jueves, agosto 31, 2006

Pájaros

A punto de terminar las vacaciones, incluyo algo que no creo que pueda ser considerado cuento, pero tiene la ventaja de ser corto. Al acabarlo, yo mismo me impuse una penitencia, y me obligué a copiar cien veces "no volveré a copiar el estilo de Tagore". Sea como fuere, aquí está el cuento. Y a partir del lunes, mis publicaciones volverán a ser más regulares.
PAJAROS
Un buen día, el pájaro de la Sabiduría Estéril se posó en una rama, frente a mi ventana, y sus plumas eran grises, como recubiertas de ceniza. Cantó, y con su canto pausado y solemne dijo:
- Déjalo todo, y ven conmigo. Nos posaremos en una rama muy alta, muy por encima de la alegría y el dolor del mundo, y desde allí lo contemplaremos todo. Tus alas no volverán a batir, tu corazón apenas palpitará, tus ojos no llorarán. Difícilmente se creerá que sigues vivo; y a cambio de eso, sabrás. Verás todos los problemas y todas las soluciones, con tanta claridad, que ya no te importará aplicarlas o no.
El pájaro que anida en mi corazón aleteó un poco, pero antes de decidirse a seguirlo, preguntó:
- Dime, ¿por qué tengo que renunciar a vivir?
- Porque hay cosas que no puedes saberlas estando vivo - respondió el visitante.
- ¿Y de qué me sirve saberlas si no lo estoy?
El visitante no respondió, y alzó el vuelo.
Un buen día, el pájaro de la Tristeza Profunda se posó en la rama, frente a mi ventana, y sus plumas eran negras como la noche, de un negro profundo y brillante, con reflejos azules. Cantó, y con su canto trémulo y nostálgico dijo:
- Ven conmigo. Jamás volverás a sentirte vacío, jamás te verás obligado a sonreir. Mientras estés conmigo, no querrás otra compañía, y al final, dejará de importarte tu propio dolor y el de los demás.
El pájaro que anida en mi corazón aleteó un poco, pero antes de decidirse a seguirlo, preguntó:
- Dime, ¿podré mirar a mi alrededor?
- Podrás mirar, pero sólo verás lo que yo te permita ver.
- ¿Y por qué debo renunciar a lo que no me dejes ver?
El visitante no respondió, y alzó el vuelo.
Un buen día, el pájaro de la Ambición Desmedida se posó en la rama, frente a mi ventana, y sus plumas eran doradas y relucientes. Cantó, y con su canto vibrante y enardecedor dijo:
- Ven conmigo, y si eres capaz de seguirme, te llevaré más arriba que nadie, y subiremos más deprisa de lo que se ha hecho jamás. Estarás por encima de todo y de todos, y todos te envidiarán, cuando te vean allá, en la cúspide, en el pináculo del mundo.
El pájaro que anida en mi corazón aleteó un poco, pero antes de decidirse a seguirlo, preguntó:
- Dime, ¿qué hay allá arriba?
- No es que haya nada, en verdad. Pero estarás por encima de los demás, allí donde nadie ha llegado.
- Si nada hay, ¿para qué esforzarme en subir?
El visitante no respondió, y alzó el vuelo.
Un buen día, el pájaro del Tiempo Fugitivo se posó en la rama, frente a mi ventana, y sus plumas eran de colores abigarrados y cambiantes. Cantó, y con su canto precipitado y rítmico dijo:
- Sígueme, si es que puedes, y te llevaré hasta el torbellino del cambio, a una velocidad que nadie ha soñado. Jamás volverás a aburrirte, ni tendrás ocasión de pensar, porque antes de que hayas podido ver las cosas, ya habrán cambiado. Nada te cansará, ni te fastidiará. Y te sentirás ligero, porque no te agobiará el pasado muerto ni el futuro incierto. Sólo tendrás el momento presente.
El pájaro que anida en mi corazón aleteó un poco, pero antes de decidirse a seguirlo preguntó:
- Dime, ¿y cuándo llegaré a la meta?
- Jamás, porque no hay meta. Y si acaso la hubiere, habría cambiado tanto y tantas veces, que si llegases a alcanzarla no la reconocerías.
- Pero si no he de llegar, ¿para qué he de partir?
El visitante no contestó, y alzó el vuelo.
Y un buen día, inesperadamente, apareció aquel cuya llegada te toma siempre por sorpresa: el pájaro de la Felicidad Fugaz. Se posó en la rama, frente a mi ventana, y sus plumas eran luminosas. Cantó, y con su canto dulce y tentador dijo:
- ¡Oh, ser afortunado! Ven conmigo, porque tienes la suerte de poder hacerlo, porque te ha sido otorgada la oportunidad que a muchos se niega. Ven conmigo, y verás que soy absorbente como la Tristeza, desenfrenado como la Ambición, fugaz como el Tiempo. Ven conmigo, porque no te lo repetiré. Será sólo un instante deslumbrador, y luego, no volverás a saber de mí, salvo cuando te traiga noticias mías el pájaro del Recuerdo.
El pájaro que anida en mi corazón aleteó más fuerte que nunca, pero antes de decidirse a emprender el vuelo, preguntó:
- Dime, ¿dónde está tu hermano?
- ¿Qué hermano?
- El pájaro de la Felicidad Perdurable. ¿Cómo es que no ha venido? A él, lo habría seguido sin dudar.
- A ese, no lo esperes, porque no vendrá a verte - dijo el visitante - Ese deberás ir tú a buscarlo, con tus propias fuerzas. Y puede que te esté esperando, pero nadie sabe si lograrás alcanzarlo. Pero antes de emprender el vuelo, cerciórate bien, porque podría estar detrás tuyo, aguardando a que te vuelvas y lo reconozcas.
Y viendo que no iban a seguirlo, el visitante alzó el vuelo. Y el pájaro que anida en mi corazón se quedó pensativo, cavilando si debía o no emprender el vuelo.
Tal vez fué todo una ilusión. Puede que en los nidos de antaño no queden pájaros hogaño. ¿Qué quieren que les diga? Lo que es a mí, cada día me gustan menos, los pájaros.

lunes, agosto 28, 2006

El Inglés

¿Por qué alguien decide escribir una historia? Dicho de otra forma, ¿de dónde salen, las historias? El cuento de hoy, absolutamente apócrifo, intenta dar algunas pistas. En mi caso, sigo una técnica en dos fases: primero, abro los ojos y miro las cosas; y luego, los cierro e intento escuchar qué quieren decirme. El cuento de hoy se me ocurrió en Verona, lo que como se verá es muy poco original. Podría añadir algún dato más, pero lo haré como comentario. Aquí está el cuento:

