viernes, septiembre 29, 2006

Mariposa

Una vez más, una entrevista imaginaria con algún ser vivo, en este caso una mariposa. Es sabido que algunas especies viven sólo un día. El texto está escrito en la forma que hablan las mariposas, que se parece (lógicamente) a la forma en que vuelan. Si tuviera que ponerle voz, preferiría la de Maribel Verdú. Y no me importa ser el único que se haya fijado en Maribel Verdú justamente por la voz.

MARIPOSA

Ya me perdonarán, pero yo es que no tengo tiempo, a las tres de la tarde tendré cincuenta años, como quien dice, y espero que no me tengan en cuenta si a veces no respeto los signos de puntuación, si una tuviera que malgastar el tiempo haciendo pausas, me parece a mí que está muy claro, y eso no es motivo para que la insulten a una, como ese bárbaro que me ha llamado “lepidóptera”.
Hay que reconocer que un poquito inconstante sí que soy, pero es que si me entretengo más de la cuenta no me va a quedar tiempo para nada, así que ya lo ven, de flor en flor, porque si una es bonita la otra lo es más, y ¿por qué tienes que renunciar a ninguna?, no esperarán que me quede a vivir en una de ellas, lo mío es volar de aquí para allá, me gustaría que lo probasen, es más estresante de lo que parece, y encima te tratan de frívola, si tuvieran que hacer tanto como yo y con tan poco tiempo, mas de una quedaría agotada, pero yo no, aquí me tienen, tan campante.
Yo es que hay cosas que no las entiendo, algunos me ponen pegas, ¡a mí!, sólo porque les parezco superficial, porque no profundizo en los temas, pero, vamos a ver, ¿quién se han creído que soy, la abeja?, y ya que ha salido el tema, ¿conocen a alguien a quien fascine el vuelo de una abeja?, mira que es patosa, la pobre, no, si tal como son esos tipos, tendrán la desfachatez de decir que a mí no me mira nadie, que no soy llamativa, o que no importa que lo sea, o yo qué sé.
Pero no vale la pena perder el tiempo con ellos, ni dedicarles más de dos segundos, porque son gente de mentalidad estrecha y sin imaginación, y ni siquiera les seduce la idea de que yo sea una flor que vuela, no, ellos prefieren perder el tiempo en cosas importantísimas, y dedicarles toda su vida, y ni tan solo son lo bastante sensatos para preguntarse cuántas de esas cosas tan importantes van a conseguir, y si vale la pena tanto esfuerzo, y por qué han escogido una vida tan triste, cuando la otra es más divertida y más fácil, por lo menos para mí, no puedo hablar por los demás, Dios me libre.
Y si insisten mucho y quieren que hablemos, pues muy bien, diez segundos, que tengo la agenda muy cargada, y a las nueve de la noche ya tendré noventa y cuatro o noventa y cinco, no lo sé exactamente, y ahora mismo no llevo la calculadora encima, pero en fin, ustedes son algo, y sin son algo, hay que ir a verlo, eso es lo que pienso, pero volviendo al tema, y séanme sinceros, ¿no les parece que la vida es como es, y no van a poder cambiarla?, pues entonces, algunos pueden ser lo bastante testarudos para decir que no, que sólo lo parece, y seguir dale que te pego con su rollo, ¿qué quieren que les diga?
Bueno, pues yo no tengo nada más que decir, y como ustedes tampoco me cuentan nada interesante, pues me voy, y antes de marcharme, sólo quería añadir una cosa, un último comentario; cuando yo me haya ido, y esté lo bastante lejos, y me hayan perdido detrás de la copa de aquel árbol, o me haya confundido con esas otras que revolotean por aquí cerca, o pase otra de un color diferente, se olvidarán de mí, para qué vamos a engañarnos, así que la próxima vez, mal pensados, antes de criticar se miran al espejo y se preguntan si no tendrán, ustedes también, algo, aunque sólo sea un poquito, algo de mariposa.

