martes, mayo 05, 2009

Juicio de Dios

El cuento de hoy, uno más de la serie medieval, tiene por tema un Juicio de Dios. Con este nombre se conocía una forma de establecer la inocencia o culpabilidad, por medio de un combate. Se suponía que Dios intervenía, haciendo vencedor a quien tuviera la razón. Afortunadamente, ya no creemos en esa forma de resolver pleitos. Aquí está el cuento:

JUICIO DE DIOS
El caballero, en su tienda, se preparaba para el duelo. El hijo del herrero, que actuaba como improvisado escudero, dijo:
- Sois muy valiente, señor. Nadie de por aquí se atrevería a enfrentarse con el capitán de la guardia del castillo, como haréis vos.
- No tiene importancia – dijo el caballero – Sólo es un combate, uno más, y ya he vivido muchos. Tan solo espero no ser derrotado.
- Susana, vuestra dama, también lo espera – dijo el escudero – Seguramente vendrá a veros antes del combate.
- No es preciso que lo haga. Sé lo que debo hacer.
- Perdonad, señor – insistió el escudero – pero parecéis muy tranquilo. Yo, en un trance como el vuestro, estaría muerto de miedo. Me gustaría tener vuestro valor.
- ¿Sabes? – dijo el caballero – Es una cosa muy extraña, el valor. Yo, que he guerreado mucho, he visto a feroces hombretones temblar de miedo ante una culebra, o la idea de caer al agua y ahogarse. No temían la batalla; pero aún así guardaban algún temor.
"Por lo demás, el valor es algo que se aprende. Recuerdo un muchacho, no mucho mayor que tú, que pidió unirse a nuestras tropas. Al principio, fue incapaz de entrar en combate, se quedaba paralizado de miedo. Pero un buen día nos sorprendió retando a uno de los soldados más fuertes. Fue una lucha sin armas, y el muchacho recibió una buena paliza. Días más tarde repitió su reto, y esa segunda vez fue mucho más difícil vencerlo. Había aprendido a esquivar los golpes. En el tercer reto, fue el muchacho quien venció. Era mucho más ágil, esquivaba bien, cansaba a su contrincante, y lo más importante: había aprendido a no tener miedo. Llegó a ser un buen soldado, uno de los mejores que he conocido.
El escudero, que había estado pendiente de las palabras del caballero, salió súbitamente de la tienda. Y volvió a entrar al cabo de un momento, acompañando a una dama. El caballero, al verla, se puso en pie.
- Caballero – dijo la dama – vengo a agradeceros vuestra intervención.
- Señora – respondió el caballero – me abrumáis.
- No seáis modesto – insistió la dama – Fuisteis el único en creer que era falsa la acusación de brujería que pesaba sobre mí.
- Simplemente, señora, pude asistir al juicio y verlo como un extraño. No costaba advertir el resentimiento con que os miraba el acusador, el capitán de la guardia. Y me pareció que ese resentimiento podía tener algún origen poco confesable. ¿Me equivoco, señora, al suponer que rechazásteis sus proposiciones?
La dama, sorprendida, dijo:
- ¿Cómo habéis podido adivinar eso?
- No llega uno a ser un viejo soldado, como yo, señora, si no ha aprendido a evaluar rápidamente al enemigo.
- Pero podíais haber callado, quedaros al margen, como hizo la mayoría. Y en cambio, os batiréis por mí, para demostrar mi inocencia.
- Señora, no os equivoquéis. No podía quedarme al margen. No puedo desvelaros mis motivos. Pero os aseguro que este combate, según su desenlace, puede salvarme a mí tanto como a vos.
- No os comprendo, pero no os puedo hacer reproches. Sois mi campeón, y sólo quiero pediros que me digáis vuestro nombre, para saber por quién debo rezar.
- Mi nombre no importa. Si os place, podéis llamarme Caballero Negro, aunque nunca fui nombrado caballero.
- Si no lo fuisteis, no fue seguramente porque faltase nobleza en vuestra alma. Pero no puedo nombraros como un caballero negro, porque para mí sois el Caballero Blanco. El color de la inocencia. Y el color de este pañuelo mío que os entrego para que lo llevéis como prenda en el duelo.
Susana tendió al caballero un pañuelo, que éste guardó en su guantelete.
- Os agradeceré que recéis por mí, señora – dijo el caballero – Os puedo asegurar que me hace falta.
