lunes, octubre 20, 2008

El perro de Juan

El origen del cuento de hoy es un ejemplo de un vicio propio del castellano que se habla en España: el leísmo, que consiste en utilizar la palabra "le" cuando lo que correspondería es "lo". O como diría un gramático, en confundir el dativo (complemento indirecto) con el acusativo (complemento directo). Ejemplo: "A Juan le mataron el perro" (correcto); "A Juan le mataron en la guerra" (incorrecto). Lo correcto sería: "A Juan LO mataron en la guerra". El vicio está tan extendido en España, que a la mayoría le suena mal la forma correcta. Y fue precisamente la frase "A Juan le mataron el perro" la que inspiró el cuento. Por qué alguien tuvo el menor interés en matar al perro de Juan, es algo que averiguará el curioso lector al leerlo.


EL PERRO DE JUAN
El alcalde contempló nuevamente la tranquila plaza del pueblo, desde la ventana, mientras apuraba su cigarrillo. Viendo aquel paisaje, resultaba inconcebible la advertencia del gobernador. ¿Un individuo altamente peligroso? ¿En su pueblo? Imposible.
Faltaba ya muy poco para la llegada del delegado, y convenía apagar el cigarro, hacer desaparecer el cenicero y ventilar el salón. Fumar había pasado de ser un vicio molesto a una costumbre repugnante, en muy poco tiempo. Y no era cuestión de adquirir mala reputación, y tal vez perder el puesto, por una simple cuestión de apariencia.
El delegado se presentó exactamente a la hora anunciada. Tomó asiento, abrió una carpeta y dijo:
- Espero que se dé cuenta de que este... asunto debe llevarse con la máxima discreción. Veamos, Juan González, ¿qué sabe de él?
El alcalde parpadeó, confuso. ¿Era ese el individuo peligroso? Dijo:
- Bueno, pues... no mucho, la verdad. No arma ruido. No da problemas, quiero decir.
- ¿Dónde trabaja?
- En ningún sitio, que yo sepa. Tiene unas pequeñas rentas. Pisos en la ciudad, o algo así.
El delegado torció el gesto.
- Malo. ¿Tiene familia?
- Vive solo. Es viudo desde hace años. No tiene hijos.
- ¿Novias? ¿Alguna amiga especial? ¿Tal vez algún amigo especial?
- Ninguna. No diré yo que no haya tonteado con alguna, pero...
- Aún peor. La cosa es grave, tendremos que intervenir enseguida. ¿Sabe cuáles son sus ideas políticas?
- Bueno, no parece que le interese mucho, la política. Como a la mayoría de los vecinos de por aquí, esa es la verdad.
- Ya. ¿Qué piensan los vecinos de él?
- No se hace notar. Es un tipo tranquilo y amable. Creo que en general, lo aprecian. Dudo que alguien tenga algo en su contra.
- Cada vez me lo pone peor.
- Perdone – dijo el alcalde, tras una pausa - ¿Le puedo hacer una pregunta?
- Diga.
- ¿Por qué es tan peligroso? No lo entiendo. ¿Es un terrorista?
- Ojalá – dijo el delegado – No, no es un terrorista.
- ¿Entonces?
- Es alguien que, por lo que sabemos, no tiene miedo.
- ¿Y eso es malo?
El delegado suspiró.
- Dichoso usted, si no ha tenido que lidiar con ese tipo de problemas. Bien, se lo explicaré. ¿Cuál es su misión? Quiero decir, ¿para qué necesitamos un alcalde?
- Para llevar los asuntos de la comunidad. Y servir al pueblo, claro.
El delegado esbozó una sonrisa irónica.
- Oh, vamos – dijo – Estamos solos, puede hablar claro.
- Mantener la ley y el orden – aventuró el alcalde.
- La palabra es dirigir – dijo el delegado – Encaminar, conducir. Indicar hacia dónde deben ir, y asegurarnos que así se cumpla.
El alcalde carraspeó un poco.
- ¿Eso es democrático? – preguntó.