EL INGLES

El carro estaba llegando a la pequeña ciudad; ya se veían sus murallas, allá a lo lejos. Había dejado de llover, aunque el cielo seguía gris y encapotado. Indiferente a las sacudidas y traqueteos del camino, el inglés dormitaba dentro del carro, entre los cachivaches del atrezzo, recostado en uno de los fardos del vestuario. Nadie le prestaba mucha atención; para los cómicos de la compañía no era inusual dormir de día, si podían, ya que no sabían lo que les podía traer la noche. Tal vez una representación en alguna plaza o en alguna mansión, una cena medio decente en una cocina o en una taberna, algún que otro coqueteo con las jóvenes del pueblo o con las criadas de los señores.
Nadie hacía mucho caso de ellos, una vez había acabado la función. Eran cómicos, es decir, casi proscritos, una gente al margen de los que se consideraban normales, con su propia vida, sus propias costumbres, sin domicilio fijo, nómadas y saltimbanquis. Eran los herederos de aquellos bufones que habían desaparecido ya hacía tiempo, y podían ser irreverentes y deslenguados como ellos. El clero aún poderoso, y los grandes señores herederos de los feudos, les permitían ser esos locos que decían la verdad sin que nadie tuviese que hacerles caso, aunque en algunos países, la ley los obligaba a que los papeles de mujer los interpretasen hombres jóvenes.
No en Italia, claro. Los italianos eran un poco más vivaces y un poco más perversos; una pragmática de la República de Venecia había autorizado a las prostitutas a exhibir sus encantos al natural, “para apartar a los hombres del pecado contra natura”. Y en buena lógica, un actor-actriz no era algo que los italianos pudiesen considerar moralmente adecuado. Por esa razón, la compañía contaba con dos actrices: doña Assumpta, y su hija Concetta.
Y el inglés viajaba con ellos. Joven e inquieto, había emprendido aquel viaje con la excusa de la aventura y la esperanza de aprender, aún a sabiendas de que un hereje inglés no sería bien visto en la Italia papal. Atraído por el teatro, lo había acogido la pequeña compañía de cómicos, que le daba pequeños papeles en las representaciones, generalmente en el papel de Pierrotto, sin diálogo. Aquello le ahorraba problemas de idioma, de la misma forma que el viajar con la compañía, entre las gentes del pueblo, lo mantenía al margen de unas discrepancias religiosas que eran mayormente una disputa entre poderosos, un conflicto entre gobernantes absolutamente indiferentes a los sentimientos de sus súbditos.
El carro se detuvo ante la estrecha puerta de la muralla, para dejar pasar a otro que salía, y esa breve pausa en el camino hizo que el inglés se despertase. Miró a su alrededor, y vió a Concetta, que le sonreía desde el pescante. Concetta, aunque joven, no era agraciada. Era morena, demasiado baja y demasiado gruesa, y tenía las cejas demasiado espesas, y una leve sombra en el labio superior amenazaba en convertirse en un bigote como el de su madre. Pero era vivaracha y simpática, y había pocas cosas que se le escapasen a sus ojillos inquietos.
- ¿Hemos llegado? - preguntó.
Hablaba tan mal el italiano que Concetta no logró entenderlo, y se limitó a encogerse de hombros. El inglés se incorporó y bajó del carro, de un salto. Miró a todas partes, intentando situarse. Una muralla oscura, un cielo gris, un camino embarrado. Aquello habría podido ser Inglaterra. Pero los grupos de gente que discutía con calor, los súbitos silencios que se hacían en los corros de hombres cuando pasaba una muchacha bonita, las risitas de las jóvenes, demostraban que no lo era.
Un poco alejado, frente a uno de los grupos que discutían, estaba Carlo, que al verlo, se volvió hacia él y lo saludó con un “Ciao, Giugelmo”.
- Me llamo William.
- ¿Y qué importa eso? - repuso Carlo - ¿Qué parte de un hombre es su nombre? ¿Es acaso un brazo, o una pierna? Aunque tú me llames Charles, ¿dejo por eso de ser Carlo? Como tú tampoco dejarás de ser inglés, aunque te llame Giugelmo.
Era inútil ponerse a discutir con un italiano, como ya había aprendido William. Más que inútil, superfluo. Hábiles y versátiles, eran capaces de inventarse docenas de argumentos a favor o en contra de cualquier causa, y a menudo les preocupaba más la brillantez que la coherencia, la emoción que la razón. Ya había conocido a unos cuantos, y llevaba meses recorriendo el territorio, y aún así, no dejaban de sorprenderlo. Algunos parecían dedicados a atesorar todas las virtudes mediterráneas, y eran frívolos, superficiales, perezosos, lascivos, vanidosos, irresponsables, borrachos, caprichosos e inconstantes. Y presumían de todo ello. Demasiado cobardes o limitados para ser santos, se vanagloriaban de ser pecadores, abandonándose a la insolente confianza de que serían perdonados, aún sin merecerlo. Pero no todo era eso, no sólo había eso. No todos eran sensuales y arrogantes. Había también madres entregadas, jovencitas místicas, sacerdotes ascéticos, comerciantes amables, carreteros filosóficos, taberneros solícitos, sencillos padres de familia, y las virtudes más insospechadas en las personas más inapropiadas, como si toda la vida no fuese más que una gigantesca parodia hecha para desorientar a los estrechos de miras. Y por encima de todo, algo difícil de criticar, o de ridiculizar: el placer con que todos ellos degustaban la vida, sin perderse ni un ápice, aunque fuese duro o doloroso. Posiblemente tuvieran mejor paladar, o a lo mejor, sólo era que les había tocado un trozo más tierno.
William y Carlo se adentraron por las callejuelas de Verona, para localizar la casa de los Montani, la familia que los había contratado. En su trayecto, llegaron a un gran espacio abierto, en cuyo centro se alzaba un imponente edificio circular, al estilo del Coliseo que William había visto en Roma.
- La Arena - dijo Carlo, simplemente.
William estaba fascinado. Aún estando medio derruída, la edificación, un coliseo o un circo, conservaba un aspecto grandioso. A su alrededor, iban y venían las gentes de la villa, deprisa o pausadamente, pero nadie, de todos los que pasaban en todas direcciones, le dedicaba ni una mirada, como si aquella mole no tuviese importancia. Seguramente era el efecto de la familiaridad de cada día, pero aún así, le sorprendió que no hubiese nadie dedicado simplemente a admirarlo. No es que aquellas gentes no tuviesen sensibilidad; él los había visto arrobados y silenciosos, escuchando el canto nocturno de un pájaro, aunque no supiesen si el que cantaba era un ruiseñor o una alondra.
De todas formas, no podían entretenerse, debían encontrar la casa en que se alojarían. Al pasar por una de las estrechas calles, les llamó la atención un viejo caserón medieval, de severa y oscura fachada, adornado con un insólito balcón. Sin embargo, no era aquella la casa que buscaban. La mayoría de los edificios de la ciudad eran pequeños y modestos, y parecían indignos de una noble familia. Se echaban en falta las suntuosas mansiones que se alineaban en las calles de otras ciudades. Aunque había que tener en cuenta que aquella era una ciudad pequeña, y los Montani, aunque poderosos, no eran los Médici, ni los Borgia, ni los Sforza, ni los Scaligero.
Finalmente dieron con la casa. De apariencia poco aparatosa, era más grande y lujosa de lo que permitía suponer la fachada. Una vez franqueado el portal, se accedía a un pequeño patio, en uno de cuyos flancos se extendía una elegante escalinata que llevaba a la primera planta. En el patio, varias puertas daban acceso a lo que parecían ser las dependencias, donde seguramente harían su vida los sirvientes. En ese patio hallaron a un muchacho, sentado en el suelo, atareado con los correajes del arnés de un caballo.
Carlo apenas había empezado a hablar con él, cuando de una de las puertas que daban al patio se asomó una mujer gorda y acalorada, acompañada de una bocanada de humo. La cocinera, pues no costaba adivinar que ese era su oficio, rezongaba por lo bajo, y le gritó algo al muchacho. Éste replicó, mostrando su pierna vendada, y la cocinera dijo algo que provocó la risa de Carlo. Ante el aire desconcertado de William, Carlo le aclaró:
- Ella quería que el muchacho fuese a ayudarla a encender el fuego, y él le ha dicho que tenía la pierna herida y no podía. Entonces, ella le ha dicho que por lo visto, era una herida tan ancha como la puerta de la iglesia.
Un ligero rumor los hizo volverse, y vieron a una joven asomada a la barandilla de la escalera, que preguntó qué ocurría. Carlo se dirigió a ella, y William notó cómo interpretaba el papel de irresistible seductor. No cabía duda, era todo un actor. La postura del cuerpo sugería al mismo tiempo prestancia y respeto, y los ademanes, una vehemencia templada por la cortesía. Hasta el registro de su voz había cambiado. Vocalizaba con claridad, como un caballero bien educado, y a pesar de no comprender lo que decía, William intuyó que estaba cuidando los términos que usaba, echando mano de todos sus recursos para impresionarla.
La joven, que al principio había inclinado un poco la cabeza, como para verlo mejor, empezó a erguirse paulatinamente, como si se hubiese dado cuenta de su propia actitud. Luego, relajó los hombros y casi esbozó una sonrisa. Daba la impresión de que no apartaría los ojos de Carlo aunque el sol se cayese del cielo. Era muy bonita, y muy diferente de esas bellezas rubias, lánguidas, pálidas y brumosas a las que William estaba acostumbrado. Demasiado joven para ser la dueña de la casa, y demasiado desenvuelta y elegante para ser una sirvienta, William conjeturó que debía tratarse de una hija o sobrina del señor.
Una voz autoritaria, que gritó “¡Andrea!” desde el primer piso, acabó con la escena, y la joven se precipitó escaleras arriba.
La compañía se alojó en un par de habitaciones de la planta baja, y les dieron de comer en la cocina, junto a los sirvientes. La gorda cocinera seguía refunfuñando entre dientes al traerles la sopa; por lo visto, era una costumbre habitual en ella. Los cómicos estaban de buen humor; una comida caliente, la perspectiva de dormir bajo techo, y algo de dinero por la representación de la noche, eran motivos más que suficientes para estar contentos. Ante las bromas de William acerca de la joven de la escalera, Carlo le dijo:
- Se llama Andrea, y es la hija pequeña de los Montani. Tiene un par de hermanos mayores, que la vigilan como perros de presa. Resulta imposible acercarse a ella a menos que uno sea un buen partido, y tenga las mejores intenciones. Bueno, es normal que una familia vigile el honor de sus hijas, pero me parece excesivo cómo la vigilan.
La cocinera intervino, diciendo algo que Carlo tradujo a William:
- Por lo visto, Andrea se parece mucho a una antepasada suya, la bella Chiara. Y no tienen ninguna intención de que se repita la historia.
Ante el interés de todos, la cocinera les confió la historia, que había ocurrido hacía mucho, cuando todo el país estaba lleno de guerras y odios entre familias. Cada casa digna de tal nombre tenía un enemigo declarado, como tenía su propio confesor. Los adversarios de los Montani eran los miembros de la familia Aletti; por lo visto, la cosa venía de antiguo, a causa de un pleito de tierras. A lo largo del tiempo, la animosidad inicial se había sedimentado y endurecido, hasta formar un poso de odio que se consideraba incuestionable. Políticamente, los Montani y los Aletti siempre habían estado en bandos opuestos. Si unos eran güelfos, los otros eran gibelinos. Posiblemente, ello tuviera más que ver con su enemistad que con sus convicciones.
