"Actualmente, los jóvenes aman el lujo, no valoran el esfuerzo, tienen manías, no respetan a sus mayores y tiranizan a sus maestros". La anterior opinión no es mía; es de un tal Sócrates, de Atenas, Grecia. Ante opiniones como estas, uno se pregunta si realmente los jóvenes de ahora mismo son tan diferentes de los de hace treinta o cincuenta años. Desde luego, no se visten igual, ni hablan igual, ni escuchan la misma música. Pero esas diferencias, por ser tan evidentes, son muy aparentes, es decir, muy superficiales. Quizás, en el fondo, sus inquietudes y sentimientos sigan siendo más o menos los mismos; quizás, lo que ocurre es que los mayores, de ahora o de hace doscientos años sí que tienden a parecerse mucho entre ellos.
El cuento de hoy trata de dos jóvenes, y de dos mayores. Y está ambientado en el antiguo Egipto, con una ambientación tan falsa como la que podía tener una película de Hollywood de los años 50 del siglo pasado.
EL OJO QUE MIRA Y EL OJO QUE VE
Aremalteb era sacerdote del sol, el ojo que mira, también conocido como Ra. Además de las obligaciones del culto, había gozado hasta hacía poco del privilegio de cuidar y educar al príncipe Nabur, el hijo más pequeño del faraón. Pero Nabur había cumplido ya los dieciséis, y su educación había pasado a manos de los maestros de armas. Aún acudía a veces a ver a su maestro, para consultarle alguna cosa, pero sus visitas eran cada vez más espaciadas. A Aremalteb no lo preocupaba demasiado el creciente distanciamiento de Nabur. Por su posición, holgada pero libre de responsabilidades, habría podido pasar sin educación alguna. ¿Quién habría osado oponerse a los deseos del príncipe, por disparatados o desorbitados que éstos hubiesen sido? Sin embargo, el faraón había dispuesto que se le educase.
- No quiero que crezca como un animal salvaje - había dicho, y sus órdenes fueron seguidas al pie de la letra.
Liberado finalmente de ese privilegio, Aremalteb invertía su tiempo libre en meditar, y en plasmar sus reflexiones sobre el papiro. Cierta tarde, estaba precisamente ocupado en esa tarea, cuando le llegó recado por medio de un esclavo de que Nabur deseaba verlo. Acababa de dictar al escriba una frase que a su juicio, resumía perfectamente los males de la época en que le había tocado vivir: "El problema de estos tiempos es que los jóvenes han perdido el respeto a sus mayores". El recado del príncipe había interrumpido el hilo de su discurso, pero estaba seguro de poder reanudarlo posteriormente.
Siguió al esclavo hasta los aposentos de Nabur, y le contrarió no hallarlo solo. En efecto, Maliptah estaba con él. Maliptah era sacerdote del culto a la luna, el ojo que ve. Un culto muy minoritario, a decir verdad, y según el criterio de Aremalteb, totalmente prescindible. Maliptah había compartido con Aremalteb el privilegio de educar al príncipe, si bien, según sospechaba éste, se había limitado a llenarle la cabeza de tonterías. Aremalteb saludó con una reverencia y esperó pacientemente a que el príncipe se dignase dirigirles la palabra.
- Os he hecho venir - dijo Nabur - porque tengo un problema, y espero que me lo resolváis. He conocido a una muchacha.
Nabur hizo una larga pausa, y ante el silencio de los dos sacerdotes, estalló:
- ¿Acaso no me entendéis? - gritó, impaciente - ¿Es que los años os han vuelto estúpidos? ¿O es que tenéis tan poco dentro de la cabeza como encima de ella?
Los dos sacerdotes, que llevaban el cráneo rigurosamente afeitado, como correspondía a su oficio, se miraron inquietos.
- Tal vez debería echaros a los dos a los cocodrilos - continuó Nabur - No sé por qué he confiado en dos viejos imbéciles.
- ¿Debo suponer - empezó Aremalteb, tímidamente - que la muchacha es de vuestro agrado?
El enfado de Nabur se disipó en el acto.
- Eso es - dijo - Decidme, ¿qué debo hacer?
Las mandíbulas de Maliptah se contrajeron súbitamente, y Aremalteb comprendió que se estaba conteniendo la risa.
- Hijo del Cielo - contestó Aremalteb - no precisáis nuestro consejo. No tenéis más que llamarla, y ella vendrá, dispuesta a cumplir todos vuestros deseos. Ya lo habréis hecho otras veces.