- La democracia – replicó el delegado – consiste en que las ovejas pueden elegir quién les va a hacer de pastor. Pero no si quieren o no que haya un pastor; eso está fuera de discusión.
- ¿Y la libertad?
El delegado enarcó una ceja.
- Usted tiene un cargo público – dijo – No creo que le gustase que se llegase a saber que tiene esas dudas, ¿no?
El alcalde bajó la cabeza y dijo:
- Haga usted de cuenta que no he dicho nada.
- ¿Lo ve? – dijo el delegado – Ahí tiene una demostración práctica de lo que quiero decir. ¿Cómo he conseguido que vaya usted por donde a mí me interesa? Con el miedo. Me ha bastado asustarle un poco.
- ¿Miedo?
- ¿Por qué la gente va a trabajar cada día? Por miedo a perder el empleo. ¿Por qué muchos, y muchas, aguantan seguir viviendo con una pareja que ya no los hace felices? Por miedo a quedarse solos.
"Por qué no se roba más, se mata más? Matar no es tan difícil, y robar, no digamos. Pero está el miedo, el miedo a la cárcel. El que algo tiene, por poco que sea, tiene miedo a perderlo. El que está sano teme enfermar, y el que está enfermo teme morirse. No se engañe: los demás motivos no son suficientes. Uno se cansa de ser bueno, pero el miedo no se va a cansar de asustarlo.
El alcalde pensó unos momentos, y dijo:
- ¿Y qué tiene que ver todo eso con Juan González?
- Muy bien, vamos a ello. ¿Quién sería el enemigo más terrible? El que no tenga nada que perder, porque no lo va a frenar el miedo. O bien el que no tenga miedo, porque a ese, ¿cómo lo paras?
"Ese Juan, al que podríamos llamar Juan sin Miedo, no teme perder el empleo: no trabaja. No teme quedarse solo: ya está solo. Ojalá fuese un terrorista; un terrorista infunde miedo, y eso nos conviene. Cuanto más miedo tenga la gente, más poder nos dará. Y además, todos aplaudirán que lo persigamos y acabemos con él.
"Pero si a Juan sin Miedo le diese por rebelarse, por atacar la sistema, ¿Cómo podríamos defendernos? Oh, claro, hay sistemas. Pero son lentos, costosos y de eficacia problemática. Empezaríamos por construirle un pasado: antes de ir contra nosotros, trabajó para nosotros. De hecho, fué agente secreto del gobierno. Eso demostraría que no tiene ninguna convicción, que sólo es un mercenario que no cree en lo que hace. No lo impulsa ningún móvil noble o justo. Eso se adereza luego con unos cuantos vicios personales; mejor si son ciertos, aunque no es imprescindible.
El alcalde escuchaba atónito. El delegado añadió:
- Mejor no tener que llegar a eso. Más vale prevenir. Tendremos que meterle algo de miedo. Quemarle el coche, por ejemplo. El seguro pagaría una buena parte, pero el choque moral ya lo tendría.
- No tiene coche – dijo el alcalde.
- Bueno, al menos tendrá perro, ¿no?
- Tampoco.
- Afortunadamente – dijo el delegado – eso es fácil de arreglar. Haremos que le regalen uno.
- No te fíes de los regalos de los griegos – musitó el alcalde.
- ¿Cómo dice?
- Nada – dijo el alcalde – Me acordaba de una frase de Homero.
- Ya. Pero no será un caballo, son demasiado caros. Sólo un perro. ¿Estamos de acuerdo?
- De acuerdo.
Un mes más tarde, Juan González se paseaba por el pueblo con un perro que lo seguía a todas partes. Y al cabo de un año, el animal aparecía brutalmente asesinado ante su puerta.
Al principio, hubo algunos comentarios: "¿Sabes? A Juan le han matado el perro". Y empezaron a mirarlo con una mezcla de lástima y sospecha. ¿Quién podía quererle mal? ¿Qué habría hecho? En cuanto a Juan, ya no volvió a ser el mismo. Eso sí, el orden establecido se mantuvo inmutable.

