sábado, abril 21, 2007

El Amante Perfecto (y 4)

Hoy concluye la historia del príncipe Jafed. Después de todos los buenos consejos que se le han dado, sus encuentros con mujeres reales no resultan tan fáciles como podría suponerse. Pero eso es algo que ya verá el lector. Espero que disfruten del relato y feliz Sant Jordi.

LA PRIMERA MUJER

Era una presencia extraña. Apoyaba la cadera en un costado de la fuente, mientras sostenía el ánfora bajo el chorro. Pero resultaba demasiado alta, demasiado esbelta para ser simplemente una mujer en una fuente. Más bien parecía como si hubiesen decidido adornar la fuente con una estatua, convirtiéndola en un monumento.
Jafed, mientras se acercaba a ella, se dió cuenta de que la miraba con insistencia. Calma, se dijo. Que no te delaten los nervios. Si tú fueses ella, lo que esperarías de ese muchacho que llega sería corrección y respeto. Y puede que te gustase una sonrisa.
La mujer lo miró extrañada y dijo:
- Perdona, pero no recuerdo quién eres, aunque al parecer nos conocemos.
- No - replicó Jafed - es la primera vez que nos vemos.
- Entonces - preguntó ella - ¿por qué sonríes?
Jafed, confuso, vaciló un poco antes de contestar:
- Me pareció que resultaría más agradable.
- Ya entiendo - dijo ella - Eres uno de esos que van por ahí saludando a todo el mundo y presumiendo de simpático, ¿verdad? Aunque lo único que te interesa es encontrar a una lo bastante estúpida para dejarse engatusar por tu sonrisa.
Jafed, sorprendido y contrariado por la reacción de ella, utilizó su tono más neutro para decir:
- ¿Puedes dejarme beber, por favor?
Ella apartó el ánfora, y mientras Jafed bebía, comentó:
- ¿Lo ves? Eres la educación personificada. Seguro que ahora te ofrecerás a acompañarme, con la excusa de llevarme el ánfora. Y si fueses sincero, eso sería de agradecer. Menos mal que yo ya sé cuáles son tus intenciones.
Jafed decidió que debía responder, antes de que ella siguiera acusándolo, y dijo:
- Tú no me conoces. Es la primera vez que me ves, y no tienes por qué suponer que yo tenga malas intenciones. No es así en absoluto.
Ella, con una sonrsa de triunfo, dijo:
- Lo niegas, luego es cierto.
Y sin transición, añadió:
- Acepto tu ofrecimiento. Toma.
Y le tendió el ánfora. Jafed la tomó, y sin tiempo a protestar, se vió obligado a seguirla. Por el camino, ella comentó:
- No te hagas ilusiones. Que yo permita que me acompañes, no significa nada en absoluto, ¿comprendes?
Jafed asintió, en silencio. Ella preguntó:
- ¿Cómo es que un muchacho como tú es tan poco hábil al tratar con mujeres? ¿Dónde has estado hasta ahora? ¿En un monasterio?
Jafed reacomodó un poco la pesada ánfora antes de responder:
- Casi. Estaba estudiando.
- ¿Estudiando? ¿Qué?
- El arte del amor - constestó Jafed, con precaución. La mujer sonrió y dijo:
- Pues al parecer, no has tenido buenas maestras.
- A decir verdad - dijo Jafed - eran maestros. Tres ancianos.
La mujer rió y dijo:
- Es la cosa más absurda que he oído en mi vida. ¿Qué pueden saber tres ancianos acerca del amor?
Jafed iba a contestar algo, pero creyó más prudente callar. Habían llegado a la casa. La mujer cogió el ánfora y la apoyó en su cadera, con una soltura que sugería que era capaz de llevarla así durante horas. Miró detenidamente a Jafed y dijo:
- Apuesto a que nunca has estado con una mujer. Me lo dicen tus ojos; tienes la mirada desorientada, como si te diera vergüenza mirar.
Jafed, cohibido, no respondió. La mujer esbozó una sonrisa y continuó:
- Entonces, será mejor que te vayas. Yo podría darte tus primeras lecciones, y enseñarte unas cuantas cosas que vale la pena que sepas. Pero no estaría bien. Porque seguramente, yo saldría ganando más que tú. Disfrutar por un tiempo de alguien como tú, con toda la pasión de tu inexperiencia, podría ser bonito. Pero sería abusar de tí, y no debo hacerlo. Ve en paz, y que seas feliz.
Y cerró la puerta, dejando a Jafed en la calle.


LA SEGUNDA MUJER

Jafed pasaba por el mercado, apenas distraído por las mercancías que desfilaban ante sus ojos, cuando llegó a sus oídos una risa fresca y juvenil. Al volverse, vió a una muchacha que aún mostraba en su cara una amplia sonrisa. Ella lo miró, y echó a reir de nuevo. Se reía de él, eso estaba claro. Jafed fué hacia ella y le preguntó:
- ¿Se puede saber de qué te ríes?
- ¿Se puede saber - preguntó ella a su vez - dónde vas con esas babuchas?
Jafed sonrió. Sólo entonces se dió cuenta de que la muchacha, sentada en el suelo, tenía ante sí una alfombra en la que se exhibían toda clase de botas, sandalias, borceguíes y babuchas. Y su risa no era más que un reclamo para la venta, un buen reclamo, sin duda.
- Deberías comprarte unas nuevas - dijo la muchacha, sonriente.
Jafed adoptó la postura de estar meditando mientras la contemplaba. Ella vestía un sari verde, tenía unos profundos ojos negros, y a menudo alargaba la mano hacia alguno de los pares desparramados por la alfombra, para rectificar su posición o para lucir sus brazos desnudos. Jafed dudaba. Desde luego, sus babuchas habían conocido días mejores, y le quedaba mucho trecho por andar, antes de regresar a casa. Pero tal vez fuesen más prácticas unas sandalias. La muchacha seguía:
- Son indignas de un caballero tan elegante.
Por fin, Jafed se decidió. Se sentó en el suelo, al lado de la muchacha, y se descalzó para probarse unas sandalias. Ella lo miraba complacida. Jafed, intentando entablar una conversación, dijo:
- Tienes aquí algunos pares muy bonitos. Pero no veo nada que sea digno de calzar tus pies.
La muchacha lo miró, sorprendida y halagada, y de forma casi inconsciente, ocultó los pies bajo los pliegues del sari. Jafed continuó:
- Una muchacha como tú no debería estar vendiendo calzado. Aunque no se me ocurre qué otra cosa podrías vender. Flores no, desde luego. ¿A quién le iban a parecer bellas, estando tú a su lado? Las deslucirías.
La muchacha abrió un poco más sus grandes ojos, alargó una mano hacia un par de sandalias y las dejó totalmente torcidas. Luego, tímidamente, dijo:
- Os lo ruego, señor. Si os interesan las sandalias, son seis rupias. Y si no, os pido por favor que me dejéis seguir con mi negocio.
Jafed, sorprendido, preguntó:
- ¿Por qué me dices eso? ¿Acaso te he ofendido? Sólo intentaba ser amable.
La muchacha respondió penosamente:
- Dejadme, señor. Alguien como vos, con vuestro aspecto, capaz de hablar como vos habláis, habrá conocido sin duda a las mujeres más bellas, las más ingeniosas, las más amables, las más ardientes. No debéis acercaros a alguien como yo. ¿Qué podría ofrecer yo? Nada, o casi nada. Tan solo mi pobre persona, que os decepcionaría y os parecería ridículamente pobre e insulsa. Sois demasiado para mí, señor, y yo soy muy poca cosa para vos. Por eso es mejor que me dejéis.
Jafed se puso en pie, pagó las sandalias y continuó su camino.