- Sí, lo he hecho - admitió Nabur - Una vez, porque quería saber qué era eso de estar con una mujer. Y unas cuantas más, porque ya lo sabía.
"Pero esta vez es diferente. La he visto reir, y quisiera que se riera conmigo. Si la hiciese venir, usando mis privilegios, estaría seria y temerosa, pendiente de no decepcionarme. No quiero eso. Lo que quiero es que me llame 'cachorrillo' y 'gatito mío', como yo sé que a veces hacen las mujeres. Quiero gustarle tanto como ella me gusta a mí.
- Estáis enamorado - sentenció Maliptah.
- No lo sé - dijo Nabur, perplejo - Es posible.
- ¿Por qué no habláis con ella - sugirió Aremalteb - y le contáis lo que os sucede?
La cólera volvió a encender el semblante del príncipe.
- ¡Porque no puedo, viejo cretino! - chilló - Sólo de imaginarme que hablo con ella se me hace un nudo en la garganta, maldita sea. ¿Qué pretendes, que toda la corte se entere de que el Hijo del Cielo no sabe decir dos palabras seguidas sin tartamudear?
- Entonces, señor - dijo Maliptah - ¿qué queréis de nosotros? ¿Que le llevemos el mensaje de que estáis enamorado de ella?
- No - dijo Nabur - Eso no serviría de nada, por muy Hijo del Cielo que sea. Se echaría a reir y diría que soy tonto, o que estoy loco, y que no vale la pena hacerme caso.
- No lo diría - dijo Aremalteb - Podríais decapitarla por eso.
- ¿Y quieres decirme qué saldría ganando con eso? - dijo el príncipe - Aunque no lo dijese, lo pensaría. No, lo que espero de vosotros es algo más difícil: que consigáis que se enamore de mí. Tal como me habéis enseñado, nadie manda en el corazón, y ni el hombre más poderoso puede ordenar a una mujer que lo ame.
Hubo un tenso silencio. Luego, Maliptah, como si hablase para sí mismo, comentó:
- Para esa tarea, señor, sería más útil una mujer. Aún más: valdría más media mujer que tres o cuatro hombres. Y nosotros sólo somos dos.
- Sois los más sabios que conozco - dijo Nabur - Intentadlo, al menos.
Los dos sacerdotes se miraron, dubitativos. Nabur añadió:
- No es una orden. Os estoy pidiendo un favor.
Realmente, no había apelación ante eso. Aremalteb saludó con una reverencia, dispuesto a retirarse, pero Maliptah dijo:
- Perdonad, señor, pero ¿os importaría decirnos el nombre de la dama? Mal podremos convencerla, si no lo sabemos.
- Tenéis razón - dijo Nabur, con una sonrisa - Se trata de la bella Nuraldah.
Maliptah hizo a su vez una reverencia, y ambos sacerdotes se retiraron de espaldas. Una vez fuera de los aposentos de Nabur, se miraron el uno al otro.
- ¿La conoces? - preguntó Maliptah a su colega.
- Por suerte, sí - contestó Aremalteb - Tengo buena amistad con su familia, y no me costará hablar con ella.
- ¿Cómo es?
- ¿Cómo es un adolesscente? - dijo Aremalteb - Ni él mismo lo sabe. Errático, variable. De niña era encantadora, pero hace un par de años cambió. Se la veía distraída, inquieta, a veces melancólica. Y algo insólito en ella: pasaba largos ratos callada, como si meditase en algo muy difícil.
Maliptah sonrió, y dijo:
- ¿Qué crece en silencio? La vida - añadió, sin esperar respuesta - No es que meditase; sólo estaba dando tiempo a la mujer que crecía en ella.
- Puede que tengas razón - dijo Aremalteb - Nunca he entendido mucho, de jovencitas. De todas formas, hace casi un año que no la veo.
- A su edad - dijo Maliptah - un año vale por seis. Puede haber cambiado mucho.
- Habrá sido para mejorar, supongo. De lo contrario, no habría llamado la atención de Nabur.
- ¿Quieres que colaboremos en esta tarea? - preguntó Maliptah - Si reunimos nuestros esfuerzos, tal vez nos sea más fácil.
- No lo creo - dijo Aremalteb - Me parece un trabajo imposible, juntos o por separado. Y si no es imposible, entonces es superfluo. O bien nada en el mundo puede lograr que ella le corresponda, o bien están predestinados el uno al otro, y si es así, no es preciso que hagamos nada.