Un año, durante la fiesta de Carnaval, un grupo de jóvenes Aletti se habían presentado en el baile que daban los Montani. Ocultos tras las máscaras, nadie los había reconocido. Su intención era simplemente la de provocar, y buscar pelea. Entonces fué cuando la bella Chiara conoció a Benito, que era uno de los Aletti. Él la cortejó, aunque en realidad no la amaba, sólo para añadir la ofensa a la provocación. Y ella se enamoró perdidamente de él.
En un determinado momento, los Aletti se despojaron de las máscaras, para iniciar la pelea. Pero los otros eran más numerosos, y el viejo señor Montani impuso su autoridad y evitó la riña. Echaron a los Aletti a la calle, como a mendigos, y ellos juraron vengarse. A pesar de ser una Montani y saber que se trataba de un Aletti, Chiara seguía enamorada de Benito. Él, por su parte, alimentaba sus esperanzas con cartas y notas que le hacía llegar por terceros. No la quería, nunca la quiso, sólo buscaba vengarse de los Montani.
La familia no tardó en saberlo, y decidieron encerrar a Chiara por un tiempo, en una casa algo apartada de la ciudad. Y allí fué a parar la pobre Chiara, con su pena y sus suspiros. Y hasta allí fué también Benito, para consumar su ofensa. Pero no pudo entrar en la casa, estaba demasiado bien guardada. Entonces urdió otro plan. Una noche, consiguió que Chiara se asomase a su ventana, y le hizo creer que estaba tan desesperadamente enamorado, que se iba a matar por ella. Que el odio entre sus familias era un obstáculo insalvable, y que ya no valía la pena vivir. Fingió clavarse una daga, y se dejó caer al suelo, como muerto. Sólo era una burla cruel, una farsa perversa.
Jamás pudo prever las consecuencias. Chiara quedó como helada. Durante unos días, no dijo una palabra. Cuando por fin volvió a hablar, de su boca sólo salieron balbuceos de niña. Había perdido la razón. Y una noche consiguió encaramarse a la ventana de su habitación y saltó al vacío. No era una gran altura, pero tuvo la mala fortuna de golpearse la cabeza contra una piedra y murió en el acto.
Toda la influencia de los Montani no pudo evitar que la Iglesia lo considerase un suicidio, por lo que se negaron a darle sepultura en sagrado. La familia hizo construir una tumba en el sótano de la casa en que murió, y allí sigue enterrada. En cuanto a Benito, tuvo que irse a otra ciudad. De lo contrario, no habría durado mucho, a manos de los Montani. No se supo más de él. Es de creer que se casó, y tuvo hijos, y que hay una rama de los Aletti en alguna ciudad italiana.
- Así es como sienten el amor las mujeres de esta tierra, a veces - le comentó Carlo a William - Hasta la muerte.
Tenían que preparar la representación, y ensayarla. No se trataba de algo muy complicado; una farsa, según las convenciones de la “Commedia de l'Arte”. Concetta, convenientemente maquillada, asumiría el papel de Colombina. Su padre, el señor Antonio, sería Pantaleone, y su madre, la gorda y antipática esposa. Carlo se había reservado el papel de Arlechino, y William se enfundaría una vez más las blancas vestiduras de Pierrotto, cuya única misión era suspirar por el amor de Colombina y fingir tristeza.
En honor a la historia de la familia, y por una vez, sería Pierrotto el que acabaría ganando, para vergüenza de su eterno rival Arlechino. Al fin y al cabo, se trataba de darle una oportunidad al buen partido, al hijo de buena familia, vestido de blanco y negro, en oposición al arribista ataviado con todos los colores del arco iris y algunos más. La historia era relativamente simple: Colombina, asediada por tres pretendientes, el casado Pantaleone, el activo Arlechino y el pasivo Pierrotto, los veía evolucionar, combatir y sucederse en un carrusel vertiginoso, aderezado con las intervenciones de la vieja matrona, las carreras, los golpes y las persecuciones de los tres.
Si una escena gustaba al público, se hacía un bis. En caso contrario, se abreviaba. Cada uno de ellos lo sabía, y escrutaba las reacciones de los espectadores, en especial, las del señor Montani, que era quien pagaba. Pero incluso las convenciones podían saltarse. Tras una escena en la que Carlo estuvo particularmente brillante, todos pudieron percibir un brillo especial en los ojos de Andrea, y en el bis, Carlo, en su declaración de amor a Concetta-Colombina, rompió las normas no escritas, y declamó unos versos de Petrarca, con tanta convicción y sentimiento, que hasta el señor Montani se vió obligado a aplaudir. Hubo una breve discusión entre bastidores, en la que Carlo intentó cambiar el final de la historia, pero el señor Antonio no quiso arriesgarse. Así que al final, William- Pierrotto, tomó las manos de Concetta entre las suyas, y con un suspiro que ya no tenía nada de inglés, daba a entender que su amor sería por fin, no sólo reconocido, sino también consumado. En un impulso súbito, llevado por el papel, llegó a intentar una caricia a los senos de Concetta, que fué aplaudida y reída por una parte del público. Cuando los miembros de la compañía formaron en el escenario e hicieron una reverencia, sonó una larga ovación. Uno a uno, fueron avanzando un paso, para recibir su aplauso particular. Al llegarle el turno a Arlechino-Carlo, los aplausos se redoblaron. Andrea palmeaba con entusiasmo. También William tuvo su reconocimiento.
Tras la representación, William, acalorado y nervioso por el ejercicio y la emoción, decidió salir a dar un paseo por la ciudad. Carlo había desaparecido, así que se marchó solo. Deambuló sin rumbo por las calles viejas y estrechas, que formaban la sustancia de Verona. Llegó hasta la Arena. Brillaba la luna, esa luna de la que Carlo decía que era como una mujer coqueta, que continuamente cambiaba de aspecto, sin decidir jamás cómo estaba más bella. Bajo aquella luz plateada, las puertas, las ventanas y los lienzos de las paredes tenían un aspecto irreal, como un decorado de teatro. Un mundo extraño, el teatro, en el que las puertas son pintadas y los ropajes son disfraces, pero en el que los sentimientos, fluyendo a través de las palabras y los gestos, llegan a ser tan reales y contundentes como una piedra. Y un mundo fascinante además, que le atraía de forma particular. Tal vez algún día él tendría su propia compañía de teatro, y deambularía de aquí para allá, llevando risas y ficciones a unos y otros. No era tan mala vida, casi un fin para ser ardientemente deseado.
Continuando su paseo, llegó hasta la casa del balcón, y llevado por el ambiente, imaginó una escena en aquel tramo de calle. Soñó una dama en aquel balcón, tal vez un poco parecida a Andrea, escuchando una serenata, o tal vez mejor, los requiebros amorosos de su galán. Ya tarde, cuando sus padres duermen confiados, la dama se asoma desde su dormitorio para dejarse cortejar por su enamorado. No en aquel balcón, claro. Un súbito ataque de sentido común le hizo ver que era absurdo que el único balcón de la fachada diese a un dormitorio. Debía tratarse del comedor, o del salón. Por lo visto, el sueño no era lo bastante intenso para convencerlo, así que decidió dejarlo madurar un poco más. Tal vez algún día llegaría a ser más fuerte.
Al volver a casa de los Montani, oyó voces en el patio, y sin saber por qué, se detuvo en las sombras y contempló la escena. Eran Carlo y Andrea. Él estaba de pie en el patio, el brazo extendido hacia ella. Andrea, casi al pie de la escalera, se inclinaba sobre la barandilla y tomaba la mano de Carlo. Hubo unos instantes de silencio. Entonces, Andrea, antes de soltar la mano, dijo “Buenas noches”, en tan especialísimo tono de voz que a William le parecieron las más bellas, y las más tristes palabras del mundo, dejándolo sobrecogido. Él sólo había visto pasar la frase, como quien ve pasar una flecha, que iba dirigida a Carlo, pero aquello le haría pensar, más tarde, cómo, con tan sólo una inflexión de la voz, se podía fundir en una sola nota lo trágico y lo gozoso; el goce del amor y la tragedia de la separación, tan indisolubles como las dos caras de una moneda. Pero eso sería más tarde, porque ahora no podía pensar. Sólo podía quedarse allí, escuchando el eco ya extinto de aquellas palabras. Buona notte. Buenas noches.
Esperó que Andrea se retirase para entrar y encontrarse con Carlo, que lo saludó con un gesto. Estuvo unos momentos silencioso y sombrío, y William respetó su silencio. Aquellos momentos eran sólo suyos, y no debía interferir. Por fin, Carlo dijo:
- Estoy demasiado excitado para dormir. Creo que me sentaré aquí, en el patio. ¿Quieres hacerme compañía?
- Claro.
- ¿Sabes? También Concetta estaba excitada esta noche, y eso es culpa tuya, por haber intentado tocarle las tetas.
- Los senos - corrigió William - Jamás las llamaré tetas. Algunas cosas se deben tratar con cariño y delicadeza, incluso al nombrarlas.
- Está bien - sonrió Carlo - Seguramente, esta noche, mientras duerma, empezará a jadear, como si la aplastase un peso invisible.
- La reina de las hadas, la reina Maud - dijo William, recordando un viejo cuento de su tierra - Ella es quien oprime el pecho de las jovencitas, y les enseña a soportar el peso de los hombres.
- Ya hace tiempo que ha dejado de ser niña - continuó Carlo - Pero no importa. Alguna noche, el peso será real, y también entonces jadeará.
William se preguntó si Carlo hablaba sólo de Concetta, o de alguien más; si sólo había habido palabras entre él y Andrea. Pero eso no importaba. Aquel era un episodio acabado, y al día siguiente partirían.
Y así fué. A la mañana siguiente, cargaron el carro y partieron. Verona iba quedando atrás. William pensaba en la historia de la bella Chiara, y le parecía que era sólo media historia. Tan triste como el cielo gris y sucio que se extendía sobre ellos. Un día sin sol, uno más. Sí, claro, había jóvenes capaces de morir por amor, pero no eran correspondidas. Tanta pasión, tanta belleza, todos esos “Buenas noches” declamados ante un auditorio desierto. No era justo. Y sobre todo, no era real. Contra toda lógica, las ficciones, las invenciones parecían a veces más auténticas que la realidad, como ocurría en el teatro. Porque sólo ellas podían dar cuenta de las ilusiones, de los sueños, que jamás se ven. Y de la misma forma que un embaucador construye mentiras apoyándolas en verdades, para darles mayor solidez, el arte podía llegar a decir verdades por medio de embustes y situaciones imaginadas. Y ante una mujer enamorada, aunque sólo se tratase de un sueño, debería haber alguien escuchando.
De repente, Concetta empezó a cantar, y en ese momento, algunas nubes se desgajaron y unos rayos de sol cayeron sobre la campiña. Una hermosa y afortunada coincidencia: la voz de una mujer, y una respuesta. ¿Por qué no? Una mujer capaz de morir de amor, pero ya no sola, sino acompañada de un hombre igualmente enamorado. Era perfecto, simétrico, la parte que le faltaba a la historia. La vida había podido dejar la historia incompleta, pero un artista debía concluirla. Sí, aquello podía ser una historia, y tal vez algún día llegaría a escribirla. Podía recoger frases, ideas, sensaciones de aquí y de allá, y usarlas para componerla. Y sobre todo, podía inventar, podía imaginar, podía revivir esos sueños ajenos que habían quedado cautivos en otros corazones.
Carlo, al verlo pensativo, le preguntó:
- ¿En qué piensas, Giugelmo?
Y William protestó:
- Me llamo William. William Shakespeare, ese es mi nombre.

