jueves, mayo 28, 2009

En el Futbol

Quiero decir, en primer lugar, que no soy nada aficionado al futbol. Y eso, a pesar de haberme criado en la Argentina y vivir en España, dos países en los que no se puede decir que haya poca afición. Podría ser peor: podría haberme criado en Brasil y vivir en Italia, por ejemplo. Jamás he visto un partido de futbol por la tele; y esto era cierto hasta ayer. Porque ayer quise ver la final de la Champions entre el F.C.Barcelona y el Manchester United. No sé si el Barcelona es el mejor equipo del mundo; pero sospecho que Pep Guardiola es el mejor entrenador posible. Y hace buena una afirmación de Chesterton, que dijo: "La modestia es una virtud muy práctica; incluso demasiado práctica para ser una virtud".

Así pues, el cuento de hoy trata de fútbol (el único que he escrito). Visca el Barça.

EN EL FUTBOL

El estadio estaba casi lleno, y eso era una buena noticia. Se había hablado mucho últimamente de dificultades económicas, de desmoralización de la afición, de que media plantilla tendría que irse a jugar a Italia. Incluso, y el secretario aún se estremecía al recordarlo, se había insinuado que si las cosas seguían así, tal vez acabarían teniendo que jugar la promoción para no bajar a segunda.
Pero ahí estaba el estadio, lleno de gente, para conjurar todos esos temores. El secretario esperaba que aquella tarde las cosas diesen un giro, y los cronistas deportivos dejasen de hablar de la mala suerte del club, y se dedicasen a otra cosa. Y si encima le pudiesen ganar al visitante, eso ya sería el colmo. Sí, eso sería bueno, muy bueno.

Carlota se levantó apenas unos centímetros de la grada, para intentar inútilmente estirar la faldita demasiado corta, que apenas cubría sus muslos enfundados en unas medias negras. No era lo más adecuado para estar allí sentada, pero la culpa la tenía el imbécil de Gerardo, que ahora estaba sentado tan tranquilo a su lado, fumando. Hasta el último momento le había hecho creer que no irían al partido, y sólo había logrado convencerla en el último momento, y porque ya tenía compradas las entradas, si no, de qué.

Unas gradas más abajo, hacia la izquierda, había un muchacho joven, que se volvió por casualidad y se quedó como hipnotizado al ver a Carlota. Claro, pensó ella, menuda perspectiva debe tener desde ahí abajo. Pensó en cruzar las piernas, pero se dió cuenta de que sería peor, así que volvió a estirarse la falda. Entonces el muchacho le sonrió, volvió la vista al frente, y a partir de entonces, sólo le dedicó una mirada diagonal de vez en cuando. Y ya no sólo a sus piernas. Bueno, pensó Carlota, sólo le faltaba eso, con lo celoso que era Gerardo. Si llegaba a darse cuenta, era capaz de armar un escándalo.

Pero Gerardo no parecía estar muy atento. Sólo miraba al terreno de juego, impaciente. Y en cuanto empezase el partido, Carlota sabía muy bien que era capaz de olvidarse de que ella existía. El muchacho de más abajo volvió a mirarla, y Carlota se olvidó aparentar que no se daba cuenta o que la molestaba. Bien mirado, parecía simpático, aquel muchacho. No estaba mal.

En la tribuna de prensa hacía un frío de mil demonios. Un misterio, porque el día era espléndido. Eso, o una avería de la calefacción, que debía haber estado encendida todo el día para caldear aquel rincón, con buena vista, pero de los más destemplados del estadio. Andrés, lo mismo que sus colegas, decidió conservar el abrigo hasta que la presencia de todos ellos y el humo del tabaco templase un poco el ambiente. Calefacción animal, a fin de cuentas. Le habría gustado pedir la petaca a Gómez y echar un trago de coñac, pero con el ardor de estómago que tenía, eso era lo último que podía hacer. Habían tenido a la suegra en casa, a comer, y claro, se había empeñado en preparar la paella. Y le había puesto lo que según ella era "un poquito de picante". Como le gustaba a tu padre, hija, ¿te acuerdas?, había dicho. Si es que hay gente que no deja de incordiar ni muerta. A ver, ¿quién podía tener un Alka-Seltzer o un poco de bicarbonato?

El sargento lanzó una mirada hacia el córner. Sí, allí estaban los camilleros. Y cada tres metros, controlando las gradas, había uno de sus hombres. A ver si por lo menos aquella era una tarde tranquila. El resto del estadio no contaba; sólo el gol sur, donde se juntaban los hinchas más violentos. Bueno, lo de sur era un decir, porque el estadio no estaba bien orientado. Aquel no era un partido de alto riesgo, de la máxima rivalidad, contra el Atlético o el Sporting. Además, los habían cacheado, ninguno llevaba porras, o latas, o botellas. Y en el bar no servían bebidas alcohólicas, para evitar males mayores, pero aún así, no había nada seguro. Aunque no les diesen alcohol, podían traerlo puesto de casa.

