miércoles, abril 29, 2009

Problemas en el Monasterio

El cuento de hoy, segundo de ambiente medieval, se refiere en el fondo a la manera de tratar a las personas, asunto de gran importancia para todo aquel que tenga algo de influencia sobre un grupo. Prometo que intentaré corregirme, y no volver a usar una frase tan larga. Aquí está el cuento:

PROBLEMAS EN EL MONASTERIO

Al sonar los golpes en la puerta, Fray Tomás dijo:

- Adelante.

Quien entró en el aposento era Fray Andrés, el hermano ecónomo, encargado de administrar los bienes del monasterio.

- Padre prior – dijo – tenemos un grave problema.

- ¿De qué se trata? – preguntó Fray Tomás.

- De un robo. Mejor dicho, de varios robos. Es indignante, es vergonzoso, y merecen la excomunión.

- Sosegaos, hermano, y vayamos paso a paso. En primer lugar: ¿Qué ha sido robado?

- Comida. Coles, verduras, algún pollo. Y también pan.

- Bueno. Los robos de comida no siempre son por malicia; a veces responden a la necesidad. Pero sigamos. ¿Quién roba esa comida? Si es que lo sabéis, claro está.

- Por lo que he podido saber, algunos hermanos jóvenes.

- ¿Y porqué lo hacen? Se me hace difícil creer que pasen hambre.

- No es por gula, padre prior. Es por lujuria.

- Esa es una acusación grave. ¿Tenéis pruebas?

- No tengo pruebas directas. Pero según he sabido, los hermanos entregan el producto de sus robos a ciertas muchachas jóvenes, y es de imaginar cómo les pagan ellas el favor.

- Hermano, me temo que lleváis vuestras conclusiones demasiado lejos. ¿Se sabe quienes son esas muchachas?

- No viven en las tierras del monasterio. Son súbditas del señor Adalberto, el del feudo del norte. Corren noticias de que por allí se pasa hambre. Y permitidme que os diga: ¿qué no estaría dispuesto a hacer alguien que pasa hambre? Por otro lado, y respecto a los hermanos más jóvenes de la comunidad, aunque su espíritu sea fuerte, su carne sigue siendo débil. No olvidéis el dogma del pecado original: no hay nadie incapaz de pecar.

- ¿Qué pretendéis que haga yo?

- Dios me guarde de poner en duda vuestra autoridad. Pero tal vez sería conveniente avisar a los hermanos que se vigilarán más estrechamente sus acciones, que nadie será considerado inocente de forma gratuita. Eso los hará desistir de su conducta pecaminosa.

- ¿Tenéis algo más que decir?

- No, padre prior.

- Muy bien. Dejadme que medite vuestras palabras. Buscaré le auxilio del Señor para resolver esta situación.

El hermano ecónomo se despidió con una inclinación de cabeza, y salió del cuarto. Apenas había pasado un corto rato cuando entró, sofocado, Fray Luis, el hermano portero, diciendo:

- Padre prior, el señor Adalberto solicita veros. Afirma tener un asunto muy importante que tratar con vos.

- Muy bien – dijo Fray Tomás, resignado – Hacedlo pasar al claustro.

Fray Tomás encontró al señor Adalberto paseando arriba y abajo, como un oso enjaulado.

- El Señor esté con vos – dijo el prior, a modo de saludo.

- Y con vuestro espíritu – respondió Adalberto – Padre prior, tengo un grave problema, y vengo a veros con la esperanza de que me ayudéis a resolverlo.

- Muy bien. Paseemos por el claustro, mientras me lo contáis. El movimiento del cuerpo ayuda al discurrir de las ideas.

- Veréis – dijo Adalberto – tiempo atrás, en vida de mi padre, el nuestro era un feudo rico. La tierra es buena, no falta agua, y estamos al abrigo de los fríos vientos del norte. Pero de todo eso, apenas si nos llegaba algo, al castillo. Mi padre vivía modestamente, no mucho mejor que un granjero bien acomodado.

“Cuando heredé el feudo, hace diez años, me dije que el señor de un feudo tan rico no tenía por qué vivir tan pobremente. Yo no había hecho ningún voto de pobreza, padre. Y ordené aumentar la contribución de los siervos. Pero también quería ser justo. Si el que tenía cuatro cabras debía entregarme una, dispuse que el que tuviera diez debería entregarme siete. Así, según calculó mi secretario, ambos se quedarían con tres cabras.

“Al principio, todo fue muy bien. Disponía de recursos suficientes, y eso me permitió pagar las tropas que necesitaba para combatir al señor del feudo del oeste, que años atrás había ofendido a mi padre.

- Lo recuerdo – dijo Fray Tomás – Por cierto, no respetásteis la tregua de Dios, por Cuaresma, que había pedido el Papa.

- Y pagué por ello – dijo Adalberto – La capilla de San Jorge que tenéis en el monasterio fue mi penitencia.

- Es cierto. Continuad.

- Al volver de la campaña, las cosas no marchaban bien. A veces he llegado a pensar que vos tenéis razón, y que la guerra debe ser algo malo, porque resulta muy cara. Pero eso no era todo. La contribución de los siervos era cada vez menor. Si el primer año me entregaron cien gallinas, el segundo sólo fueron cincuenta. Y el tercero, veinte.