jueves, agosto 24, 2006

La estrella de mar

El cuento de hoy no es un cuento sobre el agua, sino bajo ella; es decir, un cuento submarino. Por lo menos, pretendía ser un cuento, aunque me temo que me haya salido un apólogo, una fábula, una parábola o alguna otra cosa igualmente esdrújula. Sea como fuere, aquí hay un relato marino, para todos los que están de vacaciones, y también para los que no lo están:

La Estrella de Mar

Talasaster vivía en el fondo del mar, en un lugar lejano a la costa. Su vida era tranquila y bastante sedentaria. A diferencia de lo que ocurre fuera, en el mar es el mundo el que se mueve, y uno puede quedarse quieto esperando que sea la corriente la que traiga la comida, sin necesidad de ir a buscarla. Así lo hacían las esponjas, los corales, las gorgonias y las madréporas. Y naturalmente, muchas algas.Desde luego, uno también podía moverse, y muchos lo hacían. Desde la más absoluta inmovilidad hasta los grandes viajeros, que recorrían todos los océanos, el mar contenía todos los grados de quietud e inquietud. Lógicamente en una sociedad tan compleja reinaba la más absoluta cortesía y un estricto respeto a las normas, para evitar que estallasen infinidad de conflictos y todo se viniese abajo. En la práctica, ello se traducía en dos normas inquebrantables: uno siempre debía contestar una pregunta, y contestarla con verdad. La otra norma era consecuencia de la primera: uno jamás debía formular una pregunta que el otro no quisiera contestar.La verdad es que Talasaster, aunque podía, no se movía mucho. Un poco hacia aquí y otro poco hacia allá, eso era todo. En la arena del fondo siempre se depositaba suficiente comida como para que no hiciera falta más. En cuanto a sus vecinos, parecían ser de la misma opinión. Ni la vieja ostra ni el cangrejo ermitaño, que arrastraba una pesada concha de caracol a cuestas, parecían dispuestos a mudarse de barrio. Incluso el pez torcido, que podría haber ido donde quisiera, vagabundeaba con frecuencia por allí. Era un personaje extraño, teniendo en cuenta lo que a los habitantes del mar puede parecerles extraño. Nadaba siempre inclinado hacia la derecha, en vez de hacerlo erguido, como los otros peces. Un buen día, Talasaster le preguntó:
- ¿Cómo te llamas?
El pez torcido, con su boca torcida, dijo:
- Lenguado.
A Talasasterle habría gustado preguntarle por qué nadaba inclinado, pero le pareció que si lo hacía faltaría a la segunda norma, así que se calló. Lenguado dijo:
- Me gusta este sitio. Y esa comida del fondo parece muy apetitosa. Pero no sé cómo me las voy a arreglar para recogerla.
- Prueba a inclinarte un poco más – aconsejó Talasaster – Si te tumbas casi del todo, creo que podrás conseguirlo.
Así lo hizo Lenguado, y pudo comer. Le pareció tan buena solución, que se quedó a vivir allí, recostado sobre el fondo. Acabó con los dos ojos a un lado de la cara, y la boca al otro. Y su lado de arriba fue tomando progresivamente el color del fondo.
Un buen día apreció por allí un gran animal, pero no parecía un pez; los peces suelen tener la aleta de la cola vertical, y éste la tenía horizontal. Al verlo tan grande, muchos se asustaron. El cangrejo ermitaño se retiró hasta una roca cercana, la ostra se cerró, y Lenguado se quedó muy quieto, confundido con el fondo. Talasaster conservó la sangre fría; los equinodermos son muy flemáticos. Incluso se atrevió a preguntarle:
- ¿Quién eres?
- Delfín – fue la respuesta del ser, que tenía una voz chirriante – No tengas miedo. No me interesa la gente del fondo. Yo soy viajero, y he estado en todas partes. Incluso en el otro mundo. Voy a menudo.
El otro mundo, para los habitantes del mar, era ese punto en el que se acaba el agua. Estaba allá, muy arriba, inconcebiblemente lejos. De allí provenían aquellos extraños objetos que a veces llegaban hasta el fondo: discos metálicos, plateados o dorados, grabados por ambas caras con dibujos e inscripciones incomprensibles. Cosas sorprendentes, pero absolutamente inútiles.
Se contaban muchas cosas del otro mundo: que en su cercanía, el agua se movía con violencia; que en ocasiones, se veía desde allí una luz cegadora, que algunos llamaban día; que a veces, el límite del cielo (eso era para ellos la superficie del mar) se veía salpicado de gotas, formándose charcos de agua dulce que los peces acudían a beber; y que vivía allí una extraña especie, capaz de nadar pero no de vivir bajo el agua.
Todas esas cosas refirió el delfín, con el tono de superioridad con el que un habitante de la ciudad intenta impresionar a unos sencillos provincianos. Talasaster, un tanto molesto, intentó cortar sus alardes, diciendo:
- Todo eso está muy bien, pero la verdad es que no nos importa demasiado. Existe nuestro mundo, y el de más arriba, ¿y qué? Eso es todo.
El delfín, con aire reservado, dijo:
- Tal vez no. Puede que eso no sea todo.
- ¿Qué quieres decir?
El delfín calló unos momentos, dándose importancia. Luego dijo:
- Yo puedo pasar mucho tiempo allá arriba, en el límite del cielo. Y a veces, cuando todo está oscuro, he visto una cosa extraña. Mucho más arriba de allá arriba, en la oscuridad se ven brillar unas pequeñas luces. En algunos sitios están juntas, y en otros separadas. Las hay en cualquier dirección en que uno mire. Y se ven incluso aunque estés lejos de la costa, muy lejos de la especie que nada, así que no puede ser cosa de ellos. ¿Quién sabe? Tal vez no sólo hay dos mundos.
El delfín no dijo nada más, y tras saludar con un movimiento de cabeza, se marchó nadando rápidamente. Talasaster se quedó pensativo. Los comentarios del delfín habían despertado en él una viva inquietud. Tal vez sólo se tratase de mentiras y exageraciones del viajero. Es fácil falsear y magnificar detalles, cuando uno habla de cosas desconocidas para los demás. Sin embargo, aquello parecía lo bastante improbable para resultar cierto. ¿Quién podría inventarse algo tan absurdo y esperar que lo creyeran, sin el respaldo de la realidad?
Talasaster meditó durante mucho tiempo. Sin darse cuenta, la idea de aquel improbable tercer mundo, de aquellas luces enigmáticas había llegado a obsesionarlo. ¿A qué podían parecerse? ¿Serían como una bandada de alevines, cuando pasaban en perfecta formación, todos girando a un tiempo? ¿Estarían lo bastante separadas como para poder distinguirlas? ¿O formarían una especie de velo luminoso, con manchas más intensas y zonas más tenues? De lo que Talasaster estaba convencido, sin ninguna razón que lo apoyase, es de que serían bellísimas. Y esa convicción, inevitablemente, dio paso a otra: tenía que verlas.
Así pues, se dispuso a emprender viaje. Y eso consistía no en tramitar papeles y llenar un equipaje, sino en algo más simple, pero más difícil; cambiar de mentalidad, dejar la estabilidad y adoptar el cambio como divisa. Se despidió del cangrejo y de la ostra. Y al hacerlo de Lenguado, éste le dijo:
- La verdad, no te entiendo. No sé por qué quieres irte, no concibo qué puedes ir a buscar.<
- No es fácil de explicar – dijo Talasaster.
- Lo supongo. Ya vez, yo nací pez, pudiendo nadar y moverme, y aquí me tienes. Podría haber ido donde quisiera, y sin embargo he renunciado. He hecho de este rincón todo mi mundo, y eso me basta. Por eso no entiendo que tú, tan poco dotado para moverte, quieras emprender un viaje tan formidable. Pero en fin, es tu vida, y sólo a ti te corresponde decidir qué haces con ella. Te deseo mucha suerte.
Talasaster emprendió viaje, moviéndose lentamente. Como había dicho Lenguado, su capacidad era escasa, y se veía obligado a descansar cada cierto tiempo. Al principio, sus trayectos eran cortos, y sus paradas frecuentes. Pero insensiblemente se fue acostumbrando al ejercicio; la práctica le enseñó a evitar movimientos innecesarios y a a aprovechar el esfuerzo, y sus jornadas se fueron alargando. Ya que no podía nadar, no tenía otro remedio que dirigirse a la costa, allá donde el límite del cielo llegaba a tocar el fondo. Y una vez allí, esperar que se hiciese oscuro para poder ver las luces.
Estaba ya bastante lejos de su casa cuando una sombra oscura pasó sobre él. Talasaster se quedó quieto, pero la sombra volvió, y una voz vieja le preguntó:
- ¿Qué haces aquí? ¿Dónde vas?
Se atrevió a levantar la vista, y vió que el interlocutor no era otro que la gran Tortuga. Bueno, en el fondo era un alivio. La gran Tortuga era un personaje con fama de antipático, pero muy respetado. Podía haber tenido encuentros mucho peores.
- Voy a la costa – respondió – Quiero ver las luces de la noche.
- ¿De qué luces me hablas? – inquirió la Tortuga.
Talasaster refirió, lo mejor que pudo, lo que le había contado el delfín.
- Ah, es eso – dijo la Tortuga – Por un momento me habías asustado. Creía que te referías a las luces de la especie que nada. Son peligrosas.
- ¿Por qué?
La gran Tortuga exhaló un suspiro de resignación, al tener que repetir por enésima vez una lección.
- Nosotras – empezó – vamos al otro mundo a desovar. No me preguntes por qué; sólo sé que es así. Una vez que lo hemos hecho, tenemos que volver al mar. El otro mundo es muy mal sitio para todos nosotros. Cuesta respirar, y te sientes más pesado. Cuando todo está oscuro, sólo el mar brilla, y hacia ese brillo nos dirigimos para volver. Pero desde que la especie que nada aprendió a hacer luz, las ponen por todas partes, incluso cerca del agua. Y algunas de nosotras se desconciertan, van hacia ellas y no vuelven. No sé lo que les ocurre. Y prefiero no saberlo; ya sé demasiadas cosas.
“Y algo más te diré. No te fíes demasiado de lo que dice el delfín. Siempre está cerca de la especie que nada. Sigue a esos artefactos que usan para moverse por el agua, y no les tiene miedo. Ha escuchado las canciones de muchos pueblos, en muchas lenguas. Ha oído sus suspiros. A veces, incluso los ayuda cuando se les rompen los artefactos y se ven solos, lejos de la costa. No quiero hablar mal de nadie, pero alguien así, puede que se haya contaminado de leyenda. La especie que nada está loca. Creen más en su corazón que en sus sentidos. ¿Luces en la oscuridad, donde no hay hombres? Puede que las haya. Pero, no lo olvides, puede también que sólo sueñen que es así.
La gran Tortuga no dijo más, y se marchó pausadamente, dejando a Talasaster sumido en la confusión. ¿Acaso había abandonado su hogar y sus amigos en pos de una quimera? Tenía que pensarlo. Pero algo en su interior le dijo que no debía pensarlo quieto. Mejor seguir avanzando, por si la conclusión final era que debía seguir adelante. Y así lo hizo. Su propio avance le hizo recuperar la confianza. A fin de cuentas, la Tortuga no había dicho que el relato del delfín fuese mentira; sólo que podía serlo. Y lo mejor era llegar a la costa y verlo por sí mismo.
Un tiempo después, llegó a un obstáculo imprevisto, y al parecer insalvable: el bosque de posidonias. Al ver la formación compacta y extensa de aquellas algas-cinta, se sintió desfallecer. Era demasiado tupido para atravesarlo, y demasiado grande para esquivarlo. Se detuvo, indeciso. Y fue entonces cuando percibió una nueva sombra, mayor que la de la Tortuga. Talasaster creyó que su viaje había concluído, ya que se trataba de uno de los seres más temibles del mar: el Tiburón. El escualo, que había pasado sin verlo, se revolvió con un súbito coletazo, se dirigió hacia él y le dijo:
- No tengas miedo, no me interesas. No pareces tener nada aprovechable. Pero dime, ¿qué haces aquí?
Talasaster volvió a referir las noticias del delfín y el motivo de su viaje. El Tiburón, que había escuchado con una creciente impaciencia, dijo al fin:
- En mi vida había oído algo tan estúpido. ¿De verdad no tienes nada mejor que hacer, que perseguir unas absurdas luces? ¿Qué utilidad puede tener eso? ¿Es que no has oído hablar del pensamiento único? Ya deberías saber que lo único que cuenta es la competitividad. Ser más rápido, capturar más presas, comer mejor y hacerte más grande. Y tener mejores dientes, para evitar que acaben contigo. Actuar solo, para no tener que compartir el botín. Y olvidarse de luces, aspiraciones, apariencias y todas esas tonterías.
“La verdad, no me extraña que tu especie no haya llegado más lejos. Quedarse quieto, esperando que los demás respetarán tu espacio y tu vida, es la forma más segura de acabar perdiéndolo todo. No te ofendas, pero me das lástima.
Talasaster, ante tales afirmaciones, no sabía qué contestar. El Tiburón, tal vez consciente de que se había excedido, dijo con un tono aún de superioridad:
- Me parece que tienes problemas. ¿Cómo piensas llegar al otro lado del bosque? No me contestes, ya veo que no lo sabes. Bueno, teniendo en cuenta que jamás serás un competidor para mí, te puedo echar una mano. Quédate quieto.
Talasaster obedeció. El tiburón lo recogió entre sus fauces, con una delicadeza insólita, y se lanzó a una vertiginosa carrera por encima del bosque. A su paso, los bancos de peces, como nubes fragmentadas, se abrían y separaban, huyendo despavoridos. Tras un corto viaje, las algas del fondo empezaron a presentar un aspecto más ralo, y no tardó en aparecer nuevamente el fondo arenoso. El Tiburón abrió la boca y lo dejó caer, alejándose después sin decir ni una palabra.
Talasaster comprendió que estaba cerca de su destino. En la superficie del fondo bailaban unas ondulantes líneas luminosas, y eso quería decir que la superficie del agua no podía estar muy lejos. El agua estaba más agitada que en su pacífico fondo, y una leve corriente iba y venía. La costa era próxima, y aquella corriente oscilante era el eco distante de las rompientes. Talasaster se puso una vez más en camino. A medida que avanzaba, la intensidad de las líneas luminosas aumentaba, y la agitación crecía.
Llegó el momento en que la corriente se hizo tan fuerte que no pudo permanecer pegado al fondo, y se vió levantado y transportado, primero con suavidad, y cada vez más violentamente. Se sentía ir y venir, girar y voltearse en todas direcciones. Sólo le cabía esperar que todas aquellas sacudidas tuviesen un sentido, una dirección dominante, y acabasen por llevarlo a la playa.
De repente, el agua se volvió turbia, y se encontró flotando entre retales de algas y minúsculos granos de arena. Un impulso potente, constante y decidido lo arrastró durante unos momentos, para luego debilitarse y ceder. Y paulatinamente, tomó la dirección contraria. Tras desandar parte del camino, un nuevo impulso, más brusco que el primero, volvió a llevárselo. Llegó a sentir el roce del fondo. El impulso perdió nuevamente fuerza, tocó fondo, y súbitamente, en medio del impulso contrario, el agua desapareció, y se encontró de lleno en el otro mundo. Las olas lo había llevado hasta la playa.
Reinaba por todas partes una luz cegadora; era de día. Apenas se podía respirar, pero Talasaster confiaba en poder resistir hasta que fuese oscuro. No le sorprendió que las horas empezasen a pasar desesperadamente lentas. Pero a pesar de que de vez en cuando alguna ola llegaba hasta él, refrescándolo y empapándolo, no estaba preparado para al ardiente calor. Y aún peor; al calmarse el mar y cesar el contacto de las olas, acabó por invadirlo una creciente sensación de rigidez y acartonamiento. El sol y el aire habían acabado por resecarlo.
La claridad del cielo se había vuelto menos intensa, casi soportable, y Talasaster adivinó que no tardaría en anochecer. Pero de la misma forma que se extinguía el día, sentía escapársele la vida. El agua salvadora no estaba muy lejos, pero él se sabía demasiado tieso y pesado para poder llegar hasta ella. Tal vez no llegase a ver las luces. Entonces oyó una voz chirriante y familiar:
- ¿Qué haces aquí, pobre amigo?
Talasaster, inmóvil, reconoció la voz del delfín. Intentó hablar, pero sólo pudo emitir un leve gorgoteo confuso. El delfín no dudó; se sumergió, y al cabo de unos momentos, Talasaster pudo oir unos pasos desordenados sobre la arena. Pronto se vió empujado por dos, cuatro puntos, capturado por unas pinzas, estirado y arrastrado. Finalmente, volvió a sentir el contacto del agua.
- Gracias – dijo el delfín a los cangrejos que lo habían ayudado, y se acercó todo lo que pudo – Espero que puedas recuperarte.
Pero Talasaster supo que lo decía sólo por cortesía. Aunque ahora podía respirar mejor, y se había aliviado un tanto la sensación de rigidez, no tenía esperanzas. Había estado demasiado tiempo al sol, y en unas pocas horas había envejecido precipitadamente, No le quedaba mucho. A través del agua poco profunda, podía ver el cielo, cada vez más oscuro.
- No tardarán mucho en aparecer – dijo el delfín – Espero que me perdones.
- ¿Por qué? – consiguió articular Talasaster.
- Me siento culpable. Si no te hubiera hablado de las luces, tal vez no habrías emprendido esta aventura insensata.
- Te perdono. Fui yo el que decidió venir.
El cielo no era aún totalmente oscuro cuando el delfín dijo:
- Ahí están. Ya han aparecido las primeras.
Talasaster se esforzó para ver, y le pareció percibir unos minúsculos puntos de luz. Pero el agua inquieta que lo cubría hacía vibrar y moverse la imagen. Con sus últimas fuerzas, preguntó al delfín:
- No las veo bien. Dime, ¿cómo son?
El delfín calló unos instantes. Y por fin, en tono conmovido, dijo:
- No me había fijado antes, es curioso. No son puntos de luz. Tienen brazos. ¿Sabes como son? Son como tú. Son estrellas de cielo, como tú eres una estrella de mar.
Talasaster no pudo sonreír. Miró fija e intensamente aquellos erráticos puntos de luz, y suspiró. Fue su último suspiro.
El delfín no lloró. ¿Para qué? Todo el mar es ya una lágrima.

martes, agosto 22, 2006

El Traje

Según una distinción de Javier Cercas (el autor de Soldados de Salamina), hay dos tipos de personajes: personajes de carácter y personajes de destino. Un personaje de carácter dicta y decide qué es lo que le va a pasar; a un personaje de destino las cosas le ocurren, sin que él lo decida, y a veces se lo llevan por delante. El último cuento era sobre un personaje de carácter, o que al menos pretendía serlo, así que hoy toca un cuento sobre un personaje de destino:

EL TRAJE

Corrió con todas sus fuerzas hasta llegar a la esquina, la dobló y se pegó cuanto pudo a la pared, jadeante. Aún se oían disparos, y no hacía mucho, un camión cargado de milicianos había pasado por la avenida a toda velocidad. Pero ahora no se veía a nadie. La gente debía estar espiando la calle desde detrás de las persianas, bien escondida.
Le pareció oir el ruido de un motor, y apretó con fuerza la pistola. Pero el ruido se alejó, y en la pistola de reglamento no quedaban balas. Claro que eso no importaba demasiado, mientras sólo lo supiese él. Las botas del uniforme lo estaban matando; con su vanidad de hombre corpulento al que le gustaría no serlo, se había quedado el número más pequeño que pudiese aguantar. Total, si estaba sentado todo el día, apuntando quien entraba y salía de la comisaría. Y no quería ir por la calle con los zapatones que habría necesitado.
Se aflojó un poco más el cuello de la camisa. El sol de primavera empezaba a picar fuerte, y eso que aún era temprano. Dentro de poco, los guacamayos empezarían a alborotar en sus jaulas de mimbre, y en las copas de las palmeras. Ellos no sabían nada del golpe, claro. La radio y la televisión podían enmudecer, pero a los guacamayos les daba igual. No podía más. Estaba cansado, le dolían los pies, y necesitaba sentarse. Pero era demasiado arriesgado quedarse allí, a la vista de todo el mundo. Precisaba esconderse. Necesitaba pensar. Quería que lo dejasen tranquilo, aunque sólo fuese un rato.
Miró arriba y abajo de la calle. Algunas casas tenían el portal abierto, pero esconderse en un zaguán le pareció demasiado peligroso. Calle abajo, había un edificio en construcción. Bueno, una cosa era segura, hoy nadie iría a trabajar, con tiros por la calle. Por lo menos, hasta que se aclarase la situación y se supiese quién había ganado. Así que aquel podía ser un buen sitio, grande, deshabitado, y lleno de rincones donde ocultarse. Aunque nada concreto lo amenazaba, se agachó y empezó a correr por su acera, en dirección a la valla de madera del edificio. Se agazapó en la puerta de una tienda y miró a derecha e izquierda antes de decidirse a cruzar la calle.
Casi topó de bruces contra la valla. Empezó a recorrerla arriba y abajo, buscando un sitio por donde entrar. Pero no era tan fácil, los capataces sabían muy bien que por la noche entraban a robarles el cemento y los ladrillos. Así habían crecido las extensas colonias de barracas que trepaban por las colinas de las afueras. Por ese motivo, se aseguraban de que las vallas cerrasen, y las obras inacabadas quedasen protegidas.
Bueno, no había forma, si no era entrando por la puerta, que estaba un poco más allá, cerrada con un candado. Entonces, una idea cruzó por su mente, y se palpó el bolsillo. Sí, lo llevaba. Olvidando por un momento su miedo, y satisfecho de haber hallado una solución, se acercó tranquilamente a la puerta, tomó el candado con la mano y lo examinó. Era de los sencillos, suficiente para detener a unos desharrapados, pero no a un experto como él. Metió la mano en el bolsillo y sacó un juego de ganzúas.
Se las había requisado hacía años, cuando era más joven, a un ladrón español que las llamaba "espadas". Entonces, él aún pisaba las calles, y tenía que vérselas con borrachos y carteristas, y no estaba tan gordo y tenía ganas de aprender. El español, que tenía mucha labia, había intentado convencerlo de que lo suyo era un arte, y que requería preparación técnica. Había acabado muriendo del cólera en la cárcel, el pobre. Pero antes le había enseñado unas cuantas cosas, entre ellas, la forma de abrir un candado con una ganzúa.
El candado se abrió con un chasquido. Empujó la puerta y miró al interior. Nadie. Se coló dentro, y estiró la puerta para que pareciese cerrada. Por suerte, encajaba muy justa en el marco, y no había peligro de que se volviese a abrir accidentalmente, delatándolo. Y cuando fuese el momento de irse, bastaría con una patada para abrirla.
Más tranquilo, exploró el lugar. Un montón de arena. Una carretilla tumbada, al lado de un montón de ladrillos. Un rollo de cuerda, apoyado en la pared de una caseta en la que seguramente guardaban las herramientas. Se internó en la estructura del edificio, aún sin paredes, con unas rampas de uno a otro piso, que un día serían escaleras, como anunciaban los precarios peldaños de ladrillo unidos con pegotes de cemento. No quiso subir a los pisos superiores; era más fácil que lo acorralasen, si iban a buscarlo. Acabó ocultándose en el hueco de la escalera, se sentó en el suelo, se aflojó el cinturón del correaje.
Su situación no era para estar tranquilo. Con su uniforme de policía y la pistola de reglamento, resultaba una presa perfecta para los rebeldes. Claro que los rebeldes, al cabo de una horas, podían convertirse en las "fuerzas de liberación". Por lo que había podido entender en unas horas de nervios y noticias confusas, las fuerzas gubernamentales se batían en retirada, aunque no se podía estar totalmente seguro. Tal vez era cierto que Don Luis, el presidente, había conseguido llegar al puerto y embarcar en una patrullera de la armada, que lo había sacado del país. Tal vez no; no eran precisamente amigos lo que le sobraba a Don Luis.
Claro que Don Luis era zorro viejo, y había podido asegurarse la fidelidad de algunos, aunque fuese a fuerza de dinero. Entre sus propios jefes, había algunos que presumían de tutearlo, y que habían ido a pasar algún fin de semana con él a su islita particular, donde las malas lenguas aseguraban que la población de mujeres doblaba a la de hombres, y que ellas eran como veinte o treinta años menores que ellos. Un sitio así, claro, no podía ser un lugar tranquilo. Él había oído decir muchas cosas, pero no les daba importancia. Por lo que él sabía, todo el mundo esperaba poder portarse mal alguna vez. Y los que mandaban sólo se distinguían en la forma de abusar de su poder: unos con mujeres, otros con dinero, otros con orgullo, otros con maldad, y algunos con todo a la vez. Pero Don Luis era de los discretos, y por mucho ruido que hiciesen, todo eso pasaba lejos, en una de las islitas, y uno no se podía creer todo lo que le contasen unas jovencitas cabezas locas, que a lo mejor hasta se sentían un poco halagadas de haber sido elegidas, de sus relaciones.
Pero Don Luis se estaba haciendo viejo; ya habían pasado años desde el otro golpe, que él había oído explicar a su padre. En aquella ocasión, Don Luis había conseguido escapar ileso, y usar sus influencias, y amedrentar a algunos con el fantasma del comunismo, y conseguir el apoyo internacional hasta volver triunfante, con la promesa de elecciones libres y honestas que acabó ganando por abrumadora mayoría. Pero de eso hacía ya muchos años. Ahora Don Luis tenía que preocuparse de las intrigas de los que aspiraban a sucederle, tanto como de los rebeldes. Y a veces, tenía el enemigo demasiado cerca, y debía temer más una puñalada por la espalda que un tiro de frente.
Bueno, todo eso a él no lo afectaba. Él, en el fondo, era un simple funcionario, que apuntaba a la gente que entraba y salía de la comisaría, y le daba una propina a algún chiquillo para que le trajese un café, y que lo primero que hacía, al llegar a casa por las noches, era quitarse las botas. Pero no habría tiempo ni ocasión de explicar todo eso, si los rebeldes lo encontraban. Él sabía cómo pasaban esas cosas, lo había visto, lo había vivido mil veces. Lo primero, asegurarse de que el prisionero no se escape, aunque sea partiéndole una pierna. Luego ya veremos si resulta ser inocente.
Como no veía posibilidades de escaparse, pensó que lo mejor era que no lo buscasen. Para eso tenía que cambiar de aspecto. Necesitaba ropa de civil, poder quitarse el uniforme. Bastaría con unos pantalones, y una chaqueta que tapase la camisa de reglamento. Muy bien, pero ¿cómo conseguirlos? Nada más hacerse la pregunta, sonrió, porque ya había hallado la respuesta. Él tenía una pistola, y ante una pistola, la gente se vuelve muy, muy razonable. Y hasta generosa. Sobre todo si no saben que la pistola está descargada.
Volvían a oirse tiros afuera, en la calle. Ya era cuestión de poco tiempo. Tenía que apresurarse, de lo contrario, acabarían por encontrarlo. Se levantó y se acercó a la puerta de la valla. Los tiros habían cesado, y no se oía nada. No circulaba ni un solo auto; los rebeldes habían recorrido las calles a toda velocidad en camiones llenos de hombres armados, y aún vigilaban desde las principales encrucijadas. En esas condiciones, circular en auto habría sido un suicidio. Y como se sabía que los rebeldes habían tomado el aeropuerto, ese día tampoco habría vuelos. En el puerto se luchaba aún cuando él decidió abandonar y escaparse, y ahí la cosa no iba a ser tan fácil. Era una zona demasiado extensa y complicada, llena de edificios y rincones donde ocultarse o hacerse fuerte.
Bueno, por la calle no pasaba nadie, y él necesitaba que hubiese alguien a quien robarle la ropa. Tal vez debería marcharse de allí, y seguir el laberinto de callecitas del barrio viejo, que empezaba muy cerca, y que llegaba hasta el puerto. Había algunas avenidas que atravesaban aquel barrio, aquel montón de miseria, como si quisieran partirlo en pedazos, pero se podían evitar. Y cerca del puerto, encontraría a alguien. Aquello estaba lleno de gente que sabía correr y esconderse, y para ellos, esquivar a los rebeldes no era muy diferente de esquivar a la policía. A esos no les daría miedo salir a la calle.
Iba ya a salir, cuando oyó unos pasos en la calle. Una persona sola. Se concentró en aquel sonido, intentando adivinar más detalles. Parecía sonido de zapatos; era un civil, ya que no llevaba las botas de la policía o el ejército. Y como iba solo, era poco probable que fuese un rebelde, que acostumbraban a formar patrullas. El ritmo pausado de las pisadas le sugirió que se trataba de alguien a quien costaba caminar. Posiblemente alguien mayor, o tan corpulento como él, o ambas cosas. Y sin duda, se trataba de un hombre. Una mujer ya habría cambiado de rumbo o de opinión, o se habría detenido, pero los pasos continuaban con la misma pauta.
Se decidió, ahora o nunca. Dejó pasar las pisadas ante la puerta, la abrió de un empellón y saltó a la calle. Allí estaba, ante él, dándole la espalda. Sin darle tiempo a volverse, se le acercó, le rodeó el cuello con un brazo para aprisionarlo, y le clavó la pistola en los riñones, para que se diese cuenta de que tenía un arma.
- Quieto, amigo - dijo - Ni una palabra. Si se porta bien, no le va a pasar nada.
El otro asintió con la cabeza. Era un poco más bajo que él, y bastante mayor, con el pelo gris. Bueno, daba lo mismo. Pensó que lo mejor era dejarlo inconsciente; de esa forma no se le ocurriría gritar, o echarse a correr. Agarró la pistola por el cañón y le dió un culatazo en la cabeza. Sintió cómo el hombre se convertía en un peso muerto, y lo dejó caer al suelo, donde quedó de bruces. Guardó la pistola en su funda. Necesitaba ambas manos para arrastrarlo dentro de la valla, donde podría quitarle la ropa y cambiarse tranquilamente.
El caso es que aquel tipo le resultaba familiar, como si lo conociese. Iba a agacharse para darle la vuelta y verle la cara, cuando el cañón de un arma se clavó en su espalda y una voz dijo:
- Quieto. No se mueva.
Maldición, no lo había oído. Alguien seguía al viejo, seguro.
- Venga, botines. Contra la valla, con los brazos extendidos.
"Botines" era el apodo popular de la policía, porque las botas que llevaban eran de caña más corta que las del ejército. Ya lo habían cazado, así que se limitó a obedecer. Adoptó la misma posición que él había impuesto a los detenidos: brazos y piernas abiertos, a un paso de la valla y apoyándose en ella. En esa postura, bastaba con darles una patada en un pie para que se viniesen al suelo.
- Vaya, has cazado a uno, ¿verdad, botines? Pero quieto. Ni respires, ¿me oyes?
El otro, por lo visto, no conocía o no quería hacerle la broma de la patada. Oyó cómo pegaba un silbido, y que se acercaba más gente. Entre ellos se decían:
- Mire, jefe, he cazado a un botines.
- No me llames jefe, demonio, que todos somos iguales. ¿Y ese del suelo?
- No, ese lo cazó él.
- A ver, denle la vuelta. A ver si está herido.
Oyó cómo volteaban el cuerpo del viejo, y una serie de exclamaciones de asombro, seguidas de un tenso silencio. Alguien le puso una mano en el hombro y le dijo:
- Venga, amigo. Tranquilo. Ya puede volverse.
Se volvió. Los otros eran un grupo de cuatro o cinco rebeldes, no se entretuvo a contarlos. Llevaban armas, pero no le apuntaban. Un muchacho joven, con una barbita, le dijo:
- Así que a ese lo cazó usted, ¿verdad?
Entonces se le ocurrió mirar al cuerpo tendido en la acera. Era don Luis, el presidente. Sorprendido, sólo se le ocurrió asentir con la cabeza.
- Pero vamos a ver - seguía el de la barbita - usted es un bo... un policía. ¿Cómo se le ocurrió detenerlo? ¿Por qué lo hizo?
Se notaba un tono amable, una cierta simpatía en su voz. Cansado y confuso, se tentó, se agarró el uniforme con un puño y dijo:
- Yo... quería librarme de esto.
El de la barbita cambió de expresión, y el tono amable pasó a ser de admiración:
- ¿Oyeron? Quería librarse de un uniforme indigno, un símbolo de la opresión y la dictadura. Después de tantos años de verse obligado a reprimir al pueblo, ha sentido la vergüenza de su trabajo, y ha buscado la forma de servir a su patria, deteniendo al tirano.
Los demás no decían nada, pero tenían una expresión entre sorprendida y resignada. Seguramente, aquel no era momento para mitines y proclamas políticas, pero nadie se atrevía a decírselo al jefe, que continuaba:
- Usted es de los nuestros, amigo. Cuando una causa es justa, todos se dan cuenta. La verdad se impone sola, y los tiranos se quedan sin nadie. Ahora sé que venceremos. Es usted un héroe, amigo.
Ya no entendía nada. Todo le había salido mal. No había conseguido el traje, lo habían capturado los rebeldes y la pistola estaba descargada. Pero no pasaba nada. Había asaltado y agredido al jefe supremo de las fuerzas armadas, y lo felicitaban. La cabeza le daba vueltas, los pies lo estaban matando, no había dormido, y lo único que quería era que lo dejasen tranquilo y largarse a casa.
Pero ya no sería tan fácil que lo dejasen tranquilo, que lo dejasen largarse, porque ahora ya era un héroe.

sábado, agosto 19, 2006

Venganza

A veces, uno puede tener la tentación de repetir una y otra vez aquello que sabe hacer más o menos bien. Pero a la hora de escribir cuentos, eso es algo muy peligroso; no se puede caer en la producción en serie. Así que aquí va un cuento que no es amable y bienintencionado como los que suelo confeccionar.

