martes, octubre 31, 2006

Regreso a Bundar (5)

Tras unos días de pausa, y con un año más, aquí estoy de nuevo, con otro capítulo.

5. PERDIDO

Man se había perdido en el bosque. Impaciente, había abandonado el sendero, buscando un atajo, y había atravesado un bosquecillo ralo y espacioso, hasta llegar a una barrera de matorral espeso que privaba de cualquier perspectiva. En esas condiciones, no podía uno orientarse, y lo más sensato habría sido desandar sus pasos y volver a un punto desde el que se divisase el valle y el curso del río, allá abajo.
Pero Man, en cambio, había penetrado en el matorral, cometiendo lo que, benévolamente, podría calificarse de error de apreciación. Tras un rato de apartar ramas, eludir espinas y pisotear hierbajos, se encontró inmerso en la espesura. Miró a su alrededor, teniendo buen cuidado de no mover los pies. El curso que había seguido, y su continuación, era la única referencia mínimamente fiable que podía tener. Aunque no excesivamente, porque el trabajoso avance lo había obligado a plegarse a un trazado errático, en el cada vez era más dudoso que siguiese en la dirección correcta.
Intentó mantener la calma. No había forma de saber cuánto trecho tendría que recorrer para salir de entre los arbustos, ni el esfuerzo que tendría que emplear, así que no tenía sentido derrochar sus fuerzas en tentativas al azar. Tras una vida de trabajar la tierra, conocía el nombre de los árboles y las plantas, pero se había alejado tanto de su región, que la vegetación había cambiado, y los arbustos que le rodeaban, más altos que él, le eran desconocidos. Y la hora era cercana al mediodía, con lo que el sol estaba demasiado alto para dar una clara indicación de dirección.
Pensó en gritar, pero se contuvo. Lo más probable era que nadie le oyese. Estaba lejos de pueblos y tierras de labor, y alejado del camino. Para salir del matorral y recuperar el rumbo, sólo podía contar consigo. Estaba solo, y esa soledad no era un concepto abstracto o una situación pasajera y accesoria. Al contrario, era una concreta y obsesionante limitación física. Eran miles de pequeños impulsos espontáneos, mirar, hablar, comentar, compartir, apreciar, que se veían truncados y cercenados en el vacío por falta de compañía, mensajes sin papel para ser escritos, regalos sin destinatario.
Si nadie lo veía, lo mismo podía haberse vuelto invisible. Si nadie lo llamaba, tal vez era porque se había quedado sin nombre. Si no podía ver la huella de su existencia en los demás, entonces era bien poca cosa, una vida precaria e incierta. Era la vacilante y mísera llama de una sola vela, demasiado insignificante para habérselas con toda la oscuridad de la noche, el trino de un pájaro intentando hacerse oir por encima del retumbar del trueno. Respiró hondo y sacudió la cabeza, intentando desechar esos pensamientos. Si se dejaba llevar, si consentía, sabía muy bien que la indecisión se enroscaría en sus tobillos, impidiéndole dar un paso. Tenía que actuar, ahora mismo, decidirse y manifestarse, reafirmarse aunque fuese cometiendo un error.
Apartó unas ramas, se escabulló entre los arbustos, volvió a surcar trabajosamente la espesura. No tenía más armas que su voluntad y su memoria. Por más que el sol y la vegetación diesen sólo indicios confusos y cambiantes, había una convicción básica que él podía seguir. Man estaba bajando la ladera de una montaña, y la misma tierra que lo sostenía le indicaba el camino. Se trataba de seguir la dirección que lo llevase hacia abajo. Tal vez no fuese el camino más fácil, ni el más corto. Tal vez acabase en el fondo de un barranco que debería volver a remontar. Pero al menos, era una alternativa posible y clara.
Durante una fracción de segundo, se dijo que no era más que una idea tonta, una solución poco elaborada, algo lo bastante simple para que él pudiera entenderlo. Pero fué sólo una fracción de segundo, y cuando hubo pasado, se dedicó a seguir esa tonta idea. Avanzó y bajó, atravesó los matojos, tuvo que aferrarse a los endebles troncos para salvar un desnivel demasiado prolongado, lo rasguñaron las ramas rotas, tropezó y estuvo a punto de caerse. Pero siguió bajando.
El sol, allá arriba, lucía implacable, y el constante esfuerzo lo hacía sudar copiosamente. En algún momento tuvo la tentación de renunciar a todo y dejarse caer, y quedarse allí para siempre, como un pingajo abandonado en el bosque. Pero se dijo a sí mismo: “Este sitio es muy incómodo. Sería mejor un poco más abajo, junto a aquella mata”. Y al llegar a la mata, se propuso como meta definitiva un arbusto algo lejano, y luego otro y otro. Eslabón a eslabón fué encadenando su descenso. Ya no pensaba. Si lo hubiese hecho, se habría dado cuenta de que se había quedado sin ánimos para seguir. Pero no se había quedado sin piernas, y por eso continuaba.
Su trayecto, si hubiese podido verlo dibujado en un diagrama, le habría parecido azaroso e indeciso, como el inconstante vuelo de una mariposa. Porque el descenso más rápido no siempre era posible, y debía adaptarse al desnivel que era capaz de salvar. Cada uno de sus pasos tenía al menos dos medidas: la del espacio ganado, desesperadamente pequeña, y la del desgaste que le costaba, mucho mayor. Si se hubiese detenido a reflexionar, la desproporción de esas dos medidas lo habría desalentado. Y bien mirado, por angustiosa que fuese aquella situación, seguía constituyendo un incidente demasiado trivial para ser narrado.
Él no era más que un pobre hombre perdido en el matorral de un bosque cualquiera, en no importa qué rincón del planeta. No había fieras salvajes amenazándole, ni estaba herido, ni lo perseguía nadie. No era más que una anécdota sin interés, una de esas historias que uno ya sabe de antemano cómo van a acabar: generalmente bien. Pero para él, aprisionado por el desánimo y el matorral, desorientado, magullado y cansado, la situación tenía otro color. Él no tenía ninguna certeza, no sabía si sus fuerzas bastarían para llevarlo hasta el borde de la espesura. Ni siquiera sabía si se estaba desviando poco o mucho de su camino; tan sólo que estaba haciendo lo único que podía, bajar. Afortunadamente, no se detuvo a reflexionar, y continuó.
Su trayecto duró más de lo que había previsto, y más incluso de lo que él se habría supuesto capaz de hacer. No lo empujaron la determinación o la valentía, tan solo la ciega mecánica de las alternativas. Y su único mérito fué asumirlo, no rehuir su situación, no refugiarse en una actitud insensata o infantil, no renunciar a la renuncia, y responder. Finalmente, uno de aquellos enfadosos arbustos resultó ser el último, y al apartar sus ramas, apareció ante sus ojos una suave ladera cultivada que llegaba hasta el camino, allá lejos.
Man salió del matorral, se sentó un momento para recuperar el resuello y recompuso su figura. Se sacudió las hojas y ramitas que se le habían prendido a las ropas, alisó sus cabellos despeinados en la liza con las matas. Luego se puso en pie, se irguió, y ayudado por su cayado, se encaminó hacia el sendero.

jueves, octubre 26, 2006

Regreso a Bundar (4)

Otro nuevo capítulo; continúan las aventuras y desventuras de Man, camino de Bundar.

4. LECCIONES

Man se detuvo, dejando de prestar atención por un momento a las irregularidades del camino, y levantó la vista. Más arriba, vió una roca en la que podía sentarse, y se dirigió a ella. Necesitaba hacer una pausa y recuperar el resuello. Él era un hombre del llano, y subir por la escarpada senda que llevaba al monasterio era un esfuerzo al que no estaba acostumbrado.
Se sentó en la piedra y contempló el paisaje. Se dijo a sí mismo que no podía concederse mucho rato. Era ya media tarde, y quería llegar al monasterio antes que se hiciese de noche.
El monasterio no era un gran centro espiritual y cultural, como lo eran otros de más al norte. Pocos peregrinos pasaban por allí. Pero por eso mismo, por no ser tan importante y conocido, parecía encarnar mejor el espíritu ascético y de recogimiento propio de esos lugares. La sabiduría crece en el silencio y se agosta en el ruido, se dijo repitiendo una máxima que había oído precisamente allí, cuando pasó en su anterior viaje. Aleb y él habían pasado unos días orando y meditando, y escuchando las lecciones que el maestro daba a los novicios y a todo el que quisiera escucharlas.
Al igual que la fama de Bundar trascendía las comarcas, sus enseñanzas y su fe llegaban hasta muy lejos, y aquel monasterio era, en su modesta escala, un anticipo de lo que se guardaba en el gran templo. Claro está que uno debía llegar hasta Bundar si quería subir por la escalinata que daba acceso a la extensa terraza, y escuchar el tañir de la gran campana de oro. Pero eso era sólo el aspecto material, que a la impaciencia de la juventud le es tan fácil despreciar. Las otras joyas de Bundar, los secretos consejos que se guardaban en los libros sagrados, podían escucharse allí. Y allí era donde se formaban, en oculta y dura disciplina, los futuros sacerdotes.
Man reanudó el camino, preguntándose si el maestro seguiría allí. Seguramente, los años transcurridos en aquellas montañas habrían acrecentado su sabiduría y depurado su espíritu. Era muy probable que, si aún estaba vivo, Man se encontrase cara a cara con un ser extraordinario, que resplandecería de luz interior, un cuerpo a punto de convertirse en pura llama.
Absorto en sus pensamientos y en las dificultades del camino, no supo estar atento a las nubes que llegaban y se acumulaban en el cielo. Y poco habituado al tiempo cambiante de la montaña, no habría sabido prever que se avecinaba una tormenta. Por suerte, las primeras gotas de lluvia lo sorprendieron cuando ya estaba cerca del monasterio. Aún así, su rápida carrera hasta la puerta no lo salvó de llegar empapado.
Tuvo que hacer sonar varias veces la aldaba para que alguien acudiese a atenderlo. Finalmente, un monje joven, casi un muchacho, abrió a medias la puerta y le preguntó receloso:
- ¿Quién eres? ¿Qué buscas?
- Soy un peregrino - dijo Man - Me dirijo a Bundar. ¿Podéis darme cobijo?
El monje asintió con desgana, y acabó de abrir la puerta para darle paso. Man entró, y esperó pacientemente mientras el monje volvía a echar el cerrojo. Luego lo siguió por un oscuro pasillo.
- La puerta, antes, estaba siempre abierta - comentó Man.
- No lo sé - respondió el monje - Llevo muy poco tiempo aquí. De todas formas, las órdenes del maestro son muy claras: tener la puerta bien cerrada, y vigilar con cuidado a quién se deja entrar.
Man pensó que algo debía haber cambiado en aquellos años. Tal vez la zona se había vuelto insegura. Al final del pasillo, atravesaron un patio que Man creía recordar; allí es donde daba sus lecciones el maestro. Pero ahora estaba desierto bajo la lluvia. Todo el edificio le parecía a Man más pequeño, más triste y pobre que las imágenes que él guardaba en su memoria. Quizás era a causa del día desapacible.
Llegaron por fin a una sala, iluminada débilmente por lamparillas de aceite. Un corro de monjes sentados en el suelo rodeaba una butaca situada en una pequeña tarima. Y en esa butaca estaba sentado el maestro. A Man no le costó reconocerlo. Tenía la misma mirada penetrante, y hacía los mismos ademanes medidos y precisos. Pero aún siendo el mismo, había cambiado. Sus cabellos eran ahora grises, y en su cara se dibujaba un rictus enérgico. Ante la llegada de Man, interrumpió su prédica y le repitió las preguntas que le había hecho el joven monje:
- ¿Quién eres y qué buscas?
- Soy un peregrino, y voy camino de Bundar - volvió a decir Man - Buscaba cobijo, y me he dirigido aquí porque ya conocía el lugar. Había estado aquí, hace muchos años.
Man notó que la actitud suspicaz del maestro se suavizaba un tanto, y añadió:
- La vez anterior, pude escuchar tus lecciones, y quería también revivir aquellos días.
El maestro lo miró, como evaluándolo, y dijo:
- Tú debías ser muy joven, entonces. Y si eras joven, lo más probable es que hayas olvidado mis enseñanzas. Los jóvenes raras veces escuchan, y aún son menos las que llegan a aprender algo. No queda más remedio que esperar a que sea la vida la que les enseñe, a golpes. Anda, siéntate y escucha.
Man obedeció, y el maestro continuó su discurso:
- Tal como decía, el hombre está amasado con barro y mentiras, por eso le es tan difícil alcanzar la sabiduría. No sólo tiende a dejarse engañar, tomando las apariencias por certezas; también tiende a engañar a los demás, en muchas y variadas formas. Miente cuando afirma como verdades lo que tan solo pueden ser sospechas. Miente para medrar, para conseguir un beneficio, para ahorrarse un esfuerzo o una incomodidad. Y con ser todo eso tan malo, no es lo peor, porque no sólo es capaz de engañar a los demás, sino que se engaña a sí mismo.
“Miente cuando cree desear el bien. Se engaña al valorar sus virtudes, al transigir con sus defectos, al reivindicar sus intenciones. Y se engaña al pensar que pueda haber otro ideal tan digno de dedicarle la vida como el duro y áspero acceso a la sabiduría. Porque la sabiduría no se regala, no basta con vivir y observar y sacar conclusiones. Porque las conclusiones pueden ser engañosas, las observaciones superficiales, y la vida misma una mentira, si no es auténtica.
El maestro habló durante un largo espacio de tiempo, en parecido tono. Man sentía el frío y el silencio a su espalda, y notaba que se le encogía el ánimo. Él mismo empezaba a ser más pequeño, más triste y más pobre que cuando había llegado. Dirigió una mirada furtiva a los discípulos, en su mayoría jóvenes, y en todos pudo ver una expresión marchita y unos ojos sin esperanza.
Al acabar la lección, los discípulos se pusieron en pie y se marcharon, desapareciendo en las profundidades del edificio. Man, a una señal del maestro, esperó hasta que quedaron solos, y luego se acercó a él. El maestro se incorporó trabajosamente.
- Ayúdame a bajar de la tarima - le pidió.
Man obedeció. Visto de cerca, el viejo maestro parecía mucho más frágil. Empezó a caminar con pasos vacilantes, apoyándose en el hombro de su acompañante.
- Estas lecciones se me hacen cada vez más largas - dijo - Pero no puedo renunciar a mis obligaciones. Antes me has dicho que ya habías estado en Bundar. ¿Me equivoco al suponer que estás repitiendo un peregrinaje de juventud?
- No, maestro, no os equivocáis - dijo Man - Y quería preguntaros una cosa. La vez anterior, la puerta siempre estaba abierta, y ahora la he encontrado cerrada. ¿Por qué?
- ¿Por qué? - dijo el maestro, con un punto de irritación - Mira a tu alrededor. Debemos protegernos, debemos aislarnos de un mundo descreído que ha perdido sus valores.
“Ya nadie busca la sabiduría, sólo el dinero, el beneficio, el placer. Me equivoco: casi nadie. Porque tú, por ejemplo, veo que vuelves a Bundar, después de tantos años, para profundizar en las verdades que aprendiste en tu primer viaje. Y eso está bien. Hay que profundizar. Uno de nuestros discípulos, un joven muy dotado para la matemática, está intentando encontrar una nueva demostración de un teorema que fué probado hace trescientos años. Eso es un ejemplo de lo que quiero decir.
- Pero - dijo Man - si ya está probado, ¿no sería mejor dejarle investigar libremente? Podría descubrir algo nuevo.
- Lo nuevo - replicó el maestro, con un leve sarcasmo - o bien es mentira, o bien es un aspecto de lo viejo que no habíamos sabido ver. La primera posibilidad no la necesitamos; ya hay suficiente mentira en el mundo. Y la segunda, puede conseguirse igualmente aceptando la sabiduría y profundizando en ella, Nunca sabremos más; sólo lo sabremos mejor. La sabiduría sólo crece hacia dentro. Y servir, lo que se dice servir, no sirve para nada. Sólo para sí misma. No aporta consuelo, ni soluciones, ni beneficios. Porque, afortunadamente, es ajena a nuestras miserias, a nuestros problemas, a nuestras penas.
“Que otros, los que no sirven para otra cosa, se ocupen de esos temas. La pobre gente, que se ocupe de la pobre gente. Los elegidos, los que servimos a la sabiduría, tenemos otra misión. Y la cumpliremos.
Man se detuvo en seco. Ya había caminado bastante al lado del maestro, y era el momento de recuperar su propio camino. Hay dioses en los que es mejor no creer, aunque la alternativa sea no creer en nada. Improvisó algunas excusas, declinó el ofrecimiento de pasar la noche con ellos. Se despidió con toda la cortesía que fué capaz de reunir, y abandonó el monasterio.
Afuera lo acogió la noche fría y transparente. Se sentía el aire al respirar, un aire fresco y limpio, inocente y tonto. Tan tonto como todos los imbéciles que no se dedicaban a perseguir la sabiduría, y en vez de eso, araban la tierra, deseaban a las mujeres, cuidaban a sus hijos y ayudaban a sus semejantes. Man se durmió a un lado del camino, encogido en sus ropas, bajo el manto azul de las estrellas. Y soñó con su casa.