miércoles, octubre 15, 2008

Fraternidad

Aquí está el último de los tres cuentos que toman por título el lema de la Revolución Francesa. Y en esta ocasión, el cuento, aunque puede leerse aislado, es, no la segunda parte, sino el complemento del anterior. La situación es la misma, y vuelven a aparecer algunos personajes. Quiero reiterar que no estoy hablando de Euskadi, ni de Chiapas, ni de Kosovo. Es todo una pura ficción.

FRATERNIDAD

Dos golpes, pausa, y un tercero. Era la señal.
- Puedes abrir, Comadreja – dijo Tigre – Debe ser Lobo, es el único que falta.
En efecto, era Lobo, que saludó con un gesto y fue a sentarse a la mesa.
- Muy bien, camaradas – dijo Tigre – Empecemos.
Dirigió una mirada a sus compañeros. Búho, el viejo profesor, limpiaba sus gafas. El corpulento Oso parecía a punto de dormirse. En cuanto a Lobo, acabado de llegar, parecía estar sentado sobre ascuas, y a punto de marcharse. Y detrás suyo, siempre vigilante y atenta, estaba Comadreja, la única a la que Tigre se atrevía a darle la espalda.
- No necesito decir que éstos son tiempos difíciles. Desde que las tropas del mariscal Rolf ocuparon la zona, nuestras operaciones se han vuelto casi imposibles. Y ahora, la pregunta es: ¿qué debemos hacer?
- Yo digo: ataquemos – dijo Lobo – Continuemos la lucha armada. ¿Es que nos vamos a acobardar por un puñado de militares?
- Yo, en cambio – dijo Búho – propongo que esperemos. Una espera activa.
- ¿Qué es eso de una espera activa? – preguntó Oso.
- Sabemos por qué luchamos – explicó Búho – Para acabar con la opresión. Y sabemos por quién luchamos: por nuestros hermanos. Fraternidad. Pero sabemos bien que aquí mismo, no muy lejos, están los tibios, los indecisos. Los que piensan: "Bueno, en el fondo no estamos tan mal. Es mejor vivir tranquilos y no buscarse problemas".
- Esos no son nuestros hermanos – interrumpió Lobo – Esos no son más que traidores.
- Y todos esos – continuó Búho – tendrán ahora la ocasión de convencerse de que tenemos motivos para actuar. Dejemos que Rolf les diga lo que pueden o no pueden hacer, lo que deben comer, a qué hora deben irse a dormir. No tardarán en comprender.
- No pienso sentarme a esperar que cuatro traidores recapaciten – intervino Lobo – Son muchos más los que nos apoyan, los que esperan que no nos quedemos de brazos cruzados. Si no hacemos algo, creerán que no somos lo bastante fuertes, que no vale la pena confiar en nosotros. Hasta ahora no nos ha ido tan mal. Se han visto obligados a enviar a su mejor soldado para intentar detenernos.
- Hay que pensar en los hermanos – dijo Oso, asintiendo – Y yo, personalmente, me siento más próximo a nuestros hermanos en Turcomania, aunque estén al otro lado de la frontera, que a los campesinos del sur. No soportaría vivir entre ellos. No me gusta cómo son, ni cómo hablan, ni lo que comen.
Búho pensó para sus adentros que si Oso hubiera nacido en la capital, probablemente sentiría el mismo tipo de antipatía hacia ellos, y apoyaría decididamente a Rolf. Pero no podía decirlo, al menos de esa forma. Ya era bastante sospechoso entre sus camaradas, por su pasado universitario, por haber vivido en la capital, y también, todo hay que decirlo, por su moderación. Sin embargo, su experiencia dialéctica le permitió cambiar el planteamiento, y expresar su punto de vista sin necesidad de ofender:
- Eso que sientes, Oso – dijo - es lo que pueden sentir muchos hacia nosotros, hacia los de aquí. Pero se quedan a medias. Cuando dicen que somos antipáticos, raros y separatistas, lo que están diciendo es: "No son de los nuestros". Y es verdad, no somos de los suyos. Pero no saben sacar la conclusión: "Si no son de los nuestros, ¿para qué los queremos? ¿por qué no les dejamos irse, mejor aún, por qué no echamos al territorio fuera de la nación? Quizá estaríamos mejor sin ellos". Pero claro, hasta ahí no llegan.