“Lo que pensé fue lo más evidente: me estaban robando. Así que hice saber a todos mis súbditos que sabía que eran unos ladrones, y que estuviesen atentos, porque aunque no me viesen, los estaría vigilando.

- ¿Qué resultado tuvo vuestra advertencia?

- Eso es lo más extraño. Los resultados fueron terribles. Algunos abandonaron sus tierras, para convertirse en vagabundos. Hubo incluso algún crimen, muertes para robar animales o provisiones, algo impensable años atrás. La contribución, que había llegado a ser pobre, se volvió miserable. De todas formas, mis guardias descubrieron algunos casos de campesinos que ocultaban ganado o verduras, como yo sospechaba.

- Y ahora mismo, en vuestras tierras se pasa hambre.

- ¿Cómo sabéis eso? – preguntó Adalberto – Debo reconocer que es cierto, pero solo porque aún no hemos atrapado a todos los ladrones. Ese es mi problema. Decidme, padre, ¿qué debo hacer?

El padre prior meditó un buen rato. Finalmente dijo:

- Creo, señor, que habéis cometido dos errores. El primero es fácil de explicar; el segundo, no tanto. Imaginaos dos campesinos. Uno tiene cuatro cabras, y el otro diez. ¿Quién os parece que tendrá más trabajo?

- El que tiene diez cabras.

- Así es. Pero si tener diez cabras, con el trabajo que ello representa, le deja el mismo resultado que si tuviera cuatro, ¿no creéis que preferirá tener cuatro? ¿Para qué esforzarse más, si no va a conseguir más?

- Pero la justicia es tratar a todos por igual.

- No. “Quique tribuendi”. Dar a cada uno aquello que le corresponde, eso es la justicia. Más a quien merece más, y menos a quien merece menos. Por eso la contribución era cada vez menor: los más emprendedores eran castigados por serlo. Y mi primer consejo debe ser: derogad esa absurda norma. Que contribuya más quien más tiene, pero no lo ahoguéis hasta el punto que no se distinga del más pobre. Porque entonces le habréis robado la esperanza de dejar de ser pobre. Y cuanto más pobres sean vuestros súbditos, más pobre seréis vos.

Adalberto, después de reflexionar, dijo:

- Habéis hablado de dos errores. ¿Cuál es el segundo?

- El segundo es haberos convencido de que todos eran ladrones. Veréis, las personas suelen responder según lo que se espera de ellas. Si creéis que alguien es un malvado, y se lo decís, es posible que primero intente demostrar que no lo es. Pero si percibe que es inútil, si llega a creer que haga lo que haga, nada os convencerá de que no lo es, si ya no le queda esperanza, ¿por qué no comportarse como un malvado? Eso es lo que esperáis de él, y en cierto modo, lo habéis empujado a ello.

“Si nuestro rey creyese que todos los nobles aspiran solo a derrocarlo, y robarle el reino, ¿cuánto tardaría en aparecer el noble ambicioso que haría realidad sus temores? Vos mismo, cuando arengáis a vuestras tropas antes de la batalla, ¿qué les decís? ¿Qué creéis que todos son unos cobardes?

- De ninguna manera. Les hago saber que confío en su valor y lealtad.

- Eso es lo correcto. Y ellos, sin duda, os responden, en la medida que pueden. No quieren decepcionaros. Dejad de creer que os están robando. Hablad vos, directamente, con los campesinos, y escuchadlos. Y si la situación es tan mala como parece, estad seguro que nuestra comunidad, en lo que sea posible, os prestará ayuda.

El padre prior se detuvo un momento, y como si hablase para sí mismo, dijo:

- Y eso me recuerda otro problema que tengo.

Cuando el señor Adalberto se hubo marchado, el padre prior mandó llamar al hermano ecónomo.

- Fray Andrés – le dijo – convocaréis a capítulo en el refectorio, antes del rezo de vísperas. Voy a hablar a todos los hermanos. Y quiero deciros una cosa. Hoy me habéis recordado el dogma del pecado original, que habéis resumido como: nadie es incapaz de pecar. Yo, por mi parte, quiero recordaros el dogma de la redención: nadie es incapaz de salvarse.

Con toda la comunidad reunida en el refectorio, el padre prior dijo:

- Hermanos, he sabido que algunos, con suma discreción, han intentado remediar la situación de extrema necesidad que sufren los siervos del señor Adalberto. Se también que no todos lo sabíais, porque los que han tomado parte, siguiendo la consigna evangélica, han intentado que la mano izquierda no sepa lo que hace la mano derecha. Algunas mentes malintencionadas podrían llegar a pensar que les movían otros motivos, aparte de la caridad. Y como no debo, ni quiero dudar de vuestra devoción, asumo como prior esa prioridad. A partir de ahora, y en tanto no se remedie dicha situación, será toda la comunidad la que se dedique a auxiliar a nuestros vecinos.

“Recurriremos a nuestras reservas. Tal vez debamos llevar una vida aún más frugal, pero estoy convencido de que nuestros actos serán gratos a los ojos de Dios. Que Él os bendiga. Id en paz, hermanos.

Ese fue el discurso del padre prior. Amén.
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