miércoles, octubre 25, 2006

Regreso a Bundar (3)

Tercera entrega de la novela. Hasta pronto.

3. CLAVEL

El viejo barquero canturreaba una antigua melodía, variando el ritmo y adaptándolo al esfuerzo de palear y hundir el remo en el río, para dirigir la almadía. Man, en un rincón, estaba silencioso. La mañana era fría, y el manto de niebla que flotaba sobre el agua lo calaba a uno, haciendo penetrar ese frío hasta los huesos.
- Hace unos años - dijo el barquero, empezando a explicar una historia sin pedir permiso a nadie - cuando la gran crecida, se ahogó una muchacha un tanto más abajo. Yo trabajaba entonces por allí. Por lo visto, intentaba atravesar el río para ir a ver a su novio. Por cierto, yo lo conocía. El día antes intentó convencerme para que lo llevase al otro lado. No lo hice, claro. Habría sido una locura, tal como bajaba el río.
“Lo raro del caso es que él estaba al otro lado cuando la encontraron. No imagino cómo pudo pasar. Y cuentan que la escena era tan triste, que incluso un viejo cocodrilo que andaba por allí se echó a llorar. Lágrimas de cocodrilo, ya se sabe.
La voz del barquero se extinguió, sin que esta vez nadie dijese “Ah”, ni “Oh”, ni hubiese murmullos, y sólo existió de nuevo la niebla, el frío y el chapoteo del remo en el agua gris. Allá delante empezaba a dibujarse la incierta silueta de la otra orilla, y en ella, los muelles de Cial. Al contrario de lo que ocurría con Tora, el nombre de Cial sonaba cada vez menos, lo que constituía un mal presagio. La ciudad debía haberse quedado detenida en el tiempo, soñando en los días de esplendor. Cial había sido un importante puerto fluvial, al que llegaban multitud de mercancías con destino a las ricas ciudades del interior. Y allí se embarcaban los productos que sustentaban aquella riqueza: maderas, granos, té.
Las grandes sequías de años atrás habían acabado por arruinar aquellas ciudades, que arrastraron a Cial en su caída. Cuando Man desembarcó y empezó a recorrer las calles, vió que se había equivocado, y que el tiempo, lejos de haberse detenido, había atravesado la ciudad como un vendaval. Había muchos locales cerrados, muchas casas vacías. No se veían niños por las calles, y casi todo tenía un aire caduco, con una tristeza nostálgica, semejante a la de un amor perdido.
Seguramente, cuando las cosas empezaron a ir mal, fueron los grandes los primeros en marcharse. Y más tarde, los medianos que vivían a la sombra de los grandes. Pero los pequeños que vivían a la sombra de los medianos, esos no habían podido irse. Les faltaban los medios, y a menudo la resolución. Y aún debían estar allí, dudando, sin acabar de creérselo, o tal vez esperando un milagro que hiciese volver la prosperidad. Toda la ciudad era como una gran mansión de la que se hubiese ausentado el dueño, mientras la servidumbre languidecía e intentaba mantener las apariencias, guardando una casa vacía.
Man recorrió las calles ahora tranquilas más lentamente de lo que había previsto, dejándose ganar por el ambiente de decadencia. Las avenidas, por su escasa actividad, eran más paseo que camino. Mientras tanto, un sol tibio conseguía levantar la niebla y empezar el día, pero no consiguió reavivar el ánimo marchito de Man. Al igual que en Tora, Man buscaba a alguien. Pero esta vez, temía más que deseaba el encuentro. Porque con Aleb había existido un vínculo de amistad que los años podían haber debilitado. Pero en lo referente a Clavel, cualquier posible vínculo había sido sopesado y rechazado antes de empezar.
Como suele ocurrir, aquello que Man temía sucedió fácilmente. Sus pasos, aparentemente casuales, lo llevaron a una posada que por algún motivo le pareció aceptable, más aún, mejor que las otras. Y en ella, naturalmente, estaba Clavel. Los años habían sido benévolos con ella. Algún quilo de más, no muchos, constituían el peaje que había tenido que pagar por no tener casi arrugas. Pero esos quilos, al mismo tiempo, subrayaban su atractivo primario. Sus ojos, tal vez un poco menos espectaculares, conservaban su brillo, y su sonrisa era igual de fácil y cordial. Estaba detrás del mostrador, dando órdenes, disponiéndolo todo, y defendiéndose de las bromas procaces de los clientes con una ágil e ingeniosa esgrima verbal. Nada parecía capaz de salvar aquella barrera inmaterial de paradas, molinetes y estocadas. Salvo la aparición de Man.
Hacía algunos segundos que él había entrado, los suficientes para apreciar cuánto se parecía Clavel a la que él recordaba. Ella, simplemente, no lo había visto. Pero al divisarlo, a punto de servir una jarra, el efecto fué como el de un mazazo. El brusco silencio de ella, y su inmovilidad, con la jarra a medio aire, sorprendieron a los parroquianos, y no tardaron en extenderse como una mancha de aceite por toda la taberna. Cuando por fin salió de su estupor y habló, la voz de ella pudo oirse perfectamente:
- Bienvenido, forastero. Me alegro de volver a verte.
Sus palabras venían subrayadas por una franca y atractiva sonrisa. Man se acercó hasta ella y dijo:
- Buenos días, Clavel. ¿Habrá posada para un peregrino?
- Claro que sí - respondió ella, con una chispa en los ojos - Ya te encontraremos una habitación. Si es preciso, te haré un hueco en la mía. De momento, busca una mesa y siéntate, que te llevaré algo de comer.
Man obedeció. Fué ella en persona quien le sirvió un plato de sopa humeante, y al hacerlo, le dijo:
- Ni se te ocurra desaparecer. Tenemos mucho que hablar, tú y yo.
Pero hubo que esperar un buen rato hasta que pasó la intensa actividad del almuerzo. Cuando la tarde ofreció un panorama más tranquilo, ella se sentó a la mesa de Man, lo miró afectuosamente y dijo:
- Han sido muchos años sin verte, Man. Y siempre es una alegría volver a ver a un amigo. Deja que te mire. Veo que los años no te han tratado mal.
- A tí tampoco - dijo Man.
- No seas adulador - protestó ella - Sé muy bien que he cambiado. Que tengo los ojos más pequeños, y los pechos más grandes. Y que la mayoría de los hombres opina que vale más lo que he ganado que lo que he perdido.
Man sonrió, un tanto incómodo. Ella continuó:
- Aún me acuerdo de cuando pasásteis por aquí, camino de Bundar. Tú y tu amigo, ¿cómo se llamaba?
- Aleb - respondió Man.
- ¿Qué ha sido de él? - preguntó ella.
- Hace unos días lo ví - contestó él - Ahora es un rico comerciante, en Tora. Estuvimos hablando todo el día y buena parte de la noche.
- ¿Está casado?
- Lo estuvo - dijo Man - ¿Sabes lo que me dijo? Que el matrimonio es una enfermedad leve, y que lo que de verdad puede acabar contigo es un divorcio. Por lo visto, la cosa no funcionó.
- ¿Y qué me dices de tí? - volvió a preguntar Clavel - Estarás casado, supongo.
- Sí - dijo él - Desde hace años. Bastantes años. Tengo dos hijos.
Clavel pareció meditar un momento antes de preguntar:
- ¿Eres feliz?
Man dudó un poco antes de responder:
- Creo que puede decirse que sí.
Clavel sonrió.
- No pareces muy convencido. Pero tampoco me dirías que eres desgraciado. Debes estar en algún sitio entre lo uno y lo otro. Más o menos como todo el mundo.
Hubo unos instantes de silencio. Después, Clavel empezó a decir, tímidamente:
- ¿Sabes? Hace años, cuando pasásteis por aquí, camino de Bundar... no sé cómo decirlo, tuve la impresión de que yo te gustaba, que tú y yo podíamos llegar a ser amigos, puede que algo más.
- Debías gustar a muchos - comentó Man - Y aún sigues haciéndolo.
- Es verdad - dijo ella, con una chispa de orgullo en los ojos - Supongo que era porque, siendo casi una niña, ya tenía forma de mujer. Pero la verdad es que la mayoría no me importaban, como no me importan ahora. Pero no entiendo cómo pude equivocarme tanto contigo. Porque tú hiciste todo lo posible por evitarlo. Casi llegaste a ser grosero.
Clavel hizo una pausa, y ante el silencio de Man, lanzó una pregunta directa:
- ¿Te importaría explicarme qué te ocurrió?
Man dudó unos segundos.
- Bueno - empezó - La verdad es que me dabas un poco de miedo. No por tí; por lo que yo sentía. No puede decirse que me despertases los mejores sentimientos. Eras demasiado atractiva para eso. Me provocabas pasión, más que ternura.
“Me hacías venir ganas de portarme como un salvaje. Habría querido abrazarte violentamente, estrujarte entre mis manos, morderte.
Clavel lanzó un suspiro que parecía de alivio y lo interrumpió:
- Es decir, que mis esperanzas no eran infundadas, que sentías exactamente lo que yo deseaba que sintieras. Después de tantos años, sigue siendo bueno saberlo. Aunque ahora ya no cuente.
Man intentó ignorar la sonrisa de triunfo de ella, y continuó:
- Al mismo tiempo, yo me avergonzaba de sentir todo eso. Despertabas mi lado malo. Y no podía permitirlo. No sé hasta dónde habría llegado, si me hubiese dejado llevar. Te habría hecho daño.
Man calló, y al cabo de unos momentos, ella dijo:
- Eres demasiado bueno para hacerme daño. Y puede que ese fuese tu lado malo, pero es el que yo quería. ¡Si supieras las fantasías que yo tenía entonces! Me habría gustado ser un juguete entre tus manos, que me apretases y me manoseases. Puede que pienses que habría acabado siendo un juguete roto. Pero en eso te equivocas. No me habría roto; soy más resistente de lo que crees. Cometiste un error. Porque eso que tanto miedo te daba, no me habría hecho daño. En todo caso, mucho menos que el daño que te habrá hecho a tí, todos estos años, por tenerlo encerrado.
Clavel le lanzó una extraña mirada, le tendió su brazo desnudo y dijo:
- ¿No dices que te habría gustado morderme? Pues aquí me tienes, anda, muerde.
Man dudó un momento, tomó el brazo de ella y depositó un beso.
- ¿Lo ves? - dijo ella, conmovida - En eso habría acabado tu maldad.
Respiró un par de veces profundamente, y dijo en tono serio:
- Esta noche la pasarás conmigo. Sé - cortó con un gesto de la mano la inminente protesta de Man - que tienes una familia. Sé que mañana te irás, y que no volveré a verte. Y no quiero robarle nada a nadie. Pero tienes una deuda, una deuda con el destino, por así decirlo, y vas a tener que pagarla.
Man despertó de madrugada, junto al cuerpo desnudo de Clavel. Ella dormía plácidamente. Paseó su vista por la habitación, e intentó centrarse. Se sentía culpable, y se repetía que lo que había ocurrido la noche anterior, por bonito que hubiese resultado, tenía algo de malo. No porque hubiese habido sexo; era por otro motivo. Era cierto que aquellos brazos que lo habían acogido, aquellos pechos que temblaban bajo sus caricias, aquella piel que sus manos habían recorrido de forma cautelosa al principio, y más tarde desenfrenada, no eran un territorio familiar. No eran su casa y su patria, como lo era el cuerpo de su esposa.
En cierto modo, había sido una infidelidad, pero sólo en cierto modo. Se preguntó a quien había dañado el hecho. No a Clavel, ciertamente. Aquella mujer que ahora dormía a su lado, recordaría seguramente aquel encuentro fugaz como una flor que la vida le había regalado cuando ella ya no esperaba nada. Y su esposa jamás llegaría a saberlo, Man se lo juró a sí mismo.
Aún así, más que una infidelidad, a Man le parecía que había algo más básico, y por tanto más grave: una deslealtad. A menudo, el que acaba siendo infiel ha empezado siendo desleal, ocultando un problema o una insatisfacción que acaban por dar su fruto. Pero no era el caso de Man. No quería engañarse, y debía admitir que si se sentía culpable era por no tener remordimiento, por estar extrañamente tranquilo. Para él, una vieja herida se había cerrado por fin, y a partir de entonces debería llevar un secreto que ocultase la cicatriz.
Pero tenía por delante un largo viaje, y mucho tiempo para meditar. Debía marcharse. Se levantó, y procurando no hacer ruido, se visitó y recogió sus cosas. Estaba a punto de salir silenciosamente de la habitación cuando oyó la voz de Clavel a su espalda:
- Adiós, querido.
Man dudó un momento. Realmente, había pagado ya su deuda, y habría podido irse sin más. Pero precisamente porque se sentía en paz, era el momento de ser generoso. Se acercó a ella, la besó, y acariciándole la mejilla, le dijo:
- Adiós.
Y partió de nuevo.