"Y en cuanto al gobierno, como dijo Bertrand Russell, lo único que les preocupa es la pérdida de poder sobre este territorio. Si el bienestar de los ciudadanos fuera el objetivo principal, nos dejarían decidir libremente.
Era dudoso que Oso hubiese captado totalmente la ironía de Búho, pero no se atrevió a responder.
- Veamos – dijo Tigre – Me parece que el camarada Lobo tiene su parte de razón. Mantener la lucha armada nos podría dar una posición de fuerza, que podría ser útil pensando en una futura negociación. Pero no parece que esa situación esté próxima. Por otro lado, esperar tampoco es una mala táctica. Las fuerzas de ocupación podrían confiarse, y darnos una mejor ocasión de atacar.
"Y aunque eso no ocurra, seguiremos resistiendo. Hay que pensar en el largo plazo. No importa cuánto tiempo nos sometan, no vamos a desaparecer. Y eso les dirá a todos que nuestra causa es real, que tenemos motivos para luchar. Lo otro, emprender acciones temerarias para lograr un pequeño éxito, es afán de protagonismo. No necesitamos mártires, necesitamos la victoria. Esperaremos.
La reunión se dio por concluída. Uno a uno fueron abandonando el lugar.
* * * * *
Al día siguiente a la reunión, Lobo fue a entrevistarse con Tanner, el enviado secreto del gobierno.
- Le traigo malas noticias, Tanner – le dijo – Tigre ha decidido renunciar a la acción por un tiempo.
- En efecto – dijo Tanner - son malas noticias. Si continuase la lucha, sería la excusa perfecta. Rolf se vería obligado a tomar medidas más enérgicas: detenciones, tal vez alguna ejecución. Pero si no hay nada de eso, es demasiado sensato para extralimitarse. Dígame, ¿cómo ha tomado Tigre esa decisión?
- Ha sido a propuesta de Búho, otro camarada.
- ¡Ah, sí! Lo conozco. Había sido catedrático de filosofía, hasta que lo expedientaron. Yo era alumno suyo, ¿sabe? Por aquel entonces, los estudiantes ya lo llamábamos Búho. Y él, por lo visto, lo sabía, ya que ha conservado el apodo.
- ¿Cuáles son sus órdenes, señor? – preguntó Lobo.
- De momento, limítese a esperar. Como el resto. Tendré que buscar otro medio para que el asunto pase a alguien más agresivo que Rolf. Creo que lo mejor será que alguien le insinúe al ministro Strauss que un hombre fuerte como Rolf, alguien capaz de pacificar esta zona, es un peligro para la estabilidad del gobierno. Conociendo a Strauss, sé que se apropiará de la idea, y la presentará como suya. Suele hacer eso: ponerse medallas ganadas con los méritos de otro. El camarada Búho – sonrió - por su experiencia universitaria, le diría que esa práctica constituye una antigua tradición académica.
Lobo asintió. Se sentía un buen ciudadano, leal al gobierno. Lo invadía un difuso sentimiento hacia los demás habitantes de la nación, los que no vivían en aquella tierra torturada. Un sentimiento que bien podía llamarse fraternidad. Y era en nombre de esa fraternidad que se había convertido en traidor a los de su tierra.
Algún tiempo más tarde, Rolf fue destituído. Y tras un breve lapso de tiempo, estalló nuevamente la revuelta. El resto es ya historia.

sábado, octubre 11, 2008

Igualdad

Tal como no prometí, aquí está la entrega sobre la igualdad. En este caso es un cuento más o menos político, que no se refiere a ningún conflicto real, pero que se parece a unos cuantos. Los nombres son inventados; las ideas y situaciones, por desgracia, son semejantes a otras actuales.