LA VENGANZA

Por la ventana empezaba a entrar la luz sucia de la madrugada, y yo no hacía más que volverme y revolverme en la cama, sin poder dormir. ¿Cómo había podido pasarme una cosa así? ¿Cómo era posible que Luisa me hubiese dejado? ¿Quién sería el otro? ¿Qué había visto Luisa en él? Porque había otro, de eso estaba convencido, aunque Luisa ni siquiera lo había mencionado. Al contrario, había sido muy lacónica (señal de que estaba enfadada) al decirme por teléfono que lo nuestro se había acabado.
Si las cosas hubiesen sido de otra forma, sólo con que hubiesen pasado un par de meses más tarde, no habría sido tan grave. Ni ella ni yo esperábamos que lo nuestro fuese para siempre. Pero así, tan de repente, sin tener tiempo de hacerme a la idea, y sobre todo tan pronto, así no, yo no estaba dispuesto a admitirlo. Justo había empezado a apreciar lo deliciosa que era ella. Simpática, divertida, decidida. Y a solas, apasionada. Cuando se la convencía, claro. Y la verdad es que cada vez costaba más convencerla.
Tratándose de Luisa, podía achacarlo a un súbito cambio de opinión; pero no podía descartar del todo que yo no hubiese causado la ruptura, fallando de algún modo. Pero, ¿en qué? Me había dejado, seguramente, por algo que echaba de menos. Y eso debía ser lo que había visto en el otro. Pero, ¿de qué se trataba? Debería haberla escuchado cuando se quejaba. ¿Más comprensión? ¿Menos superficialidad? ¿Más sexo? ¿O acaso menos, o de otra manera? Sabía de sobras que cavilando y torturándome no iba a llegar a ningún sitio, pero me sentía incapaz de evitarlo. Mi posición, tumbado en la cama, me inducía a analizar, a tener pensamientos teóricos y generales.
Por eso me levanté. Sabía que una vez puesto en pie, mis ideas se volverían prácticas y concretas. Algo tenía que hacer, porque me habían quitado a Luisa antes de tiempo. Si lo pensaba fríamente, algo que en ese momento me era casi imposible, se insinuaba la sospecha de que ella acabaría volviendo. En cierta forma, estábamos predestinados, y aunque ella hubiese intentado romper el maleficio, el destino acabaría por traérmela de vuelta.
Mientras me servía un café, me dije que aunque así fuese, el destino trabaja más deprisa si se lo ayuda un poco. Tenía que lograr que su nueva relación fracasase. Pero no era nada fácil. No sabía nada de él, y apenas de ella. No podía ir a verla y decirle: “Eso tuyo con ese tipo no tiene futuro. Vuelve conmigo”. Habría sido inútil, porque cualquier cosa que yo le dijese, precisamente por venir de mí, la haría ponerse en contra. Tenía que destruir su relación. Esa sería mi venganza: demostrarle que no era nada fácil descartarme, escaparse de mí. Debía demostrarme a mí mismo, pero sobre todo a ella, que yo no era un perdedor, un tipo insignificante al que se pudiera dejar de lado sin más problemas. Tenía que saber, primero, quién era él. Y luego, cómo era.
Tuve mucha suerte. Una compañera suya del trabajo, Sara, era además amiga de ambos, y para facilitar aún más las cosas, era de ese tipo de personas que están encantadas de ser el paño de lágrimas de todos sus conocidos. Una infeliz y una ingenua, una de esas personas incapaces de negarte un favor, aunque eso les cause problemas. No quise forzar la situación, y me hice el encontradizo con ella. Me presenté en el café donde solía escaparse a media mañana para tomar algo. Por suerte, estaba sola. La invité a un café; tomó un sorbo y frunció el ceño, con disgusto.
- ¿Está demasiado caliente? – pregunté.
- No, es que...
- ¿Te pido sacarina? – dije, en una rápida inspiración.
Ella asintió, agradecida. Después del primer sorbo, ya dulce, la abordé:
- ¿Cómo está Luisa?
- Bien – me dijo, con expresión de lástima – Está bien. Es una pena lo vuestro, de verdad.
- No te preocupes – dije yo, con aire resignado – Si ella lo ha querido así, tengo que aceptarlo. Sólo espero que todo le vaya bien, porque ella se merece lo mejor.
Hice una pausa, como si no me atreviese a seguir.
- Tal vez no debería complicarte en esto – continué – Pero no sé a quién pedir ayuda. Mira, me preocupa Luisa. No por ella, claro, sino por ese otro con el que sale ahora, ¿cómo se llama? Siempre se me olvida.
- Alfredo – dijo Sara, incauta, y yo apunté el dato.
- Eso – seguí - ¿Qué tal es? ¿Es buena persona? No me gustaría enterarme de que la trata mal, a Luisa. Yo la aprecio, ya lo sabes.
- Oh, no te preocupes – dijo Sara, con cierto alivio – Parece buena persona. Es muy amable, y muy serio. Y según Luisa, vale mucho. Es más, parece que en el banco están a punto de ascenderlo.
Un banco. Bien. Concretemos más.
- Ah, ¿trabaja en un banco?
- No sé si debería contártelo – dijo Sara, súbitamente recelosa – A lo mejor, a Luisa no le gusta que lo sepas. No quiero meterme en líos, compréndeme.
- Claro – me hice el comprensivo – No sé ni por qué te he molestado. Perdona. Yo sólo me interesaba por ella, como amigo, claro. No quiero buscarte problemas.
Dejé caer un silencio, mientras observaba a Sara debatiéndose entre sus dos amistades.
- Si quieres que te diga la verdad – dijo por fin – a mí me parece que no le va, a Luisa. Demasiado formal. Pero en fin, ella sabrá.
- No seas tan dura – comenté – Luisa sabe muy bien lo que se hace. Y no me parece que haya elegido mal. Alguien serio, con una buena posición, que trabaja en un banco... ¿El Central, me habías dicho?
- El Industrial – volvió a picar Sara – Sí, puede que tengas razón. Él, al menos, parece muy pendiente de ella; la viene a esperar a la salida del trabajo. Claro, que como trabaja en la esquina...
No pregunté cuál esquina. Ya la encontraría.
- ¿Y ella? ¿Parece ilusionada?
- Sí. Lo llama a menudo. En cuanto te das cuenta, ya ha cogido el teléfono y la oyes preguntar: “¿Alfredo, por favor? De la sección de créditos”
- Bueno – decidí soltarla, antes de que me dijese a qué hora se acostaban – es mejor así. Espero que le vaya bien, ya que conmigo no pudo ser. No le digas a Luisa que me has visto. Me temo que por ahora no querrá saber nada de mí. No sé por qué, porque yo lo único que deseo es que sea feliz.
Adopté una expresión compungida, y noté cómo Sara se ablandaba. Hasta me pareció que reprimía el impulso de alargar su mano para tomar la mía. Pensé que si le dedicaba media hora más de estrategia, no tendría por qué pasar la noche solo. Pero no tenía gran interés, así que dejé pasar la ocasión y me despedí.
Al día siguiente, la misión a cumplir era presentarme en el Banco Industrial a pedir un préstamo. Y si podía ser, que me atendiese Alfredo. Un amigo me había hablado de él, expliqué. Tuve que esperar que acabase con otros clientes, una pareja mayor, y mientras tanto lo observé disimuladamente. Qué curioso, incluso alguien tan poco perspicaz como Sara había sabido identificarlo. Sólo por el modo de escuchar y la postura, ya se veía que era amable, pero serio. Daba la impresión de ser responsable, trabajador y buena persona. En pocas palabras: todo lo que yo no soy. Me pareció el tipo de persona para la que el amor físico es un privilegio que se alcanza, no una tentación que se propone. Luisa se iba a aburrir de él en dos meses, tal vez menos. Seis semanas, no les daba más.
Pero no me bastaba. Aunque el aburrimiento acabase con su relación, Luisa siempre podía recapacitar más adelante, plantearse si no valía la pena volver a intentarlo. Alfredo era el tipo de persona con el que las mujeres piensan en una relación estable. No, aquello tenía que acabar de mala manera, sin posibilidad de reconciliación. Y yo ya sabía cómo lograrlo.
Cuando por fin me atendió, dije que me lo habían recomendado, pero fui deliberadamente poco preciso. Ya hablaríamos luego, primero tenía que ganarme su confianza. Le hablé de un préstamo que solicitaba para efectuar unas inversiones en bolsa. Insinué que disponía de informaciones seguras, bla, bla, bla. Resultaba una propuesta arriesgada, atrevida y nada conservadora, pero posible. Y las garantías que yo ofrecía eran casi las necesarias. Había medido, hasta donde me era posible, los pros y los contras, hasta llegar a una situación dudosa, lo suficiente como para que fuera difícil tomar una decisión. Quería asegurarme de que la cosa duraría más que una entrevista.
Casi había acabado de exponer mi caso cuando sonó el teléfono. Me pidió disculpas, descolgó, y al ver cómo le cambiaba la expresión y el tono de voz, comprendí que estaba hablando con Luisa.
Perdona, pero estoy con un cliente – dijo.
Yo le hice un gesto con la mano, indicándole que no tenía prisa, y que podía hablar todo lo que quisiera. Le hacía un flaco favor, y lo sabía. Tener que hablar con ella sabiendo que yo lo escuchaba era una situación bastante violenta. Y más aún, conociendo el tipo de cosas que Luisa era capaz de soltar por teléfono. Cuando colgó, me dedicó una tímida sonrisa de agradecimiento.
- Era Luisa, ¿verdad? – dije yo. Había decidido empezar el juego.
- Pues sí – dijo sorprendido - ¿La conoce? Pero, si usted se llama... claro, no me había dado cuenta.
De repente, se puso rígido. Acababa de darse cuenta de que estaba hablando precisamente con el anterior novio de Luisa, alguien probablemente despechado.
- Por favor, no se sienta violento – le dije – Estas cosas es mejor tomárselas razonablemente. Somos adultos, y civilizados, ¿no es cierto?
Asintió, titubeante.
- No se preocupe – continué – No soy un resentido, y les deseo toda la suerte del mundo. Conmigo no pudo ser, y espero que con usted lo sea.
No sabía cómo tomarse mis palabras. Para disolver sus dudas, adopté la sonrisa inocente que tantos éxitos me ha proporcionado.
- Vamos, somos adultos – repetí – Y dentro de unos días va a ser el cumpleaños de Luisa. Permítame hacerle un par de sugerencias. A ella le encantan los animalitos de porcelana. Si es un conejito, mucho mejor. Y la vuelven loca los bombones con un poquito de aroma a mandarina.
Un tanto sorprendido aún, me dio las gracias, sonriendo. Bueno, el primer paso ya estaba dado. Ahora tocaba esperar, que él viese la expresión ilusionada de Luisa al ver el conejito. Y en cuanto a los bombones, Luisa no se atrevería a decirle que los detestaba. Su relación apenas había empezado, y era demasiado pronto para eso. Pero ahí quedaría el hecho, y sería algo que ella podría reprocharle en los malos momentos.
El asunto de mi crédito tenía el grado de riesgo suficiente para que no me dijesen que sí enseguida, pero también el respaldo necesario para que no me dijesen que no. Había que consultarlo, y el consejero delegado salía de viaje al cabo de dos días. Alfredo me prometió que intentaría que todo quedase resuelto antes. Le pedí el teléfono para poder llamarlo, y no tener que desplazarme hasta allí.
Dejé pasar los dos días que faltaban para que el consejero delegado se marchase. Y dejé pasar el cumpleaños de Luisa; lo llamé al día siguiente. Esperaba notarle una voz soñolienta por los efectos de la celebración, pero no fue así. Por más que por dentro podía estar cayéndose a pedazos, nada lo iba a delatar. Pregunté por mi crédito. Tal como sospechaba, no había habido tiempo antes del viaje, y el consejero no volvía hasta una semana más tarde, así que... Pregunté por Luisa, y él, amable, me comentó que el día anterior había sido su cumpleaños, como si yo no lo supiese.
- Por cierto – añadió, recordándolo de golpe – gracias por el consejo. Le encantó el conejito de porcelana que le regalé. En cambio, me pareció que los bombones no acababan de gustarle.
- Habrá cambiado de gustos – dije – Ya conoce a las mujeres. Tenga paciencia con ella. Es encantadora cuando quiere, pero...
Solté algunas banalidades sobre los defectos de Luisa, para darle un aire de intrascendencia a la conversación. Y paso a paso, paulatinamente, con la impunidad que me daba el teléfono, empecé a detallar qué tipo de caricias íntimas prefería ella. Alfredo, tal como esperaba, resultó ser demasiado educado para colgar el auricular. Y yo intentaba firmemente no parecer ofensivo, aunque sin dejar de ser claro. Debió pasar un mal rato, aunque nadie más que él podía oir lo que yo le decía. Finalmente, me despedí y colgué.
Le acababa de dar unos cuantos trucos para que Luisa se volviese loca por él, y eso, aparentemente, iba en contra de mis intereses. Tanto más cuanto que yo sabía que los iba a poner en práctica. Alfredo, creí haberlo calado, era un perfeccionista, incapaz de dejar pasar una oportunidad de mejorar algo. Pero al mismo tiempo, yo sabía que mientras realizase mis consejos, no podría eludir el pensamiento de que no era el único que conocía aquel secreto. Y cuanto más efectivo fuese, cuanto mejor reaccionase Luisa, mucho peor para él. Sí, le había dado armas, pero a costa de plantarle la semilla de los celos. Cada suspiro, cada estremecimiento de Luisa trabajaría para mí, le recordaría cuánto había sido ella capaz de dar a otro, al otro, que era yo. Un tipo al que por otra parte no podía perder de vista.
De todas formas, no dejaba de ser un juego arriesgado. El corazón es un terreno resbaladizo, en el que cada movimiento te puede llevar en la dirección contraria a la que pretendías. No podía fiarme de Sara para saber qué estaba pasando; ella sólo tenía contacto con Luisa. Unos días más tarde, fui a espiarlos, en el momento en que él recogía a Luisa a la salida del trabajo. Él parecía serio; le dio a ella un beso fugaz en la mejilla, y empezaron a caminar con buen ritmo. Luisa intentaba tomarle la mano, que él retiraba. Las cosas iban mejor de lo que me esperaba. No paseaban, no sonreían, no eran felices; habían discutido, seguro.
Al día siguiente se habrían reconciliado, probablemente. Y al día siguiente volvía a llamar a Alfredo. Sintiéndolo mucho, no podían concederme el crédito. Se le notaba un cierto alivio al saber que podía por fin perderme de vista. Yo aproveché ese estado de ánimo que le hacía descuidar la guardia, y volviendo a mis confidencias, le hablé por última vez de Luisa. Y volví a mentirle, detallándole una serie de prácticas íntimas para satisfacerla, cosas que yo sabía que ella detestaba.
No hice más. El resto era cosa de ellos. Alfredo probaría a seguir mis indicaciones, y ella respondería con fastidio o con rechazo. Con eso bastaría. Tal como he dicho, Alfredo era un perfeccionista, más obsesionado por los fallos que por los aciertos. Y al fallarle algo, no podría dejar de preguntarse por qué. ¿Tal vez porque “eso” hacía que Luisa se acordase de mí? ¿Tal vez no sabía hacerlo correctamente?
No, pensaría él, no podía competir conmigo. Los primeros consejos, los fáciles, había podido seguirlos, pero en los últimos, los más importantes, no había estado a la altura. Luisa, sin duda, aún pensaba en mí. Posiblemente, Alfredo, en un intento de arreglar las cosas, le regalaría a Luisa una nueva remesa de bombones de mandarina, y esa sería la gota que colmaría el vaso. Luisa, consciente de lo que se jugaba, estaría tensa y nerviosa, y no se le ocurriría tener paciencia. Tener que tragar un par de bombones y aprentar que le gustaban podía pasar, si la relación estaba empezando. Pero que él cometiera semejante error, después de todo lo que había pasado entre ellos, era imperdonable.
Claro está que Luisa no le había dicho nunca que no le gustaban. Pero él tendría que haberse dado cuenta. Si no era capaz de adivinarla, si había que explicárselo todo, ¿qué gracia podía tener Alfredo? A la larga, resultaba ser igual que todos, nada especial.
En resumen: las cosas salieron como yo esperaba, y Luisa vuelve a estar conmigo. No me hago ilusiones: lo nuestro durará lo que dure, y ni un día más. Una vez más, he triunfado, he conseguido lo que quería. Casi podría decir que soy provisionalmente feliz. Y lo único que me molesta, como una piedra en el zapato, es un pensamiento insidioso que no consigo desechar.
Porque cuando estoy con ella, no puedo dejar de pensar que Alfredo le hizo las mismas caricias que yo le hago. No son obsesiones: yo mismo le expliqué cómo hacerlo. Y tal vez él lo hacía mejor que yo. Cuando Luisa gime y se agita, ¿qué otros momentos está recordando? ¿Tal vez los que pasó con él? A pesar de lo mal que acabaron, ¿no deseará a veces que yo fuera él?
Pero no debo pensar en eso. Es absurdo, es perverso, y lo único que logro es hacerme daño. Se acabó. Basta.
Y sin embargo...