LA TERCERA MUJER

Jafed estaba sentado a un lado del camino, pensando. Haber sido rechazado dos veces en dos días no era lo que él había esperado, y además, le parecía impropio de un amante perfecto. Tal vez esa parte no se la habían explicado bien, o tal vez no había prestado suficiente atención. Por lo visto, tan peligroso resultaba no tener ninguna experiencia como tener demasiada.
Absorto en estos pensamientos, no vió acercarse a la mujer que venía por el camino, llevando un enorme fardo en la cabeza. Ella, al llegar a su altura, se detuvo, descargó el fardo y se sentó a su lado. Entonces le preguntó:
- Dime, muchacho, ¿qué te pasa?
Jafed le dedicó una mirada fugaz antes de responder:
- No me ocurre nada.
- Seguro que sí - dijo la mujer - Yo también tengo hijos, y ya conozco esa cara enfurruñada, como si se te hubiera roto un juguete. Sólo que tú ya tienes edad de otro tipo de juguetes. Juguetes que se pintan y se perfuman. Y a lo mejor, lo que pasa es que acabas de descubrir que sin sospecharlo, tú también podías no ser más que un juguete.
Jafed dirigió una mirada más prolongada a la mujer. Tenía edad suficiente para ser una madre de familia, pero aún se la podía considerar joven. La mujer continuaba:
- Es eso, ¿verdad? Sólo una mujer puede curar lo que una mujer ha herido. Tú eres muy joven, y te falta mucho que aprender. Y aunque tuvieses trescientos años, te faltaría mucho que aprender de mujeres, porque has nacido hombre.
"Tú lo que necesitas es alguien que te consuele, que cuide de tí y que te oriente. Tú lo que necesitas es una madre. Si estás triste y desorientado, y creo que lo estás, ven conmigo. Yo te haré compañía, y serás para mí como uno más de mis hijos.
Jafed se puso en pie como impulsado por un resorte. Acababa de descubrir que hay cosas peores que ser rechazado. Sin embargo, ni podía ni quería ser descortés con la mujer, por lo que buscó su tono más amable para decir:
- Te lo agradezco mucho, pero no puedo ir contigo. Debo regresar a mi casa; allí me están esperando.
Y recobró el camino, con ímpetu renovado, hacia su casa. Un pensamiento atravesó fugazmente su cabeza, y lo capturó para poder convertirlo en una determinación: no quería saber nada más de mujeres, ni del amor, ni de ser un amante perfecto.


EPILOGO

Jafed había salido al jardín a la caída de la tarde, para evitar el calor. Desde el palacio le llegaba el ruido que hacían los sirvientes preparando la fiesta, los sones discordantes de los músicos afinando sus instrumentos. Su padre había insistido en una fiesta de bienvenida, y había hablado incluso de invitar a los tres maestros de Jafed.
Al muchacho todo eso se le hacía banal y farragoso. Sus pensamientos estaban muy lejos de alegrías y celebraciones. Tenía la sensación de verse a sí mismo, años atrás, cuando jugaba en aquel mismo jardín, y de verse ahora, vagabundeando sin rumbo.
De repente, en una esquina del sendero, casi se tropezó con una muchacha. Al punto no la reconoció, pero cierto aire familiar le hizo aventurar:
- ¿Yasmina?
La muchacha sonrió. Era la hija del chambelán, y se conocían desde niños. Habían jugado y se habían fastidiado mutuamente miles de veces. Todo aquello parecía ahora muy lejano, y al ver en lo que se había convertido Yasmina, casi imposible.
- Hola, renacuajo - dijo ella, recuperando el apodo que le había puesto de niña - Ya he sabido que estabas fuera, aunque no han querido decirme para qué - lo escrutó, y añadió - Para que te arreglasen las orejas no, por lo que veo.
Jafed, instintivamente, se llevó las manos a ambos lados de la cabeza. Yasmina siempre se había burlado de sus orejas, aunque a él le parecían de lo más normal. Dijo:
- En cambio, tú pareces otra. Algo así como tu hermana mayor.
En un balcón del palacio estaban los tres maestros de Jafed, que habían llegado para la fiesta, y desde allí vieron a los dos jóvenes en el jardín. Los contemplaron con curiosidad. No necesitaban estar cerca para saber lo que ocurría. El maestro musulmán comentó:
- Parece como si nunca hubiera aprendido a controlarse. Se está portando como un palurdo.
El monje budista dijo:
- No la comprende, no sabe cómo va a reaccionar ella. Tan solo está encandilado por su aspecto.
El mendigo cristiano terció:
- Parece muy enamorado. Y no parece darse cuenta en absoluto de que lo está.
Los tres maestros se miraron entre sí y pronunciaron al unísono su conclusión:
- Funcionará.
Y funcionó. Jafed se casó con Yasmina, y ella fué su única esposa. Y él llegó a ser, para ella, el amante perfecto.
Pero esa es otra historia.

viernes, abril 20, 2007

El Amante Perfecto (3)

Nueva entrega de las vicisitudes del príncipe Jafed, esta vez con su tercer maestro. Tal como se verá, son sus úlimas lecciones, y en los próximos capítulos, el joven deberá enfrentarse a la realidad.

