ¿qué ocurrió anoche?

El capellán, cauteloso, dijo:

- Tal vez no debería contaros nada. Aunque sé que sois hombre discreto, no me parece bien traicionar la confianza del señor.

- Vamos, padre – dijo el herrero – Desde hace días no se habla de otra cosa en el castillo. La señora se prendó del trovador a poco de aparecer por aquí. Y quien más, quien menos, sospechaba que acabarían por fugarse juntos. Los rumores y las dudas ya existen. ¿No es mejor saber, y acabar con las murmuraciones?

- La señora sigue en el castillo – dijo el capellán – y el trovador no volverá a poner los pies aquí.

- El señor lo mató, ¿no?

- Yo no he dicho tal cosa. Sigue vivo. Y me parece que le costrá olvidar lo que tuvo que oír anoche. Si es que llega a olvidarlo.

El capellán hizo una pausa, y continuó:

- Ya sabéis que el señor sabe de letras. No sólo ha leído; incluso tiene algunos libros. Y anoche pude ver que algo ha sabido sacar de ellos.

“Tal como vos decís, la señora se prendó del trovador... ella, y las demás mujeres del castillo, según he podido saber. No me sorprende. Comparado con los campesinos de por aquí, o los mozos del castillo, alguien con un aspecto tan indefenso y delicado, con esos modales tan corteses, les debía parecer un ángel caído del cielo. Otra cosa es que fuese buen trovador. No tenía mala voz, pero sus rimas eran rebuscadas, y a veces se saltaba la métrica. Pero no importaba demasiado. Lo mismo habría dado si su laúd hubiera estado desafinado. Lo único que contaba eran sus palabras, que hablaban del amor cortés, y su frágil presencia.

“No era preciso tener la vista de un halcón para ver con qué ojos lo miraba la señora. El señor, estoy seguro, también se dio cuenta, pero optó por la prudencia. No quiero aventurar si hubo algún encuentro furtivo, si hubo algo más que protestas de amor. Pero sí llegué a saber que la señora había pedido dos caballos enjaezados para anoche. Creí mi obligación avisar al señor, y así lo hice. Y cuando los dos bajaron al patio de armas para montar y huir del castillo, el señor los estaba esperando, y yo con él. Se encaró con ellos y preguntó:

- ¿Qué pensáis hacer, los dos?

- Se viene conmigo – dijo el trovador, indicando a la señora con un gesto.

- ¿Ah, sí? ¿En nombre de qué?

- En nombre del amor – replicó el trovador.

- Esa es una gran palabra – dijo el señor – Lo suficiente como para que la discutamos en un lugar más cómodo. Venid conmigo.

Los cuatro subimos hasta una sala del castillo, porque el señor me indicó que los acompañase. Una vez instalados, el señor preguntó:

- ¿Qué decís vos, señora?

- Que no os pertenezco. No soy una de vuestras siervas.

- No – dijo el señor, pensativo – No sois mía, en ese sentido. Míos son los caballos del establo, a los que no pregunté si querían venir conmigo. No pudieron elegir. Pero a vos, señora, sí os fue preguntado. Vos pudisteis elegir.

- ¿Qué otra cosa podía hacer?

- Optar por otro pretendiente, que no os faltaban. O por ninguno.

- ¿Qué? ¿Y condenarme a una soltería incómoda y triste?

- Si eso fue lo que pensasteis, si os entregasteis a cambio de una comodidad y un prestigio, no fui yo quien os prostituyó; fuisteis vos. Porque lo que yo os ofrecí fue respeto, cuidado y amor. Y eso, creo que os lo he dado. Si no debéis abandonaros en brazos de ese trovador, no es porque seáis una propiedad mía: es porque hay un juramento de por medio.

- ¿Qué juramento?

- Hubo un matrimonio, ¿recordáis? Y si un matrimonio no es un juramento, de fidelidad y de mucho más, entonces ya no sé lo que es.

El señor me miró, pidiendo mi aprobación, y yo asentí.

- Puede que el amor del trovador os parezca más generoso, porque no pide nada a cambio. Pero si no pide nada, es porque tampoco está dispuesto a dar nada, ninguna promesa, ningún compromiso. No esperéis de él que os sea fiel.

- No lo espero, pero no creo que ocurra.

- Hacéis bien en no esperarlo, pero os engañáis en vuestra confianza. Tal vez os parezca más noble rendirse ante unas bellas palabras que ante el sonido de unas monedas. Pero eso sigue siendo venderse, rendirse a cambio de algo. Pensadlo, señora.
El señor se volvió hacia el trovador, que dijo, nervioso:

- Ahora me mataréis, ¿verdad? He manchado vuestro honor.

- Veo que no habéis entendido nada – replicó el señor – Si mi esposa me es infiel, no soy yo quien queda deshonrado: es ella. Sería ella la que faltase al juramento. Porque el honor se gana, o se pierde, por los actos propios, no por los ajenos. Seguramente confundís el honor con la fama, como tantos otros. Y mi fama no depende de mí, sino de lo que los demás piensen de mí. Pero poco o nada puedo hacer con ello. Para preservar mi fama, no puedo cortar la cabeza de todos los que no piensan como yo quisiera. Aunque la ley me diese el derecho, nada podría darme la razón.

Volviéndose a la señora, dijo:

- Señora, concededme un favor. Dadme un mes de plazo. No os pido más. Si pasado ese mes queréis iros con el trovador, seréis libre de hacerlo.

La señora, con la cabeza baja, asintió. El señor se encaró nuevamente con el trovador y dijo:

- En cuanto a vos, os prohibo que volváis a poner los pies en el castillo. Podéis quedaros en mis tierras, si os apetece. En ellas hay suficientes muchachas bonitas como para que no os parezca un destierro.

El trovador asintió, aliviado, y le faltó tiempo para desaparecer. Eso fue todo. Dentro de un mes, conoceremos la decisión de la señora.

- Curiosa historia – dijo el herrero - ¿Y cuál creéis que será?

- Eso sólo lo sabe Dios – respondió el capellán.

Mucho antes de concluir el mes, llegaron noticias al castillo de que en el feudo vecino, un trovador había sido muerto por un marido celoso. El señor del castillo mandó decir misas por su alma.

Vale.
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