El sargento tenía claro que los conocía a medias, aquellos tipos. Posiblemente, durante la semana, fuesen gente normal, incluso chavales educados que cediesen el asiento en el autobús a las viejecitas, evitasen atropellar un perro con la moto, o ayudasen a los ciegos a cruzar la calle. Pero el domingo, y en el fútbol, era otra cosa. Ahí les salía el cabreo. El de no encontrar trabajo, el de haber suspendido Mates, el de que sea tan difícil encontrar una tía que quiera liarse con alguien rapado al cero y con cazadora negra de cuero.

Normalmente, la consigna era controlarlos, evitar barullos, y si hacía falta, repartir leña para pararlos. Pero alguna que otra vez había que detener a alguno, no había más remedio. Y cuando eso pasaba, la reacción de los padres era para no perdérsela. "No puede ser. Si mi hijo no es violento". "¿Borracho, dice? Pero si no bebe ni vino en las comidas". Pues mire, señor, señora, vino puede que no beba, pero litronas y cubatas de garrafa, ya le digo yo que sí. Pero bueno, puede que esa tarde no pasase nada. El sargento lo esperaba. Un optimista, el sargento.

El encargado del bar pasó la página del diario mecánicamente. Le pareció que la voz del locutor, en la radio, subía de tono, y aumentó el volumen. Gol. Mejor dicho, goool, gol, gol, gol, gol, gooooool. Al pie de la letra. Gol del Atlético. Pues qué bien. Aquel gol le acababa de hundir la quiniela. Bueno, pues habría un montón de cosas que tendrían que esperar. Cambiarse el coche, o por lo menos, llevar al taller el viejo, que desde hacía días rateaba como si tuviese bronquitis. Poder enviar a paseo aquel trabajo y aquel bar, que le hacía pasar las tardes del domingo fuera de casa. Dos horas de aburrimiento, salvo veinticinco minutos de locura. Eso era aquel trabajo, un asco.

Tampoco podría echarle una mano a su hija para plantarse por su cuenta. Una pena, una chica tan lista, que había acabado la carrera con tan buenas notas. Total, ¿para qué? Para acabar matándose a trabajar por un sueldo casi de miseria en una empresa de asesores. "No te preocupes, papá, que así cojo experiencia". Experiencia. Él ya sabía lo que era experiencia: haber metido la pata un montón de veces. La verdad, es mejor tener suerte. Si la tienes, puñetera falta que te hace, la experiencia.

Don Cosme sacó el habano, lo acercó a su oreja y lo oprimió ligeramente con los dedos. Un levísimo crujido lo convenció de que estaba al punto. Sacó el cortapuros de oro del bolsillo, cercenó la punta, y antes de encenderlo, se lo puso en la boca y lo mordió. Sabía que tarde o temprano acabaría por morderlo, así que más valía tener ya la marca hecha. Encendió el mechero y paseó la llama por el cigarro, antes de aplicarla a la punta. Creía ser un sibarita, don Cosme. Lo malo era que, llevado por la pasión del juego, le daría chupadas nerviosas, lo estrujaría, se le apagaría, y acabaría por no saber ni qué estaba fumando.

Sobre el estadio, el cielo era azul, con unas pinceladas desleídas de blanco. La hierba del campo era verde, la tarde magnífica, y aquel era el primer partido de Kevin, el primero que su padre le llevaba a ver. ¡Cómo iba a presumir mañana, con los compañeros de la escuela! A Kevin (que no tenía ni idea de por qué le habían puesto Kevin) le habían explicado al menos seis veces que ir a ver un partido al campo no era lo mismo que verlo por la tele. Una de las veces, la sexta, Kevin preguntó si era tan diferente como hacer el amor o mirarte una película porno, y sus padres decidieron que Kevin ya no necesitaba más explicaciones.

El árbitro no estaba nada contento con los jueces de línea que le habían tocado. Ya los conocía. Uno era un imbécil, y el otro un desgraciado. Aquellos dos acabarían por meterlo en un lío, ya se lo veía venir. Y al día siguiente, por la radio, algún gracioso hablaría del "desafortunado arbitraje del colegiado..." Al menos, no hablarían por la tele, esperaba que no. Aquel era un equipo, seamos francos, de segunda, que la suerte había querido que se mantuviese en primera. Un equipo, pongamos, pintoresco, si te caía lejos. Pero visto de cerca, como a él le había tocado, las cosas eran diferentes. Muy diferentes.