EL TERCER MAESTRO

Jafed descendió por el sendero entre las rocas que llevaba a la playa, hasta llegar a la arena. Se dedicó a escrutar las cuevas que se asomaban hacia el mar, buscando a su maestro. En una de ellas divisó a un viejo mendigo, y al acercarse a él para preguntarle por el sabio cristiano, el hombre le dijo desde lejos:
- Buenos días, Jafed. Te esperaba.
Jafed, incrédulo, llegó hasta el mendigo y le preguntó:
- ¿Sois vos, mi maestro?
El viejo sonrió y dijo:
- Ya lo ves. La sabiduría no da para llevar una buena vida, pero te consuela de no tenerla. Eso, suponiendo que yo tenga alguna, cosa más que dudosa.
Jafed se sentó al lado del mendigo, y éste dijo:
- En primer lugar, me gustaría dejar clara una cosa. No voy a tener más remedio que hablarte de mi fe. Espero que no vayamos a discutir por eso.
- No lo sé - dijo Jafed, cauteloso - Vos habláis de Dios, y yo de Alá. Si son dos nombres distintos, no creo que se refieran a lo mismo, ni que lo veamos igual.
- No estés tan seguro - dijo el vejo - Esta parte se llama pie - añadió, señalando el de Jafed - y esta otra, mano. Y sin embargo, ambas son Jafed. Además, tú y yo sabemos que Dios, Alá, o como quieras llamarlo, no hay más que uno.
El anciano meditó un momento y concluyó:
- Y yo también soy de la estirpe de Abraham.
- De Ibrahim - corrigió Jafed.
El anciano se echó a reir.
- Vaya - dijo - ya veo que vamos a tener problemas gramaticales.
Jafed sonrió, contagiado por la jovialidad del mendigo. Se reprendió a sí mismo, prometiéndose no volver a ser tan quisquilloso.
- Según me han dicho - dijo el maestro . pretendes llegar a ser el amante perfecto.
Jafed asintió.
- Es curioso - continuó el anciano - Hasta ahora, los únicos que he conocido que se podía decir que eran perfectos en algún sentido, es porque eran unos perfectos imbéciles.
Jafed sonrió, y el maestro añadió:
- Pero me temo que eso es una falta contra la caridad. Muy bien, dime, ¿qué es lo que puedo enseñarte?
- ¿Qué es el amor?
- Una enfermedad mortal - dijo el anciano - A veces te mata, y a veces no te la sacas de encima hasta que te mueres. ¿Qué más?
- ¿Cuánto dura? Es decir, ¿se acaba?
- Sí, claro, como todo en esta vida. Lo malo es cuando se te acaba antes de morirte.
Jafed calló, y fué el maestro quien tomó la palabra:
- ¿No quieres saber nada más? ¿Por qué no me preguntas qué color tiene, cómo suena, a qué huele?
Jafed lo miró sorprendido, y el viejo dijo:
- Huele a azul, y suena como el perfume de una flor, y tiene el color de la música - sonrió - O puede que me haya confundido.
De repente, sin transición, el maestro preguntó:
- ¿Sabes nadar?
Jafed negó con la cabeza, y el mendigo dijo:
- Perfecto. Vamos a bañarnos en el mar. Allí te podré enseñar algo sobre el amor, y de paso, te irá bien para quitarte el polvo del camino.
Jafed siguió al mendigo hasta la playa, y allí se desnudaron, dejando las ropas sobre la arena. El maestro, con una vitalidad insospechada, echó a correr hacia el agua, dió algunas zancadas chapoteando y acabó por zambullirse. Jafed avanzó cauteloso. Era la primera vez que se bañaba en el mar, y temía que en cualquier momento le faltase el suelo bajo los pies.
- Entra sin miedo - le dijo el maestro, que nadaba más adentro - Te bastará con caminar.
Jafed avanzó hasta que el agua le llegaba casi a la barbilla. El anciano le dijo:
- Déjate caer.
Jafed lo hizo, y se hundió. Apenas se sintió sumergido, empezó a manotear furiosamente. Sin darse cuenta, abrió la boca, intentando respirar, y se le llenó de agua. Por fin, sus pies, que pedaleaban frenéticos, rozaron la arena y pudo ponerse en pie, tosiendo y casi ahogado.
- Así no - dijo el maestro, impasible - Más despacio. Extiende los brazos, dobla las rodillas y confía. Métete dentro del agua.
Jafed lo probó con cautela. De repente, notó que el agua lo sostenía, y que bastaban unos mínimos movimientos de brazos y piernas para mantenerse a flote. El maestro se le acercó nadando y le dijo:
- ¿Lo ves? El amor es igual. Si te opones, si desconfías, se te llevará por delante. Pero si te abandonas, entonces te sostendrá.
Jafed, malhumorado y con la sal escociéndole en los ojos, dijo:
- ¿No podríais habérmelo dicho, en vez de dejar que casi me ahogase?
- No me habrías creído - respondió el maestro - Algunas cosas no se entienden hasta que se viven.
Más tarde, mientras compartían un poco de pescado seco, Jafed refirió al anciano la historia de su padre, en respuesta a sus preguntas. Cuando hubo acabado de narrar la traición de la concubina, el viejo observó, con expresión sombría:
- Un amante perfecto debe saber perdonar. Ya sé, ya sé que existe el orgullo, y el honor, y todas esas cosas. Pero todo eso tiene poco que ver con el amor, si es que algo tiene. El amor es otra cosa.
- Pero, ¿qué es? - preguntó Jafed, una vez más.
- Pues mira, eso depende. Para algunos, es algo que hacen: aman. Para otros, es algo que les ocurre: están enamorados. Y para unos pocos, no es ni lo uno ni lo otro. Más bien es algo que son. En eso es en lo que creemos los cristianos: en serlo.
"Antes me has preguntado si el amor se acaba. ¿Acaso se acaba el mar? Estaba antes de tí y estará cuando tú te hayas ido. Y tú no habrás hecho más que nadar en él. Puede que acompañado; sería muy bonito. Pero también puedes nadar solo. Puedes sentir amor aunque no tengas a nadie, porque en realidad los tienes a todos. Incluso a tus enemigos. Eso es lo que somos: nadadores. Pececillos. Como este pobre que nos estamos comiendo.
Lo cierto es que el maestro hablaba poco, y aún así, se contradecía a menudo. Una vez que Jafed se lo comentó, obtuvo esta respuesta:
- Es que la vida es contradictoria, y el amor aún más. Vivir es volverse viejo, pero haber vivido es haber sido joven. Vivir es poco más que respirar y durar hasta el día siguiente, y sin embargo es mucho más que eso. Y amar es que te haga feliz lo mucho que te falta. Amar es ser esclavo de la libertad de otro. Valorar una bagatela como si fuese un tesoro, y regalar un tesoro como si fuese una bagatela.
Jafed no llevaba siguiera una semana con su tercer maestro, cuando éste le dijo de sopetón:
- Creo que debo decírtelo: es muy posible que todos nosotros estemos perdiendo el tiempo. Tú como alumno y nosotros como maestros. Porque en realidad, no es en absoluto necesario que tú seas el amante perfecto. Bastaría con que encontrases una sola mujer que se lo creyera.
- Pero - protestó Jafed - se daría cuenta si no lo fuese.
- ¿Estás seguro? - replicó el maestro - Se daría cuenta, sí, si no lo intentases, si dieses por descontada tu perfección. Pero mientras no lo seas, mientras te esfuerces por serlo, ella estará dispuesta a creerte el mejor amante del mundo.
- No lo entiendo - dijo Jafed - Decidme, ¿os parece mal lo que persigo? Yo he oído decir que para los cristianos, el sexo es pecado.
- Oh, seguro - dijo el maestro, irónico - El sexo es algo malo. No sé en qué estaría pensando Dios, cuando lo creó. Eso es lo que parecen creer algunos. Pero no yo. Es algo, y sirve para algo. Para más de una cosa, en realidad. Aún así, mi opinión es que su función más importante es la de crear vida.
"En realidad, es más que eso, claro, de la misma forma que nosotros somos algo más que animales. Sobre ese hecho básico hemos puesto ternura, contacto, comunicación. Un río, en su fluir, puede arrastrar cenizas y fango, hojas caídas y ramas rotas, peces, barcas y cadáveres. Y aún así, lo que un río lleva básicamente, es agua. Y por mucho que hayamos puesto o imaginado en el sexo, sigue siendo como un río: fuerte como él, y neutro como él. Algo esencialmente inocente, ni bueno ni malo. Pero los que a veces no somos inocentes somos nosotros.
Otro día, el maestro dijo:
- No permitas que el amor sea algo que te ocurra. Debes verlo como una misión, una tarea que cumplir. Porque si no es así, puede suceder que se acabe. Y el amor perfecto debe ser para toda la vida.
- ¿Por qué? - preguntó Jafed - Si es mayor que nosotros, si apenas somos dignos de él, si nos es tan difícil alcanzarlo, ¿por qué esperar tanto de él? ¿Por qué no limitarnos a lo que nos permita el destino? ¿Por qué no decirnos: "durará lo que dure, y cuando se acabe, se habrá terminado"?
El maestro lo miró con una expresión extraña, casi sonriente, y dijo:
- Por una sola razón: estas cosas, si se acaban, nunca se acaban al mismo tiempo por los dos lados. Si se pierde el amor, siempre hay uno de los dos que lo pierde primero. ¿Por qué hacerlo durar más? Pregúntaselo al otro, al que aún no lo ha perdido. Él, o ella, tiene la respuesta.
Una noche, Jafed se despertó sobresaltado. Aún aturdido, intentó identificar la causa, y un relámpago iluminó descarnadamente los rincones de la cueva. Había tormenta. Jafed se estremeció. Miró a su alrededor, y vió que el maestro estaba sentado a la entrada de la cueva, mirando hacia fuera. Jafed se acercó a él, y se sentó a su lado. El viento fresco le azotaba el rostro, y llevaba hasta sus labios rociones de espuma. El maestro dijo:
- Mira: una noche de pasión.
A la luz de los relámpagos, Jafed vió el mar como nunca lo había visto, cuajado de olas embravecidas, altas y extensas.
- De vez en cuando, necesita alborotarse - comentó el maestro - Mañana por la mañana, no parecerá el mismo, y ni siquiera nos acordaremos.
Jafed no podía creerlo. El mar parecía capaz de pulverizar las rocas y engullirlos a ellos. El cielo negro se cuarteaba en relámpagos, y los truenos lo ensordecían. Jafed se sentía cada vez más incómodo. Había demasiada oscuridad, y cuando no la había, la luz era demasiado intensa. Y el ruido, el viento y aquel sabor salado lo aturdían. Aquello se parecía demasiado a la muerte, una muerte violenta. Si aquello era la pasión, mejor era no conocerla. Finalmente, se retiró al fondo de la cueva, y consiguió llegar a dormirse.
Al día siguiente, tan como había anunciado el maestro, el mar había recuperado su aspecto luminoso y tranquilo. El anciano dijo:
- Lo que viste anoche era una emoción, y lo que ves ahora es un sentimiento. Hay gentes tan desorientadas que los confunden; no lo hagas tú, porque son distintos. La diferencia principal es que un sentimiento puede ser fuerte, y sin embargo tranquilo. Y una emoción fuerte jamás es tranquila. Pero las emociones pasan, ya lo ves, a veces en una noche. Eso no quiere decir que no las debas tener en cuenta; anoche habrías sido un insensato si hubiese pensado en ir a nadar. Pero habrías sido un tonto si hubieses creído que no podrías volver a hacerlo.
Un día, el maestro despertó a Jafed muy temprano y le dijo:
- Debes irte.
Jafed, aún confuso, preguntó:
- ¿Por qué?
El maestro respondió:
- Porque ya llevas tres meses aquí. Y lo que se puede decir del amor, o se puede decir en media hora, o no basta una vida. Pero tú no estás para que se te digan cosas; tú estás para aprender. Y ya te dije que hay cosas que no se aprenden si no se viven. Mi misión ha terminado, y debo enviarte con el cuarto maestro. Pero el cuarto maestro es la vida. Que Dios te bendiga. Que Alá te acompañe. Que Él, tenga el apodo que tenga, cuide de todos nosotros.
Y Jafed partió, sin saber hacia dónde partía.

jueves, abril 19, 2007

El Amante Perfecto (2)

Segunda parte del relato, en la que continúa la formación el príncipe Jafed. Continúan las lecciones, al mismo estilo de "dar cera, pulir cera" que utilizaba el maestro de Karate Kid (el malogrado Pat Morita).

