El Amante Perfecto (y 4)
LA PRIMERA MUJER
Era una presencia extraña. Apoyaba la cadera en un costado de la fuente, mientras sostenía el ánfora bajo el chorro. Pero resultaba demasiado alta, demasiado esbelta para ser simplemente una mujer en una fuente. Más bien parecía como si hubiesen decidido adornar la fuente con una estatua, convirtiéndola en un monumento.
Jafed, mientras se acercaba a ella, se dió cuenta de que la miraba con insistencia. Calma, se dijo. Que no te delaten los nervios. Si tú fueses ella, lo que esperarías de ese muchacho que llega sería corrección y respeto. Y puede que te gustase una sonrisa.
La mujer lo miró extrañada y dijo:
- Perdona, pero no recuerdo quién eres, aunque al parecer nos conocemos.
- No - replicó Jafed - es la primera vez que nos vemos.
- Entonces - preguntó ella - ¿por qué sonríes?
Jafed, confuso, vaciló un poco antes de contestar:
- Me pareció que resultaría más agradable.
- Ya entiendo - dijo ella - Eres uno de esos que van por ahí saludando a todo el mundo y presumiendo de simpático, ¿verdad? Aunque lo único que te interesa es encontrar a una lo bastante estúpida para dejarse engatusar por tu sonrisa.
Jafed, sorprendido y contrariado por la reacción de ella, utilizó su tono más neutro para decir:
- ¿Puedes dejarme beber, por favor?
Ella apartó el ánfora, y mientras Jafed bebía, comentó:
- ¿Lo ves? Eres la educación personificada. Seguro que ahora te ofrecerás a acompañarme, con la excusa de llevarme el ánfora. Y si fueses sincero, eso sería de agradecer. Menos mal que yo ya sé cuáles son tus intenciones.
Jafed decidió que debía responder, antes de que ella siguiera acusándolo, y dijo:
- Tú no me conoces. Es la primera vez que me ves, y no tienes por qué suponer que yo tenga malas intenciones. No es así en absoluto.
Ella, con una sonrsa de triunfo, dijo:
- Lo niegas, luego es cierto.
Y sin transición, añadió:
- Acepto tu ofrecimiento. Toma.
Y le tendió el ánfora. Jafed la tomó, y sin tiempo a protestar, se vió obligado a seguirla. Por el camino, ella comentó:
- No te hagas ilusiones. Que yo permita que me acompañes, no significa nada en absoluto, ¿comprendes?
Jafed asintió, en silencio. Ella preguntó:
- ¿Cómo es que un muchacho como tú es tan poco hábil al tratar con mujeres? ¿Dónde has estado hasta ahora? ¿En un monasterio?
Jafed reacomodó un poco la pesada ánfora antes de responder:
- Casi. Estaba estudiando.
- ¿Estudiando? ¿Qué?
- El arte del amor - constestó Jafed, con precaución. La mujer sonrió y dijo:
- Pues al parecer, no has tenido buenas maestras.
- A decir verdad - dijo Jafed - eran maestros. Tres ancianos.
La mujer rió y dijo:
- Es la cosa más absurda que he oído en mi vida. ¿Qué pueden saber tres ancianos acerca del amor?
Jafed iba a contestar algo, pero creyó más prudente callar. Habían llegado a la casa. La mujer cogió el ánfora y la apoyó en su cadera, con una soltura que sugería que era capaz de llevarla así durante horas. Miró detenidamente a Jafed y dijo:
- Apuesto a que nunca has estado con una mujer. Me lo dicen tus ojos; tienes la mirada desorientada, como si te diera vergüenza mirar.
Jafed, cohibido, no respondió. La mujer esbozó una sonrisa y continuó:
- Entonces, será mejor que te vayas. Yo podría darte tus primeras lecciones, y enseñarte unas cuantas cosas que vale la pena que sepas. Pero no estaría bien. Porque seguramente, yo saldría ganando más que tú. Disfrutar por un tiempo de alguien como tú, con toda la pasión de tu inexperiencia, podría ser bonito. Pero sería abusar de tí, y no debo hacerlo. Ve en paz, y que seas feliz.