martes, octubre 24, 2006

Regreso a Bundar (2)

Aquí está el segundo capíulo de la novela (de un total de 13). Espero que lo disfruten

2. FORTUNA

Tiempo atrás, apenas habría merecido el nombre de pueblo; no era más que un puñado de casas alrededor de un cruce de caminos. Cuando Man se detuvo allí en su primer viaje, todos sus habitantes vivían de una u otra forma de los viajeros que pasaban. Había una destartalada posada, un herrero, un burdel, un establecimiento de baños y poco más.
Gradualmente, el nombre de aquel lugar había empezado a sonar cada vez con mayor frecuencia, y Man había sospechado que la importancia del lugar había crecido de forma paralela. Pero el recuerdo que conservaba de Tora, que así se llamaba el pueblo, le había impedido imaginar que se encontraría con casi una ciudad. Sus calles eran anchas y rectas, lo que indicaba un trazado reciente y organizado. Y en esas calles había todo tipo de comercios que ofrecían las más variadas mercancías. De vez en cuando se veían algunos guardias uniformados, lo que proclamaba que la ciudad era lo bastante rica para temer los robos y para protegerse de ellos.
Realmente, en un lugar tan grande iba a ser un problema encontrar a Aleb, su compañero en el viaje anterior. Se había quedado en Tora cuando ambos regresaban, con la intención de establecerse por su cuenta. Man empezó sus indagaciones en pequeños comercios, cercanos al cruce de caminos que ahora era el centro de la ciudad. Pero los comerciantes de aquella zona acostumbraban a ser gentes venidas hacía poco, que habían adquirido una tienda de tercera o cuarta mano. No era preciso ser un lince para darse cuenta de que aquellos negocios no les permitirían más que malvivir, y que tarde o temprano volverían a cambiar de dueños.
Tras mucho entrar y preguntar y decepcionarse, Man se vió detenido e interpelado por uno de los guardias uniformados, que le dijo:
- Hace rato que te veo entrar y salir de todas las tenduchas de la calle. Y lo que me parece es que puedes ser un ladrón, que busca poder llevarse algo en un descuido. O aún peor: podrías ser un mendigo, porque tal parece que vayas pidiendo de puerta en puerta. Y un mendigo es peor que un ladrón, que al menos tiene iniciativa. Así que más vale que me digas qué eres y qué buscas. Si eres un mendigo, tan solo te echaremos de la ciudad. Y si eres un ladrón, te encarcelaremos, aunque no hayas robado nada, hasta que decidamos de qué te acusamos. De conducta desordenada, por ejemplo.
Man se irguió como ofendido, intentando revestirse con un poco de dignidad, y dijo con firmeza:
- Me llamo Man, y soy forastero. Y estoy intentando encontrar a un antiguo amigo que vive aquí. Tal vez lo conozcas: se llama Aleb.
El guardia adoptó una expresión entre sorprendida y desconfiada, y dijo:
- O eres un ingenuo, al suponer que voy a creerme semejante tontería, o estás diciendo la verdad. Pero si es verdad que conoces a Aleb, el comerciante, no entiendo cómo has venido a preguntar aquí. Seguro que ninguno de éstos ha oído hablar de él. ¿Qué pueden saber estos pobretones de alguien tan importante?
Man comprendió que el guardia no acababa de creerlo, y añadió:
- Hace muchos años que no nos vemos, y no sabía que hubiese llegado a ser tan importante. Éramos amigos cuando jóvenes.
El guardia, aún receloso, dijo:
- Eso ya me parece más cierto. Yo diría que él es bastante más joven que tú, pero la verdad es que no sé exactamente su edad.
- Y un hombre rico - apuntó Man - siempre parece más joven que un campesino.
- Es cierto - dijo el guardia - Está bien. Pronto veremos si es verdad que lo conoces; te llevaré hasta él.
Aleb vivía casi en las afueras de la ciudad, en una de las calles nuevas. A medida que se alejaban del centro, las casas parecían mejores, más amplias y limpias, y había menos bullicio en la calle. Por fin, llegaron a una zona en la que apenas se veía a nadie. Man contemplaba las casas del otro lado de la calle, ignorando la monótona tapia que iban siguiendo, y que ocupaba todo el largo de la manzana. Intentaba en vano adivinar cuál de aquellas bonitas casas podía ser la de Aleb. De pronto, la pared inacabable se vió interrumpida por un pórtico, y el guardia dijo:
- Bien, ya hemos llegado.
Man pudo ver entonces que la larga pared que habían seguido no era más que la cerca que ceñía el jardín de la casa de Aleb. Un criado les franqueó la puerta, y siguieron un camino de gravilla para llegar hasta el porche. Al atravesar el jardín, los ojos de campesino de Man pudieron apreciar que aquel terreno, por su extensión, habría bastado para que una familia viviera holgadamente en su pueblo. Y la exuberante floración de los arbustos, la regularidad de los parterres, la frondosidad de los árboles le dió una idea de los cuidados que se prodigaban, de las horas que se invertían. Debían ser precisos tres, puede que cuatro jardineros, y no para obtener algo comestible, sino tan solo para mantener y conservar un escenario agradable.
La casa, cuando finalmente llegaron a ella, resultó acorde con el ambiente. Era un poco ostentosa, pero solamente por sus dimensiones, ya que en sus paredes amarillas no había ningún tipo de adorno. La columnata que formaba el amplio porche era sobria y estrictamente funcional, pero su altura desmesurada lo hacía sentirse a uno pequeño. Esperaron allí, mientras uno de los criados iba a avisar que “el señor Man”, como dijo el guardia, deseaba ver al dueño.
Lo que no esperaban era que fuese el mismo Aleb el que salió a recibirlos al porche. Mientras el guardia se deshacía en reverencias, Man contempló a su antiguo compañero. Un poco mayor, algo más grueso, y mucho mejor vestido de lo que Man recordaba haberlo visto en toda su vida. Aleb le dedicó a Man una cordial sonrisa, que pareció cuartear el aire de gravedad, de dignidad, con que iba revestido.
Aleb despidió al guardia, tomó afectuosamente del brazo a Man y lo condujo al interior. Atravesaron estancias pintadas con todos los colores posibles: azul, verde, rosa. Llegaron a una amplia sala blanca, en la que había unas cuantas butacas, dispuestas en círculo. Aleb se sentó en una de ellas, y le indicó a Man la contigua.
- Habrás visto - dijo - que cada una de las habitaciones de la casa está pintada de un color diferente. ¿Sabes por qué? No se trata de ningún capricho; más bien es un truco.
“Cuando construí esta casa, me dí cuenta de que tendría que aprenderme los nombres de los lugares, aunque sólo fuera para poder dar órdenes al servicio. Lo malo es que yo jamás he sabido qué diferencia a un vestíbulo de un recibidor, o a una sala de un salón. Y por aquel entonces no tenía una mujer a mi lado, que les habría puesto nombre a todas en un abrir y cerrar de ojos. Así que mandé pintar cada habitación de un color, y ahora, si tengo que nombrarlas, digo: “la sala verde” o “la sala azul”. No está mal, ¿verdad? Incluso tiene una cierta solemnidad.
- Pero - dijo Man - las paredes de fuera son todas amarillas. No es un color muy corriente.
- Eso fué una broma - dijo Aleb, sonriendo - El amarillo es el color de los locos. Ya sabes que les hacen vestir una túnica de ese tono. Y cuando empecé aquí, me dijeron tantas veces que estaba loco, que al final decidí darles la razón. Y tal como ellos esperaban, he acabado envuelto en amarillo. Pero no te estoy dejando hablar. Dime, ¿te ha costado mucho encontrarme?
- Un poco, esa es la verdad. Empecé preguntando en las tiendecitas del centro.
Aleb se rascó la cabeza, un gesto que ni los años ni su nueva posición social había conseguido desarraigar, y dijo:
- No ibas tan mal encaminado. De hecho, empecé allí. Conseguí que me arrendasen una de las tiendas. Pero no tardé en darme cuenta de que no conseguiría salir adelante, si no cambiaba de ambiente.
“Ya por aquel entonces, la mayoría de tiendas no estaban en manos de sus dueños, sino que las habían cedido a otros a cambio de un alquiler abusivo. Muchos eran gentes venidas de fuera, que no conocían a nadie en la ciudad, y que sólo pensaban en hacer dinero lo más rápidamente que les fuera posible, y sin importarles demasiado los medios. Uno difícilmente estafa a un amigo, pero aquellos no había tenido tiempo de hacerse amigos, y cada mes tenían la obligación de pagar una buena cantidad al dueño.
“Las perspectivas no eran nada buenas. Tenía que irme de allí. Si te mueves entre ladrones, es difícil que tengan buena opinión de tí. Y un comerciante vive de su prestigio. ¿Sabes? Para triunfar en los negocios no es preciso ser deshonesto, pero ayuda bastante que seas tonto, o al menos que lo parezcas. La gente no se fía de los listos, y mucho menos de los inteligentes; siempre creen que los van a engañar.
“La verdad es que tuve suerte. Me han ido bien las cosas, y he prosperado al mismo tiempo que la ciudad.
- Sospecho - dijo Man - que algo has tenido que ver con ello, que si este lugar ha crecido tanto ha sido en parte gracias a tí.
Aleb sonrió complacido y dijo:
- Yo sólo he puesto mi granito de arena. No puede decirse que tenga poder, y tampoco me tienta. Pero sí que tengo alguna influencia. Fuí yo quien sugirió que se hicieran nuevas calles, anchas y rectas, en vez de permitir que cada uno edificase a su antojo. Me hicieron caso, pero me temo que no fué una buena idea. Cuando sopla el viento, se pasea a sus anchas, sin nada que lo detenga, y en según qué calles, y depende de la hora, no encuentras ni un palmo de sombra para resguardarte del sol. Pero ya está bien de hablar de mí mismo. Cuéntame algo de tí.
- Me casé. Tengo dos hijos. Trabajo la tierra - dijo Man, escueto.
- Son muchas cosas, y muy importantes, para decirlas en tan pocas palabras - comentó Aleb - ¿Llevas mucho tiempo casado?
- Pues sí, mucho tiempo. Casi tanto como lo que hemos estado sin vernos.
- Eso es toda una vida. Y en esos años habrás tenido de todo: momentos buenos, y no tan buenos. No te estoy hablando de oídas; yo también me casé, pero no funcionó.
- Lo siento - dijo Man.
- No te preocupes - respondió Aleb - No habría sido justo que todo me saliese bien. Aquello fué una historia absurda desde el principio. Ella era hija de una de las familias más distinguidas de Tora. Mejor sería decir que creían serlo, porque ya sabes que esto no era más que un poblacho. Pero se consideraban con derecho a mirar por encima del hombro a un pobre comerciante como yo. Cuando dejé de ser pobre, pude convencer a la familia para que me aceptase. La verdad es que les convenía mucho tener un yerno con dinero; el orgullo es un vicio muy caro.
“Pero no pude conseguir que ella me aceptase, por más que se casó conmigo. Nunca llegó a quererme. Después de los años que pasé con ella, me dí cuenta de que no toda la culpa era mía. Era incapaz de querer, de entregarse. Supongo que en el fondo, no era más que una niña malcriada y consentida.
Aleb meneó la cabeza, como intentando sacudirse aquella historia, y dijo:
- ¿Te acuerdas del viaje que hicimos a Bundar? Allí aprendí algo muy importante para mí: el valor de la propia dignidad. Y decidí que no iban a arrinconarme e ignorarme. Que en cualquier cosa que emprendiese, iba a lograr lo suficiente como para hacerme respetar. Claro, allí oímos y pudimos aprender muchas otras cosas, pero esa fué la más importante para mí.
- Y eso lo has conseguido - dijo Man.
- Puede que sí. Pero todo tiene sus limitaciones. Por ejemplo: soy demasiado rico para tener muchos amigos. Aquellos a quienes no intimida mi fortuna buscan aprovecharse de ella, de alguna forma. Por suerte, aún me quedan algunos como tú.
“No acabo de entender por qué, cuando volvimos de Bundar, no quisiste establecerte aquí, conmigo. Ahora seríamos socios, y compartiríamos todo esto. Y si quieres, aún podemos compartirlo.
- Te lo agradezco - dijo Man - pero no sabría cómo moverme en tu ambiente. No es que lo desprecie; es que tu ofrecimiento es mucho más de lo que yo soy capaz de aceptar. No creo que te hayas equivocado, ni que puedas considerarte un fracasado en cualquier aspecto, no más que yo. Pero nuestros caminos, ya lo ves, no coincidían. Cada uno buscaba cosas diferentes, y el precio a pagar también era distinto. Pobreza y amigos, soledad y riqueza. Sé que me entiendes, que eres de los pocos que, sin vivir como yo, saben comprenderlo. Muchas gracias, pero tengo que decirte que no.
- Muy bien - dijo Aleb, pensativo - pero acepta al menos ser jefe de mis jardineros. Tú trabajas la tierra, y ya has visto mi jardín.
- Está muy bien llevado - dijo Man - ¿Cuántos hombres lo cuidan? ¿Cuatro?
- Seis - respondió Aleb - Sé que bastaría con cuatro, pero creo que es mejor que no los agobie el trabajo. De esa forma, pueden dedicarle más cariño. Ya me imagino lo que debes pensar, que no es más que el capricho de un rico, pero te diré un secreto: en la parte de atrás hay un pequeño huerto, que visito a menudo. A veces, incluso me entretengo despurgando o recogiendo alguna verdura. Y estoy tan orgulloso de él como de toda mi fortuna. A fin de cuentas, yo también soy de pueblo.
Aún antes de que Man contestase, Aleb ya conocía su respuesta. Y una vez más, la respuesta era no. Man pasaría el resto del día con él, sería agasajado y provisto para el resto del viaje, pero al día siguiente partiría, y de nuevo desaparecería de su vida.

lunes, octubre 23, 2006

Regreso a Bundar

Tras unos días de pausa y reflexión, y en la semana en la que voy a cumplir los 60 años, he tomado la decisión de cambiar el contenido de este blog. A partir de hoy, y de forma consecutiva, iré publicando los capítulos de mi única novela (hasta ahora).