EL SEGUNDO MAESTRO

El sol caía a plomo sobre las estrechas calles de la ciudad. Jafed se afanaba entre la multitud, los carricoches cargados hasta límites insospechables, los medigos repantingados en la calle, los olores de fritanga y el bullicio. Vaya un sitio, pensó.
Tras mucho preguntar, llegó a la casa, un edificio exactamente igual a los demás que formaban la calle. Se adentró por un corredor que llevaba a un minúsculo patiecillo, y allí encontró a un monje rapado, vestido con una túnica azafrán, sentado en el suelo, totalmente inmóvil. Respetuosamente, se sentó a cierta distancia, y se dedicó a contemplarlo. El monje tenía las piernas cruzadas, y en sus manos, vueltas hacia arriba, se unían el pulgar y el mayor. Un asana, pensó Jafed. Su fe musulmana no le impedía conocer y respetar las otras creencias que existían en su patria. Se dijo que aquel monje, aunque sus labios no se moviesen, debía estar repitiéndose mentalmente "Om", hasta llegar al éxtasis místico. En cierto momento, el monje respiró profundamente unas cuantas veces, y abrió los ojos. Se sobresaltó un poco al ver al muchacho, y dijo con voz tímida:
- Supongo que tú eres Jafed.
Este asintió. El monje se puso en pie trabajosamente, pero rechazó la ayuda que Jafed quiso prestarle. El muchacho pensó que era un extraño personaje. Era increíblemente delgado, y parecía enormemente frágil. Tenía unos ojillos pequeños, de mirada huidiza, y se adivinaba que era muy tímido, como si se avergonzase de sí mismo.
- Ven conmigo - dijo el monje, con un hilo de voz - Te esperaba. Sé que debo enseñarte lo que yo sé, y teniendo en cuenta lo poco que es, no nos va a llevar mucho tiempo.
Jafed siguió al maestro hasta una pequeña celda. El monje hizo un ademán que abarcaba toda la estancia, y dijo:
- Este es mi hogar. Y el tuyo también, mientras estés conmigo.
Indicó al muchacho que se sentase, y fué hacia un hornillo que había en un rincón. Sirvió dos tazas de té, y alargó una a Jafed, con una desmañada cortesía. Se sentó a su vez, y dijo:
- Déjame preguntarte una cosa. ¿Qué debo enseñarte, exactamente? Quiero decir, ¿qué esperas aprender?
- Bien - respondió el muchacho - algo sé, de mí mismo. Ahora quisiera saber algo de las mujeres. Comprenderlas.
El maestro, con una risita nerviosa, repuso:
- ¿Comprenderlas? ¿De cuántas vidas dispones? Quiero decir - añadió, como excusándose - que las gentes de por aquí, como sabes,creen que hay muchos mundos, muchos dioses, muchas vidas. Y en ese último punto estoy de acuerdo con ellos.
"Déjame hacerte una advertencia: no vuelvas a decir 'las mujeres', ni a pensarlo. Dí 'la mujer', porque a partir de ahora, para tí sólo va a existir una: la que tengas delante en ese momento. La mujer es como los días: hay que vivirlos de uno en uno. Por eso no deberías acercarte a una mujer hasta no haber concluído con la anterior.
"Si es que puedes, claro. Acercarte a una mujer es abrirte a la aventura, al misterio, a lo inesperado. Para acercarte, antes deberás seducirla. Y no quiero engañarte: seducir a una persona, seducirla bien, es decir, honestamente, completamente, es una tarea que te puede costar treinta o cuarenta años. Podrías llegar a vivir con ella ese momento que es más brillante que el sol, más necesario que el aire, y al mismo tiempo, más delicado que el pétalo de una rosa. Y ese momento, o es valioso o no lo es. Si no lo es, ¿por qué perseguirlo? Y si lo es, ¿por qué perderlo?
Jafed comentó:
- Estáis hablando de amor, supongo. Decidme, ¿qué es el amor?
- No puedo decírtelo - respondió el maestro - No es una cosa para ser dicha. No tiene una explicación racional y sensata, porque no es racional ni sensato. Es un absurdo, un imposible, un suicidio. Déjame que te cuente una vieja leyenda, algo que escuché hace mucho, mucho tiempo.
"El alma enamorada sube volando al cielo, a reunirse con el alma a quien ama. Al llegar, encuentra una puerta cerrada. Llama, y una voz desde dentro pregunta: '¿Quién es?' El alma responde: 'Soy, yo, quiero estar contigo'. La voz responde: 'No puedo dejarte entrar. Esto es muy pequeño, y no cabemos los dos'.
"El alma, dolorida, vuelve a la tierra, y pasa diez años de ayuno y penitencia en el desierto. Al cabo de ese tiempo, vuelve al cielo, llama nuevamente a la puerta, y la voz pregunta quién es. El alma responde: 'Soy yo. He adelgazado tanto que apenas ocupo espacio. Déjame entrar'. La voz responde: 'Imposible. Hay tan poco sitio, que incluso a mí se me hace estrecho. No puedes entrar'. El alma vuelve a la tierra y pasa otros diez años de penitencia.
"Finalmente, sube por tercera vez al cielo, y llama a la puerta. Cuando la voz pregunta '¿Quién es?', el alma responde: 'Soy tú'. Y la puerta se abre.
El maestro calló, dejando un dulce silencio entre los dos. Al cabo de un tiempo, Jafed, conmovido, dijo:
- Entiendo. No debo pensar en mí; debo pensar en ella. Debo procurar su felicidad. Esa es mi obligación.
- Cuando de verdad se quiere a alguien - dijo el maestro tímidamente - procurar su felicidad no es una obligación; es un privilegio.
- Pero, ¿cómo saber si se quiere de verdad? - preguntó Jafed - ¿Cómo saber si el amor es auténtico?
- Muy sencillo - dijo el maestro - por tus sentimientos. Si amas a una mujer, podrás sentir ternura, o pasión, o ambas cosas. Pero si tu amor es auténtico, sentirás también respeto.
- Antes habéis hablado de seducir. ¿Cómo debo hacerlo?
El maestro pareció algo incómodo, como siempre que se enfrentaba a una pregunta directa, y respondió:
- Para seducir, primero debes ser atractivo. Y para serlo, lo mejor es que seas feliz. Sé feliz, y te sorprenderá ver cuántas personas quieren colgarse de tu felicidad, y de tu brazo. Por eso, el mejor cosmético es una sonrisa.
"Y para llegar a ese momento de intimidad que esperas, hazlo necesario. Mejor aún, hazlo inevitable. Prepara el ambiente, facilita la ocasión, dispon el ánimo. Espéralo, pero jamás lo exijas. Consigue que para ella sea más fácil decirte que sí, que decirte que no.
"Y cuando te diga que sí, y se te entregue, por tu vida - la voz del maestro se volvió solemne - trátala bien. No olvides jamás que la mujer, por muy fuerte y segura que sea, está a merced de sí misma. Como todos nosotros.
El maestro tenía por costumbre empezar sus disertaciones de la forma más inopinada, y vertía sus opiniones desordenadamente, saltando de un punto a otro, como si expusiese detalles de un complejo dibujo del que tal vez ni él mismo lograba tener una visión de conjunto. Un día dijo a Jafed:
- Estar con una mujer es, básicamente, saber hacerle compañía. Pero hay un problema, y es que el tipo de persona que nos gusta tener al lado cuando las cosas van bien, no coincide siempre con la persona que necesitamos tener cerca cuando van mal. Y un amante perfecto debería ser capaz de desempeñar los dos papeles.
Otro día, hizo sentar a Jafed de cara a la pared, y le mandó cerrar los ojos. Entonces empezó a decir:
- Detrás tuyo está la mujer más bella y más deseable del mundo. Está desnuda. Te ama y te desea. Mientras permanezcas inmóvil, con los ojos cerrados, y no te vuelvas a mirarla, su deseo por tí no hará más que aumentar. Veamos hasta dónde eres capaz de hacerlo crecer.
Jafed comprendió que aquello era una lección de autodominio, que estaba aprendiendo a contenerse, y entró en el juego, tensándose como un arco. Por un lado, se imaginó a la mujer, hasta casi sentir su presencia, y oir su respiración. Incluso creyó percibir su perfume. Y por otra parte, apeló a toda su paciencia y su fuerza para mantenerse inmóvil. Tras un rato que se le hizo interminable, abrió los ojos y respiró, exhausto. El maestro lo estaba mirando, y le dijo:
- Vuélvete a mirarla.
Jafed se volvió, pero sólo pudo ver la celda vacía.
- No ves a nadie, ¿verdad? Sólo era un sueño. Y los sueños pueden ser más bellos, más vívidos incluso que la realidad. Pero no se puede abrazar a un sueño. Cuando abraces a una mujer, ten presente que es real, y no un sueño. No lo olvides nunca. No la recrimines por no parecerse a tus sueños.
Otro día, el maestro tomó un cuenco, puso un puñado de granos de arroz crudo y lo desparramó por el suelo. Entonces le dijo a Jafed:
- Recoge los granos de uno en uno, y vuelve a ponerlos en el cuenco.
Jafed, arrodillado, recogió hasta el último grano y le presentó el cuenco al maestro. Éste volvió a esparcir los granos, y le dijo:
- Vuelve a hacerlo.
Jafed repitió la tarea, y al volver a darle el cuenco al maestro, este los desparramó por tercera vez. Jafed, irritado, dijo:
- ¿Por qué lo hacéis?
- ¿Qué hago? - preguntó el maestro.
- Reiros de mí. Deshacer mi trabajo. Condenarme a una tarea absurda, monótona, repetitiva, pesada y sin sentido. ¿Qué esperáis? ¿Que la haga sin quejarme?
- Lo que espero - dijo el maestro - es que comprendas. Eso también es amor: una tarea monótona, repetitiva y pesada. Ella, la mujer, lo hace. Lleva siglos haciéndolo. Y puedes quejarte. A veces, ella también lo hace. Una vez de cada doscientas, más o menos. Tú te has quejado a la tercera. Ella lava, cose, prepara la comida, cuida la casa, educa a los niños, escucha tus problemas, y algunos días, aún le quedan unos segundos para reir y para soñar. Tú sólo recoges unos granos de arroz. Y más vale que recojas esos, porque son tu almuerzo de hoy.
Jafed tardó varios días en asimilar aquella lección. No era la primera vez que le tocaba aprender cosas desagradables, pero aquello le parecía hasta cierto punto injusto. Él no era personalmente culpable de que esa parte hubiese recaído en la mujer, y así se lo dijo al maestro. Éste lo miró con sus pequeños ojillos y le dijo:
- ¿Quieres estar con una mujer?
Jafed, sorprendido, no respondió. El maestro, con un tono inusualmente neutro, continuó:
- Si quieres, y tienes dinero, puedes conseguirlo. A pocas calles de aquí, puedo indicarte el camino, encontrarás prostitutas por la calle. Algunas son casi unas niñas, más jóvenes que tú. Se acostarán contigo por dinero.
Jafed se sentó en el suelo y escuchó. El maestro seguía:
- No tienen derechos. Mientras pagues, no los tienen. Y no son caras. Más baratas que un "te quiero". Podrás hacer con ellas lo que quieras, mientras lo pagues. Humillarlas, incluso.
Jafed preguntó:
- ¿Por qué lo hacen?
- Hay hombres que las inducen a hacerlo - contestó el maestro.
- ¿Hombres? ¿Qué hombres? - dijo Jafed.
- Tengo entendido que los llaman "clientes" - dijo el maestro - ¿Quieres ser uno de ellos?
Jafed negó con la cabeza. El monje dijo:
- Entonces, no te quejes. Aunque no seas culpable, debes saber lo que ocurre, debes saber a lo que te enfrentas. Debes saber que para la mujer, un hombre es también aquello que puede esclavizarla, someterla, degradarla. Tú no lo has hecho, pero otros sí. ¿Y cómo quieres que sepa que no eres uno de ellos? Primero deberás demostrárselo. Y deberás hacerlo cada día y cada momento que pases a su lado. Ella, como tú, como yo, es un pobre animal asustado. Pero ella tiene más motivos para temer.
"Porque los motivos para odiarlas son los mismos que hay para amarlas. Mejor dicho, el motivo, porque sólo hay uno: las necesitamos. Más que ellas a nosotros. Ese es nuestro castigo, porque en vidas anteriores no hemos sido lo bastante virtuosos, y no hemos tenido la suerte de reencarnarnos en una mujer.
"Ella puede ser más hábil, más despierta, más flexible, más sensible, más justa, más generosa. En una palabra: mejor. Y a algo mejor, se le admira. Y se le odia, porque se envidia. Porque puede rechazarnos, diciendo con toda la razón que no somos bastante para ella. Aunque a veces, contra toda lógica, nos acepte.
"Incluso yo, que no he conocido el sexo, no puedo decir que jamás haya tocado a una mujer, porque he tenido una madre, como todos, y ella me tuvo en sus brazos. Aunque ser madre no es lo que hace a una mujer. Es sólo un posibilidad más, una de las muchas que tiene. Y ser esposa, o amante, otra, una de tantas.
"Por eso, no te engañes: no accederás más que a una mínima parte de su universo. Aunque te parezca mayor de lo que puedes llegar a entender. Ella siempre será capaz de ver lo que tú no ves, de saber lo que tú no sabes, de adivinar lo que tú no sospechas. ¿Qué te crees? ¿Que la impresionarás, diciéndole que eres el amante perfecto? A lo sumo, si estás de suerte, sonreirá y dejará que te lo creas. Porque ella, sin haberlo aprendido, por puro instinto, sabrá más que tú.
Jafed pasó un año con el monje, y aprendió a conocer a la mujer, de la niña a la anciana, viendo lo que cambiaba y lo que permanecía. Aprendió a escuchar sus silencios, a leer sus miradas, a expresarse sin palabras, a ser cortés y a ser sincero. Un buen día, el monje le dijo:
- Mi misión ha acabado. No te engañes: sabes muy poco acerca de la mujer, lo poco que yo sé, pero no puedo enseñarte más. Y ahora que sabes algo de tí y un poco de la mujer, deberás aprender algo del amor. Te enviaré con un sabio cristiano. Ellos dicen creer en un Dios de Amor, así que es posible que algo sepan del tema. Parte en paz.