- Luz o sombra, blanco o negro - dijo Maliptah - Ya estás aplicando el criterio del sol, como siempre.
- ¿Y qué quieres que piense? ¿Que es una cuestión de penumbra, de misterio? No puedo verlo así, lo siento. Si pensase eso, no sabría qué hacer. Y estoy obligado a intentar algo. Creo que lo mejor será que cada uno haga lo que pueda, y ya veremos qué resulta.
Unos días más tarde, Aremalteb se presentó en casa de Nuraldah, y pidió permiso a sus padres para hablar a solas con ella. Maliptah tenía razón: había cambiado desde la última vez que la había visto. Aún conservaba un matiz de niña que seguramente le duraría toda la vida, especialmente en el candor de sus ojos claros. Pero al mismo tiempo, se apreciaba en ella una fuerza, un poder contenido, del que no parecía ser consciente. Algo nada amenazador, pero inquietante por su magnitud. Aremalteb pensó que sólo alguien tan fuerte como el Hijo del Cielo podría soportar la manifestación de aquel poder sin verse arrastrado por él.
- Nuraldah - le dijo - veo que te has convertido en una mujer.
- ¿De verdad lo creéis? - preguntó ella - Mis padres aún me ven como una niña.
- Y así te verán siempre - dijo el sacerdote - Pero el tiempo pasa, y los niños crecen. Muy pronto, si es que no ha ocurrido ya, empezarás a mirar a los jóvenes, y tal vez encuentres alguno al que desees dedicarle toda tu vida.
"Pero se trata de una elección difícil. No es nada sencillo saber quién es el adecuado. En estos lances, todos ocultan sus defectos y finjen virtudes que no tienen. Por eso quiero ayudarte. No te estoy imponiendo nada, desde luego. Ni siquiera te estoy aconsejando. Sólo te propongo que consideres a alguien, que lo tengas en cuenta y no lo descartes de entrada.
- ¿Quién es? - preguntó ella.
- El príncipe Nabur, el Hijo del Cielo.
Aremalteb hizo una pausa, esperando la reacción de la muchacha.
- Creo que no lo conozco - dijo Nuraldah.
- Yo, en cambio, lo conozco muy bien. He sido su preceptor. Y puedo asegurarte que en toda la corte no hay nadie tan apuesto, tan valiente, tan gallardo.
- ¿Es simpático? - preguntó ella.
- Es muy inteligente e ingenioso - dijo Aremalteb - No he tenido alumno más despierto.
- No os pregunto eso - dijo Nuraldah - Os pregunto si es simpático. ¿Qué carácter tiene? ¿Es alegre o triste? ¿Es paciente o enérgico? ¿Sabe escuchar? ¿Sabe decidir? ¿Cómo es?
- Está lleno de virtudes - respondió Aremalteb, confuso.
Nuraldah sacudió la cabeza.
- Ya veo que no me entendéis - dijo - o no me escucháis, o no sabéis la respuesta.
- Perdona, querida niña - dijo el sacerdote - pero nunca creí que me harías esas preguntas. Yo diría que lo conozco bien, y es, bajo todos los puntos de vista, un muchacho muy recomendable. Pero nunca se me ha ocurrido preguntarme lo que me preguntas. La verdad es que las mujeres sois muy complicadas.
- ¿Ah, sí? - dijo Nuraldah, con algo de impaciencia - ¿Y qué os hace creer que los hombres sois más sencillos? Más limitados, sí, desde luego. Casi siempre, el que te entiende no te desea, y el que te desea no te entiende. ¿Es eso fácil?
- Nuraldah - dijo el sacerdote, perplejo - no creo que tengas edad de saber esas cosas.
La muchacha no pudo evitar sonreir.
- ¿Ahora me salís con esas? - dijo - Primero me decís que ya no soy una chiquilla, pero me seguís llamando "querida niña", y luego, que no tengo edad. ¿Qué creéis, que las cosas no se ven hasta que no tropiezas con ellas? Hay cosas que las mujeres sabemos antes de haberlas vivido.
- Su-supongo que sí - dijo Aremalteb, cada vez más confuso - Sólo os pido que tengáis en cuenta al príncipe Nabur. Contempladlo vos misma, y sacad vuestras conclusiones.
- Aremalteb - dijo ella, apoyando su mano en el brazo del sacerdote - siento mucho haber perdido la paciencia con vos. Y no es preciso que dejéis de tratarme de tú, como me habéis tratado siempre. Os prometo considerar vuestras palabras. Y me gustaría ver al príncipe.