Dentro de nada, él tendría que salir ahí afuera, patearse todo el campo unas cuantas veces, seguir la pelota, y el juego, ver las faltas, fiarse del imbécil o del desgraciado, y todo para que lo criticasen y algún gracioso calificase su arbitraje de "desafortunado".
Aparte de todo eso, aquella tarde hubo un partido de fútbol. Pero no me pregunten cómo fué. Yo no entiendo, de fútbol.

martes, mayo 05, 2009

Juicio de Dios

El cuento de hoy, uno más de la serie medieval, tiene por tema un Juicio de Dios. Con este nombre se conocía una forma de establecer la inocencia o culpabilidad, por medio de un combate. Se suponía que Dios intervenía, haciendo vencedor a quien tuviera la razón. Afortunadamente, ya no creemos en esa forma de resolver pleitos. Aquí está el cuento:

JUICIO DE DIOS
El caballero, en su tienda, se preparaba para el duelo. El hijo del herrero, que actuaba como improvisado escudero, dijo:
- Sois muy valiente, señor. Nadie de por aquí se atrevería a enfrentarse con el capitán de la guardia del castillo, como haréis vos.
- No tiene importancia – dijo el caballero – Sólo es un combate, uno más, y ya he vivido muchos. Tan solo espero no ser derrotado.
- Susana, vuestra dama, también lo espera – dijo el escudero – Seguramente vendrá a veros antes del combate.
- No es preciso que lo haga. Sé lo que debo hacer.
- Perdonad, señor – insistió el escudero – pero parecéis muy tranquilo. Yo, en un trance como el vuestro, estaría muerto de miedo. Me gustaría tener vuestro valor.
- ¿Sabes? – dijo el caballero – Es una cosa muy extraña, el valor. Yo, que he guerreado mucho, he visto a feroces hombretones temblar de miedo ante una culebra, o la idea de caer al agua y ahogarse. No temían la batalla; pero aún así guardaban algún temor.
"Por lo demás, el valor es algo que se aprende. Recuerdo un muchacho, no mucho mayor que tú, que pidió unirse a nuestras tropas. Al principio, fue incapaz de entrar en combate, se quedaba paralizado de miedo. Pero un buen día nos sorprendió retando a uno de los soldados más fuertes. Fue una lucha sin armas, y el muchacho recibió una buena paliza. Días más tarde repitió su reto, y esa segunda vez fue mucho más difícil vencerlo. Había aprendido a esquivar los golpes. En el tercer reto, fue el muchacho quien venció. Era mucho más ágil, esquivaba bien, cansaba a su contrincante, y lo más importante: había aprendido a no tener miedo. Llegó a ser un buen soldado, uno de los mejores que he conocido.
El escudero, que había estado pendiente de las palabras del caballero, salió súbitamente de la tienda. Y volvió a entrar al cabo de un momento, acompañando a una dama. El caballero, al verla, se puso en pie.
- Caballero – dijo la dama – vengo a agradeceros vuestra intervención.
- Señora – respondió el caballero – me abrumáis.
- No seáis modesto – insistió la dama – Fuisteis el único en creer que era falsa la acusación de brujería que pesaba sobre mí.
- Simplemente, señora, pude asistir al juicio y verlo como un extraño. No costaba advertir el resentimiento con que os miraba el acusador, el capitán de la guardia. Y me pareció que ese resentimiento podía tener algún origen poco confesable. ¿Me equivoco, señora, al suponer que rechazásteis sus proposiciones?
La dama, sorprendida, dijo:
- ¿Cómo habéis podido adivinar eso?
- No llega uno a ser un viejo soldado, como yo, señora, si no ha aprendido a evaluar rápidamente al enemigo.
- Pero podíais haber callado, quedaros al margen, como hizo la mayoría. Y en cambio, os batiréis por mí, para demostrar mi inocencia.
- Señora, no os equivoquéis. No podía quedarme al margen. No puedo desvelaros mis motivos. Pero os aseguro que este combate, según su desenlace, puede salvarme a mí tanto como a vos.
- No os comprendo, pero no os puedo hacer reproches. Sois mi campeón, y sólo quiero pediros que me digáis vuestro nombre, para saber por quién debo rezar.
- Mi nombre no importa. Si os place, podéis llamarme Caballero Negro, aunque nunca fui nombrado caballero.
- Si no lo fuisteis, no fue seguramente porque faltase nobleza en vuestra alma. Pero no puedo nombraros como un caballero negro, porque para mí sois el Caballero Blanco. El color de la inocencia. Y el color de este pañuelo mío que os entrego para que lo llevéis como prenda en el duelo.