miércoles, abril 18, 2007

El amante perfecto

Ante la proximidad de Sant Jordi, también Día del Libro, me he decidido a publicar, después de bastante tiempo de inactividad, un relato largo, o una novela corta, según se mire. El título es "El amante perfecto", y habrá quien pueda pensar que teniendo en cuenta el autor, queda claro que se trata de una obra de fantasía. Debido a su longitud, la presentaré en cuatro partes, a razón de una al día. La obra tiene la desfachatez de empezar de la misma forma que "Las mil y una noches" ("Alf laila ua laila"), y en un estilo similar. Aquí va la primera parte.

EL AMANTE PERFECTO (Historia del príncipe Jafed)
PROLOGO

Se cuenta - pero Alá es más sabio - que hace algún tiempo ya, vivía en la India un poderoso monarca, de nombre Abdul, que tenía un hijo llamado Jafed. Abdul gobernaba a sus súbditos con justicia y magnanimidad. Sus cuatro esposas y sus veinte concubinas consolaban sus noches, y el príncipe Jafed crecía en estatura e ingenio ante sus ojos. Parecía que su vida iba a ser una sucesión de días felices,hasta el momento en que Alá, el omnipotente, el misericordioso, le pusiera fin.
Sin embargo, un buen día, Abdul sorprendió a la más joven de sus concubinas en brazos de un sirviente. Impulsado por su rencor y justificado por la ley, ordenó la ejecución de ambos, y así se cumplió. Pero desde aquel momento, Abdul se vió invadido por una desazón y una pesadumbre que no lograba disipar. Finalmente, y tras mucho cavilar, hizo venir ante sí al príncipe Jafed, y le dijo:
- Hijo mío, he tomado una decisión. Debo decirte que hace poco he sufrido la peor decepción de mi vida, y no estoy dispuesto a que a tí te pueda ocurrir lo mismo. Yo he sido traicionado, y tengo derecho a esperar que tu vida se vea libre de ese dolor.
"Ante una desgracia como la ocurrida, no hay nadie inocente, ni siquiera yo. Habría debido saber, preverlo, evitarlo. El descuido puede ser tan culpable como el delito, pero tú te verás libre de ambos.
"Mi falta fué no haber dado a una mujer joven todo el afecto y la atención que necesitaba. Por eso he dispuesto que pases unos años con los hombres más sabios del país, para que te transmitan sus conocimientos y puedas llegar a ser el amante perfecto. Si lo eres, cualquier mujer preferirá morir a traicionarte.
"Sé que Harun, el Justiciero, tomó otra decisión: la de ejecutar a sus nuevas esposas después de la primera noche. Hasta que tropezó con Scherezade. Pero yo creo que hay otra solución, que espero que tú puedas llevar a la práctica. Así pues, prepárate a partir, porque tienes mucho que aprender.
- Escucho y obedezco - respondió el príncipe.
Jafed era casi un niño, y aún no lo turbaban las inquietudes de la adolescencia. Por más que no supiese ver el sentido de todo aquello, se dispuso a la marcha, por el respeto y fidelidad que le debía a su padre.