No diré nada acerca del tema y el contenido; es algo que ya se irá viendo. Sólo espero ser capaz de mantener la atención de lectores y lectoras a lo largo de varios días. Gracias de antemano.

1. ECOS

Érase una tarde cuando Man, después de tantos años, volvió a oir el nombre del lejano templo de Bundar. La ocasión, la improvisada reunión de vecinos al regresar de las faenas del campo, no tenía nada de especial. Y mucho menos el escenario: las grullas alborotaban en las copas de los sicomoros, presagiando que una numerosa bandada alzaría el vuelo dentro de un instante. Los chiquillos apuraban los últimos momentos de juego antes de que sus madres los llamasen, obligándolos a retirarse a sus casas. Aquí y allá se encendía una luz temprana, rompiendo la penumbra creciente del crepúsculo. Y el cielo, en un rapto de frivolidad, se probaba nuevos colores: rosa, escarlata, violeta.
El calor del día empezaba a remitir, presagiando la tibieza de la noche, y el cansancio se pegaba a la piel de los hombres, tan habitual y conocido como la voz de la esposa. Y en ese lugar, en ese tiempo, alguien había pronunciado el nombre conocido y largo tiempo olvidado: Bundar. Al parecer, alguien, un pariente de un amigo de un conocido, había muerto hacía días. Alguien que había abandonado su aldea de joven, para irse a vivir cerca de Bundar. Y esa mención casual hizo mella en Man, despertando antiguos ecos en estancias no visitadas durante años.
Man, en su juventud, ya lejana, había peregrinado a Bundar. Y ese recuerdo, casi desvanecido, era una de las pocas cosas que aún subsistían de la vida que había llevado entonces. Porque los días de su mocedad le eran ahora tan extraños como la vida de otra persona, y todo lo que le rodeaba lo ataba al hilo de otra historia, la que había empezado después, y que llegaba hasta el momento presente. Tras su peregrinaje, había regresado a su pueblo, había tenido hijos, y se había dedicado a labrar la tierra. Su vida había sido tan plácida y llena de pequeñas batallas como la de tantos hombres del pueblo. Nada a destacar, excepto la continuidad y la constancia.
Pero habían existido otros días, y en esos días había unos compañeros, un viaje, unos incidentes y unas esperanzas. Y ahora, todo eso se había convertido en ruinas actualmente deshabitadas, en las que un retazo aún conservado sugería lugares y sucesos, y en cierta medida, un propósito general, como el plano de una ciudad. Y esa ciudad tenía un norte, y una avenida principal: el camino que conducía a Bundar. Porque de aquel pálido cuadro, un solo trazo era lo bastante enérgico y concreto para ser aún distinguible: el motivo, el objetivo del viaje. Man, cumpliendo ese rito que tantos han creído necesario para llegar a la edad adulta, había partido lleno de fe, en busca de las revelaciones básicas que pudieran orientarlo y sostenerlo a lo largo de los días. Había visto mucho y escuchado mucho, y mucho se le había prendido a la piel, seguramente más de lo que era consciente de haber recogido con sus jóvenes brazos. Pero de eso hacía tanto, que apenas habría podido formular, de todo aquel bagaje, más que cuatro afirmaciones triviales, más fuertes por la convicción que por las palabras. Aunque, ¿hasta qué punto seguían siendo válidas? ¿Hasta qué punto podía fiarse del criterio de aquel espectro, cada vez más pálido, que era para él el joven y olvidado Man?
Esos pensamientos, esas impresiones ocupaban el ánimo de Man mientras la tarde se hacía noche y transcurría el tiempo de las oraciones finales del día, la cena y la charla familiar. Cuando los niños se fueron a dormir, su esposa le dijo:
- ¿Qué te ocurre? Has estado distraído toda la cena. ¿Te preocupa algún problema?
Man contuvo una sonrisa, y la contempló. Seguía siendo aquella jovencita que había aprendido a amar, y sin embargo, había cambiado, revelando los rasgos que tiempo atrás no eran más que promesas. Su rostro no tenía ya la tersura de los sueños, sino que era más real, se había enriquecido. Tenía la mirada comprensiva de la madre, la mandíbula decidida de la mujer valerosa, las arrugas en la comisura de los ojos fruto de tantas risas. Y tenía también la entonación cordial de la compañera. Man había sido un tonto al suponer que podría disimular algo ante ella. E hizo lo único que podía hacer: explicarse.
- Hoy, alguien ha mencionado el templo de Bundar. Ya te he contado que yo fuí una vez en peregrinación hasta allí. Y estaba pensando que algún día tendré que volver. Aquel viaje cambió mi vida; tú no puedes saberlo, porque te conocí cuando ya lo había hecho y era otra persona. Pero yo, antes, era muy diferente.
- Lo sé - dijo ella - Recuerdo la época, a poco de conocerte, en que me habría gustado saber de tí mucho antes, que hubiésemos crecido juntos, desde niños. Tenía celos de todos esos años que habías pasado sin mí. Pero eso ahora ya no importa. Lo único que yo quería entonces era tener un pasado contigo, un puñado de recuerdos nuestros. Y ahora ya los tengo.
- La verdad es - continuó Man - que no podría describirte cómo era yo entonces. Casi no lo recuerdo. Supongo que debía ser de alguna manera, claro. Y que después de aquel viaje, algo se perdió.
- Podrías haber tenido otra vida - dijo ella, tras una fugaz mirada - Quieres decir eso, ¿verdad?
- No lo sé - repuso Man - Quizás sí. Ultimamente, tengo la impresión de que la vida es sobre todo algo que te ocurre, y que puedes decidir muy pocas cosas. Que son el sol y la lluvia los que ponen el color, y en el collar de los días, son muy pocas las cuentas en las que has podido dejar tu huella. Si contemplo toda mi vida, e intento buscar los trazos, aquello que la marca como mía, me temo que no sabría encontrarlo.
- Porque no lo ves - dijo ella, pensativa - como no ves el aire que respiras. Y es algo que no hace ruido, como no lo hace el tiempo al pasar. Pero no podrías vivir sin respirar, y el tiempo es el papel en el que se escriben los días.
“Has hecho un montón de pequeñas cosas: todos los ratos en que has jugado con tus hijos, todas las ocasiones en que me has apoyado y ayudado. Todas las veces que nos hemos abrazado, todas las mañanas en que te has sacudido la pereza para irte a trabajar. Es algo tan evidente como el día, por eso no reparas en ello. No es que no lo sepas; es que lo has olvidado, de tan sabido.
Lanzó un suspiro, que sorprendió a Man y le hizo preguntarse cuánto le faltaba para llegar a conocerla.
- Pasan los días - continuó ella - y pasan cada vez más deprisa. Tal vez sólo nos morimos porque llega un momento en que ya no somos capaces de seguir su ritmo. Y el tiempo parece llevárselo todo, incluso lo que somos y lo que creemos.
“Tal vez deberías repetir el viaje ahora, cuando te asaltan las dudas. Por lo que veo, no puedes evitar preguntarte si no te has equivocado. Y si no puedes evitar la pregunta, no evites tampoco la respuesta. Ve a buscarla. Si no respondes tú, la duda lo hará por tí, y su respuesta será confusa y amarga. No puedo permitir que pases los días con la insinuación de un fracaso, de una equivocación. Tengo que defender tu felicidad: recuerda que está trenzada con la mía.
En los ojos de ella brillaba una lágrima, que Man enjugó con un beso antes de abrazarla. Aquella noche tuvieron una intensa y apasionada despedida. Y a la mañana siguiente, Man partió camino de Bundar.

martes, octubre 17, 2006

Tango

Si hace unos días publiqué el último cuento que he escrito (El Pirata), hoy publico el primero que escribí, hace más de 10 años. Realmente, fué muy arriesgado hacerlo, ya que tuve que ensayar toda una serie de técnicas que no sabía si iban o no a funcionar. Pero necesitaba librarme de una historia que me había estado obsesionando durante años, una historia que provino de un sueño. Tanto me afectó, que tuve que levantarme y escribir algo. Ese primer apunte resultó ser la letra de un tango que nunca se ha compuesto, de ahí el título.

Con este post cierro una etapa, y durante algún tiempo dejaré de publicar. Necesito algunos días para reflexionar y decidir por dónde sigo (y si sigo o no). Así que hasta pronto.