jueves, septiembre 28, 2006

Pastas Dante

El cuento de hoy, como algunos telefilmes estadounidenses, está basado en una historia real. Y por una vez, se habla de dinero, y de una transacción comercial, un tem que no está prohibido en narrativa, aunque a veces parece que haya sobre él un tabú no escrito, es decir, un prejuicio. Aquí está el cuento:

PASTAS DANTE
Don Tadeo L. Rouco era uno de los más conspicuos críticos de arte de la ciudad, y eso le reportaba no sólo ventajas, sino también inconvenientes. Por ejemplo, tener que acudir a un montón de exposiciones y actos supuestamente culturales, sin el mero interés. En los últimos 40 años, el concepto de arte había sido tan vapuleado, zarandeado, descartado y redefinido que nadie sabía ciencia cierta a qué carta quedarse. En su fuero interno, Tadeo estaba convencido de que si se vallase una calle y se cobrase entrada para contemplar la distribución casual de basuras, podría ser un éxito. Arte es todo aquello que se puede vender a precios de obra de arte, había dicho alguien. Y no era Tadeo el primero dispuesto a llevarle la contraria.
Para descansar de tan penosas obligaciones, Tadeo se tomaba un par de tardes libres a la semana, un par de tardes sin copas de cava, canapés de diseño y conversaciones tan pedantes como insustanciales con señoras riquísimas y operadísimas. En esas tardes se dedicaba a pasear y a visitar a algún amigo anticuario. Le fascinaba descubrir, en aquellas tiendas abigarradas, muebles antiguos y nobles, que sus propietarios debían haber heredado de los abuelos, y que habían acabado cambiando por utensilios minimalistas. Fue una de esas tardes, posiblemente un miércoles, cuando lo descubrió. Estaba curioseando, mientras su amigo atendía a un cliente, cuando se topó en un rincón de la tienda con lo que parecía una carpeta enorme.
- ¿Qué es esto? – preguntó al anticuario, cuando se hubo marchado el cliente.
- Una colección de carteles. Si te interesa, puedes verla, pero ya la tengo medio vendida.
Tadeo asintió, sin mucho interés, y su amigo empezó a desatar los cordones que aseguraban la carpeta, mientras decía:
- Son carteles publicitarios, todos de la misma marca. Del archivo de la empresa. Tengo entendido que la están liquidando. Bueno, ya está.
Abrió la carpeta, y pasó la primera página amarillenta, revelando el primer cartel. Lo que más saltaba a la vista eran las grandes letras amarillas sobre fondo verde: “Pastas Dante”. La tipografía era del tipo lleno de curvas y volutas que se usaba hacia 1900.
- Esa marca... – dijo Tadeo – Me resulta familiar, pero no sé de qué. Veamos otro.
El anticuario pasó el cartel, y apareció otro, que inmediatamente dejó fascinado a Tadeo. Un fondo verde veteado, como una pieza de mármol de Prato, sobre el que se recortaba una inequívoca silueta blanca de Dante, con su nariz aguileña, su típica capucha y las hojas de laurel. Las letras, perfectamente visibles, eran mucho más pequeñas y discretas que en el cartel anterior, y en un tipo de letra totalmente distinto. Tadeo, sacudido por la impresión estética, recordó al fin de dónde provenía esa sensación familiar: era la marca de pasta que usaba su abuela, aquellos deliciosos fideos que sólo ella sabía preparar. En un ángulo del cartel se podía leer una pequeña firma en amarillo: Anfani. La sorpresa de Tadeo aumentó de grado.
- Es un Anfani – dijo, admirado.
- No lo conozco – dijo el anticuario - ¿Debería?
- En realidad, no – dijo Tadeo, reponiéndose – Es un seudónimo. Te sonará más su auténtico nombre: Pietro Fallone.
- ¿Fallone? No sabía que hubiese hecho carteles.