IGUALDAD
El mariscal echó una mirada crítica a su alrededor. La ocupación había sido tan rápida que todo estaba aún a medio hacer. Varias cuadrillas de operarrios ocupaban salas y rincones del amplio palacio, instalando cables eléctricos, líneas telefónicas, antenas de comunicación. Otras cuadrillas de limpiadoras iban y venían, barriendo y quejándose de lo mucho que ensuciaban los operarios. En medio de todo ese bullicio, la mirada experta del mariscal detectó un individuo casi inmóvil, al pie de la escalinata. Era Tanner, un viejo conocido. Antes de que pudiera acercarse hasta él, Tanner se percató de su presencia y se dirigió rápidamente a su encuentro.
- Buenos días, mariscal - dijo - Sígame, por favor. Su despacho ya está preparado.
- Buenos días, mi pequeño amigo - respondió el mariscal - Veamos lo que me han asignado.
Ambos subieron la escalinata y llegaron ante una sólida puerta, que daba acceso a una amplia sala.
- Bien, de momento - comentó el mariscal - Veo que hay una puerta, y que puede cerrarse. Y parece lo bastante gruesa para desanimar a oídos indiscretos. Eso es esencial.
Tanner asintió, esperó respetuosamente a que el mariscal entrase y lo acompañó hasta una monumental mesa de escritorio.
- Un poco excesivo, me parece - dijo el mariscal - En campaña, una se acostumbra a trabajar en mucho menos espacio. Pero siéntese, amigo mío. Tenemos que hablar.
Tras sentarse, el mariscal dijo:
- Supongo que lo han enviado desde la capital para que me ayude a redactar las normas. Y eso me dice que algo les preocupa, que éste debe ser un caso especial. Es decir, que yo deberé seguir unas normas para dictar las normas.
Tanner sonrió, y dijo:
- Veo que conserva usted su agudeza táctica, lo que no me sorprende. En efecto, en la capital están preocupados, especialmente el ministro. No por la ocupación; los rebeldes han hecho tantas barbaridades, que la intervención estaba justificada.Han seguido una mala política: se han mostrado como revolucionarios, cuando podían presentarse como una minoría oprimida. Y no se espera que haya problemas en cuanto a la reacción internacional. Exteriores ha dejado muy claro que se trata de un asunto interno de nuestro país.
- ¿Entonces? - preguntó el mariscal, impaciente.
- El problema es Turcomania - dijo Tanner - Sabe usted que ellos tienen una minoría que simpatiza con los rebeldes de aquí. Y temen que una represión demasiado severa provoque alguna revuelta en su propio territorio.
- Entiendo - dijo el mariscal - ¿Y qué le ha dicho Strauss que haga, exactamente?
- Sospecho que el señor ministro no le es muy simpático - dijo Tanner.
- Me gustaría aclarar - replicó el mariscal - que no es porque sea judío. Usted también lo es, y lo considero mi amigo. Más bien es porque Strauss me parece un imbécil.
- El ministro - dijo Tanner, ignorando el comentario del mariscal - quiere que no demos la impresión de que estamos oprimiendo al pueblo.
El mariscal se quedó pensativo un rato, y finalmente dijo:
- Muy bien. Me parece que ya lo tengo. Lo que haremos será implantar la igualdad. Seremos severos, pero no seremos injustos. Desde luego, habrá que imponer algunas restricciones. A fin de cuentas, esta región no es segura. Aún existe un movimiento clandestino, dispuesto a lo que sea. Y no se trata de facilitarles el trabajo.
"Veo que asiente. Bien. Le voy a resumir mi idea. Ahora mismo, tenemos aquí dos grupos: la fuerza militar, y la población civil. Pues bien, no habrá ninguna diferencia entre ellos, ningún privilegio. Igualdad, como ya he dicho.
El mariscal calló, recapacitando. Tanner aprovechó para comentar:
- Me temo que eso no satisfará al ministro. El gobierno espera algún tipo de correctivo...