Susana tendió al caballero un pañuelo, que éste guardó en su guantelete.
- Os agradeceré que recéis por mí, señora – dijo el caballero – Os puedo asegurar que me hace falta.
La dama saludó con una inclinación de cabeza, y salió de la tienda. Y poco después, la siguió el caballero, armado ya para el combate.
* * * * *
El fraile dijo:
- Podríamos descansar un poco bajo aquellos árboles. La ermita ya no está lejos, y llegaremos con tiempo suficiente.
El caballero asintió. Una vez sentados bajo un árbol, el fraile dijo:
- Debo confesaros que no os comprendo. Habéis vencido en el duelo, habéis demostrado la inocencia de Susana. Y el resultado de la contienda no estaba claro. El capitán parecía tan fuerte como vos.
- Es más fuerte que yo, en realidad – dijo el caballero – Pero también es impetuoso. Y los impetuosos son a veces testarudos. No hice más que aprovechar su furia, y atacarlo en los momentos de descuido. No es tan raro que la prudencia y la sensatez lleguen a vencer al ciego impulso.
- Sois muy modesto – dijo el fraile – Fue más que eso. Pero lo que no me cuadra es que hayáis insistido tanto en marcharos. Eran varios los que os querían agasajar; la primera, Susana. Y bien sabe Dios que teníais derecho a recibir su gratitud.
- Bien sabe Dios que tengo una obligación que cumplir; por eso no podía quedarme. Habéis sido muy amable al acompañarme, y lo menos que puedo hacer es explicaros mi historia.
"Sabed que he sido soldado muchos años. Y en todos esos años llegué a cometer muchas atrocidades. He saqueado, he violado, he sido culpable de la muerte de inocentes. No respeté ni lo más sagrado, y mi alma es tan negra como la noche. Por eso dije a Susana que me llamase Caballero Negro. Así fue hasta que me encontré cara a cara con la Muerte.
- Habréis visto a la muerte muchas veces – dijo el fraile – en vuestra vida de soldado.
- Así es, pero esta vez fue diferente. La Muerte en persona se me apareció en esa ermita en ruinas a la que me dirijo. Y habló conmigo.
- ¿Cómo era?
- No pude verla bien, era de noche. Llevaba un hábito de monje, y tenía una voz indescriptible, aunque muy clara. Me dijo que mi alma estaba ya condenada, por mis pecados. Jamás he huido ante el peligro, y no me moví. Entonces la Muerte habló de nuevo.
"Me dijo que Dios Nuestro Señor, en Su misericordia, la obligaba a concederme tres días. En esos tres días tenía la posibilidad de llevar a cabo una buena acción, para redimirme. Por eso me presenté como campeón para defender en combate la inocencia de Susana. No sólo era un Juicio de Dios para ella; también lo era para mí. Y tan solo puedo esperar que mi gesto haya sido suficiente.
El fraile, que había seguido atentamente el relato del caballero, meditó unos momentos, y dijo:
- Tres días. Ese es el plazo que Jesucristo concedió a la Muerte, antes de resucitar. No me sorprende que pueda reclamárselos. Y en cuanto a vos... sé muy bien que en la guerra se cometen atrocidades. Y tal vez, una de las peores fue la que se sometió con vos. Habríais podido ser un buen cristiano; no os faltaban cualidades. Fue la guerra, las eternas guerras, las que os volvieron un animal sanguinario. Los inocentes que matásteis están ahora ante Dios, pero vos no habéis tenido ese consuelo.
"Hasta hoy. Tal vez llegásteis al pueblo como Caballero Negro. Pero lo habéis dejado convertido en Caballero Blanco. Estáis redimido, no me cabe duda. Podréis afrontar la muerte en paz.
El caballero dijo:
- Hoy mismo, a medianoche, me enfrentaré con ella. Ese fue el plazo. Pero quiero agradeceros vuestras palabras de consuelo.
- No, no me lo agradezcáis. Soy yo quien os debe gratitud. En los años que llevo dedicado al servicio a Dios, me he preguntado muchas veces si mi sacrificio tenía sentido. Si no podía impedir, ni siquiera atenuar el mucho mal que hay en este mundo, ¿para qué servía yo? Pero si os he podido dar tan solo unas migajas de consuelo, si me ha sido concedido estar donde se me necesitaba, sólo puedo dar gracias. En cierta foram, vuestra confesión ha sido, también para mí, un Juicio de Dios. Por el poder que Él me ha otorgado, te absuelvo de todos tus pecados. Id en paz, Caballero Blanco. Que Dios os bendiga, como bien dirán los que os han conocido en estos días.
- Amén – dijo el caballero.
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