EL PRIMER MAESTRO

Tras dos días de viaje, Jafed llegó a la casa del maestro, un anciano que lo estuvo mirando largamente, hasta hacerlo sentir incómodo. Finalmente, el viejo le preguntó:
- ¿Quieres aprender?
Jafed asintió. El viejo volvió a preguntar:
- Y, ¿cuánto quieres aprender?
Jafed, tras vacilar un poco, respondió:
- Lo suficiente, supongo.
El anciano sacudió la cabeza, y dijo:
- No empezamos bien. No basta con aprender lo suficiente. Hay que aprenderlo todo, y más en esta materia. ¿Acaso se puede volar a medias? El que lo intente, no será un pájaro, ciertamente. Y antes de empezar, convendría que dejásemos claro cuáles van a ser los límites. Tú no vas a decir "basta", no vas a decidir hasta dónde quieres llegar, porque debes llegar hasta el final. El amante perfecto, nada menos. Y yo, aunque te enseñe todo lo que sé, no será todo.
"Alá ha creado este mundo inmenso, y ha puesto en él a miles de personas, pero lo que no ha hecho ha sido darle toda la sabiduría a uno solo. Nadie lo sabe todo, ni siquiera acerca de sí mismo. Por eso necesitarás varios maestros. Pero no te preocupes, yo me encargaré de buscarlos.
Jafed preguntó:
- Perdonad, pero ¿dónde está la mujer?
- ¿Qué mujer?
- Si debo aprender a ser el amante perfecto - dijo Jafed - necesitaré una mujer, ¿no?
El maestro sonrió.
- De momento, no - dijo - Es mejor así. A menudo, ante una mujer, lo que ves estorba a lo que entiendes. Y antes que nada, debes entender. Llegar demasiado pronto al contacto es un error muy grave. Te haces una idea equivocada de las cosas, te obsesionas con tonterías, te envicias, te crees que ya sabes y no aprendes.
- Pero, incluso para entenderlas - insistió Jafed - ¿no sería mejor que hubiese una? Aunque sólo fuese para observarla.
- No - la voz del anciano fué categórica - Porque debes entender desde dentro, y para eso no hace falta otra mujer. Para eso, basta con lo que tú tienes, con la parte de mujer que hay en tí. Y con la parte de mujer que te falta, con lo que tú necesitas de ellas. Esa necesidad, esa carencia, dibuja a la mujer, de la misma manera que la huella revela la forma del pie.
"Será mejor que ahora vayas a descansar. Mañana, a primera hora, empezará tu aprendizaje, y algunas cosas se comprenden mejor estando descansado, lo mismo que otras se entienden mejor cuando se es desgraciado. Pero de todo habrá tiempo. Buenas noches.
Jafed se retiró a dormir, con ánimo intranquilo. No acababa de entender a aquel anciano, que decía unas cosas bien extrañas. Tal vez la tarea que le habían impuesto era más difícil de lo que parecía. De todas formas, decidió darse un margen de confianza y aplazar sus temores para más adelante.
Al día siguiente se despertó sobresaltado. El sol, ya alto, le dijo que tal vez había dormido más de lo conveniente, y temió que el maestro se incomodase con él. No le gustaba faltar a las normas, y tenía la sospecha de que en aquella casa esas normas no estaban ni siquiera formuladas, lo que no quería decir que no debieran seguirse.
Fué al encuentro de su maestro, pero no lo halló. Recorrió en vano todas las habitaciones; la casa estaba vacía. Salió al jardín, y paseó por él, sin ver a nadie. Incrédulo aún, vagabundeó de una a otra estancia, con pasos cansinos, esperando no sabía qué. Se sentó un rato en la terraza que daba al jardín. Contempló el cielo. Se cansó de estar sentado, y aventuró unos pasos entre los arbustos. No tenía demasiado sentido ponerse a explorar, y volvió a la terraza. Tras un rato que le pareció interminable, creyó oir un ligero ruido en el interior de la casa. Se levantó y entró, esperando hallar a alguien, algo. En el centro de una sala completamente vacía había una escudilla con unos puñados de arroz hervido, y al verlo se dió cuenta de que tenía hambre. Se sentó en el suelo y devoró el frugal almuerzo.
La tarde transcurrió igualmente solitaria, hasta provocarle un indecible aburrimiento. Dormitó un poco, y se despertó sobresaltado. Lo invadió una ligera irritación. Se dijo que allí estaba perdiendo el tiempo. Su enfado fué creciendo de tono, hasta obligarlo a ponerse en pie y dar unas cuantas zancadas furiosas. Se lanzó a recorrer el jardín, sin ver nada, atento solo a desahogarse con el ejercicio, y así estuvo hasta que empezó a oscurecer.
Al volver a entrar en la casa, vió que en la misma sala de antes había una nueva escudilla, con más arroz. Despechado y resentido, decidió no probarlo, y se fué a dormir.
Al otro día, al despertarse, vió que el maestro dormía a su lado. Apenas había tenido tiempo de moverse, cuando el anciano abrió los ojos, lo miró y puso un dedo ante los labios, imponiendo silencio. Jafed asintió. Aquello al menos era una norma, y podía seguirla.
Pronto quedó claro que el anciano no pensaba hablar en todo el día. Se limitaba a estar al lado de Jafed, siguiéndolo a todas partes y sin dejar de mirarlo. Jafed esperaba en vano alguna indicación de lo que debía o no debía hacer, y al no recibirla, decidió obrar por su cuenta. Salió al jardín, y el maestro fué con él. Se puso a pasear, acompañado del anciano, y si se detenía para contemplar un arbusto o una flor, el viejo se detenía también, aguardando.
Hacia mediodía, la presencia constante del maestro dejó de intrigar al muchacho, para empezar a molestarlo. Aparte de que no tenía ningún sentido que ambos guardasen silencio, aquella compañía ineludible era agobiante. Por la tarde, en un momento en que la persistente mirada del anciano se le hizo insoportable, Jafed echó a correr hacia el fondo del jardín. Sabía que el maestro no podría seguir el ritmo de sus piernas jóvenes. Y efectivamente, se quedó en la terraza, sin siquiera intentar acercársele. Pero cuando Jafed volvió la vista atrás, pudo ver que el viejo seguía mirándolo, que por lejos que estuviese no podía escapar a su mirada.
El resto del día costó de pasar, pero finalmente llegó la noche. Al retirarse a dormir, Jafed estaba decidido: al día siguiente se despediría del anciano y volvería a casa. Ya estaba harto de perder el tiempo. A la mañana siguiente, sin embargo, creyó que le debía alguna explicación, así que se encaró con el viejo y le dijo:
- Maestro, voy a marcharme. Yo he venido aquí a aprender, pero veo que no queréis enseñarme. Ya he perdido dos días, y no pienso seguir esperando a que os decidáis a empezar las lecciones.
El anciano lo miró con una expresión de ligera sorpresa y dijo:
- Las lecciones ya han empezado. Anteayer tuviste ocasión de aprender lo duro que es estar solo. Y ayer, lo complicado que resulta a veces estar acompañado.
"Estos son el norte y el sur, dos puntos esenciales para orientarte. Porque un buen amante debe saber que trabaja con sentimientos, y debe saber con cuáles. Y algunas de esas cosas no sirve de nada decirlas: hay que vivirlas. Pero no te preocupes; no habrá más lecciones sin palabras. A partir de ahora, aunque tú hagas el trabajo, yo tendré que dirigirte y orientarte.
El maestro calló unos instantes, dejando que sus palabras penetrasen en el ánimo de Jafed. El muchacho preguntó:
- Maestro, ¿qué debo hacer para ser un buen amante?
El maestro sacudió la cabeza y dijo:
- No te preocupes de momento por saber el qué. Antes de eso, debes tener muy claro el por qué. Cuando lo sepas, te será más fácil aprender el qué.
Jafed sonrió, y dijo:
- ¿El por qué? Eso ya lo sé. El hombre desea a la mujer, eso es todo. Y ser un buen amante sirve para poder satisfacer ese deseo.
El maestro replicó:
- No te engañes: el deseo y el instinto no son más que brújulas, indicadores que tenemos para saber hacia dónde debemos ir. Señalan el camino, pero no son la razón para seguirlo. La razón es otra.
- Entonces, ¿cuál es?
- Debes descubrirla tú solo. Aprende de tí mismo; sólo así sabrás que no te engañan. Escucha a tu corazón, y pregúntale qué espera de una mujer, no sólo como mujer, sino también como persona. Y escucha a la mujer que hay en tí, averigua qué necesita, y dáselo.
- Eso dijísteis el otro día, que hay en mí algo de mujer. ¿Acaso dudáis de mi virilidad?
- No, no lo has entendido. En tí hay algo de mujer, porque lo hay en cualquier hombre. No tiene nada de extraño. A fin de cuentas, tú, como todos, empezaste siendo parte de una mujer: de la madre que te llevó en su seno. Fuiste creado en un cuerpo de mujer, y algo te ha quedado de la tierra en que naciste.
"Y del mismo modo, en toda mujer hay algo de hombre, porque fué una semilla de hombre que la engendró. Y no sabrás amar y aceptar a una mujer mientras no sepas amar y aceptar a la mujer que llevas dentro.
"Podrías, claro está, negarla, olvidarla, reprimirla. Podrías limitarte, mutilarte, suicidarte. Pero no me parece una postura sabia. ¿Cómo vas a saber amar a otra persona si no sabes amar a la que tienes más cerca, tan cerca que la llevas puesta? ¿Cómo te vas a regalar a los demás, si no vales la pena?
- Habláis de amor, pero yo creía... ¿Es que hace falta amar para ser un buen amante?
- ¿Es que hace falta hierro para ser un buen herrero? No sé lo que tú habrás venido a aprender, pero yo no voy a ser tu maestro de vicios. ¿De qué estás hablando? ¿De sexo? Muy bien. Perfecto. Pero eso es sólo una parte. No creas que sabes hablar si sólo puedes pronunciar una o dos letras. Y déjame decirte algo más: dos personas que se acuestan juntas, es mucho mejor que se quieran. Eso los ayudará a perdonarse las decepciones.
"¿Qué parte de tí eres tú? ¿Tus genitales? Porque si es así, no necesitas a una mujer, una oveja te bastaría. Pregunta a los pastores. Si crees eso, cualquier carnicero puede venderte, al peso, la parte de hembra que te haga falta. Pero espero que seas algo más que eso.
- Pero, ¿es realmente tan difícil? Quiero decir, ¿es necesaria tanta técnica, tanto conocimiento? Para los animales, es todo mucho más simple, más sencillo.
- Sí, en eso tienes razón. Los perros, por ejemplo, no tienen ese problema. Lo malo es que un hombre no es un perro. Supongo que no te gustaría la comida que se da al perro. Y si no quieres su comida, ¿por qué habías de querer su conducta, su moral?
Jafed calló, pensativo. El maestro dijo:
- Siéntate dándome la espalda. Vamos a empezar a trabajar.
Jafed obedeció, como le tocaría obedecer muchas veces a lo largo de los días. El maestro dijo:
- Piensa en tí. No como tú te ves; intenta imaginar cómo te ven los demás. Contempla lo que hay de malo, dos minutos. Y contempla lo que hay de bueno, un par de horas. Te costará, ya lo sé. Pero lo primero que debemos conseguir es que dejes de ser tu peor enemigo.
Jafed se preguntó por qué el maestro creía que él era su peor enemigo, y esa fué la primera de una larga serie de preguntas. El muchacho pasó un año con el anciano, y en ese año aprendió a conocerse, a perdonarse y a reprenderse. A ser de confianza, pero sabiendo mantenerse al margen. A tener esperanza, pero sin confiar demasiado. A sufrir la decepción y el engaño, sin quejarse y sin darle importancia. A enfrentarse al éxito y al fracaso, dos impostores que deben tratarse de igual manera. A soportar la soledad, y aún más difícil, a soportar la compañía. En una palabra: a ser un hombre, más que eso, a ser una persona.
Al cabo de ese año, el maestro le dijo, un día entre los días:
- Yo ya he acabado mi misión. Te has convertido en otro, alguien que cualquiera, hombre o mujer, querría tener por amigo. No puedo hacer más por tí, porque ahora debes aprender algo acerca de la mujer, y yo no sé nada de mujeres: tan poco como puede saber un hombre. Y al parecer, eso no basta.
"Te enviaré con tu siguiente maestro, alguien que sí sabe algo acerca de ellas, si es que alguien lo sabe, incluyendo ellas mismas. No te sorprendas: es un infiel. Es uno de los seguidores de Gautama Buda, el Iluminado. O, al menos, lo era. Ve con él. Lo conocerás porque te dirá lo que dicen los sabios: que él no sabe nada, o casi nada.