- Es una larga historia – dijo Tadeo – Tuvo que salir de Italia al subir Mussolini al poder, y vino aquí. Ya tenía un cierto nombre como pintor, y al parecer no quería que se le asociase con las artes gráficas. Pero tenía que comer. No sabía que hubiese trabajado para esta marca. Veamos más.
El anticuario, solícito, fue pasando páginas, deteniéndose cuando Tadeo se lo indicaba. Había varios Anfani, algunos verdaderas obras maestras, pero eso no era todo. La colección incluía obras de varios de los más importantes artistas y diseñadores gráficos del último siglo, y a menudo eran de una calidad extraordinaria. Tadeo, en una apresurada evaluación, creyó descubrir precedentes del pop, del realismo fotográfico, de la abstracción geométrica y del arte concreto. Aquella colección de carteles era una auténtica joya, un tesoro escondido.
Tadeo se quedó aparentemente ensimismado ante una de las piezas a las que había pedido echar una segunda ojeada: una magnífica República que blandía un paquete de fideos Dante. A Tadeo debería habérsele hecho la boca agua al recordar los fideos de su abuela, pero sus pensamientos iban por otros derroteros. Si conseguía convencer a las personas adecuadas, aquel hallazgo podía ser el acontecimiento artístico del año. Y habría sido mérito suyo. Tal vez eso le permitiría dar el gran salto, mejorar su posición y superar por fin al pedante de López. ¡Qué gran expectativa! Llegar a ser una autoridad, poder olvidarse de la fastidios rutina de las exposiciones, y tener el poder de dictar el éxito o el fracaso de cualquier artista. Tenía que conseguirlo, fuese como fuese.
- ¿Dices que ya está medio vendida? – procuró que su voz no delatase los nervios.
- Bueno, el otro día vino un tipo por aquí, un americano, que estaba interesado, y me dijo que volvería. Me ofreció dos millones y medio, aunque me parece que puedo sacarle tres, fácilmente. ¿Te interesa a ti?
Tadeo reflexionó un instante. Tres, por algo que valía al menos cincuenta, bien vendido. Había que tener cuidado, que el anticuario no se diese cuenta del verdadero valor, no se le ocurriese subir el precio. Era un amigo, pero el negocio nada no tiene nada que ver con la amistad.
- Verás – dijo – me parece una lástima que salga del país. Es una buena representación de lo que ha sido la obra gráfica publicitaria del último siglo. No es que tenga un valor exagerado, a fin de cuentas es un arte menor, pero sí que puede tener un cierto interés, más sentimental que otra cosa. No me gusta la idea de que se lo lleve un coleccionista sin criterio, sólo para impresionar a cuatro palurdos.
- No sé, visto así... – dijo el anticuario – No esperaba sacar mucho, la verdad. Para lo que me costó... ¿No conocerás tú a alguien que me pueda mejorar la oferta?
- Hombre, puedo intentarlo, pero no te prometo nada. No te negaré que tengo mis contactos, pero estas cosas son difíciles. A la gente le cuesta mucho gastarse el dinero, y no digamos si son organismos más o menos oficiales. Y eso que ni siquiera es suyo.
El anticuario se acariciaba la barbilla, pensativo.
- Así – dijo – si vuelve el tipo ese, ¿qué le digo?
- Dile que tienes una oferta en firme – dijo Tadeo, un tanto molesto – Y que has cobrado un anticipo. Ahora mismo te hago un cheque.
- No, no hace falta. Me fío de ti. Somos amigos, ¿no?
Tadeo sonrió. Bien estaba, pero había que asegurarse.
- Mira – dijo – muy mal han de ir las cosas si no consigo que te paguen cinco. Y de lo contrario, me lo quedo yo, por tres. ¿De acuerdo?
- De acuerdo.
Tadeo salió a la calle, exultante. Aquella había sido una tarde bien aprovechada. Ante él tenía la oportunidad de su vida. Se veía capaz de conseguir que el museo pagase veinte, de los que él se quedaría quince, comisión aparte. Un negocio redondo.