TANGO

Ya casi no hacía frío. Sobre el patio de la cárcel se veían unas pocas nubes perdidas. Dentro de poco llegaría el verano, el calor, las baldosas del patio ardientes y borrosas, el apiñarse en las escasas sombras como perros cansados, el hedor a todas horas en los pasillos, el dar vueltas hasta la madrugada en el catre, buscando un lugar fresco en las sábanas sudadas.
Pero de momento, eso estaba lejos. Al sol se estaba bien, y ya casi no hacía frío. Juan había pasado otra noche de insomnio, y difícilmente podía pensar en otra cosa que no fuera el frío y el calor. Estaba sentado en el suelo, cerca del pie de la escalera, con las piernas un poco encogidas y la espalda apoyada en la pared.
A su lado se dejó caer un tipo flaco, muy flaco, y bajito, con el pelo alborotado. Juan había oído decir a otros presos que lo llamaban “Pajarito”, posiblemente por su aspecto de poquita cosa. Y a lo mejor, también por el pelo, que no se sabía por qué, le hacía pensar a uno en el penacho de las cacatúas.
No es que importase mucho, allá adentro, cómo llevase uno el pelo. Claro que algunos, por ejemplo los macarras que se las daban de guapos, mojaban el peine o le daban brillantina con el dedo, e insistían hasta que les quedaba el pelo planchado como la piel de una foca.
- Me llaman “Pajarito”.
Juan se sorprendió. De momento, lo habían puesto solo, y los demás presos lo habían dejado de lado. Y ahora aparecía este tipo, y se presentaba.
- Yo, Juan.
No tenía intención de darle conversación, a Pajarito. Bastante tenía con lo suyo. Pero un mínimo de educación había que tener, y no lo iba a dejar con la palabra en la boca.
- ¿Tienes tabaco? - preguntó Pajarito.
- No, no fumo.
- Mejor. Así no tengo que invitarte.
Pajarito sacó un paquete de cigarrillos del bolsillo de la camisa, tomó uno, lo encendió y volvió a guardar el paquete, mientras Juan lo miraba.
- Así no se arruga - dijo Pajarito, golpeándose el bolsillo. Y añadió:
- A mí, me han trincao por chorizo. Y tú, ¿por qué estás aquí?
- Asesinato.
- ¡Venga ya! Tú eres nuevo, ¿verdad? Seguro que sí, si no, me habrías dicho “homicidio en segundo”, o en primero, o algo así. Aún no te han juzgado, ¿verdad? ¿Sabes qué juez te va a tocar?
- No.
- No hablas mucho, ¿verdad? Ya te darás cuenta de que aquí dentro sobra tiempo para todo, y charlando, dura lo mismo pero te das menos cuenta.
- No ando muy fino, yo, hoy - dijo Juan.
- Ya. Los primeros días ¿A que hace poco que te han trincao? ¿Lo ves? Si los conozco yo a una legua, los que no son del ramo. ¿Estás asustado?
- Un poco.
- Tranquilo. A los otros no les interesas, ni te haces el chulo, ni tienes pinta de tener dinero, ni eres jovencito, ni te haces el gracioso. Tú te pegas a mí, y tranquilo. Si alguno te molesta, me lo dices y ya le pararé yo los pies. Que me has caído bien, hombre.
A lo mejor no era tan mala idea. No es que Juan fuese un gallina; en el barrio, no se podía ir muy lejos siéndolo, pero no conocía el ambiente, ni sabía con qué se podía encontrar allí dentro. Antes de entrar, se lo había imaginado más sucio y más tenebroso, pero no. No es que fuese un modelo de limpieza, pero en las paredes no había pintadas. Bueno, sí las había, pero eran viejas. Y había bastantes ventanas, y todo estaba iluminado. Por lo visto, a la policía no le gustaban las sombras.
De vez en cuando había algún barullo y se rompían cosas, bancos y bombillas y tubos fluorescentes, y esa noche no dormía nadie, pero al cabo de pocos días estaba todo arreglado de nuevo, como para demostrar que era inútil todo lo que intentasen, que se iban a pudrir allá dentro hasta el final de la condena.
- Anda, cuéntame ¿Cómo fue? Lo del asesinato, digo.
Juan respiró. Atontado por el sueño, había pasado la mañana sin que los recuerdos lo agobiasen, pero ahora, con la pregunta de Pajarito, todo empezaba a removerse de nuevo, y Juan no sabía si quería permitir que eso pasase. Mejor dicho, sabía que no lo quería, pero una vez más, no sabía cómo ponerle un freno a sus obsesiones.
- Si no quieres, déjalo - dijo Pajarito.
- No, si es lo mismo - respondió Juan.
- Que yo sé lo que me digo. Que a tí es mejor no forzarte, que dejándote tranquilo es mejor. Si al final me lo vas a contar todo, hombre, que yo sé cómo van estas cosas. Que es mejor que me lo cuentes a mí, que en el fondo me importa un bledo, que se te quede dentro, como una carcoma ¿Sabes lo que te digo?
Juan asintió, y dijo:
- Me engañaba con otro - y suspiró.
- Tu mujer, ¿verdad? Y te la cargaste, ¿verdad? Hiciste bien. Las mujeres...
- A él - interrumpió Juan.
- ¿Al tipo?
- Sí. Pero fué un accidente. Yo iba a por ella.
- Ya - dijo Pajarito, y se calló. Esperaba que Juan siguiera. Intuía que al fin iba a empezar la historia.
- No lo entiendo, no le faltaba nada - dijo Juan - Y yo no había mirado nunca a otra. Bueno, mirarlas sí, pero nada más. Desde que nos casamos, nada más. No lo entiendo.
Juan hizo una larga pausa. Se pasó una mano por la cara, como para quitarse las telarañas de los ojos. Luego, continuó:
- No estábamos tan mal. Yo he tenido amigos que a la mujer, la trataban poco menos que a patadas, y ellas, venga a aguantar. Y en cambio, la muy... no sé qué le pasó. No le faltaba nada, y yo... si quería algo, a mí me faltaba tiempo para comprárselo, lo que fuera. No es que tuviéramos lujos, eso no, pero... no lo entiendo.
“Al principio no me dí cuenta. Claro que la notaba un poco rara, un poco distraída, ya no era como antes. Al poco de casados, bastaba con que le pusiera la mano en el hombro, y me parecía que se derretía como un helado. Y luego, ya digo, empezó a estar un poco rara. Y luego vinieron las malas caras. Se pasaba días enteros triste, sin decir casi nada. Y yo, venga a preguntarle qué tenía, y ella que nada. Y después, empezó a echarme cosas en cara. Que si volvía muy tarde a casa, que a saber dónde me iba al salir del trabajo, que si no le hacía caso, que si no me ganaba la vida lo bastante. Y claro, empezamos a discutir. No es que yo sea peleón, pero si me pinchan, salto. Y discutíamos.
“Algo raro le rondaba por la cabeza. No sabía qué, pero yo me daba cuenta. Las mujeres... ¿qué les pasa a las mujeres? ¿Qué diablos les pasa por la cabeza?
- A veces, no lo saben ni ellas - apuntó Pajarito.
- Y yo que no me daba cuenta. Me puse a trabajar como un loco. Si había algún trabajo, yo soy mecánico de motos, me quedaba a hacerlo, para conseguir un poco más de dinero. Claro que nos costaba llegar a final de mes, como a todo el mundo. Pero bueno, yo trabajaba, y no me lo gastaba con los amigos en el bar, y trabajaba bien, diez años en el mismo taller, y no me han despedido nunca. Y el dueño lo sabía, y me conocía bien, y me ha ayudado mucho. Es muy buena persona, vale mucho que alguien te eche una mano cuando estás hundido. Y cuando había una reparación comprometida, como con la Harley Davidson, un pedazo de moto, ¿a quien se la daban? A mí. Hice un buen trabajo, te lo digo yo. Y otras cosas; tipos chalados, de esos que se compran una BMW de las de la guerra, una chatarra, y se la hacen reconstruir, me la hacían revisar a mí. Porque más de uno ya había oído hablar de mí.
“Y yo cada día llegaba a casa más cansado, y ¿para qué? Para encontrarme la cena fría, y malas caras. Una tortilla reseca y amarga, y unas palabras aún más amargas. Que si era un desgraciado, que si me explotaban, que si tuviera iniciativa haría tiempo que me habría puesto por mi cuenta.
“Y cada día, mientras me afeitaba, veía que me iba pareciendo más a mi padre, pobre viejo. Y me parecía que se me escapaba algo, que algo se estaba oxidando y corroyéndose, como uno de esos tubos de escape que cuando los tocas se te deshacen entre los dedos como si fueran de papel. Me daba cuenta de que me estaba quedando sin nada.
“Empecé a dormir mal por las noches. Yo nunca había bebido, bueno, lo normal, pero una noche que me harté de dar vueltas en la cama me levanté, me fuí al comedor y me puse un coñac, a ver si me calmaba. Al cabo de poco, acababa la cena con un coñac para poder dormir. Y si discutíamos, eran dos. Empecé a gritarle si algún día se había acabado la botella y no había otra. Y un día que no embalamos más de lo corriente, le levanté la mano. Ella no dijo nada, se fué corriendo al dormitorio, y desde el comedor la oí llorar. Yo me quedé allá, solo, sin saber qué hacer, mirando el vaso vacío. Esa noche me acabé la botella.
“Y un buen día, ella cambió de humor. Primero, no me acuerdo muy bien, pasó varios días nerviosa. Luego se calmó, y parecía que no había nadie en casa. Y poco a poco, volvió a estar de buen humor. A veces la sorprendía sonriendo, sin que viniese a cuento. Aún no sabía que en el fondo se estaba riendo de mí.
“Pasé un tiempo más tranquilo. Dejé en paz la botella de coñac. De vez en cuando, al acercarme a ella, me decía que no estaba de humor o que le dolía la cabeza, pero tampoco era siempre, y no pensé nada raro. Y luego, no es que volviera a cambiar de humor, en el fondo estaba tranquila, pero sí que se volvió más variable. Un día estaba contenta por la mañana y triste por la tarde, o al revés. A veces se ponía seria de repente, o echaba a reir por cualquier tontería.
“Y yo, sin enterarme de nada. Algunos lo sabían. Seguro. Empezaron las risitas en el taller. Y alguno que decía cosas, bromas que no venían a cuento cuando yo estaba delante, y broncas que se armaban sin que yo supiera por qué. Y durante bastante tiempo, nadie me dijo nada.
“Al final, me lo dijo un tipo del taller con el que casi no me hablaba, y no le he vuelto a dirigir la palabra. Un día, al acabar, me agarró por el hombro, y me dijo que tenía que hablar conmigo. Yo lo miré de arriba abajo y le dije que si se trataba de prestarle dinero, que lo sentía, pero que no contase conmigo. Me dijo que no era eso, y que mejor no hablarlo allí. Fuimos a un bar, me acuerdo que pedimos un par de cervezas. El pobre tipo no sabía cómo empezar, estuvo un buen rato dándole vueltas al vaso, hasta que yo le dije que la iba a marear, la cerveza.
“Y me lo soltó de golpe. Que lo sentía mucho, que sabía que yo no se lo iba a perdonar, pero que alguien tenía que decírmelo, que lo habían hablado en el taller y habían decidido que le tocaba a él, que al fin y al cabo tampoco tenía amigos. Y me dijo no sé cuántas cosas más, pero yo ya no lo escuchaba. Me quedé mirando el vaso, la espuma de la cerveza había dibujado un triángulo en el vidrio, con la punta hacia abajo, como el pubis de una mujer, que se iba borrando despacito.
“Creo que se fué. Bueno, seguro que se fué, porque me encontré solo en el bar, con el ruido de una de esas máquinas que hay por todas partes. Me parece que pedí un coñac. No sé qué sentía. Posiblemente nada, como cuando te das un golpe en caliente, que al principio no lo notas, pero por la noche, al llegar a casa, notas un dolor por sorpresa en el brazo, al abrir la puerta, y la mujer te tiene que dar unas friegas.
“No sé si lo pensé entonces o más tarde. Aquel día, aquella tarde, se me borra. Pero me habían hundido, me habían destrozado la vida. Uno lucha, y trabaja, y no se mete en líos, y se porta bien. Y ¿cómo te trata la vida? Como le da la gana. Y, ¿qué sacas de la vida? Nada.
- Sólo lo que le puedas afanar - dijo Pajarito, tras un suspiro.
- Me había quedado sin nada. Porque si uno se ha casado, y ha ido por las buenas, y se ha portado bien, y se ha matado a trabajar, y de repente se encuentra con que ella ha hecho trampa, ¿qué queda? Nada - y Juan se calló, hasta que Pajarito, que esperaba paciente, se vió obligado a decir algo:
- Hay una jota que dice:
Las mujeres y las uvas
es muy fácil compararlas;
las malas, para pisarlas,
y las buenas, pa'colgarlas.
Juan ni siquiera sonrió. Simplemente respiró hondo, y como si se impusiera un desagradable deber, continuó:
- Me había quedado sin nada - repitió - Y de momento, no sabía qué hacer. Pasé unos días muy malos, a veces desesperado, a veces sintiéndome como un idiota que se había dejado tomar el pelo. Había un tipo sin escrúpulos que se había aprovechado de que uno es bueno, pensaba. O también, que a la muy puta le había faltado tiempo para buscarse a otro. Y también, que era un idiota y un cretino, y que uno tiene que darse cuenta de esas cosas. Me parece que esto ya lo he dicho.
- Da igual. Sigue.
- Fueron unos días muy malos. En el taller ni sabía lo que me hacía, hasta el dueño, muy buena persona, me dijo que me tomase unos días, que no pasaba nada, no faltaba más, a cuenta de vacaciones, claro.
“Y me tomé unos días. Pero claro, no me podía quedar en casa, ella se habría dado cuenta. Así que me sentaba en un banco de una plaza, al lado de los jubilados que hablaban de sus cosas y tomaban el sol, o paseaba, por el barrio o más lejos. Uno de esos días, pasé por delante de una tienda de artículos deportivos, y de golpe, me paré y me quedé mirándolo. Una belleza. Veinticinco centímetros de acero cromado. Fabricado en España. Con sierra, anzuelo, cable de nylon, fósforos antiviento, una brújula en la tapa del mango. Un cuchillo de monte, más bien de guerra, como si uno fuera el protagonista de una película de Hollywood.
“Entré y pregunté el precio. No llevaba bastante dinero encima, pero de todas formas entré. Yo aún no había decidido nada, me parece. A lo mejor sí. El caso es que volví al cabo de un par de días y me lo llevé.
“No lo llevé a casa. En el taller, tenía un armarito para cambiarme y dejar la ropa, y lo guardé allá. Tenía que esperar. Tenía que llegar el momento oportuno. Aunque estuviese loco de celos, o a lo mejor, precisamente por eso, llegué a darme cuenta de que los días en los que ella estaba más nerviosa, antes, y más tranquila, después, eran los martes y los jueves. Y fué un jueves.
“Era a medio invierno, ya era de noche a las seis de la tarde. No sé qué excusa dí en el taller, el dueño me dijo que sí, me apreciaba, el caso es que me fuí al armario, tomé el cuchillo y me fuí delante de casa, a esperar. Por suerte, había un banco en el que pude sentarme. Me subí el cuello como si tuviera frío, de hecho, hacía frío, y hundí la cabeza en el pecho como si me encontrase mal, de hecho, me encontraba mal.
“Ya era de noche, y aún era temprano, cuando ella salió. No miró alrededor, estaba tranquila, como segura de que nadie, ni siquiera su conciencia, iba a decirle nada. Con paso decidido, tomó la dirección contraria a la que yo había previsto, y se fué.
“Me ayudó que fuese de noche. Bueno, de hecho, no me ayudó, porque ella no se volvió ni una sola vez para comprobar si alguien la seguía. Yo me fuí escondiendo en las sombras, hasta que me dí cuenta que no hacía ninguna falta. No sé cuánto rato caminamos los dos. Las casas, las tiendas, las calles, habían ido cambiando. Iban a encontrarse en el centro, donde nadie conoce a nadie. Había mucha más luz, pero a ella no la preocupaba, así que a mí tampoco. Al final, llegamos a una esquina menos iluminada que las otras, delante de un banco.
“Y allá había un tipo alto, sin sombrero, con abrigo, que estaba fumando y paseando arriba y abajo. Un señorito. Uno de esos que se creen que pueden pisotear a todo el mundo y pedir perdón luego. Me daba lo mismo. No me importaba que fuese alto o bajo, rico o pobre. Para mí, era un hijo de la gran puta, y nada más.
“Ella se acercó, le puso la mano en el hombro, y él se volvió. Se besaron, él la agarró por los brazos, como si fuera más urgente darse un beso que nada en el mundo, luego la soltó y se abrazaron.
“Entonces salí de las sombras. Había abierto el cierre de la funda del cuchillo, lo había agarrado por el mango y lo llevaba en la mano, ya sin importarme nada. Y me fuí para ellos.
“Él me vió venir, ella me quedaba de espaldas. Con un gesto brusco, volvió a agarrarla por los brazos, la apartó y la puso detrás de él. Yo venía con el cuchillo en la mano, ciego, loco. Y me llegué hasta donde estaban, y acuchillé. Y lo hice otra vez. Y otra más.
“Es curioso lo que pasa en estos casos. Te mueves y haces cosas, pero casi no te das cuenta de nada.
- Lo sé. Me lo han contado - replicó Pajarito.
- Eso es lo que parece. Pero en el fondo, te das cuenta de todo, hasta de los detalles más chicos.
“He vuelto a ver aquella escena montones de veces. Y es raro, siempre la veo desde fuera, como en esos sueños en los que uno puede ver cómo le pasan las cosas. Me veo en aquella esquina, acuchillando al tipo, y todo pasa muy despacio. Le hundo el cuchillo, y él se dobla. Vuelvo a clavarlo, y pega una sacudida. La tercera ya no hacía falta, ya estaba muerto.
“Total, tres cuchilladas, y el tipo se volvió un fardo. Se cayó al suelo, tan como una cosa, que hasta me pareció que rebotaba. Oí el ruido que hizo al pegar contra el pavimento. Y me dije: ya está. Había ido a matarla a ella, pero se me había acabado la cuerda. Me quedé quieto, y ella se arrodilló a su lado, extendió una mano y lo tocó. Supe que lloraba. No la oía, pero le temblaban los hombros.
“Me quedé allá, mirándolos a los dos. Y me dí cuenta de que pasaba algo que no entendía, no sabía qué. Algo que me tenía inquieto, como una sospecha. Una de esas cosas que no sabes agarrar con las manos.
“Pasó un buen rato, parecía que nadie se hubiese dado cuenta. Miré alrededor, y ví cómo algunos se paraban, pegaban una ojeada y seguían. Poco a poco se fué formando un coro de gente, que se mantenían lejos; yo aún tenía el cuchillo en la mano. Lo dejé caer.
“Y vino la policía, se me llevaron, en fin, esas cosas. Y empezó una serie de días que me parecieron todos iguales. Un coche, y una sala de espera, un banco, unas horas vacías, otra sala, y preguntas. Y otro coche, la celda. Desayuno, almuerzo, cena, y a dormir. Y más coches, más salas, más esperas, más preguntas. Pero hombre de Dios, estas cosas se hablan antes, que luego no hay remedio, me dijo un comisario. A veces, sentado en el banco, me pegaba el sol, y tenía que entornar los ojos. Y cada vez que me tocaba esperar me ponía a pensar. Al principio sólo conseguía recordar aquella escena, en aquella esquina. Luego, empecé a revisar toda la historia, los reproches de ella, sus impaciencias. Pero por encima de todo, aquella sospecha inconcreta, como si me hubieran tendido una trampa.
“Las cosas se fueron calmando. Ya me aburría de contestar siempre las mismas preguntas. Las salidas se fueron espaciando, y estaba más tiempo solo. Poco a poco, me dí cuenta de que podía recordar la escena sin volver a sentir la misma rabia. Ya no era el protagonista. Aquella esquina mal iluminada era un escenario sin sentimientos, con tres títeres representando una función.
“Al verlo con más calma, más desde fuera, pude empezar a pensar en el papel de cada uno. El tipo esperando, ella corriendo una aventura, yo con el cuchillo. Ya le daba mucha menos importancia a todo. Y entonces, poquito a poco, la sospecha que me atormentaba empezó a concretarse, y al final pude verlo claro.
“El tipo me había visto venir; ella me daba la espalda, pero él no. Y la apartó y se puso delante. Le pegó una ojeada al cuchillo, y se quedó quieto, esperando. Yo no soy un gallina, pero yo no me encaro así, a pecho descubierto, contra un tipo armado con un cuchillo. Pero no era un valiente. Pude verle la cara de miedo cuando lo tuve cerca. Y no se movió. Yo estaba ciego de rabia, pero él tenía la cabeza fría, y miedo, y aguantó. Yo mataba por ella, pero el otro se había echado a morir por ella.
“La quería más que yo. Y si la quería más, ¿para qué lo había matado? ¿De qué servía? Podía ser un buen tipo, lo bastante bueno para quererla de ese modo. Hasta podíamos haber sido amigos, de no estar ella por en medio. De verdad que había caído en una trampa. De verdad que no servía para nada todo lo que había hecho. Ni el matarme a trabajar, ni la bebida, ni el cuchillo, ni seguirla por la calle. No había castigado a nadie. El tipo aquel se había muerto de pura mala suerte, y nada más. Pero yo había matado a uno, y me tocaba pagarlo.
Juan bajó la cabeza, abatido, y durante unos momentos no dijo nada. Luego, concluyó:
- La he perdido a ella. Ya la había perdido antes. Y me he perdido yo. Ya no me queda nada. Sólo un montón de años para pasarlos solo.
Pajarito abrió la boca, como si fuera a decir algo, y la cerró de nuevo. Se había nublado, volvía a hacer frío. En una radio lejana sonaba la letra de un tango.