La dama saludó con una inclinación de cabeza, y salió de la tienda. Y poco después, la siguió el caballero, armado ya para el combate.
* * * * *
El fraile dijo:
- Podríamos descansar un poco bajo aquellos árboles. La ermita ya no está lejos, y llegaremos con tiempo suficiente.
El caballero asintió. Una vez sentados bajo un árbol, el fraile dijo:
- Debo confesaros que no os comprendo. Habéis vencido en el duelo, habéis demostrado la inocencia de Susana. Y el resultado de la contienda no estaba claro. El capitán parecía tan fuerte como vos.
- Es más fuerte que yo, en realidad – dijo el caballero – Pero también es impetuoso. Y los impetuosos son a veces testarudos. No hice más que aprovechar su furia, y atacarlo en los momentos de descuido. No es tan raro que la prudencia y la sensatez lleguen a vencer al ciego impulso.
- Sois muy modesto – dijo el fraile – Fue más que eso. Pero lo que no me cuadra es que hayáis insistido tanto en marcharos. Eran varios los que os querían agasajar; la primera, Susana. Y bien sabe Dios que teníais derecho a recibir su gratitud.
- Bien sabe Dios que tengo una obligación que cumplir; por eso no podía quedarme. Habéis sido muy amable al acompañarme, y lo menos que puedo hacer es explicaros mi historia.
"Sabed que he sido soldado muchos años. Y en todos esos años llegué a cometer muchas atrocidades. He saqueado, he violado, he sido culpable de la muerte de inocentes. No respeté ni lo más sagrado, y mi alma es tan negra como la noche. Por eso dije a Susana que me llamase Caballero Negro. Así fue hasta que me encontré cara a cara con la Muerte.
- Habréis visto a la muerte muchas veces – dijo el fraile – en vuestra vida de soldado.
- Así es, pero esta vez fue diferente. La Muerte en persona se me apareció en esa ermita en ruinas a la que me dirijo. Y habló conmigo.
- ¿Cómo era?
- No pude verla bien, era de noche. Llevaba un hábito de monje, y tenía una voz indescriptible, aunque muy clara. Me dijo que mi alma estaba ya condenada, por mis pecados. Jamás he huido ante el peligro, y no me moví. Entonces la Muerte habló de nuevo.
"Me dijo que Dios Nuestro Señor, en Su misericordia, la obligaba a concederme tres días. En esos tres días tenía la posibilidad de llevar a cabo una buena acción, para redimirme. Por eso me presenté como campeón para defender en combate la inocencia de Susana. No sólo era un Juicio de Dios para ella; también lo era para mí. Y tan solo puedo esperar que mi gesto haya sido suficiente.
El fraile, que había seguido atentamente el relato del caballero, meditó unos momentos, y dijo:
- Tres días. Ese es el plazo que Jesucristo concedió a la Muerte, antes de resucitar. No me sorprende que pueda reclamárselos. Y en cuanto a vos... sé muy bien que en la guerra se cometen atrocidades. Y tal vez, una de las peores fue la que se sometió con vos. Habríais podido ser un buen cristiano; no os faltaban cualidades. Fue la guerra, las eternas guerras, las que os volvieron un animal sanguinario. Los inocentes que matásteis están ahora ante Dios, pero vos no habéis tenido ese consuelo.
"Hasta hoy. Tal vez llegásteis al pueblo como Caballero Negro. Pero lo habéis dejado convertido en Caballero Blanco. Estáis redimido, no me cabe duda. Podréis afrontar la muerte en paz.
El caballero dijo:
- Hoy mismo, a medianoche, me enfrentaré con ella. Ese fue el plazo. Pero quiero agradeceros vuestras palabras de consuelo.
- No, no me lo agradezcáis. Soy yo quien os debe gratitud. En los años que llevo dedicado al servicio a Dios, me he preguntado muchas veces si mi sacrificio tenía sentido. Si no podía impedir, ni siquiera atenuar el mucho mal que hay en este mundo, ¿para qué servía yo? Pero si os he podido dar tan solo unas migajas de consuelo, si me ha sido concedido estar donde se me necesitaba, sólo puedo dar gracias. En cierta foram, vuestra confesión ha sido, también para mí, un Juicio de Dios. Por el poder que Él me ha otorgado, te absuelvo de todos tus pecados. Id en paz, Caballero Blanco. Que Dios os bendiga, como bien dirán los que os han conocido en estos días.
- Amén – dijo el caballero.
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