* * * * *
La fábrica se había construído, por así decirlo, muy metida en las afueras de la ciudad, en medio de un descampado. Pero el paso del tiempo había causado que la cuidad, al crecer, acabase por alcanzarla y englobarla en un barrio periférico. Entretanto, sucesivas reformas y ampliaciones había cambiado su aspecto y extensión. Aún conservaba la fachada original, sobre la antigua carretera que ahora era una avenida, pero actualmente ocupaba toda una manzana. En lo más alto de esa fachada, un letrero luminoso algo deteriorado rezaba: Pastas Dante.
El nombre de Dante se había escogido, según contaban las crónicas, por asociación con la pasta italiana. Aunque la verdad era que en un principio, el repertorio de productos de la firma era muy limitado, y ni de lejos alcanzaba a la amplia panoplia de formas y variedades que eran corrientes en Italia. Nada de tallarines, lasgna, mafalde o conchiglie, por no hablar de la pasta rellena: nada de ravioli, agnolotti, capeletti o fagottini. Dante fabricaba fideos, tres o cuatro tipos de pasta para sopa, y macarrones. Nada más. Con el tiempo, se fue ampliando lentamente el repertorio, pero ciertas líneas de producto ni siquiera se iniciaron. Jamás se produjo pasta al huevo, a las espinacas, o pasta fresca.
Desde hacía años, las cosas iban mal. La cartera de pedidos se mantenía, pero no crecía. Incluso iba menguando lentamente. La marca, que durante años se había labrado una imagen de calidad, tenía sus adeptos, que se mantenían fieles, pero no conseguía capta nuevos clientes, especialmente en las grandes ciudades. Pastas Dante era un producto de tiendas de barrio, de ciudades pequeñas y provincianas, pero estaba del todo ausente de supermercados y grandes centros comerciales. En un intento de reducir gastos, se suprimieron las costosas campañas publicitarias, lo que ocasionó un descenso de las ventas. El personal de la fábrica estaba inquieto. Los más decididos y preparados empezaron a marcharse, sin que se sustituyesen sus vacantes. Durante una época, pareció que la reducción de la plantilla era lógica, a la vista de la menor cifra de ventas, y que la empresa lograría sobrevivir al precio de ser más pequeña y contentarse con menos.
Pero no fue así. A las grandes marcas de la competencia no les bastaba con tener como clientes a los principales grupos de distribución. Pronto empezaron a entrar en las tiendas de barrio, pequeños supermercados, zonas y provincias enteras. Evidentemente, buscaban un mercado que les diese un mejor margen de beneficios, y los compensase de los drásticos descuentos a los que les obligaban los grandes clientes. Las ventas de Dante cayeron cada vez más deprisa. La desbandada fue general. Los pocos empleados jóvenes que quedaban empezaron a referirse a la fábrica como “el asilo”, por la avanzada edad de los que quedaban, gente que sólo esperaba que aquello durase hasta poder llegar a la jubilación.
La situación económica se hizo cada vez más crítica, hasta que se produjo la suspensión de pagos. Corrió el rumor de que los actuales dueños se habían vendido todo lo que podía venderse. Incluso, se decía, la histórica colección de carteles de la marca. El ambiente entre los empleados era progresivamente más tenso. El “sálvese quien pueda” lo dio el mismo gerente, en un parlamento a los obreros. Manifestó que la empresa ya no tenía expectativas de futuro, y que el equipo directivo no dudaría en respaldar cualquier iniciativa que tuviesen los trabajadores, con tal de mejorar su situación. Y al día siguiente, después de una asamblea, quedó convocada la manifestación.
* * * * *
El coche oficial se detuvo bruscamente al encontrar el tráfico bloqueado. En su interior, Tadeo tuvo que interrumpir su conversación con el director del museo. Vaya un fastidio, pensó, cuando casi lo tenía convencido. El director bajó la ventanilla y llamó a un policía cercano, que se acercó al reconocerlo.