miércoles, octubre 11, 2006

El Juicio

Este es mi post número 50, y tal como hice al llegar al número 25, invito a todos los visitantes a expresar libremente sus opiniones acerca del blog. Tal vez Internet no sea el mejor vehículo para textos escritos; si crease videos, seguramente tendría más visitantes. Por desgracia, me inclino más por la letra que por la imagen.

El cuento de hoy es una fantasía que a lo mejor tiene muy poco que ver con la realidad. O tal vez sea sólo una exhortación a complicarse la vida, un defecto que debo confesar como propio. ¿Por qué, si no, me iba yo a meter en esta historia?

EL JUICIO

Lo soñé la otra noche, fué una cosa muy extraña, la verdad. No es que yo piense mucho en la muerte y esas cosas; supongo que como todos, procuro que no me obsesione. Así es que no entiendo a qué venía todo aquello, cómo se me ocurrió soñarlo. Y aparte de lo raro que me pareció, y que me parece, me dejó la impresión de que en el fondo tenía algún sentido. Que había algo que entender, un mensaje que descifrar, como si me hubiese topado con un enorme cartelón escrito en una lengua desconocida.
El caso es que yo me había muerto, y estaba en el cielo, o en no sé dónde, y que tenía que pasar un juicio. O unas pruebas, un interrogatorio, un examen, o algo así. No estaba muy claro. Bueno, para mí no estaba muy claro, porque ellos parecían saber exactamente de qué se trataba. Todo era muy raro. Lo más extraño de todo era que no había nada insólito: ni nubes, ni dos palmos de niebla flotando a ras del suelo, ni gente con alas, ni música de fondo, ni todas esas cosas que se ven en las películas. Al contrario, las paredes desconchadas, el banco de madera, el tipo del fondo con una colilla en los labios que escribía en una vieja máquina que parecía una Underwood, recordaban uno de esos destartalados edificios oficiales que no tienen bastante presupuesto. Recuerdo que pensé que se habían equivocado, y me habían enviado a la sección encargada de alguno de los países de Europa del Este.
Era de noche, o por lo menos, las luces estaban encendidas. Hay que reconocer que la cosa estaba muy tranquila. Ni llegaba desde fuera el ruido del tráfico, ni había nadie por ahí leyendo un diario deportivo, ni sonaban los teléfonos, ni se oía a un niño preguntando: “Papá, ¿cuándo nos vamos?” una y otra vez. No, todo estaba muy tranquilo. De hecho, no había nadie más que el tipo de la colilla y la Underwood (una auténtica pieza de museo, la máquina, quiero decir) y yo. El tipo estuvo escribiendo un buen rato, y por fin, sacó la hoja de la máquina, cric, cric, cric, la repasó de un vistazo y se levantó. Tomó una carpeta, puso la hoja dentro, y me dijo:
- ¿Quiere venir, por favor?
Todo muy frío, no sé, muy profesional. Abrió una puerta y pasamos a una pequeña salita, con una mesa y dos sillas. Me señaló una de ellas para que me sentase y él se situó al otro lado de la mesa. Se oían voces, que parecían venir de la habitación contigua.
- Espero que no nos molesten demasiado - comentó - Aquí al lado están celebrando un juicio, alguien importante. En fin, vamos a lo nuestro. Usted se llama...
Repasamos los datos básicos de filiación: nombre, domicilio, fecha de nacimiento, etcétera. Después adoptó un aire más distendido, se recostó en la silla y me espetó:
- En una puntuación de uno a veinte, ¿cómo valoraría su vida?
Me quedé perplejo, tal vez porque esperaba respuestas en vez de preguntas. De todas formas, y tras reflexionarlo, aventuré:
- ¿Un... seis?
No me escuchó, simplemente porque estaba atento al coro de risas que llegaba de la habitación de al lado. Por su expresión, parecía evidente que hubiera preferido estar en la otra sala, en vez de tener que ocuparse de mí. Así que carraspeé para llamar su atención, y repetí:
- Un seis.
Se echó hacia adelante, apoyando los codos en la mesa, y me dijo, casi en un tono confidencial:
- Es curioso. Tantos años, y aún me sorprende la respuesta. He visto a gentes absolutamente envidiables que no se concedían más de un dos o un tres. He visto a tipos mezquinos y miserables que creían ser modestos al limitarse a un quince o un diecisiete. Pero lo más chocante es que alguien aparentemente tan desorientado como usted acierte con la puntuación exacta: un seis. Ni más ni menos.
Volvió a apoyarse en el respaldo, y preguntó:
- ¿Por qué sólo un seis? ¿O acaso debería preguntarle cómo ha conseguido llegar tan alto?
Decidí pasar por alto la ironía de su voz, y empecé a argumentar:
- Bueno, uno no siempre consigue todo lo que se propone. Supongo que podía haber aspirado a más, pero claro, también hay que ser realista y conocer las propias limitaciones. ¿De qué sirve plantearse imposibles? Y aunque uno se proponga cosas, también cuenta la suerte, y algunas cosas pueden salir mal. Y lo más sensato es resignarse.
El otro callaba, así que seguí:
- ¿Qué se cree, que no he tenido mis sueños? Claro que sí, como todo el mundo. Todos los tenemos. Y los defendemos, aunque no nos entiendan. Aunque a veces, ni nosotros mismos sepamos muy bien qué demonios estamos defendiendo, o por qué. Incluso podemos llegar a creer en nuestra superioridad moral, tal vez porque tomamos la testarudez por firmeza. Pero tarde o temprano, uno se cansa. Se cansa de su propia integridad, de la soledad, de que no te entiendan, de ver que las guapas de van con el que tiene más dinero o más labia, de ser un muermo, de ver que todos tus principios no te dan ni un céntimo más para llegar a final de mes, de darte cuenta de que día a día te vas volviendo más anticuado y más ridículo, de ver que siempre ganan los malos, y no se puede hacer nada para pararles los pies.
Me había dejado llevar y me había pasado, así que me paré. El tipo, sin dejar de juguetear con el bolígrafo, comentó:
- Me temo que así no vamos a ninguna parte.
De la habitación de al lado llegó el sonido de una tanda de aplausos, y tuvimos que esperar a que acabase. Luego, el tipo continuó:
- Me está usted dando las mismas excusas de siempre, las mismas que se ha repetido tantas veces que casi ha acabado por creérselas. Cree que ha caído en una trampa, y en eso tiene razón. Lo malo es que esa trampa la ha construído usted solito. Ha renunciado sin que nadie le obligue, pero intenta no ser culpable por ello. Le parece que los demás son insolidarios, sólo porque no son lo bastante respetuosos con su egoísmo. Intenta parecer más pequeño de lo que es, para que sus culpas lo sean también.
En la habitación de al lado, risitas. El tipo hizo una pausa, casi inconsciente, para escucharlas, y yo, un poco irritado, aproveché para decir:
- Muy bien, ¿de qué se me acusa?
El otro me miró con sorna y dijo:
- No me venga con esos aires de dignidad ofendida. Lo sabe usted muy bien. Pero seamos claros: nadie lo acusa desde fuera. Bastante tienen los demás, con lo suyo. No, es usted mismo el que se da cuenta del problema, del obstáculo. Algunos lo llaman pereza. Yo prefiero llamarlo simplemente miedo.
“Podría haber sido más generoso, si hubiera creído que tenía algo que ofrecer. Podría haber sido más simpático, si no se hubiera considerado tan poco atractivo. Podría haber sido más afectuoso, si hubiera valorado sus propios sentimientos y no hubiera tenido tanto miedo al ridículo. Sólo ve usted la mitad triste de las cosas, pero la ve tan clara, que resulta muy difícil convencerle de que no ve bien.
“Cuando está usted a solas consigo mismo, es decir, el noventa y nueve por ciento del tiempo, se siente acompañado por un desagradable personaje al que soporta porque no le queda más remedio. Y el resultado de todo eso está muy claro: un seis pelado.
Los de la habitación de al lado parecían haberse muerto, porque no se oía absolutamente nada. El tipo siguió:
- No se ha arriesgado jamás. No le ha hecho daño a nadie, pero sólo porque nunca ha estado lo bastante cerca de alguien como para poder darle una bofetada, o un abrazo. Y cuando se siente solo en la cumbre de su montaña particular, acusa a los demás, quejándose de que hayan ido a vivir tan lejos.
“Si no fuese tan melodramático, se habría dado cuenta de que no es preciso que un amigo te salve la vida para demostrar que lo es; basta con que te haga compañía. La vida está hecha de pequeñas cosas, como el desierto está hecho de pequeños granos de arena, y eso no quiere decir que la vida, o el desierto, sean pequeñas cosas. Céntimo a céntimo, también se llega a amasar una fortuna.
El tipo se calló, como si no tuviera nada más que decir. Habría habido un pesado silencio, si de la habitación contigua no hubiese llegado el sonido de algunos murmullos. Me creí obligado a hablar:
- Muy bien, no he conseguido gran cosa. De acuerdo, sólo tengo un seis, o valgo un seis, lo que sea. Digamos que soy una oportunidad perdida, y que habría podido conseguir más, hacer más, ser más. ¿Qué más da? Ahora ya no tiene remedio. Yo me lo he perdido.
El tipo dió un respingo.
- ¿Pero qué dice? ¿De verdad se cree usted que eso es todo? ¿Se cree que sólo es usted el que ha perdido? - meneó la cabeza - Sigue igual, viendo sólo la mitad de las cosas. Se olvida de los demás. Lo que usted se ha perdido, se lo han perdido también ellos. Y todos esos que usted considera extraños e indiferentes, han tenido la delicadeza de no reprochárselo.
“No tiene usted idea. Nadie sabe hasta dónde llegan las consecuencias de lo que uno hace, y de lo que uno deja de hacer. Que usted sólo tenga un seis, es algo que hace bajar el promedio. Cada paso que usted ha dejado de dar, es un paso atrás para todos. Es sencillamente imposible medir las penas que habría podido consolar, las risas que habría regalado, los afectos que habrían surgido, el ejemplo que habría dado, los enfados que habría podido calmar, de no ser tan cobarde.
“Cree usted que no sirve de nada aspirar a imposibles, y eso es mentira. Si fuesen más los que tuviesen esa aspiración, si fuesen muchos, muchísimos, podrían dejar de ser imposibles. Pero cada vez que alguien se dice que no vale la pena, está restando en vez de sumar. Cada vez que alguien cree que no se puede detener a los malvados, hay un malvado más que se escapa.
“Hace algún tiempo, en su ciudad, surgió una iniciativa de protesta contra una de esas guerras que son lo bastante lejanas como para permitirnos creer que seguimos en paz. Al cabo de cierto tiempo, decidieron abandonar la protesta, porque, según dijeron, no servía para nada, ni se obtenía ningún resultado.
- Me acuerdo - dije.
- Usted no los apoyó, no hizo nada, aunque estaba de acuerdo con ellos. Tal vez si hubiera actuado, eso los habría decidido a seguir.
- No habría servido de nada conmigo, como no sirvió de nada sin mí. Ese tipo de cosas no son más que una gota de agua en el mar.
- Precisamente, si no fuera por las gotas de agua, no habría mar. Y no diga que no sirvió de nada; esa gente tenían hijos, y esos hijos vieron lo que pasaba, y que sus padres no se quedaban cruzados de brazos. Y esos hijos crecerán, están creciendo, con ese recuerdo en el corazón. Y dentro de quince, o de veinte años, cuando estalle una nueva guerra, sabrán qué han de hacer, cómo han de reaccionar. Y tal vez entonces tengan más fuerza, y puedan conseguir algo. Pero si usted dice, y piensa, que no sirvió de nada, les está arrebatando parte de esa fuerza futura.
De la sala de al lado llegó un nuevo aplauso, breve. El tipo, como cambiando de tema, dijo:
- Lo más triste de todo es cómo ha podado usted el mundo que le rodea. Sus limitaciones, las barreras que no se ha atrevido a franquear, lo han encerrado en un rinconcito tranquilo, casi aburrido. Se le ha escapado el tamaño, la riqueza del mundo, porque no se ha atrevido a verlo. Y hay miles, millones de cosas que saber, que conocer, que descubrir.
“¿Sabía usted que las arañas cantan? No todas, claro. Pero algunas especies provocan una especie de chirrido frotando su abdomen con una de las patas, un poco como hace el grillo. Pero aún hay más. Determinadas especies de América Central, que los indígenas llaman “arpistas”, tocan música con sus telas. El macho, siempre es el macho, situado cerca del centro de la tela, pulsa uno de los radios, haciéndolo vibrar. Las cuerdas de la misma longitud se ponen a vibrar por simpatía, reforzando el sonido. Usando distintos radios, y a veces los travesaños, en un frenético ir y venir por la red, el macho va dando pulsaciones aquí y allá; las cuerdas oscilan, y las gotas de rocío que las cubren saltan despedidas en todas direcciones. Y así se va desgranando la melodía. En la época de celo, cuando todos los machos se ponen a tocar, a través de la selva silenciosa se extiende una delicada canción, inaudible para nosotros, como si se tejiese una invisible telaraña de llamadas y complicidades. Tan sólo las arañas hembra, con su fina sensibilidad, pueden oir, o mejor, percibir la vibración, por medio de unos órganos situados en su costado.
El tipo calló, como si se lo hubiese llevado su ensoñación. Medité unos momentos, intentando evocar la insólita imagen, y al final, tuve que preguntar:
- Dígame, ¿es verdad lo que me ha contado? ¿Es cierto que las arañas cantan?
El tipo me miró con una expresión desagradable y admitió:
- La verdad es que no. De hecho, no cantan. Ninguna.
Y luego, casi desafiante, añadió:
- Pero, ¿qué más da? Si usted fuese capaz de desearlo, tal vez ocurriese. Debería concederse más espacio para sus sueños. Debería recordar que uno no debe ser tan insensato como para soñar sólo con imposibles, pero tampoco tan mezquino como para no soñar con ninguno.
A través de la puerta se oyó el repiqueteo de la Underwood. Comprendí que estábamos a punto de acabar, porque ya se preparaba la siguiente entrevista.
- Deberíamos dejarle un poco más de tiempo - dijo el tipo, pensativo, como hablando para sí mismo - Creo que tiene posibilidades de mejorar. Y tal como le había dicho, que usted no progrese nos perjudica a todos. Así que decidido. Tiene usted una segunda oportunidad. No la desaproveche.
El juicio de al lado había acabado también, porque se oía ruido de sillas, murmullos, gente saliendo. Ví cómo el tipo ponía cara de resignación ante aquel sonido, y sentí que no aguantaba más. Pregunté:
- Dígame, ¿quién es, el del juicio de al lado? ¿Quién es, alguien capaz de provocar murmullos, risas y aplausos? ¿Quién es capaz de levantar tanta expectación que incluso usted habría preferido estar aquí al lado en vez de tener que ocuparse de mí? - y al decir esto, el otro asintió de forma casi inconsciente - ¿Quién es?
Su respuesta es lo último que recuerdo con claridad. Me miró con aire irónico y dijo:
- Bueno, una cosa está clara: no es usted.
Y con una expresión casi compasiva, concluyó:
- Por lo menos, aún no.