miércoles, abril 11, 2007

Dos Hermanos

Hoy estoy dispuesto a cometer una temeridad, y creo necesario explicar por qué. Últimamente se han levantado algunas voces que vaticinan que la lengua castellana está en peligro de extinción en Cataluña, lo que es, como mínimo, una exageración. Ante eso, y como catalán de nacimiento y de residencia, sólo me cabe reaccionar. Desde luego, yo no elegí el lugar en el que vine al mundo, pero a la larga o a la corta, uno es de algún sitio. Y hoy, lo que propongo es un cuento en catalán.

Tal vez alguno descubra que no es una lengua tan extraña, tan lejana y tan incomprensible (y desde luego, no es una lengua enemiga de nadie). Casi sería obligado explicar por qué no escribo habitualmente en catalán, pero eso es muy simple: no domino tan bien los recursos expresivos en catalán como en castellano, por culpa de mi hsitoria personal. De todas formas, aquí está mi propuesta:


DOS HERMANOS
Va arrambar el cotxe a la vorera, va fer una ullada, i en no veure-la, va tocar el clàxon dues vegades. Al cap d'un moment la va veure sortir del portal, barallant-se amb la jaqueta. Duia només una màniga posada, i amb l'altre braç subjectava la seva bossa enorme, mentre les seves dents agafaven un "croissant", o més aviat el tros que en quedava. Volia fer massa coses alhora, la Clara. Sempre feia igual. A la comissaria deien que si sempre tenia més feina de la que podia fer, era perquè no en sabia, de dir "no". Tot i que ell podia donar testimoni de que sí que n'era capaç, de dir no, i amb una tenacitat remarcable.
Ella va pujar al cotxe, i es va estar una bona estona debatent-se, com si s'hagués de defensar de l'atac combinat de la jaqueta, la bossa i el tros de "croissant", que era l'agressor més petit, però no el menys ferotge. Ell, que se la mirava de cua d'ull, es va esperar que la situació s'estabilitzés, i en veure que havia aconseguit repel.lir l'atac, va dir:
- Sento haver-te despertat. No fas gaire bona cara; suposo que aquesta nit deus haver tingut companyia.
- D'això, no n'has de fer res.
No hi havia manera d'aclarir si era que sí, i no ho deia per tal de no ferir-lo, o era que no, i no li deia perquè no es fes il.lusions. Ella va preguntar:
- Qui és, el mort?
- Ningú que compti. Ell no, però el seu germà és en Carles Rives-Pou.
- En Rives-Pou? - va fer ella, i va deixar anar un xiulet.
La detestava, quan feia això. De fet, la detestava quan feia un munt de coses; l'hauria agafat per les espatlles i l'hauria sacsejat, per tal de veure si posava una mica de seny. En Rives-Pou era un d'aquells que "no li calia presentació", tal com deien a la tele. Escriptor d'èxit, de massa èxit pel parer d'alguns, els seus llibres es venien com a xurros, "tal com els correspon", que hauria dit algun crític. La seva especialitat eren les narracions eròtiques, preferentment ambientades en llocs molt coneguts.
Acostumava a dir que aquest era el secret del seu èxit, que això excitava la morbositat dels lectors. La seva descripció d'una tòrrida escena de sexe a la tribuna de Can Barça havia estat tot un escàndol, però d'ençà de la publicació del llibre, la tribuna era sempre plena. Corrien veus que un altre dels seus llibres, amb una escena al Fossar de les Moreres, a la matinada de l'onze de Setembre, no havia arribat a l'impremta per por a les represàlies. Les seves obres en castellà havien tirat per terra la fama de freds que per a alguns tenien els catalans, tot i que molts creien que la nova imatge que ell havia escampat tampoc els feia cap favor.
El seu germà, en canvi, era ben poc conegut, fora del cercle en que es movia. Un cercle cada cop més petit, perquè en David, que així es deia el mort, semblava tenir la gràcia de barallar-se amb tothom. Havia renyit amb els de Omnium Cultural, amb la fundació "la Caixa", amb l'Ajuntament, amb la Generalitat, amb el bisbat, amb el Col.legi d'Advocats (tenia la carrera de Dret) i fins i tot amb l'associació de veïns. Tothom deia que valia molt, però que s'estimava més veure'l de lluny, perquè així només se li veien les virtuts.
Amb aquests antecedents, no era gens estrany que la seva carrera d'escriptor hagués fracassat gairebé abans de començar. Tot i que semblava tenir condicions (i més qualitat que el seu germà, segons deien els qui havien pogut llegir alguna cosa seva), li mancava aquell nucli d'incondicionals que haurien pogut recolzar-lo en els primers moments. A més, per la seva trajectòria era evident que en David Rives-Pou no es sabia, de vendre.
De tot això, en va fer cinc cèntims a la Clara, mentre enfilaven cap a la part alta de la ciutat. Ella, entre dues mossegades al croissant, va dir:
- Dos hermanos.
- Què?
- Res, recordava una cosa que deia en Pla: que a cada port de la Mediterrània hi ha un vaixell que es diu "Dos Hermanos", propietat de dos germans que no es poden ni veure.
De vegades, hi atinava, la Clara. Només de vegades; calia reconèixer que era decidida i resolta, que no la espantava la feina i que te'n podies refiar. Però també, que tenia tendència a simplificar-ho massa, fos el que fos. Ell havia conegut sabates amb més intuïció que ella. Si al menys no hagués sigut tan remaleidament feminista, si hagués sigut capaç d'admetre que els homes també podien ser persones, hauria estat més fàcil entendre- s'hi.
Quan finalment van arribar al pis, un principal a una escala plena de tenebres i sense ascensor, el jutge ja havia decretat l'aixecament del cadàver, i ja se'l havien endut. Els del laboratori omplien totes i cadascuna de les esquifides estances del pis. A la recerca d'un lloc on poder-s'hi estar, van anar a parar al que semblava el despatx, una habitació petita, amb una taula i una llibreria enorme que es menjava un bon tros del poc espai que hi havia. Era ben clar que aquella família havia conegut temps més feliços, i que aquells mobles provenien d'una altre casa, més espaiosa i confortable, i que els havien hagut d'encabir com van poder en aquell pis.
Ell va acostar-se a la taula i va tafanejar els papers que hi havia a sobre, mentre ella s'atansava a la finestra. Encuriosit per uns fulls escrits a màquina, es va posar a l'altre banda de la taula i va donar-hi una ullada. Els fulls reposaven sobre una carpeta oberta, i va agafar unes pinces per a segells que hi havia a la taula, per tal de poder-la tancar i llegir si hi havia cap anotació a les tapes. Sí, hi havia un títol: "Caim i Abel". Dos germans, una altre vegada. Pel que es veia, en David encara escrivia, tot i que no publiqués.
- Escolta això, Clara - va dir, i va començar a llegir:
"Caim, davant Déu, va dir:
- No sou just, Senyor, perquè us estimeu l'Abel més que no pas a mi. I ell no s'ho mereix, no s'esforça, no s'ho ha guanyat. I jo, que sempre us he servit, que tinc més mèrits, rebo menys que ell.
"I Déu va dir:
- Que potser em passes comptes?
- No, Senyor - va dir Caim - Però si ell no s'ho mereix, i jo sí, perquè m'estimeu tan poc?
"I Déu va dir:
- L'amor sempre és injust, pel mateix que és gratuït. Sempre és un caprici, i mai té motius; només excuses. I sempre va a parar a qui no se'l mereix, perquè ningú no se'l mereix. Altrament no fóra amor, ans justícia, reconeixement del mèrit, o bé interès. Però Jo he volgut que hi hagués alguna cosa per sobre de la justícia, del mèrit, de l'interès, perquè pogués arribar als més petits, als més desvalguts, als qui no en tenen, de mèrits, als qui no tenen res amb què pagar-ho, als qui no tenen arguments per convèncer ningú. Als qui no se'l mereixen.
"Per això cal estimar tothom. Perquè potser hi ha algú que només et té a tu, per a estimar-lo. Potser ets la seva única oportunitat. I deixaràs que es perdi?
"Tu voldries més amor; trobes que te'l mereixes, i aquest és el teu pecat. Però no ets tu qui ha de mesurar i pesar l'amor que et pertoca, sinó qui te'l dona, que decideix quan te'n vol donar. I, què et fa creure que si rebessis més amor fores capaç de païr- lo?"
No hi havia res més escrit. La Clara va dir:
- Ho trobo profund. I també molt espès, si vols que et digui.
Calia esperar-s'ho. Ni tan sols havia copsat l'al.lusió, ben evident, a algú que només la tingués a ella com a única possibilitat.
- Si et vols quedar aquí tafanejant, jo me'n vaig a veure què fan els altres - va dir ella.
El va deixar sol. Ell va examinar la llibreria, on nombroses carpetes i arxivadors s'arrengleraven al costat dels llibres. Les seves obres completes, de ben segur. En David havia escrit força, i pel fragment que havia pogut llegir, força bé. Amb un estil i uns temes radicalment oposats als del seu germà, això sí. No era gens estrany que mentre a l'un l'envoltava l'èxit, l'altre hagués mort en l'anonimat.
Va posar-se a rumiar sobre el text que havia llegit. A cop de vista, semblava que a en David li tocava el paper de Caim, l'envejós. Només hi havia un problema: que el mort havia estat ell. Suïcidi? Potser sí. Al capdavall, un suïcidi també és un homicidi. Encara rumiava quan la Clara va tornar. Només veure-la, va dir:
- Em sembla que podem descartar el suïcidi.
- N'havíem parlat, de suïcidi? - va preguntar ella, sorpresa.
- No.
- Ja m'ho pensava. Vine, que hem de marxar.
Quan eren al cotxe, ell es va explicar:
- Ja ho tinc. Sé que sembla difícil, però crec que es tracta d'un assassinat.
- Ah, sí? I que saps qui és l'assassí?
- I tant. El seu germà, en Carles.
- Per què?
- Per enveja. Ja sé que hauria d'anar al revés, però és molt estranya, l'enveja. No saps mai què envejaràs, o què t'envejaran. Vist des de fora, sembla que en David hauria hagut d'envejar en Carles, si tu vols, fins al punt de suïcidar-se per desesperació. Però el text que hem trobat no és el d'algú desesperat, sinó el d'algú que comença a sortir-se'n, perquè ho comença a entendre.
- Però, no era una còpia de la Bíblia?
No es podia, amb la Clara. No en va fer cas, i va seguir:
- No. Ara imagina't el germà, en Carles. Un escriptor de molt èxit, però menyspreat per la crítica. Algú que sap que el seu germà escriu molt millor que ell. No en sabem gaire, d'en Carles. Potser no en té prou, amb el que ha aconseguit. Potser voldria el Premi d'Honor de les Lletres Catalanes. En David tenia el do, i en Carles li envejava. Caim i Abel. "Dos hermanos". En Carles mata en David, per enveja. Què me'n dius?
- No està malament. Però em sembla que t'equivoques.
- Perquè m'ho dius?
- Per tres raons: primera, per la ferida de bala que hi havia al cap del mort, amb una cremada de pólvora que indica que el tret ha sigut de molt a prop. Segona, perquè en Carles Rives-Pou és de viatge als Estats Units des de fa dos dies, i no podia prémer el gallet de tan lluny. I tercera, perquè han trobat una carta adreçada al jutge, de la mà d'en David, on explica la seva intenció de suïcidar-se.
Ell estava ben astorat. Va tenir l'esma de preguntar:
- Com ho saps, tot això?
- Me n'he assabentat mentre tu et dedicaves a regirar papers.
Se'l va mirar un moment i va afegir:
- No pateixis, era una bonica hipòtesi, tanmateix. Et veig una mica pansit, i voldria animar-te. Perquè no vens aquest vespre a sopar a casa?
Bé, allò era una sorpresa ben encoratjadora. Malgrat tot, no es va poder estar de dir:
- Saps? Aquesta història no era la Caim i Abel. Era la de Samsó i Dalila, perquè tu has fet el mateix: treure'm tota la força.
Ella se'l va mirar, i com si parlés d'una altre cosa, va dir:
- Potser sí que et convindria, anar a cal barber.
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