- Dígame, agente, ¿qué es lo que ocurre?
- Es una manifestación, señor director – dijo el policía – Un grupo de obreros, que protestan por el cierre de la fábrica. Pastas Dante, o algo así, me parece.
El director dio las gracias, subió la ventanilla y le dirigió una mirada irónica a Tadeo, que se sintió incómodo. No se le había ocurrido que la empresa pudiera estar aún en activo. Para él, Pastas Dante era sólo un recuerdo antiguo y entrañable, además de una oportunidad de éxito profesional. Era de lo más inoportuno que se mezclasen aspectos como conflictos laborales, regulaciones de plantilla, expedientes de crisis o protestas sindicales.
¿Cómo se atrevían? Aquellos desaprensivos no sólo venían a desvirtuar la imagen privada e intachable de su abuelita, sino que lo hacían aparecer como un canalla que intentaba aprovecharse de la desgracia ajena. Sintió que debía decir algo.
- No tenía ni idea de que tuviesen problemas. Yo...
- No se apure – dijo el director - ¿Sabe? Me parece que será mejor que compremos esa colección de carteles. Por lo que veo, dentro de poco va a ser lo único que quede de la empresa. Me hablaba usted de unos veinte millones, ¿no es cierto?
- Sí, pero posiblemente se podría rebajar algo – tanteó Tadeo – Podríamos conseguirla por 18, tal vez 15.
- No – dijo el director, cortante – Se equivoca de dirección. A ver si puedo hacérselo entender: a mí no me importa cuánto vaya a recibir finalmente el vendedor. Usted va a gestionar la compra, y ya me imagino que se compensará por las molestias. Así que si yo solicito 25 en vez de 20, espero que sabrá ser discreto. No nos interesa que ciertas cifras se hagan públicas, ¿no es así?
Tadeo asintió con la cabeza, sintiendo algo parecido al vértigo. Se dijo que debía ser muy cuidadoso, si no quería acabar teniendo que poner dinero de su bolsillo. La manifestación ya había pasado, y el automóvil se puso nuevamente en marcha.
* * * * *
Seis meses más tarde, y en el mismo día, ocurrieron dos acontecimientos. Por la mañana, un equipo de demoliciones empezó el derribo de la fábrica. El terreno debía ser despejado para empezar la construcción de un bloque de viviendas de alto nivel. Por la tarde, en el Museo de Arte Contemporáneo se inauguraba una exposición sobre orba gráfica y cartelismo del siglo XX. El grueso de la muestra lo constituía la colección Dante.
- Gracias a los buenos oficios de don Tadeo L. Rouco – declaró el director a los medios de comunicación – hemos podido reunir una buena parte de las obras expuestas. Y quisiera destacar el agradecimiento que debemos a esas empresas que durante años han promovido y financiado el desarrollo de una actividad en la que el aspecto artístico se une a la utilidad. Podría citar muchos nombres, pero bastará con uno, que verán repetido a menudo en esta exposición: Pastas Dante. A ellos, muchas gracias.
Los obreros aseguraron el cable de la grúa al andamiaje que sostenía el luminoso de la fachada. Un tirón, y los postes metálicos, carcomidos por el óxido, se partieron. El letrero, roto en dos, tres trozos, cayó al vacío. Al llegar al suelo, los tubos de vidrio, ya sin gas, se hicieron añicos.

miércoles, septiembre 27, 2006

El Regreso

Existe en Europa una vieja balada, creo que francesa, acerca de un caballero que vuelve a casa, tras una larga guerra. El caballero llega a una granja, lo recibe una mujer y empiezan a hablar. El caballero cuenta que está volviendo a casa, que ha pasado mucho tiempo en la guerra. A su vez, la mujer le explica que su marido se fué también a la guerra, hace mucho tiempo, tanto que ya ha perdido la esperanza de que algún día vuelva. Por ese motivo, ella está ahora viviendo con otro hombre que ocupe su lugar. El caballero, al ver la situación, no dice nada más, recoge sus cosas y continúa su camino. No hay que ser un lince para adivinar que el caballero es ese marido que no volvía, y que ya nunca volverá.