martes, octubre 10, 2006

El Ojo que Mira y el Ojo que Ve

"Actualmente, los jóvenes aman el lujo, no valoran el esfuerzo, tienen manías, no respetan a sus mayores y tiranizan a sus maestros". La anterior opinión no es mía; es de un tal Sócrates, de Atenas, Grecia. Ante opiniones como estas, uno se pregunta si realmente los jóvenes de ahora mismo son tan diferentes de los de hace treinta o cincuenta años. Desde luego, no se visten igual, ni hablan igual, ni escuchan la misma música. Pero esas diferencias, por ser tan evidentes, son muy aparentes, es decir, muy superficiales. Quizás, en el fondo, sus inquietudes y sentimientos sigan siendo más o menos los mismos; quizás, lo que ocurre es que los mayores, de ahora o de hace doscientos años sí que tienden a parecerse mucho entre ellos.

El cuento de hoy trata de dos jóvenes, y de dos mayores. Y está ambientado en el antiguo Egipto, con una ambientación tan falsa como la que podía tener una película de Hollywood de los años 50 del siglo pasado.

EL OJO QUE MIRA Y EL OJO QUE VE

Aremalteb era sacerdote del sol, el ojo que mira, también conocido como Ra. Además de las obligaciones del culto, había gozado hasta hacía poco del privilegio de cuidar y educar al príncipe Nabur, el hijo más pequeño del faraón. Pero Nabur había cumplido ya los dieciséis, y su educación había pasado a manos de los maestros de armas. Aún acudía a veces a ver a su maestro, para consultarle alguna cosa, pero sus visitas eran cada vez más espaciadas. A Aremalteb no lo preocupaba demasiado el creciente distanciamiento de Nabur. Por su posición, holgada pero libre de responsabilidades, habría podido pasar sin educación alguna. ¿Quién habría osado oponerse a los deseos del príncipe, por disparatados o desorbitados que éstos hubiesen sido? Sin embargo, el faraón había dispuesto que se le educase.
- No quiero que crezca como un animal salvaje - había dicho, y sus órdenes fueron seguidas al pie de la letra.
Liberado finalmente de ese privilegio, Aremalteb invertía su tiempo libre en meditar, y en plasmar sus reflexiones sobre el papiro. Cierta tarde, estaba precisamente ocupado en esa tarea, cuando le llegó recado por medio de un esclavo de que Nabur deseaba verlo. Acababa de dictar al escriba una frase que a su juicio, resumía perfectamente los males de la época en que le había tocado vivir: "El problema de estos tiempos es que los jóvenes han perdido el respeto a sus mayores". El recado del príncipe había interrumpido el hilo de su discurso, pero estaba seguro de poder reanudarlo posteriormente.
Siguió al esclavo hasta los aposentos de Nabur, y le contrarió no hallarlo solo. En efecto, Maliptah estaba con él. Maliptah era sacerdote del culto a la luna, el ojo que ve. Un culto muy minoritario, a decir verdad, y según el criterio de Aremalteb, totalmente prescindible. Maliptah había compartido con Aremalteb el privilegio de educar al príncipe, si bien, según sospechaba éste, se había limitado a llenarle la cabeza de tonterías. Aremalteb saludó con una reverencia y esperó pacientemente a que el príncipe se dignase dirigirles la palabra.
- Os he hecho venir - dijo Nabur - porque tengo un problema, y espero que me lo resolváis. He conocido a una muchacha.
Nabur hizo una larga pausa, y ante el silencio de los dos sacerdotes, estalló:
- ¿Acaso no me entendéis? - gritó, impaciente - ¿Es que los años os han vuelto estúpidos? ¿O es que tenéis tan poco dentro de la cabeza como encima de ella?
Los dos sacerdotes, que llevaban el cráneo rigurosamente afeitado, como correspondía a su oficio, se miraron inquietos.
- Tal vez debería echaros a los dos a los cocodrilos - continuó Nabur - No sé por qué he confiado en dos viejos imbéciles.
- ¿Debo suponer - empezó Aremalteb, tímidamente - que la muchacha es de vuestro agrado?
El enfado de Nabur se disipó en el acto.
- Eso es - dijo - Decidme, ¿qué debo hacer?
Las mandíbulas de Maliptah se contrajeron súbitamente, y Aremalteb comprendió que se estaba conteniendo la risa.
- Hijo del Cielo - contestó Aremalteb - no precisáis nuestro consejo. No tenéis más que llamarla, y ella vendrá, dispuesta a cumplir todos vuestros deseos. Ya lo habréis hecho otras veces.
- Sí, lo he hecho - admitió Nabur - Una vez, porque quería saber qué era eso de estar con una mujer. Y unas cuantas más, porque ya lo sabía.
"Pero esta vez es diferente. La he visto reir, y quisiera que se riera conmigo. Si la hiciese venir, usando mis privilegios, estaría seria y temerosa, pendiente de no decepcionarme. No quiero eso. Lo que quiero es que me llame 'cachorrillo' y 'gatito mío', como yo sé que a veces hacen las mujeres. Quiero gustarle tanto como ella me gusta a mí.
- Estáis enamorado - sentenció Maliptah.
- No lo sé - dijo Nabur, perplejo - Es posible.
- ¿Por qué no habláis con ella - sugirió Aremalteb - y le contáis lo que os sucede?
La cólera volvió a encender el semblante del príncipe.
- ¡Porque no puedo, viejo cretino! - chilló - Sólo de imaginarme que hablo con ella se me hace un nudo en la garganta, maldita sea. ¿Qué pretendes, que toda la corte se entere de que el Hijo del Cielo no sabe decir dos palabras seguidas sin tartamudear?
- Entonces, señor - dijo Maliptah - ¿qué queréis de nosotros? ¿Que le llevemos el mensaje de que estáis enamorado de ella?
- No - dijo Nabur - Eso no serviría de nada, por muy Hijo del Cielo que sea. Se echaría a reir y diría que soy tonto, o que estoy loco, y que no vale la pena hacerme caso.
- No lo diría - dijo Aremalteb - Podríais decapitarla por eso.
- ¿Y quieres decirme qué saldría ganando con eso? - dijo el príncipe - Aunque no lo dijese, lo pensaría. No, lo que espero de vosotros es algo más difícil: que consigáis que se enamore de mí. Tal como me habéis enseñado, nadie manda en el corazón, y ni el hombre más poderoso puede ordenar a una mujer que lo ame.
Hubo un tenso silencio. Luego, Maliptah, como si hablase para sí mismo, comentó:
- Para esa tarea, señor, sería más útil una mujer. Aún más: valdría más media mujer que tres o cuatro hombres. Y nosotros sólo somos dos.
- Sois los más sabios que conozco - dijo Nabur - Intentadlo, al menos.
Los dos sacerdotes se miraron, dubitativos. Nabur añadió:
- No es una orden. Os estoy pidiendo un favor.
Realmente, no había apelación ante eso. Aremalteb saludó con una reverencia, dispuesto a retirarse, pero Maliptah dijo:
- Perdonad, señor, pero ¿os importaría decirnos el nombre de la dama? Mal podremos convencerla, si no lo sabemos.
- Tenéis razón - dijo Nabur, con una sonrisa - Se trata de la bella Nuraldah.
Maliptah hizo a su vez una reverencia, y ambos sacerdotes se retiraron de espaldas. Una vez fuera de los aposentos de Nabur, se miraron el uno al otro.
- ¿La conoces? - preguntó Maliptah a su colega.
- Por suerte, sí - contestó Aremalteb - Tengo buena amistad con su familia, y no me costará hablar con ella.
- ¿Cómo es?
- ¿Cómo es un adolesscente? - dijo Aremalteb - Ni él mismo lo sabe. Errático, variable. De niña era encantadora, pero hace un par de años cambió. Se la veía distraída, inquieta, a veces melancólica. Y algo insólito en ella: pasaba largos ratos callada, como si meditase en algo muy difícil.
Maliptah sonrió, y dijo:
- ¿Qué crece en silencio? La vida - añadió, sin esperar respuesta - No es que meditase; sólo estaba dando tiempo a la mujer que crecía en ella.
- Puede que tengas razón - dijo Aremalteb - Nunca he entendido mucho, de jovencitas. De todas formas, hace casi un año que no la veo.
- A su edad - dijo Maliptah - un año vale por seis. Puede haber cambiado mucho.
- Habrá sido para mejorar, supongo. De lo contrario, no habría llamado la atención de Nabur.
- ¿Quieres que colaboremos en esta tarea? - preguntó Maliptah - Si reunimos nuestros esfuerzos, tal vez nos sea más fácil.
- No lo creo - dijo Aremalteb - Me parece un trabajo imposible, juntos o por separado. Y si no es imposible, entonces es superfluo. O bien nada en el mundo puede lograr que ella le corresponda, o bien están predestinados el uno al otro, y si es así, no es preciso que hagamos nada.
- Luz o sombra, blanco o negro - dijo Maliptah - Ya estás aplicando el criterio del sol, como siempre.
- ¿Y qué quieres que piense? ¿Que es una cuestión de penumbra, de misterio? No puedo verlo así, lo siento. Si pensase eso, no sabría qué hacer. Y estoy obligado a intentar algo. Creo que lo mejor será que cada uno haga lo que pueda, y ya veremos qué resulta.
Unos días más tarde, Aremalteb se presentó en casa de Nuraldah, y pidió permiso a sus padres para hablar a solas con ella. Maliptah tenía razón: había cambiado desde la última vez que la había visto. Aún conservaba un matiz de niña que seguramente le duraría toda la vida, especialmente en el candor de sus ojos claros. Pero al mismo tiempo, se apreciaba en ella una fuerza, un poder contenido, del que no parecía ser consciente. Algo nada amenazador, pero inquietante por su magnitud. Aremalteb pensó que sólo alguien tan fuerte como el Hijo del Cielo podría soportar la manifestación de aquel poder sin verse arrastrado por él.
- Nuraldah - le dijo - veo que te has convertido en una mujer.
- ¿De verdad lo creéis? - preguntó ella - Mis padres aún me ven como una niña.