- Mañana - dijo Aremalteb, un tanto más tranquilo - habrá una competición de tiro de jabalina, en el campo de la tropa. El príncipe estará allí. Si me lo permites, me gustaría llevarte.
- Muy bien - dijo ella - Pedid permiso a mis padres, y vendré.
El campo de la tropa era una explanada de tierra apisonada, extensa y vacía, que se hallaba en las afueras de la ciudad. La guardia del faraón y los cuerpos de élite del ejército la utilizaban para sus entrenamientos, que consistían principalmente en interminables desfiles, llenos de marchas, giros y contramarchas, ejercicios de lucha con espadas y escudos, y carreras de carros de combate. Las actividades solían empezar al romper el día y duraban hasta media mañana; más tarde, el esfuerzo de los hombres se habría visto multiplicado por el ardiente sol del desierto.
De vez en cuando se organizaba alguna competición de destreza y habilidad, como aquella mañana. En esas ocasiones, se disponía una tribuna cubierta a un lado del campo, para acomodar a los ilustres invitados que solían acudir a contemplar el acontecimiento. En algún caso, el mismo faraón hacía acto de presencia, aunque no se le esperaba aquel día. Aremalteb se presentó acompañado de la bella Nuraldah, y buscaron acomodo en la primera fila de la tribuna.
- El torneo no tardará en empezar - explicó Aremalteb a la muchacha - Desde aquí lo veremos muy bien.
El sacerdote explicó a Nuraldah en qué consistía la prueba. Los contendientes, un selecto grupito de oficiales del ejército, y el Hijo del Cielo, recorrerían un trecho en un carro de combate, a gran velocidad. Al llegar a la altura de una vistosa señal clavada en el suelo, debían lanzar la jabalina, intentando atravesar con ella un monigote relleno de paja que teóricamente representaba un infante enemigo.
- Es importante - dijo Aremalteb - que el lanzamiento se haga precisamente al pasar por la señal. Hacerlo antes aumenta la dificultad de acertar, y hacerlo después supone la descalificación inmediata. ¿Ves aquellos hombres, a la altura de la señal? Son los jueces. Yo mismo he desempeñado esa misión, algunas veces.
- No parece demasiado difícil - dijo Nuraldah - El monigote es tan grande como un hombre, y la distancia no es exagerada.
- No sería tan difícil - explicó el sacerdote - si uno fuese a pie, llegase hasta la señal, pudiese apuntar tranquilamente y lanzar. Pero te aseguro que montado en un carro, que se mueve rápido y traquetea, teniendo que estar pendiente del momento preciso, la cosa cambia. Sin contar con la preocupación de la competición.
El torneo iba a empezar. Cuando los contendientes se alinearon frente a la tribuna, para saludar a los asistentes con una reverencia, el sacerdote señaló a Nabur, diciéndole a la muchacha:
- Ese es el Hijo del Cielo.
- Es alto - comentó ella - pero no parece muy corpulento. ¿Seguro que podrá lanzar la jabalina?
- No te dejes engañar por su aspecto - dijo Aremalteb - Es más fuerte de lo que parece.
- Ya veremos - dijo ella, un tanto escéptica.
Cuando finalmente empezó la contienda, Aremalteb se encontró en una incómoda situación. Su obligación, o así creía entenderlo, consistía en vigilar las reacciones de la muchacha, pero su interés se lo llevaban las rápidas carreras, los vertiginosos lanzamientos, y los lances más o menos afortunados del evento. Una tras otra se sucedían las tandas eliminatorias. Nuraldah prestaba una atención distraída a los competidores, que se acentuaba apenas cuando le tocaba el turno a Nabur. En cambio, parecía estar muy al corriente de cuanto sucedía en la tribuna. En determinado momento, dijo al sacerdote:
- Esa dama que está sentada un poco más atrás, no para de cuchichear con el hombre que tiene al lado. Y si la memoria no me falla, no es su marido.
Aremalteb, tras una fugaz mirada, asintió. La muchacha había descubierto ella sola lo que desde hacía días se sospechaba en toda la corte. Algo que, si se llegaba a hacer público, sería un escándalo. Uno más.
En honor a la verdad, es preciso decir que la competición no fué muy lucida. Había tres participantes, entre los que se contaba el príncipe, que tenían una destreza y un nivel tan superiores al resto, que muy pronto se vió todo reducido a una pugna entre ellos. Tras varias tandas en que quedaron igualados, los jueces decidieron declarar vencedores a los tres, para disgusto de los asistentes. Una vez concluído el acto, y mientras regresaban a la ciudad, el sacerdote preguntó:
- Y bien, ¿qué te ha parecido el príncipe?