jueves, agosto 17, 2006

Amar no vale la pena

A veces, no tan a menudo como quisiera, se me ocurre un buen título para un cuento. Ese es el caso de hoy, y no me resisto a usarlo como reclamo. Dicen los que entienden de estas cosas, que la gracia de un cuento es que capture tu atención desde el principio; espero que el título lo consiga.

No sé si el cuento hará llorar a algún lector o lectora; pero prometo solemnemente que no publicaré los que me hacen llorar a mí, de pura pena por lo mal que me salieron. A veces, al releer alguno, me digo: ¡qué malo!, y me repito: ¡quémalo! Pero hasta ahora no he tenido el valor. Tal vez algún día. En fin, aquí va el cuento:

AMAR NO VALE LA PENA

Había estado lloviendo toda la mañana, y por la tarde aún continuaba. Pero ya no tenía importancia. Es más, las cosas parecían haber cambiado. Las calles estaban hechas de asfalto charolado, los cristales salpicados de gotas se engalanaban con miles de chispas, y los charcos eran retales de plata vieja tendidos en el suelo. Hasta los paraguas daban la impresión de que por la calle desfilaba una muchedumbre de traviesos gnomos, cada uno cargado con su seta.
Cierto, de vez en cuando se percibía una bocanada de tristeza o de mal humor, pero Marisa no estaba dispuesta a permitir que eso la afectase. No le era preciso un gran esfuerzo para mantener encendida su ilusión; al contrario, el problema era contenerla, tener que reprimir el impulso de sonreirle a todo el mundo, y hablar normalmente sin echarse a cantar. Hoy, a las seis, estaba citada con Enrique. Y Marisa sospechaba que antes de las ocho, pasarían a ser algo más que amigos.
Los menos amigos decían de él que era un buen muchacho. Los más, que era un gran muchacho. Marisa no decía nada, ni siquiera a sí misma. Sabía que si intentaba formular cómo valoraba a Enrique, empezaría por exagerar, y acabaría poniéndose en evidencia. En definitiva: hablaría más de ella misma que de él, y eso no era justo. Por eso no decía nada. Claro que Enrique tenía defectos, aunque Marisa habría matado al que se atreviese a insinuarlo. Pero ella los veía, por más que no le importaba. A fin de cuentas, los defectos de Enrique no eran más que la otra cara de sus virtudes.
Ya faltaba poco para las seis, y la impaciencia de Marisa no hacía más que crecer. Es un principio muy conocido: cuanto menos tiempo de espera te queda, más duro se te hace. Por fin, llegó la hora, y pudo recoger sus cosas, despedirse precipitadamente y salir a toda velocidad del trabajo, en dirección al bar en el que habían quedado. Tropezó con la gente, esquivó las salpicaduras de un coche que pasó alborotando un charco, se consumió ante un lentísimo semáforo que no se decidía a cambiar a verde, y finalmente llegó al bar. Tal como había previsto, Enrique la estaba esperando, en una de las mesas del fondo.
Tardó algún tiempo en darse cuenta de que algo raro ocurría. Nada más sentarse, ella había empezado a hablar atropelladamente, explicando las mil y una minucias que había tenido el día. Del tipo: “Es horroroso, este tiempo. Con la humedad, se me encrespa el cabello, y no hay forma de ir un poquito arreglada”. Enrique, cosa rara, no había pedido nada, ni siquiera el café habitual. Y aunque la escuchaba con una media sonrisa amable, tenía un aspecto ausente, como si pensase en otra cosa. Los comentarios de ella apenas si tenían eco, algún “¿Ah, sí?”, un “Ya veo” de vez en cuando, síes y noes como pronunciados por obligación.
A pesar de no querer verlo, de que estaba dispuesta a seguir sintiéndose feliz aunque Enrique tuviese un día tonto, al fin tuvo que reconocerlo. Entre ellos, más allá del vaho del café humeante que acababan de servirle, parecía haber una barrera, no de hostilidad o frialdad, sino simplemente de distancia. ¿Qué ocurría? Cuando Enrique habló, su voz sonó débil. Poco convencida, pensó Marisa.
- Me ha costado mucho venir hasta aquí – dijo él – He tenido problemas con el coche.
Pues vaya un principio, se dijo ella. Si empezaba con quejas, las cosas podían torcerse, o como poco aplazarse, y aquel día ya no podría ser “el día”. Había que reconducir la situación rápidamente.
- Pero habrá valido la pena venir, de todas formas, ¿no? – dijo ella, para darle pie a que él soltase una de sus habituales galanterías.
- Sí, claro, por supuesto – fue la insípida respuesta. Enrique parecía desconcertado, descentrado, como si no fuese él.
- Mira, Marisa – se le oyó decir, sin ninguna entonación – tú y yo somos buenos amigos.
El principio era alentador, pero el tono desganado era un jarro de agua fría. Marisa bebió un sorbo de café caliente para reponerse. Enrique seguía, monótonamente.:
- A veces, llega un momento en el que uno se plantea si las cosas van a seguir igual o van a cambiar. Yo te aprecio mucho, pero...
Mala señal, ese “pero”. Y era la segunda. Marisa se puso en alerta ámbar.
- Una buena relación – decía Enrique, sin rumbo fijo – es una buena relación, y a veces, querer cambiarla no hace más que estropearla.
Marisa, ya en alerta roja, supo que tenía que interrumpirlo, antes de que dijese algo irremediable. Porque si llegaba a decirlo, su estúpido orgullo masculino lo obligaría a mantenerlo.
- Yo no analizaría tanto las cosas – dijo Marisa – A veces, es mejor dejarse llevar.
- Si lo hiciera – dijo Enrique, en tono resignado – sé muy bien dónde iría a parar. Y no puedo permitirme eso.
Muy bien, sólo es miedo, se dijo Marisa. La cosa aún tenía arreglo. Bastaba con que él tuviese tan claros sus sentimientos como ella tenía los suyos.
- ¿Es que no te gusto? – preguntó, pasando a la ofensiva.
- Eres una mujer muy guapa, una estupenda persona y una gran amiga – dijo Enrique, con un chispazo de vehemencia – No es eso. No es nada personal.
“Tú no eres el problema, soy yo. Créeme, es mejor así. Si sólo pudiera... pero no puedo. Ahora te puede parecer duro, pero antes de lo que crees me entenderás. Lo mejor es que te olvides de mí.
- ¿Y si no quiero? – dijo ella.
- Entonces, recuérdame como amigo, nada más. Lo que tengo que decirte, es que amar no vale la pena. Al menos, en lo que a mí se refiere.
- ¿Es eso lo que crees?
- No me lo preguntes. No puedo contestarte.
Enrique le lanzó una mirada a los ojos, que la hizo temblar. Porque en aquella mirada había una tristeza tan profunda como el tiempo, y una soledad inabarcable.
- Tengo que irme – dijo Enrique, casi en un suspiro – No puedo quedarme más.
Se levantó y se fue, sin darle un beso, ni estrecharle la mano siquiera. Marisa se quedó con los ojos clavados en la mesa, sin querer volverse para verlo por última vez. Bastante tenía con dominarse, para no dar una escena en el bar.
No supo cómo logró llegar a casa, ni cuánto rato se pasó llorando antes de dormirse, agotada. Pero a la mañana siguiente supo que no estaba dispuesta a darse por vencida. Enrique se había asustado, y con él las cosas no iban a ser nada fáciles. Pero a ella le parecía que no tenía nada mejor que hacer en la vida que acabar de convencerlo. Buscó su teléfono, y lo llamó antes de salir del trabajo.
- ¿Con Enrique, por favor? – dijo, cuando le descolgaron el teléfono.
Una voz alterada y sorprendida respondió:
- ¿Enrique? ¿Quién es?
- Soy Marisa, una amiga suya.
Una pausa, y una nueva voz de mujer al otro lado.
- ¿Oiga?
- Quería hablar con Enrique – insistió Marisa.
- Eres Marisa, ¿verdad? – preguntó la voz.
- Sí, yo...
- Enrique me ha hablado mucho de ti. Yo soy su hermana. Mira, lo mejor es que vengas. Estas cosas no son para hablarlas por teléfono.
La hermana tenía un cierto aire de familia, pero Enrique se parecía indiscutiblemente a la madre. Marisa pudo comprobarlo en cuanto la vió de pie en el comedor.
- Eras amiga de Enrique, ¿verdad? – preguntó la madre.
- Sí. ¿Qué ha pasado?
La madre y la hermana se miraron.
- Son malas noticias – empezó la hermana, y la madre rompió a llorar.
- Está muerto, ¿no es eso? – dijo Marisa, sabiendo ya la respuesta.
- Sí – dijo la hermana – Un accidente, ayer, con el coche.
- Ya sé por qué llamabas – intervino la madre – Ayer había quedado contigo, y al no presentarse, habrás pensado...
- ¿Cuándo fue el accidente?
- Ayer – repitió la hermana.
- Quiero decir, ¿a qué hora?
- A las cinco.
A las cinco. Y poco después de las seis, Enrique estaba ante ella, explicándole que no podía ser, que lo mejor era que lo olvidase. Realmente, no era nada personal, sólo un punto a resolver. Y es que, según dicen por ahí, un fantasma no es más que un muerto al que le ha quedado algo pendiente.
- Te habrá extrañado que te diese plantón – decía la madre – Pobre hijo mío, era muy cumplidor.
Marisa se oyó contestar, tristemente, desde el fondo del corazón:
- Sí, señora, muy cumplidor. Vaya si lo era. No se imagina usted hasta qué punto.

lunes, agosto 14, 2006

El Ladrón

Para no dejar un mal sabor de boca con el cuento anterior, y previendo que durante unos días mis apariciones serán algo más esporádicas, quiero proponer (y propongo) un cuento algo más amable:

EL LADRON

Señor juez, quiero decir su señoría, solicito permiso para dirigirme al tribunal. Gracias. Quisiera cambiar mi declaración inicial de inocente a culpable. No, no deseo consultarlo previamente con mi abogado. Sí, soy consciente de las repercusiones que esto puede tener en la sentencia. Señoría, la verdad es que no me queda más remedio, como se hará evidente al tribunal si se me permite exponer los hechos a mi manera.
Es cierto y probado que el pasado 7 de Marzo del corriente penetré en el domicilio de los señores de Blázquez, y lo hice saltando la verja del jardín. Y al declararlo, admito el agravante de escalo. El hecho tuvo lugar a las 21 horas, lo que añade el de nocturnidad. Entré en la casa por la puerta de la cocina. Ya sé, allanamiento, pero lo hice sin romper ni forzar la cerradura, lo que me libra de “fractura".
Es también cierto que iba a robar, y que llevaba días dándole vueltas a la idea, es decir, premeditación. No tenía intención de causar daño, y al no haber dolo, está fuera de lugar hablar de alevosía. Otra cosa habría sido si les hubiera vaciado la nevera, sin dejarles nada de comer. Pero yo no soy de esos. Unos vándalos, eso es lo que son algunos, que no hacen más que desacreditar la profesión. Si su señoría se molesta en consultar mi expediente, verá que nunca he sido acusado de agresión. Y en cuanto a las puertas y ventanas, a mí lo que me va es el trabajo fino, trastear con la ganzúa y entrar por las buenas. Eso de echar abajo una puerta a patadas, es, como poco, de mala educación.
Yo lo que andaba buscando era algo pequeño y valioso. Una figura decorativa, por ejemplo, de firma. Para mi disfrute personal, añado. Adivino que su señoría cree que estoy encubriendo a mi perista, pero es falso. Y para probarlo, estoy dispuesto a declarar lo que sé de él: que se hace llamar Lorenzo, aunque puede que ese no sea su nombre verdadero; que siempre nos hemos encontrado en alguno de los cafés de la plaza, nunca dos veces seguidas en el mismo; y que tengo oído que vive por el centro. Eso es lo que sé, y lo que puedo decir según mi leal saber y entender.
Pasé de la cocina al comedor, luego al salón, recorrí el pasillo hacia la puerta de la calle, y nada. Sólo había baratijas sin valor, imitaciones y malas copias. Lo único que valía la pena era una figura grande de bronce, y sólo para venderla al peso. Deberíamos haber sido tres o cuatro para moverla. Yo no quería subir al primer piso, donde debían estar los dormitorios. Hacer eso son ganas de buscarte problemas. Te pueden oir, se pueden despertar, y entonces se complica todo. Una cosa es robar y otra buscar pelea. Lo que es conmigo, no, gracias.
Claro que cuando oí sonar las cerraduras de la puerta de la calle, no tuve elección, y corrí escaleras arriba. Los dueños de la casa no tenían que volver hasta la madrugada, como cada viernes. Desde luego, pensé, la gente es cada día menos formal. Enseguida se me ocurrió que seguramente tendrían algún problema, y deseé que no fuera un accidente. Uno es una persona sensible, señoría, ¿qué quiere que le diga?
No, no era ningún accidente. Primero oí unos pasos de mujer (el clic, clic de los tacones altos) y una voz:
-¡No me dirás que no tengo razón!
Después, pasos de hombre (el clop, clop de los zapatos):
- Por favor, Luisa, no te lo tomes así. Si ha sido una tontería.
-¿Una tontería? ¡Claro! ¿Qué otra cosa se puede esperar de un imbécil como tú?
Al oir que ella lo trataba de imbécil, deduje que era su esposa. Sí, pido perdón a la sala por el comentario. Pero es que... bueno, será mejor que no insista. Las voces se perdieron en dirección a la cocina. Oí el “chunk” de la puerta de la nevera. Dos veces. No sabía qué hacer. Aquella gente estaban en la cocina, bloqueando mi única salida, y yo tenía que largarme lo antes posible. Pero, ¿cómo? No tenía ninguna intención de asustarlos o tener que abrirme paso por las malas. Y menos, habiendo una señora de por medio. Uno podrá haber hecho muchas cosas en su vida, pero jamás me han podido cargar lo de “desprecio de sexo”.
Me acerqué a la puerta de la cocina, para escuchar. Con un poco de suerte, se irían a dormir y yo me podría escabullr. Pero se ve que no estaba de suerte. Lo primero que oí fue que ella decía gritando:
-¡Y encima, con Margarita! Que todo el mundo sabe que está operada. ¿Te enteras? ¡O-pe-ra-da!
Me imaginé con qué gestos debía estar subrayando la palabra operada. Quiero decir, indicando la zona intervenida, para que no quedasen dudas. Ella seguía:
-¡Anda, lo que se habrá reído, la muy bruja! ¡Y pensar que siempre había estado resentida porque yo tenía más éxito que ella!
Él dijo algo que yo no pude entender. Debía hablar bajito, avergonzado.
-¡No me digas eso! – replicó ella - ¡Al menos, no me digas eso! ¿Qué te crees, que soy idiota? ¡Pues claro que soy idiota, por no haberme dado cuenta antes! Pero, ¿sabes una cosa? ¡No tan idiota como tú!
Aquello tenía mala pinta. La señora parecía francamente molesta por algo que había hecho el señor. Al menos, esa fue la impresión que me dio.
-¡Si es que parece mentira! ¡Todos sois iguales! – seguía ella.
Miré el reloj. Por las trazas, estábamos sólo al principio, y lo peor aún estaba por llegar. Ya se sabe: cuanto peor se pone la cosa, más tiempo cuesta arreglarla. Yo calculaba unas dos horas, puede que tres. Más tarde de eso, ya estarían demasiado cansados para seguir, y me dejarían el campo libre.
La conversación, si es que podía llamarse así, siguió un buen rato, con los consabidos “si es que no piensas en otra cosa”, “tenía que haberme dado cuenta”, “qué se puede esperar” y “ya me lo decía mi madre”. No quiero criticar. Cuando uno está metido en una situación difícil, ya me figuro que no está de humor para intentar ser original. A partir de cierto momento, ella empezó a bajar la voz, y eso podía querer decir dos cosas: que lo más duro ya había pasado, o que los gritos daban paso a la mala intención. A veces, cuando uno está de verdad furioso, no grita, incluso puede halar bajo, pero lo que uno dice, lo dice a matar.
Tuve que entreabrir un poco la puerta para poder oírla. Sé que está mal, que es una indiscreción. Pero yo no tenía mala intención, había ido allí a robar y no a nada malo. Sólo quería saber cómo se ponían las cosas, para aprovechar el mejor momento de largarme. Insisto: sólo tenía la honesta intención de escaparme de la justicia. Lo que oí me heló la sangre, porque ella estaba diciendo:
-¿Sabes lo que te mereces? Que coja el cuchillo grande y te la corte.
Oí cómo abría el cajón, y ruido de cubiertos, y no pude más. Entré en la cocina y le dije:
- ¡Por su vida, señora, no lo haga! Que luego esas cosas tienen muy mal arreglo.
Se quedaron sorprendidos, claro. Pero aunque parezca increíble, no se asustaron. Ella estaba demasiado indignada como para preocuparse por tonterías como tener un ladrón en casa. En cuanto a él, en aquel momento le debía tener más miedo a ella que a mí. Lo que ví me convenció de que había entrado a tiempo, porque ella ya tenía el cuchillo en la mano. Un buen cuchillo, nada de esas baratijas chinas o coreanas. Treinta y cinco o cuarenta centímetros de hoja, de acero alemán. Solingen, me atrevería a decir. Afilado a la piedra, como los de antes. Una de esas cosas para toda la vida, vamos. Ella, apuntándome con el arma blanca, dijo:
- ¿Qué pasa? ¿Es que ahora invitas a tus amigotes sin avisarme?
- No, señora, - dije, no quería empeorar la situación – Yo al señor no lo conozco.
- Entonces, ¿qué es lo que quiere? – preguntó ella.
- He venido a robar. Soy un ladrón.
- ¡Ah, bueno! – dijo ella – Pues robe, buen hombre, robe tranquilo. Seguro que el calzonazos de mi marido no hace nada por impedírselo. Pero no moleste, que nos estamos peleando.
- Señora – dije – no quiero molestar, y no habría intervenido si no creyese que está a punto de hacer algo que después va a lamentar. Yo no digo que no tenga usted sus motivos...
- ¿Lo ves? – me interrumpió, dirigiéndose a su marido – Este señor también me da la razón.
- Pero una decisión tan drástica – no quise usar la palabra “tajante” – no se puede tomar a la ligera. Seguro que su marido, en el fondo, la quiere.
- Usted no sabe lo que me ha hecho – me dijo, y negué con la cabeza – Pues nada menos que engañarme con mi mejor amiga.
Después de lo que le había oído decir de ella, no me sorprendió que la llamase “amiga”.
- Y aunque me esté mal el decirlo – siguió – yo tampoco estoy tan mal, ¿no cree?
Había apoyado una mano en la cintura, como si estuviese posando. La verdad es que el aspecto de la señora, arreglada para salir, era ¿cómo decirlo? Digamos alentador. Me pareció que lo mejor para que se calmase era halagarla un poco, me encaré con el marido y le dije:
- Desde luego, caballero, a quien se le diga que anda usted por ahí tonteando con otras, teniendo lo que tiene en casa... – y a ella – No quisiera parecerle atrevido, pero déjeme decirle que si él no sabe apreciarla, yo sí.
Sonrió un poquito, se arregló el peinado inconscientemente y le dijo a él:
- ¿Lo estás oyendo?
- Señora - continué – su marido no es una mala persona, y estoy seguro que ya debe estar arrepentido de su locura. Mírelo, no hay más que verlo. No es bueno sacar las cosas de quicio. Yo diría que con unos días de penitencia será suficiente.
- No sé si va a bastar – dijo ella, escéptica – Él no es como usted. Si al menos le dijese algo para que recapacite y se corrija...
No podía negarme. Me senté en una silla al lado del marido y le empecé a decir:
- Mire usted, las mujeres en general, y sé de qué le hablo, tienen buenos sentimientos pero mala memoria. De vez en cuando necesitan algo que les recuerde que lo quieren a uno, y por qué lo quieren. No sé, un detalle, un regalo inesperado. Un beso por sorpresa, caundo ella esté hablando de otra cosa. Como si no pudiera aguantarse más. Es casi la única forma en que admiten que se las haga callar. Pero , ¡ojo! No se lo invente. Tiene que ser de verdad.
El hombre me miraba agradecido y contrito. Sabía que yo le había salvado, ya que no la vida, al menos la integridad física. Ella, que no se había perdido palabra, dijo:
- ¿Es que no le vas a ofrecer nada a este señor tan amable? Va a creeer que somos unos maleducados.
- No, muchas gracias, no quiero nada – dije.
- Pues mire – dijo la señora – abusando de su amabilidad, le voy a pedir un favor. Ya que ha venido a robar, ¿por qué no nos roba el gatito de porcelana que hay en la repisa del recibidor? Tiene que haberlo visto. Es un regalo de mi suegra, ¿sabe? Y no lo soporto. Si le dijese que se me ha roto limpiando el polvo, no me creería. Pero si nos ha entrado un ladrón en casa, la cosa cambia.
“Sé que no va a sacar mucho por él, así que me va a permitir que le añada algo, por las molestias. Ramón, dame la cartera.
El marido sacó su cartera del bolsillo y se la dió. Ella tomó un billete de cincuenta euros y me lo puso delante, encima de la mesa.
- Señora, no puedo aceptarlo – dije.
- Lo comprendo – dijo ella – es horroroso. Bueno, pongamos veinte más.
Comprendí que no debía desairarla, y acepté. Me acompañaron a la puerta, me despidieron muy amables, y allí me quedé yo, en medio de la calle, cargado con el gato de porcelana. Le eché una mirada y me dí cuenta de que había hecho un mal negocio. Aunque lo tirase al primer cubo de la basura. Porque entre tanto, podía verme algún conocido. ¿Y qué iba a pensar de mí, al verme cargado con aquel adefesio? Uno también tiene una reputación que defender, señoría.
En esas estaba cuando me detuvo la policía. Al parecer, una buena vecina me había visto saltar la verja, había avisado, y tras mucho insisitir le habían hecho caso. El resto consta en el sumario. Llamaron a la puerta de los Blázquez, les devolvieron el gato (hecho que la señora agradeció calurosamente) y me llevaron detenido.
Los señores han sido muy amables al proporcionarme un abogado, costeado por ellos. Y no puedo tener más que palabras de agradecimiento. Pero insisto en mi declaración de culpabilidad. Uno será ladrón, pero honrado. Una cosa es tener que hacerlo forzado por las circunstancias, para salir del apuro, y otra dedicarse a ello. Y la verdad, prefiero la cárcel a tener que hacerles de consejero matrimonial.
Y por cierto, díganle a la señora que le devuelvo el gatito de porcelana que me regaló en un gesto de generosidad. Ya sé que dijo: “Si le gusta tanto como para robarlo, yo se lo regalo, pobrecito”. Pero es que en la cárcel no me van a dejar tenerlo. Con un poco de suerte, se romperá en el traslado.
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