miércoles, diciembre 05, 2007

Navidad profana

La entrada de hoy constituye mi felicitación pública de Navidad. Y por una vez no he querido contar un cuento, sino proponer una pequeña reflexión acerca de la fiesta. No tengo ánimo revisionista ni desmitificador. Tal como ya creo haber dicho, tantas cosas han sido desmitificadas, que volver a hacerlo es casi como dinamitar las ruinas: no vale la pena. En vez de eso, intento recuperar una forma de ver que pueda ser útil a todos, sean o no creyentes. Por ese motivo, y por dejar de lado cualquier consideración religiosa, la he titulado:

NAVIDAD PROFANA

A lo largo de mi vida, he visto cambiar muchas cosas; por ejemplo, ahora está todo mucho más caro, aunque posiblemente sea más asequible. Y una de las cosas que he visto cambiar es la opinión sobre la Navidad. De la fiesta entrañable y familiar, del tiempo de ilusiones, canciones y buenos deseos, se ha pasado a un cierto desencanto. Cada vez son más los que les oigo decir que estas fiestas no les gustan nada. Hay quien argumenta que las reuniones familiares les recuerdan a todos los que ya no están, y eso los entristece. Hay quien, con mayor cinismo, manifiesta que la unión familiar no es más que una farsa, y las reuniones de familia son un fastidio para todos los que se ven obligados a participar.
Hay también quien se queja de que el aparato comercial ha desvirtuado el sentido de la fiesta. Y por último, no falta quien dice que en el fondo, la Navidad es una fiesta sólo para creyentes, y el que no tiene fe no puede hallarle un sentido a la fiesta. Ante tanta oposición, ¿por qué no prohibir la Navidad, como hicieron los puritanos en la época de Cromwell?
Pues, precisamente por eso. La prohibición de los puritanos fue motivada porque la consideraban una fiesta demasiado pagana, aunque mi opinión personal es que la consideraban demasiado "fiesta". A mi modo de ver, es perfectamente posible encontrar un motivo para celebrar la Navidad, e incluso para disfrutarla. Y además, con independencia de que se sea o no creyente. Para ello, conviene retroceder hasta los orígenes.
No voy a hablar de Belén, ni del pesebre, ni del nacimiento del Niño Dios. Todo eso vino después. Porque la Navidad, aunque no se llamase así, se celebraba antes del inicio de la era cristiana. Era, tal como sostenían los puritanos, una fiesta pagana, y la iglesia cristiana no hizo más que convertirla. Y, ¿qué era la Navidad antes de ser Navidad? Era la fiesta "del sol invicto", la celebración del solsticio de invierno.
En todo el hemisferio norte, el 25 de Diciembre es muy próximo al solsticio, el día más corto del año. En el hemisferio sur, como es bien sabido, la Navidad acontece en pleno verano. Y había un motivo, a mi entender muy humano, para celebrar esa fecha. Desde el final de la canícula, y lo largo de todo el otoño, el día se acorta, el frío arrecia. Parece como si el mundo, viejo y cansado, se encaminase a su final. Cada vez hay más oscuridad, menos calor y menos alegría natural. El tiempo, como se suele decir, no acompaña. Es una lenta decadencia que parece anunciar la muerte.
Y entonces ocurre lo extraordinario. En medio de toda esa agonía, en el día más corto, el sol aún consigue salir. Es el sol invicto, la muerte no ha podido con él. Por mala que sea la situación, ya no empeorará, se ha tocado fondo. Y a partir de ese momento, todo irá hacia arriba. El día se alargará cada vez más, la vida continuará, y tarde o temprano vendrá la primavera. Aún en medio del crudo invierno, hay árboles que conservan el verdor: los abetos de Navidad, herencia de tradiciones más antiguas.
Y ese puede ser el sentido, uno de los sentidos de la Navidad: la esperanza. A veces nos parece que todo está perdido, que ya se ha marchado el último tren, que todo es inútil y nada tiene sentido. Y sin embargo, al día siguiente, sin saber por qué, nos despertamos y encaramos un día totalmente nuevo, aún por hacer. Igual que el abeto conserva su verdor, nosotros conservamos la vida, una vida que no se limita a un solo objetivo, o a un solo trabajo, o a un solo amor. Los creyentes sumamos a esa esperanza otra esperanza, pero no le puedo pedir a nadie que sea creyente; es su opción.
Pero antes de que nos atragantemos con tanta sensiblería superficial, que nos aburramos de las películas navideñas y volvamos a ver "Qué bello es vivir", de Frank Capra, con James Stewart, me gustaría proponer la pequeña reflexión de que tal vez no esté todo dicho, y tal vez la Navidad, en el fondo, aún pueda tener un sentido.
Y por supuesto, feliz Navidad para todos.
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