El cuento de hoy es mi propia versión sobre esa balada. "Oidá" es una palabra sin sentido, utilizada para completar la métrica de los versos; una especie de precedente del "yeah, yeah" de piezas musicales más recientes.

EL REGRESO

Había pasado mucho, mucho tiempo. Tal vez demasiado. Sin embargo, al volver el recodo del camino y descubrir de un vistazo la casa y los campos, el caminante se vió asaltado por una confusa mezcla de emociones. Tuvo que detenerse para calmarse y poder tomar una decisión. Aquella casa era su hogar, y aquellos campos, su tierra. Y dentro de muy poco se vería cara a cara con la mujer que era su esposa.
El caballero, como en la vieja balada, volvía de la guerra, oidá. Y al igual que en la vieja balada, pensaba no darse a conocer, ver si ella estaba bien, y sólo en el caso de que ella aún lo esperase, sólo si estuviese sola, sólo si no se hubiese vuelto a casar, quedarse con ella. Pero si alguna de esas condiciones no se cumplía, seguiría su camino hacia ninguna parte.
Había pasado tanto tiempo y habían ocurrido tantas cosas que era razonable esperar que ella no lo reconociese. A fin de cuentas, él era otro, alguien muy diferente de aquel hombre joven que había partido, lleno de entusiasmo, años atrás. Como seguramente le habría ocurrido a ella. De la misma forma que la casa y el paisaje le parecerían otros, distintos de sus recuerdos.
Pero al acercarse, el camino, los árboles que flanqueaban el sendero hasta la casa, el viejo roble, le resultaron tristemente familiares, como si todo el tiempo que él había faltado hubiese sido en vano. Y aquella figura menuda que estaba sentada en la bancada de piedra, frente a la casa, era ella, sin lugar a dudas. La reconoció de inmediato. Adivinó que ella entornaba los ojos al divisarlo, la vió ponerse en pie de un salto, iniciar una carrera que interrumpió bruscamente a los pocos pasos. Y allí se quedó, de pie en el sendero, esperando a que él se le acercase. Aquel corto trecho hasta ella era más difícil y costoso de recorrer que media legua a la descubierta, hasta las posiciones enemigas. Su voluntad luchaba sin descanso para imponerse a sus sentimientos. Debía recordar su determinación, y seguir disfrazado de extraño, como si jamás hubiese visto a aquella mujer, que era sin embargo la misma cuyo rostro había contemplado cada noche al cerrar los ojos, a modo de consuelo. Ella lo había hecho sobrevivir, pero ahora no podía reconocerla. Finalmente, cuando apenas los separaban unos pasos, se detuvo, y procurando que su tono no lo traicionase, dijo:
- Perdonad, señora. ¿Socorreríais a un pobre soldado que vuelve de la guerra?
La reacción de ella fué de sorpresa, luego de disgusto, pero las contuvo enseguida. Porque ella también conocía la vieja balada, oidá. Dijo:
- Perdonad. Porque en un primer momento, me habéis recordado a mi marido, soldado como vos, al que espero desde hace años. Tenéis su mismo porte, su mismo andar. Pero no sois él. Él no habría sabido contenerse, habría recorrido corriendo el sendero para llegar hasta mí y abrazarme muy fuerte, tan fuerte como yo anhelo. Por eso os pido de nuevo que me perdonéis. ¿Qué puedo hacer por vos?
- ¿Podríais darme un mendrugo de pan y un sorbo de vino?
- Por el cuerpo y la sangre - respodió ella, santiguándose - Venid conmigo, caballero.