- ¿Se cree usted que no lo sé? - replicó el mariscal - Desde luego, hay que quebrar la moral de los rebeldes, y de sus partidarios. Pero una demostración de fuerza no haría más que enconar los ánimos. No me basta con un éxito momentáneo, con haber sofocado la revuelta. Lo que pretendo es pacificar la región, hacerles ver que su separatismo no es la mejor opción. Y para eso, no puedo tratarles como a ciudadanos de segunda. Igualdad, vuelvo a repetir.
- Pero...
- Déjeme acabar. Hasta ahora, sólo le he contado la estrategia. Pero aún tengo que exponerle la táctica. Le he dicho que no va a haber diferencia entre las tropas y la sociedad civil. No lo voy a permitir. Eso quiere decir que si las tropas acatan y obedecen mis órdenes, la población civil también deberá hacerlo. Será preciso que me nombren gobernador militar.
- No creo que haya problema.
- Si a un soldado no se le permiten manifestaciones públicas en contra de la nación, del gobierno o de mi persona, tampoco se le permitirá a ningún civil. Si entre los soldados no hay privilegios, tampoco los habrá entre los civiles.
- Pero, mariscal...
- Vamos, Tanner, ya hace lo bastante que nos conocemos como para que pueda ahorrarse el tratamiento. Llámeme Rolf.
- Muy bien. Como quiera, Rolf. Lo quequería decir es que seguramente habrá aquí personas influyentes, de buena posición. Gente capaz de conformar la opinión de los demás. Y tal vez nos convendría tratarlas un poco mejor y tenerlos de nuestra parte.
- No. Esa es una trampa en la que se ha caído muy a menudo. Si favorecemos a los ricos o a los notables, nos odiarán, como los odian a ellos. Y lo sentirán como una injusticia. No pienso cometer el mismo error que los comunistas; no existirá ninguna "inteliguentsia". Desde luego, no saltarán de alegría, pero no les quedará más remedio que resignarse. Es de sentido común que pretender que todos sean ricos, es absurdo. No puede ser. Cae por su propio peso que la única igualdad posible es que todos sean pobres. Ya que no pueden ser todos felices, que sean todos desgraciados.
"Nadie podrá esperar razonablemente comer más, o mejor, de lo que come un soldado; pero tendrá la seguridad de no comer menos. Y cuando suene el toque de queda, todo el mundo, civiles o militares, se irá a dormir. Y yo el primero.
- Eso, Rolf - dijo Tanner - se parece mucho a una dictadura. Por no hablar de tiranía.
- Sería yo un pésimo militar si me dieran miedo las palabras - dijo el mariscal - No me importa lo que puedan decir. Pero en esta ocasión, le puedo asegurar que quien guarde las ovejas no será ningún lobo.
* * * * *
Seis meses después, Tanner fué recibido por el ministro.
- Tengo un problema, Tanner - dijo Strauss - Los informes que me envía el mariscal Rolf parecen demasiado buenos. Dejando a un lado las aburridas estadísticas, aquella zona, por lo visto, es un oasis de paz. Más que de paz, de tranquilidad. Usted ha estado allí, se ha paseado por las calles, ha visto a la gente. Dígame, ¿es verdad?
- El mariscal Rolf - dijo Tanner - es un buen soldado. Es decir, leal. Sólo engañará al enemigo. Lo que dice es verdad.
- Entonces - dijo el ministro - tenemos un problema aún mayor. Rolf es demasiado bueno. Un líder. Alguien capaz de ocupar una zona hostil, pacificarla y mantenerla estable, es un peligro. ¿Qué le impide imaginar un golpe de estado, derrocar al gobierno e imponer su mandato? Al parecer, ha implantado una utopía. Pero sabe usted, tan bien como yo, que "utopía" significa "en ningún sitio".
Tanner no consideró necesario contestar.
- Si dejamos que las cosas sigan su curso - continuó el ministro - la paz que ha conseguido Rolf no durará. Cualquier persona con iniciativa aspira a sobresalir, a ser más. No puede sentirse cómoda con una igualdad forzada. Y la igualdad no forzada, simplemente, no existe. Pero no podemos esperar tanto. Mañana volverá usted, a llevarle un mensaje personal a Rolf.
Al día siguiente, Rolf fué destituído como gobernador militar. Y tres días más tarde, estalló nuevamente la revuelta.