- Es muy nervioso e impaciente - contestó Nuraldah - Sólo había que ver cómo apretaba los dientes al acercarse a la señal, y un par de veces ha lanzado antes de llegar. En mi opinión, tendría mejor puntería si aprendiera a relajarse un poco. Seguro que los nervios le deben jugar más de una mala pasada.
- Ha hecho un papel muy brillante - insistió Aremalteb.
- Igual de brillante que los otros dos - dijo la muchacha - Si la cosa hubiera durado un poco más, habría acabado por fallar. Seguro que ha sido por eso que no han querido continuar.
- Creo - dijo el sacerdote - que no has podido apreciarlo debidamente. Reconozco que la ocasión no era muy propicia. Pero te aseguro que es una persona muy templada, inusualmente madura para su edad.
- Escuchad, Aremalteb - dijo Nuraldah - Ya estáis como siempre. Si lo único que sabéis hacer es pintarme virtudes que no se ven por ningún sitio, y negar defectos que son muy evidentes, prefiero que no volváis a hablarme de él. Yo sé lo que he visto.
La muchacha calló, enfurruñada, y Aremalteb juzgó más prudente no insistir. La acompañó hasta su casa y se despidió de ella.
Por la tarde, Aremalteb se encontró con Maliptah, y éste le preguntó:
- ¿Qué tal han ido tus gestiones?
- No muy bien, me temo - confesó Aremalteb, y refirió puntualmente todo lo sucedido.
- Es una muchacha decidida, por lo que veo - dijo Maliptah - Ya comprendo por qué le ha gustado al príncipe.
- La verdad - dijo Aremalteb - es que no sé si mi intervención habrá servido para algo.
- Para más de lo que crees - dijo el sacerdote de la luna - De momento, se ha fijado en él, y lo ha examinado. Vamos bien. Vamos muy bien. Déjame intervenir ahora a mí, yo sé lo que hay que hacer.
A la puesta de sol, Nuraldah solía ir a pasear por la ribera del río, acompañada de alguna amiga. De vez en cuando, dedicaban una mirada al paisaje, pero usualmente estaban más atentas a sus confidencias, y a evitar los parajes en los que se concentraban los enjambres de feroces mosquitos. Maliptah lo sabía, y se presentó en el lugar. Paseó arriba y abajo hasta localizar a la muchacha, comprobando con satisfacción que en esa ocasión estaba sola. La adelantó a buen paso y se sentó a un lado del camino, esperando que ella llegase a su altura. Entretanto, adoptó un aire de total abatimiento y empezó a gemir.
Nuraldah quedó muy sorprendida al oirlo quejarse, y tal como él había supuesto, se le acercó para prestarle ayuda.
- ¿Qué os ocurre? - preguntó la muchacha.
- Ay - dijo Maliptah - La maldición sobre mí, y sobre mi nombre.
Nuraldah tuvo que insistir bastante para que el sacerdote dejara de quejarse y empezara a explicarse. Lo cierto es que estaba intrigada. Maliptah dijo:
- Ay, señora, es una desgracia. No se trata de mí, sino de mi joven discípulo, el príncipe Nabur, el Hijo del Cielo. No creo que lo conozcáis.
- ¿Nabur? - dijo ella - Sí, lo conozco. Un muchacho apuesto, pero demasiado arrogante y pagado de sí mismo.
- Si habláis así de él - dijo Maliptah - es evidente que lo habéis visto, pero insisto: no lo conocéis.
- ¿Decís que le ha ocurrido una desgracia? Esta mañana parecía estar muy bien de salud.
- Ay - dijo Maliptah - Ese no es el problema. Pero desde hace días lo consume la tristeza. Claro, cuando debe aparecer en público se sobrepone y disimula, pero en el fondo sufre. Y yo no sé cómo ayudarlo.
- Pero, ¿qué le ocurre?
- No sé si debería contároslo. Tal vez estoy traicionando la confianza que el Hijo del Cielo ha puesto en mí. Os pido por favor que guardéis el secreto.
"El príncipe, a pesar de su condición, tan por encima de todos nosotros, no se ve libre de las aflicciones de los muchachos de su edad. Ya ha perdido la confianza de los niños, y aún no ha ganado la seguridad de los adultos. Vos tendréis más o menos su misma edad, y sabéis de qué os hablo. Actualmente, lo único que tiene entre manos es un puñado de promesas inconcretas, que nadie sabe si llegarán a cumplirse.