Entraron en la casa, atravesaron el amplio portal en el que estorbaba un viejo carro desvencijado, y llegaron a la cocina. A un lado, el hogar, con el trípode forjado para sostener la olla sobre las brasas, y en el centro, la mesa inabarcable, ocupada por jofainas, manojos de berros, pilas de platos, cuchillos, jarras. Y en la que, sin embargo, siempre había un rincón libre, en el que poder colocar una jarra y dos tazas, para poder beber un sorbo de vino sentados en el banco.
Pero esta vez, ella colocó sólo una taza junto a la jarra. El caballero se sirvió mientras ella cortaba una rebanada de la hogaza que apretaba contra su pecho, y que puso en un plato junto a una porción de queso.
- Tened cuidado con el vino - dijo ella, al ver beber al caballero - Es más fuerte que parece. Yo misma, alguna vez... pero, qué importa eso. Eran otros días, y puede que otras personas.
El caballero, al paladear el vino, sintió flaquear sus fuerzas una vez más. Aquel líquido había destilado recuerdos, momentos, situaciones. El caballero, sin poder evitarlo, suspiró, aunque ella pareció no notarlo.
- Decidme - dijo ella - ¿volvéis a casa?
- Eso temo - respondió él, sin pensarlo.
- ¿Lo teméis? ¿Por qué?
- Porque - el caballero hizo una pausa, como para ordenar sus ideas - jamás vuelve el mismo que se fué. No ocurre en ninguna guerra, pero en ésta, aún menos.
Ella se sentó a horcajadas en el banco, para no perderlo de vista. Y preguntó:
- ¿Acaso os han herido en la guerra?
- Sí - dijo él - Nada importante, rasguños, alguna cicatriz. Pero lo peor son las heridas que no se ven a simple vista.
Entonces, ella hizo algo extraño. Tomó la taza del caballero, bebió un buen sorbo de vino, volvió a dejarla, y dijo:
- Hablad.
- No sabéis lo que es la guerra - empezó él.
- La vuestra, no. Sólo conozco la mía.
- Yo... no creo que pueda volver a creer en nada. Ni en la lealtad de los hombres, ni en la dulzura de las mujeres, ni en la inocencia de los niños.
“Un buen día, ocupamos un pueblo, que no nos acogió como a enemigos. Sometidos durante siglos al capricho de su señor, nuestras peticiones les parecieron razonables y civilizadas. Pero al cabo de unos días, ante una ofensiva del enemigo, debimos retroceder. Reconquistamos el pueblo, pero algo había cambiado. Parecían conocer algún secreto al que nosotros éramos ajenos. Más tarde supimos que habían sufrido castigos horribles por no haberse resistido más a nosotros. Pero entonces no lo sabíamos. Sólo veíamos que las mujeres, y perdonad, señora, eran aún más accesibles que la primera vez. Los soldados son humanos, y vos, señora, que sois casada, sabéis de lo que estoy hablando. Muchos cayeron en la trampa, porque no era más que una trampa. Muchos cedieron a la tentación, sólo para ser cruelmente degollados cuando su candor los había vuelto indefensos.
“La verdad, no quedaban muchos, a la mañana siguiente, para salir airosos de aquella situación. Nos replegamos como pudimos. Tres cuartas partes de mis hombres perdí en ese avatar. Más tarde, cuando llegaron refuerzos y volvimos al pueblo con más seguridad, pude hablar con una de aquellas mujeres. Me dijo: 'Vosotros sois los malditos que habéis hecho que pierda a mi marido y a mis hijos. No descansaré hasta veros a todos muertos'.
“Los niños, esos mismos niños a los que uno intenta respetar, y no hacer daño, porque cree que no son culpables de nada, nos odiaban también. Fueron ellos los que envenenaron las fuentes del camino. Lo supimos a tiempo, pero ello nos obligó a largas y agotadoras jornadas sin agua.