Y cerró la puerta, dejando a Jafed en la calle.
LA SEGUNDA MUJER
Jafed pasaba por el mercado, apenas distraído por las mercancías que desfilaban ante sus ojos, cuando llegó a sus oídos una risa fresca y juvenil. Al volverse, vió a una muchacha que aún mostraba en su cara una amplia sonrisa. Ella lo miró, y echó a reir de nuevo. Se reía de él, eso estaba claro. Jafed fué hacia ella y le preguntó:
- ¿Se puede saber de qué te ríes?
- ¿Se puede saber - preguntó ella a su vez - dónde vas con esas babuchas?
Jafed sonrió. Sólo entonces se dió cuenta de que la muchacha, sentada en el suelo, tenía ante sí una alfombra en la que se exhibían toda clase de botas, sandalias, borceguíes y babuchas. Y su risa no era más que un reclamo para la venta, un buen reclamo, sin duda.
- Deberías comprarte unas nuevas - dijo la muchacha, sonriente.
Jafed adoptó la postura de estar meditando mientras la contemplaba. Ella vestía un sari verde, tenía unos profundos ojos negros, y a menudo alargaba la mano hacia alguno de los pares desparramados por la alfombra, para rectificar su posición o para lucir sus brazos desnudos. Jafed dudaba. Desde luego, sus babuchas habían conocido días mejores, y le quedaba mucho trecho por andar, antes de regresar a casa. Pero tal vez fuesen más prácticas unas sandalias. La muchacha seguía:
- Son indignas de un caballero tan elegante.
Por fin, Jafed se decidió. Se sentó en el suelo, al lado de la muchacha, y se descalzó para probarse unas sandalias. Ella lo miraba complacida. Jafed, intentando entablar una conversación, dijo:
- Tienes aquí algunos pares muy bonitos. Pero no veo nada que sea digno de calzar tus pies.
La muchacha lo miró, sorprendida y halagada, y de forma casi inconsciente, ocultó los pies bajo los pliegues del sari. Jafed continuó:
- Una muchacha como tú no debería estar vendiendo calzado. Aunque no se me ocurre qué otra cosa podrías vender. Flores no, desde luego. ¿A quién le iban a parecer bellas, estando tú a su lado? Las deslucirías.
La muchacha abrió un poco más sus grandes ojos, alargó una mano hacia un par de sandalias y las dejó totalmente torcidas. Luego, tímidamente, dijo:
- Os lo ruego, señor. Si os interesan las sandalias, son seis rupias. Y si no, os pido por favor que me dejéis seguir con mi negocio.
Jafed, sorprendido, preguntó:
- ¿Por qué me dices eso? ¿Acaso te he ofendido? Sólo intentaba ser amable.
La muchacha respondió penosamente:
- Dejadme, señor. Alguien como vos, con vuestro aspecto, capaz de hablar como vos habláis, habrá conocido sin duda a las mujeres más bellas, las más ingeniosas, las más amables, las más ardientes. No debéis acercaros a alguien como yo. ¿Qué podría ofrecer yo? Nada, o casi nada. Tan solo mi pobre persona, que os decepcionaría y os parecería ridículamente pobre e insulsa. Sois demasiado para mí, señor, y yo soy muy poca cosa para vos. Por eso es mejor que me dejéis.
Jafed se puso en pie, pagó las sandalias y continuó su camino.
LA TERCERA MUJER
Jafed estaba sentado a un lado del camino, pensando. Haber sido rechazado dos veces en dos días no era lo que él había esperado, y además, le parecía impropio de un amante perfecto. Tal vez esa parte no se la habían explicado bien, o tal vez no había prestado suficiente atención. Por lo visto, tan peligroso resultaba no tener ninguna experiencia como tener demasiada.
Absorto en estos pensamientos, no vió acercarse a la mujer que venía por el camino, llevando un enorme fardo en la cabeza. Ella, al llegar a su altura, se detuvo, descargó el fardo y se sentó a su lado. Entonces le preguntó:
- Dime, muchacho, ¿qué te pasa?
Jafed le dedicó una mirada fugaz antes de responder:
- No me ocurre nada.