- Y así te verán siempre - dijo el sacerdote - Pero el tiempo pasa, y los niños crecen. Muy pronto, si es que no ha ocurrido ya, empezarás a mirar a los jóvenes, y tal vez encuentres alguno al que desees dedicarle toda tu vida.
"Pero se trata de una elección difícil. No es nada sencillo saber quién es el adecuado. En estos lances, todos ocultan sus defectos y finjen virtudes que no tienen. Por eso quiero ayudarte. No te estoy imponiendo nada, desde luego. Ni siquiera te estoy aconsejando. Sólo te propongo que consideres a alguien, que lo tengas en cuenta y no lo descartes de entrada.
- ¿Quién es? - preguntó ella.
- El príncipe Nabur, el Hijo del Cielo.
Aremalteb hizo una pausa, esperando la reacción de la muchacha.
- Creo que no lo conozco - dijo Nuraldah.
- Yo, en cambio, lo conozco muy bien. He sido su preceptor. Y puedo asegurarte que en toda la corte no hay nadie tan apuesto, tan valiente, tan gallardo.
- ¿Es simpático? - preguntó ella.
- Es muy inteligente e ingenioso - dijo Aremalteb - No he tenido alumno más despierto.
- No os pregunto eso - dijo Nuraldah - Os pregunto si es simpático. ¿Qué carácter tiene? ¿Es alegre o triste? ¿Es paciente o enérgico? ¿Sabe escuchar? ¿Sabe decidir? ¿Cómo es?
- Está lleno de virtudes - respondió Aremalteb, confuso.
Nuraldah sacudió la cabeza.
- Ya veo que no me entendéis - dijo - o no me escucháis, o no sabéis la respuesta.
- Perdona, querida niña - dijo el sacerdote - pero nunca creí que me harías esas preguntas. Yo diría que lo conozco bien, y es, bajo todos los puntos de vista, un muchacho muy recomendable. Pero nunca se me ha ocurrido preguntarme lo que me preguntas. La verdad es que las mujeres sois muy complicadas.
- ¿Ah, sí? - dijo Nuraldah, con algo de impaciencia - ¿Y qué os hace creer que los hombres sois más sencillos? Más limitados, sí, desde luego. Casi siempre, el que te entiende no te desea, y el que te desea no te entiende. ¿Es eso fácil?
- Nuraldah - dijo el sacerdote, perplejo - no creo que tengas edad de saber esas cosas.
La muchacha no pudo evitar sonreir.
- ¿Ahora me salís con esas? - dijo - Primero me decís que ya no soy una chiquilla, pero me seguís llamando "querida niña", y luego, que no tengo edad. ¿Qué creéis, que las cosas no se ven hasta que no tropiezas con ellas? Hay cosas que las mujeres sabemos antes de haberlas vivido.
- Su-supongo que sí - dijo Aremalteb, cada vez más confuso - Sólo os pido que tengáis en cuenta al príncipe Nabur. Contempladlo vos misma, y sacad vuestras conclusiones.
- Aremalteb - dijo ella, apoyando su mano en el brazo del sacerdote - siento mucho haber perdido la paciencia con vos. Y no es preciso que dejéis de tratarme de tú, como me habéis tratado siempre. Os prometo considerar vuestras palabras. Y me gustaría ver al príncipe.
- Mañana - dijo Aremalteb, un tanto más tranquilo - habrá una competición de tiro de jabalina, en el campo de la tropa. El príncipe estará allí. Si me lo permites, me gustaría llevarte.
- Muy bien - dijo ella - Pedid permiso a mis padres, y vendré.
El campo de la tropa era una explanada de tierra apisonada, extensa y vacía, que se hallaba en las afueras de la ciudad. La guardia del faraón y los cuerpos de élite del ejército la utilizaban para sus entrenamientos, que consistían principalmente en interminables desfiles, llenos de marchas, giros y contramarchas, ejercicios de lucha con espadas y escudos, y carreras de carros de combate. Las actividades solían empezar al romper el día y duraban hasta media mañana; más tarde, el esfuerzo de los hombres se habría visto multiplicado por el ardiente sol del desierto.
De vez en cuando se organizaba alguna competición de destreza y habilidad, como aquella mañana. En esas ocasiones, se disponía una tribuna cubierta a un lado del campo, para acomodar a los ilustres invitados que solían acudir a contemplar el acontecimiento. En algún caso, el mismo faraón hacía acto de presencia, aunque no se le esperaba aquel día. Aremalteb se presentó acompañado de la bella Nuraldah, y buscaron acomodo en la primera fila de la tribuna.
- El torneo no tardará en empezar - explicó Aremalteb a la muchacha - Desde aquí lo veremos muy bien.
El sacerdote explicó a Nuraldah en qué consistía la prueba. Los contendientes, un selecto grupito de oficiales del ejército, y el Hijo del Cielo, recorrerían un trecho en un carro de combate, a gran velocidad. Al llegar a la altura de una vistosa señal clavada en el suelo, debían lanzar la jabalina, intentando atravesar con ella un monigote relleno de paja que teóricamente representaba un infante enemigo.
- Es importante - dijo Aremalteb - que el lanzamiento se haga precisamente al pasar por la señal. Hacerlo antes aumenta la dificultad de acertar, y hacerlo después supone la descalificación inmediata. ¿Ves aquellos hombres, a la altura de la señal? Son los jueces. Yo mismo he desempeñado esa misión, algunas veces.
- No parece demasiado difícil - dijo Nuraldah - El monigote es tan grande como un hombre, y la distancia no es exagerada.
- No sería tan difícil - explicó el sacerdote - si uno fuese a pie, llegase hasta la señal, pudiese apuntar tranquilamente y lanzar. Pero te aseguro que montado en un carro, que se mueve rápido y traquetea, teniendo que estar pendiente del momento preciso, la cosa cambia. Sin contar con la preocupación de la competición.
El torneo iba a empezar. Cuando los contendientes se alinearon frente a la tribuna, para saludar a los asistentes con una reverencia, el sacerdote señaló a Nabur, diciéndole a la muchacha:
- Ese es el Hijo del Cielo.
- Es alto - comentó ella - pero no parece muy corpulento. ¿Seguro que podrá lanzar la jabalina?
- No te dejes engañar por su aspecto - dijo Aremalteb - Es más fuerte de lo que parece.
- Ya veremos - dijo ella, un tanto escéptica.
Cuando finalmente empezó la contienda, Aremalteb se encontró en una incómoda situación. Su obligación, o así creía entenderlo, consistía en vigilar las reacciones de la muchacha, pero su interés se lo llevaban las rápidas carreras, los vertiginosos lanzamientos, y los lances más o menos afortunados del evento. Una tras otra se sucedían las tandas eliminatorias. Nuraldah prestaba una atención distraída a los competidores, que se acentuaba apenas cuando le tocaba el turno a Nabur. En cambio, parecía estar muy al corriente de cuanto sucedía en la tribuna. En determinado momento, dijo al sacerdote:
- Esa dama que está sentada un poco más atrás, no para de cuchichear con el hombre que tiene al lado. Y si la memoria no me falla, no es su marido.
Aremalteb, tras una fugaz mirada, asintió. La muchacha había descubierto ella sola lo que desde hacía días se sospechaba en toda la corte. Algo que, si se llegaba a hacer público, sería un escándalo. Uno más.
En honor a la verdad, es preciso decir que la competición no fué muy lucida. Había tres participantes, entre los que se contaba el príncipe, que tenían una destreza y un nivel tan superiores al resto, que muy pronto se vió todo reducido a una pugna entre ellos. Tras varias tandas en que quedaron igualados, los jueces decidieron declarar vencedores a los tres, para disgusto de los asistentes. Una vez concluído el acto, y mientras regresaban a la ciudad, el sacerdote preguntó:
- Y bien, ¿qué te ha parecido el príncipe?
- Es muy nervioso e impaciente - contestó Nuraldah - Sólo había que ver cómo apretaba los dientes al acercarse a la señal, y un par de veces ha lanzado antes de llegar. En mi opinión, tendría mejor puntería si aprendiera a relajarse un poco. Seguro que los nervios le deben jugar más de una mala pasada.
- Ha hecho un papel muy brillante - insistió Aremalteb.
- Igual de brillante que los otros dos - dijo la muchacha - Si la cosa hubiera durado un poco más, habría acabado por fallar. Seguro que ha sido por eso que no han querido continuar.
- Creo - dijo el sacerdote - que no has podido apreciarlo debidamente. Reconozco que la ocasión no era muy propicia. Pero te aseguro que es una persona muy templada, inusualmente madura para su edad.
- Escuchad, Aremalteb - dijo Nuraldah - Ya estáis como siempre. Si lo único que sabéis hacer es pintarme virtudes que no se ven por ningún sitio, y negar defectos que son muy evidentes, prefiero que no volváis a hablarme de él. Yo sé lo que he visto.
La muchacha calló, enfurruñada, y Aremalteb juzgó más prudente no insistir. La acompañó hasta su casa y se despidió de ella.
Por la tarde, Aremalteb se encontró con Maliptah, y éste le preguntó:
- ¿Qué tal han ido tus gestiones?
- No muy bien, me temo - confesó Aremalteb, y refirió puntualmente todo lo sucedido.
- Es una muchacha decidida, por lo que veo - dijo Maliptah - Ya comprendo por qué le ha gustado al príncipe.
- La verdad - dijo Aremalteb - es que no sé si mi intervención habrá servido para algo.
- Para más de lo que crees - dijo el sacerdote de la luna - De momento, se ha fijado en él, y lo ha examinado. Vamos bien. Vamos muy bien. Déjame intervenir ahora a mí, yo sé lo que hay que hacer.
A la puesta de sol, Nuraldah solía ir a pasear por la ribera del río, acompañada de alguna amiga. De vez en cuando, dedicaban una mirada al paisaje, pero usualmente estaban más atentas a sus confidencias, y a evitar los parajes en los que se concentraban los enjambres de feroces mosquitos. Maliptah lo sabía, y se presentó en el lugar. Paseó arriba y abajo hasta localizar a la muchacha, comprobando con satisfacción que en esa ocasión estaba sola. La adelantó a buen paso y se sentó a un lado del camino, esperando que ella llegase a su altura. Entretanto, adoptó un aire de total abatimiento y empezó a gemir.
Nuraldah quedó muy sorprendida al oirlo quejarse, y tal como él había supuesto, se le acercó para prestarle ayuda.
- ¿Qué os ocurre? - preguntó la muchacha.
- Ay - dijo Maliptah - La maldición sobre mí, y sobre mi nombre.
Nuraldah tuvo que insistir bastante para que el sacerdote dejara de quejarse y empezara a explicarse. Lo cierto es que estaba intrigada. Maliptah dijo:
- Ay, señora, es una desgracia. No se trata de mí, sino de mi joven discípulo, el príncipe Nabur, el Hijo del Cielo. No creo que lo conozcáis.
- ¿Nabur? - dijo ella - Sí, lo conozco. Un muchacho apuesto, pero demasiado arrogante y pagado de sí mismo.
- Si habláis así de él - dijo Maliptah - es evidente que lo habéis visto, pero insisto: no lo conocéis.
- ¿Decís que le ha ocurrido una desgracia? Esta mañana parecía estar muy bien de salud.
- Ay - dijo Maliptah - Ese no es el problema. Pero desde hace días lo consume la tristeza. Claro, cuando debe aparecer en público se sobrepone y disimula, pero en el fondo sufre. Y yo no sé cómo ayudarlo.
- Pero, ¿qué le ocurre?
- No sé si debería contároslo. Tal vez estoy traicionando la confianza que el Hijo del Cielo ha puesto en mí. Os pido por favor que guardéis el secreto.
"El príncipe, a pesar de su condición, tan por encima de todos nosotros, no se ve libre de las aflicciones de los muchachos de su edad. Ya ha perdido la confianza de los niños, y aún no ha ganado la seguridad de los adultos. Vos tendréis más o menos su misma edad, y sabéis de qué os hablo. Actualmente, lo único que tiene entre manos es un puñado de promesas inconcretas, que nadie sabe si llegarán a cumplirse.
"Su gran problema es la contradicción entre lo que es y cómo es. Es un príncipe, alguien de quien se espera determinación y arrojo. Pero no está previsto que un príncipe pueda ser tímido, tierno, sensible, afectuoso.
- Si es como decís - dijo Nuraldah - sabe disimularlo muy bien.
- Esa es su obligación - dijo el sacerdote - O al menos, él lo cree así. Pero su gran duda es si su imagen pública no acabará por ahogar su tierno corazón de muchacho. Recordad que está solo. ¿Ante quién podría mostrarse tal como es? A menudo me pregunta: "Maliptah, ¿tú crees que encontraré a alguien?"
- Por supuesto que sí - dijo ella, impulsivamente.
- Eso le respondo yo - dijo Maliptah, tomando buena nota de la presteza de la respuesta - pero no le basta. Lo atenazan las dudas. Por más que yo le diga, no es suficiente. Ya no sé cómo ayudarlo. Tal vez, si pudiera tener un amigo, alguien de su edad, con gustos y problemas parecidos, la cosa sería diferente.
El sacerdote calló. Nuraldah estaba pensativa. Finalmente, dijo:
- Me gustaría conocerlo. Tal vez me había formado una falsa imagen de él.
Maliptah sonrió para sus adentros.
- No sé cómo agradecéroslo - dijo.
- Presentadme primero al príncipe - dijo ella - y luego, ya veremos quién debe agradecer a quién.
Al día siguiente, Maliptah se tropezó con Aremalteb, al salir de los aposentos del príncipe.
- Esta tarde - le dijo - Nuraldah será presentada al Hijo del Cielo. Lo que ocurra después, ya será cosa de ellos. Me parece que es lo más que podemos hacer.
- ¿Cómo lo has conseguido? - preguntó Aremalteb.
Maliptah le refirió su conversación con la muchacha. Al concluir, Aremalteb observó:
- Has dicho muchas mentiras, y eso no está bien, y menos en un sacerdote. Tú y yo sabemos que Nabur es incapaz de ser tierno, y no tiene nada de tímido.
- Ni tú ni yo - replicó Maliptah - podemos saber cómo se comportará un enamorado, porque no lo sabe ni él mismo. Y el príncipe está enamorado.
- Aún así... - dijo Aremalteb.
- ¿Has visto la arcilla seca? - preguntó Maliptah - Es áspera y quebradiza. No parece que nada sea capaz de volverla flexible, suave y moldeable, y menos algo tan aparentemente inofensivo como el agua. En cuanto Nuraldah impregne a Nabur, si me permites la expresión, el príncipe se descubrirá cualidades que jamás habría creído tener.
Los hechos demostraron que Maliptah tenía razón. Entre ambos jóvenes prendió muy pronto un tierno afecto, que dulcificó el carácter de Nabur. El príncipe descubrió todo un universo de emociones, más calmadas y duraderas que sus ímpetus anteriores. Y un buen día, cuando su idilio con Nuraldah se había consolidado, lo asaltaron los ecrúpulos por la forma en que había sido inducida hacia él. A decir verdad, habría resultado bastante engorroso que esos escrúpulos se hubiesen manifestado antes del hecho, ya que éste no se habría producido. Sea como fuere, Nabur se creyó en la obligación de darle una explicación a Nuraldah. Y así lo hizo. Al concluirla, dijo:
- Bien, ya lo sabes. Pero hay algo que necesito que me aclares. Los dos hablaron contigo, pero ¿cuál de ellos te convenció? ¿A quién le debo esta dicha, al ojo que mira o al ojo que ve? Puede parecerte que la cosa no tiene importancia, pero me siento obligado a hacer un sacrificio, en señal de reconocimiento.
Nuraldah lo contempló con sus claros ojos de niña, y dijo:
- Gatito, te diré la verdad. Puedes ahorrarte el sacrificio, o mejor aún, házmelo a mí. Agradécemelo a mí. A mí no me ha convencido nadie. A mí me has convencido tú. Esos dos no hicieron más que despertar mi interés, pero hemos sido tú y yo los que hemos creado esto. Y si de verdad quieres hacer algo para agradecerlo, ven, acércate y abrázame.
Era de día, o tal vez era de noche. Y en el cielo brillaba el ojo que mira, o el ojo que ve. Uno de los dos. La verdad, no importa demasiado.
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