miércoles, octubre 08, 2008

Libertad

El cuento de hoy interrumpe la serie de los fantasmas de la torre. No sólo en el blog; también ha interrumpido la lista de cosas que tenía pensado escribir. Pero en el fondo, escribir es a veces estar a la caza de ideas, y ésta no quise dejarla escapar. Quizás (no prometo nada) continúe con la igualdad y la fraternidad. Ya veremos.

LIBERTAD

Podía decirse que yo era todo un triunfador. Tenía un puesto directivo en una importante empresa, con un sueldo que la gran mayoría habrían considerado escandaloso, de haberlo conocido. Vivía en una confortable casa, en la parte alta de la ciudad. En el garaje de esa casa había tres coches: un deportivo, para divertirme; un gran turismo, para más vestir, y un todo terreno, para las excursiones. Y en cada uno de ellos había llevado a varias novias. A pesar de mi tren de vida, aún me sobraba algo de dinero. Pero no lo tenía guardado en un banco, como habría hecho un pobre. No, estaba colocado inteligentemente en fondos de inversión que me daban sus buenos dividendos.

Claro está, uno no llega a tener todo eso sin esfuerzo. Mejor, dicho, sin habilidad. Pero yo siempre tuve el convencimiento de que si uno desea algo intensamente, acaba por encontrar la manera de conseguirlo. No hice mi primer millón antes de los treinta; pero sí antes de los treinta y cinco. Y por aquel entonces, nada hacía prever que las cosas podían cambiar.

En un mismo día, ocurrieron dos cosas que fueron la causa de todo. Por la mañana, Julia, que llevaba seis meses viviendo conmigo, me preguntó si de verdad la quería tanto como para comprometernos oficialmente. Y más adelante, casarnos, omitió. Por suerte, yo debía salir en viaje de negocios, y conseguí aplazar la respuesta hasta mi vuelta. Y por la tarde, me llamó mi agente de bolsa para avisarme que existía el peligro de que perdiese mucho dinero en una operación arriesgada, pero muy jugosa.

Esa noche apenas dormí. Estaba nervioso, inquieto, angustiado. Y no me gustaba estar así. Tenía dos problemas, y me resistía a admitir las soluciones que podía adoptar. No quería perder a Julia; pero aún menos quería comprometerme. No quería asustarme y renunciar a unas posibles ganancias; pero tampoco quería perder dinero. Podría haber reaccionado como hacen muchos: si no te gusta la solución de un problema, si no puedes aceptarla, no admitas que existe el problema. Pero, por alguna razón, no lo hice.

Analizando mi situación, me dí cuenta de que me sentía atrapado, prisionero. Y me dije que lo que me faltaba era libertad. ¿Por qué mi tranquilidad de ánimo tenía que depender de una mujer? ¿O de unos cuantos billetes? No, no podía ser, no debía ser. La libertad era el objetivo supremo. Recordé que nunca me había permitido enredarme en las drogas. Y no había sido por dinero; eso no me preocupaba. Pero el vicio, cualquier vicio, es siempre un mal negocio. Ya lo había visto en alguno de mis amigos. El vicio te promete mucho y te da muy poco. Te promete placer, y acaba dándote sólo alivio. Acabas dependiendo de él. Y lo poco que te da, te lo cobra muy caro. No sólo en dinero; a veces se lo cobra en salud. Y siempre, siempre, se lo cobra en libertad. Por eso, porque había visto en otros lo que hace, me había vuelto tan cínico que ya no creía en el vicio. Hay que ser un poco ingenuo para creer en eso.