- Seguro que sí - dijo la mujer - Yo también tengo hijos, y ya conozco esa cara enfurruñada, como si se te hubiera roto un juguete. Sólo que tú ya tienes edad de otro tipo de juguetes. Juguetes que se pintan y se perfuman. Y a lo mejor, lo que pasa es que acabas de descubrir que sin sospecharlo, tú también podías no ser más que un juguete.
Jafed dirigió una mirada más prolongada a la mujer. Tenía edad suficiente para ser una madre de familia, pero aún se la podía considerar joven. La mujer continuaba:
- Es eso, ¿verdad? Sólo una mujer puede curar lo que una mujer ha herido. Tú eres muy joven, y te falta mucho que aprender. Y aunque tuvieses trescientos años, te faltaría mucho que aprender de mujeres, porque has nacido hombre.
"Tú lo que necesitas es alguien que te consuele, que cuide de tí y que te oriente. Tú lo que necesitas es una madre. Si estás triste y desorientado, y creo que lo estás, ven conmigo. Yo te haré compañía, y serás para mí como uno más de mis hijos.
Jafed se puso en pie como impulsado por un resorte. Acababa de descubrir que hay cosas peores que ser rechazado. Sin embargo, ni podía ni quería ser descortés con la mujer, por lo que buscó su tono más amable para decir:
- Te lo agradezco mucho, pero no puedo ir contigo. Debo regresar a mi casa; allí me están esperando.
Y recobró el camino, con ímpetu renovado, hacia su casa. Un pensamiento atravesó fugazmente su cabeza, y lo capturó para poder convertirlo en una determinación: no quería saber nada más de mujeres, ni del amor, ni de ser un amante perfecto.
EPILOGO
Jafed había salido al jardín a la caída de la tarde, para evitar el calor. Desde el palacio le llegaba el ruido que hacían los sirvientes preparando la fiesta, los sones discordantes de los músicos afinando sus instrumentos. Su padre había insistido en una fiesta de bienvenida, y había hablado incluso de invitar a los tres maestros de Jafed.
Al muchacho todo eso se le hacía banal y farragoso. Sus pensamientos estaban muy lejos de alegrías y celebraciones. Tenía la sensación de verse a sí mismo, años atrás, cuando jugaba en aquel mismo jardín, y de verse ahora, vagabundeando sin rumbo.
De repente, en una esquina del sendero, casi se tropezó con una muchacha. Al punto no la reconoció, pero cierto aire familiar le hizo aventurar:
- ¿Yasmina?
La muchacha sonrió. Era la hija del chambelán, y se conocían desde niños. Habían jugado y se habían fastidiado mutuamente miles de veces. Todo aquello parecía ahora muy lejano, y al ver en lo que se había convertido Yasmina, casi imposible.
- Hola, renacuajo - dijo ella, recuperando el apodo que le había puesto de niña - Ya he sabido que estabas fuera, aunque no han querido decirme para qué - lo escrutó, y añadió - Para que te arreglasen las orejas no, por lo que veo.
Jafed, instintivamente, se llevó las manos a ambos lados de la cabeza. Yasmina siempre se había burlado de sus orejas, aunque a él le parecían de lo más normal. Dijo:
- En cambio, tú pareces otra. Algo así como tu hermana mayor.
En un balcón del palacio estaban los tres maestros de Jafed, que habían llegado para la fiesta, y desde allí vieron a los dos jóvenes en el jardín. Los contemplaron con curiosidad. No necesitaban estar cerca para saber lo que ocurría. El maestro musulmán comentó:
- Parece como si nunca hubiera aprendido a controlarse. Se está portando como un palurdo.
El monje budista dijo:
- No la comprende, no sabe cómo va a reaccionar ella. Tan solo está encandilado por su aspecto.
El mendigo cristiano terció:
- Parece muy enamorado. Y no parece darse cuenta en absoluto de que lo está.
Los tres maestros se miraron entre sí y pronunciaron al unísono su conclusión:
- Funcionará.
Y funcionó. Jafed se casó con Yasmina, y ella fué su única esposa. Y él llegó a ser, para ella, el amante perfecto.
Pero esa es otra historia.