"Su gran problema es la contradicción entre lo que es y cómo es. Es un príncipe, alguien de quien se espera determinación y arrojo. Pero no está previsto que un príncipe pueda ser tímido, tierno, sensible, afectuoso.
- Si es como decís - dijo Nuraldah - sabe disimularlo muy bien.
- Esa es su obligación - dijo el sacerdote - O al menos, él lo cree así. Pero su gran duda es si su imagen pública no acabará por ahogar su tierno corazón de muchacho. Recordad que está solo. ¿Ante quién podría mostrarse tal como es? A menudo me pregunta: "Maliptah, ¿tú crees que encontraré a alguien?"
- Por supuesto que sí - dijo ella, impulsivamente.
- Eso le respondo yo - dijo Maliptah, tomando buena nota de la presteza de la respuesta - pero no le basta. Lo atenazan las dudas. Por más que yo le diga, no es suficiente. Ya no sé cómo ayudarlo. Tal vez, si pudiera tener un amigo, alguien de su edad, con gustos y problemas parecidos, la cosa sería diferente.
El sacerdote calló. Nuraldah estaba pensativa. Finalmente, dijo:
- Me gustaría conocerlo. Tal vez me había formado una falsa imagen de él.
Maliptah sonrió para sus adentros.
- No sé cómo agradecéroslo - dijo.
- Presentadme primero al príncipe - dijo ella - y luego, ya veremos quién debe agradecer a quién.
Al día siguiente, Maliptah se tropezó con Aremalteb, al salir de los aposentos del príncipe.
- Esta tarde - le dijo - Nuraldah será presentada al Hijo del Cielo. Lo que ocurra después, ya será cosa de ellos. Me parece que es lo más que podemos hacer.
- ¿Cómo lo has conseguido? - preguntó Aremalteb.
Maliptah le refirió su conversación con la muchacha. Al concluir, Aremalteb observó:
- Has dicho muchas mentiras, y eso no está bien, y menos en un sacerdote. Tú y yo sabemos que Nabur es incapaz de ser tierno, y no tiene nada de tímido.
- Ni tú ni yo - replicó Maliptah - podemos saber cómo se comportará un enamorado, porque no lo sabe ni él mismo. Y el príncipe está enamorado.
- Aún así... - dijo Aremalteb.
- ¿Has visto la arcilla seca? - preguntó Maliptah - Es áspera y quebradiza. No parece que nada sea capaz de volverla flexible, suave y moldeable, y menos algo tan aparentemente inofensivo como el agua. En cuanto Nuraldah impregne a Nabur, si me permites la expresión, el príncipe se descubrirá cualidades que jamás habría creído tener.
Los hechos demostraron que Maliptah tenía razón. Entre ambos jóvenes prendió muy pronto un tierno afecto, que dulcificó el carácter de Nabur. El príncipe descubrió todo un universo de emociones, más calmadas y duraderas que sus ímpetus anteriores. Y un buen día, cuando su idilio con Nuraldah se había consolidado, lo asaltaron los ecrúpulos por la forma en que había sido inducida hacia él. A decir verdad, habría resultado bastante engorroso que esos escrúpulos se hubiesen manifestado antes del hecho, ya que éste no se habría producido. Sea como fuere, Nabur se creyó en la obligación de darle una explicación a Nuraldah. Y así lo hizo. Al concluirla, dijo:
- Bien, ya lo sabes. Pero hay algo que necesito que me aclares. Los dos hablaron contigo, pero ¿cuál de ellos te convenció? ¿A quién le debo esta dicha, al ojo que mira o al ojo que ve? Puede parecerte que la cosa no tiene importancia, pero me siento obligado a hacer un sacrificio, en señal de reconocimiento.
Nuraldah lo contempló con sus claros ojos de niña, y dijo:
- Gatito, te diré la verdad. Puedes ahorrarte el sacrificio, o mejor aún, házmelo a mí. Agradécemelo a mí. A mí no me ha convencido nadie. A mí me has convencido tú. Esos dos no hicieron más que despertar mi interés, pero hemos sido tú y yo los que hemos creado esto. Y si de verdad quieres hacer algo para agradecerlo, ven, acércate y abrázame.
Era de día, o tal vez era de noche. Y en el cielo brillaba el ojo que mira, o el ojo que ve. Uno de los dos. La verdad, no importa demasiado.