Pero si esa actitud me había librado de la droga, ¿no podía servirme para librarme de lo demás que me oprimía? Claro que no podía comprometerme con Julia. Ni siquiera enamorarme de ella, si es que no lo estaba ya. Pero no tenía por qué hacerlo. Especialmente, porque eso significaría perder una parte de mi libertad: no poder decidir mis sentimientos. Alegrarme con ella, y entristecerme con ella. No, no quería eso, quería ser libre. Y en cuanto al dinero, no podía esclavizarme. Que una cotización se derrumbase no podía amargarme el día.

Como es lógico, rompí con Julia. Y a partir de ese momento, empecé a mirar con cierta prevención a las demás mujeres. Ya no las perseguía, porque cualquiera de ellas podría volver a ponerme contra las cuerdas. Es absurdo suponer que puedes encontrar alguna tan tonta que no aspire más que a pasar un buen rato. O aspira a más, y en eso no es nada tonta, o aspira sólo a eso, y lo sabe, y difícilmente se le puede llamar tonta, si sabe lo que quiere. Es posible que existan mujeres tontas; pero aún no he conocido a ninguna.

En cuanto al dinero, me despreocupé de él, y como es lógico, no tardó en desaparecer. Me quedé sin ahorros, como me había quedado sin novia. Pero no me importaba: era libre. Aún conservaba mi trabajo, y seguía cobrando mucho. La verdad es que cada vez menos, porque me había invadido una cierta desgana. Eso de estar esclavizado tantas horas al día, pendiente de acuerdos, gestiones, llamadas y reuniones empezaba a cansarme. Ese sentimiento no es sólo propio del obrero de una cadena de montaje. Difícilmente llegaba a cubrir los objetivos de la empresa, y a la hora de los ascensos y las revisiones de salario, ya no era de los primeros de la lista. Para mantener mi tren de vida, tuve que empezar a desprenderme de cosas. Vendí los coches, despedí a buena parte del servicio. Pero lo que para otro habría sido un sacrificio, para mí era un alivio. Cada renuncia era una liberación, algo menos de lo que preocuparme.

Finalmente, tuve que mudarme a una casa más pequeña. Y cuando me despidieron del trabajo, a un piso. Tardé algún tiempo en encontrar otro trabajo, y el que conseguí no me satisfacía. Al llegar a casa, la situación no me animaba. Me preocupaba llegar a final de mes. Mi guardarropa no era ni sombra de lo que había sido. Casi sin darme cuenta, había empezado a volverme pobre. Y me dí cuenta de que los pobres no es que sean precisamente más libres.

Sin embargo, yo tenía una ventaja. No tenía familia, nadie por quien preocuparme. De eso me había librado. Y también tenía un objetivo, que se había convertido casi en una obsesión: ser cada vez más libre. Finalmente, me harté y me despedí del trabajo. Ya no estaba obligado a levantarme cada día y pasarme ocho horas pendiente de cosas absurdas y sin sentido para mí. Cuando tuve que vender el piso, me trasladé a una pensión. Pero mis años de soledad me habían incapacitado para seguir tantas normas. Y también tuve que librarme de eso.

Ahora soy lo más libre que puedo ser. En esta época, en verano, no se está tan mal al aire libre, durmiendo en el parque o bajo el puente. Lo malo es el invierno. Y conseguir comida, que últimamente se está poniendo difícil. Suerte que siempre hay algún alma caritativa que te da una ayudita. Y usted, caballero, ¿no me daría algo?
Free counter and web stats