“He visto a honrados vecinos venir a denunciarnos al cofrade, al rival, al adversario. No les importa usar la calamidad de la guerra para su venganza personal. He visto los brotes tiernos de la cosecha pisoteados por los cascos de los caballos de la tropa. Los caballos no saben escribir, pero aquellos, con sus cascos, firmaron una sentencia de hambre.
“Lo peor de la guerra, señora, no es la lucha. No soy un cobarde, y al menos, cara a cara con un soldado enemigo, hay cierta justicia. Porque él puede tener tanto valor como uno mismo, y está igualmente armado y preparado. Ambos hacemos la misma apuesta. No, lo peor es lo otro, la miseria, la degradación. No es el miedo, es que te vuelves inhumano, como todo a tu alrededor.
- Pero esas cosas - dijo la mujer, al ver que él callaba - las hace la guerra. No son ellos; es lo que les ocurre. Las gentes no son así, no serían así, si pudiesen vivir en paz.
- ¿Paz? Eso es imposible. Ahora ha acabado una guerra, pero mañana mismo puede empezar otra, por orgullo, por ambición, por venganza, por capricho. ¿De qué sirve querer vivir en paz, si no depende de nosotros? En este mundo, sólo los poderosos pueden hacer su voluntad.
“Por eso temo volver, porque una buena parte de mí, de aquello en lo que creía murió en la guerra. No sé siquiera si queda algo de aquel que se fué un día, hace años.
- Algo debe quedar - dijo ella - Seguramente, más de lo que creéis. Vos tendréis una esposa, y una casa, y unas tierras. Y allí, con los vuestros, sabréis recuperar vuestra vida. Si es que de verdad queréis volver, claro está. Porque también podría ocurrir que la hubiéseis olvidado.
- También ella puede haberme olvidado - dijo el caballero - Puede haber buscado nuevas compañías, puede haberme dado por muerto. Puede estar casada con otro.
- Oidá, como en la vieja balada - bromeó ella - Puede, pero no lo habrá hecho. Seguro que no os ha olvidado, y puedo jurar que aún os espera. Y os seguirá esperando, hasta que decidáis volver.
“Esperar, ese ha sido nuestro destino, muchas veces. No sabéis cómo han ido las cosas por aquí, no sabéis lo solas que nos hemos quedado. Hasta aquí no han llegado los soldados, pero sí ha llegado la guerra. Podéis verlo vos mismo. La mayor parte de la tierra está en barbecho, por falta de brazos para cultivarla. Yo misma me he limitado a labrar sólo lo imprescindible para comer. He tenido que hacer yo sola las tareas del campo, y ahora mis manos están encallecidas y ya no son tan tiernas y delicadas como eran. Pero no os apenéis: ahora mis manos se parecen un poco a las de él, y si me acaricio en la soledad de la madrugada, puedo soñar que son sus manos las que me acarician.
“¿Qué otra cosa puedo hacer, si estoy tan sola? Repetirme su nombre, como un dulce secreto. Guardar su recuerdo en mí, para que pueda reconocerse cuando vuelva. Luchar contra la pena, para que no me desgaste, para que no se pierda nada de mí, nada que él pueda recordar y echar en falta a su regreso.
- Tal vez - dijo el caballero - si regresase, prefiriese no darse a conocer, aunque sólo fuera para poder deciros desde fuera por qué puede ser imposible el regreso.
- Si él hiciera tal cosa - repuso ella - puede que yo aparentase no reconocerlo, para que pudiera explicarse libremente. Aunque no puedo concebir qué motivo podría darme para no volver, salvo que su amor por mí se haya perdido.
- Ese podría ser precisamente el motivo: su amor por vos. Podría no querer cargaros con alguien que haya perdido la ilusión y la esperanza, y que dude de poder recuperarlas algún día. Podría querer evitaros esa carga.
- Si eso hiciese, es que habría olvidado lo que es un matrimonio. En lo bueno y en lo malo. En la salud y en la enfermedad. Hasta que la muerte nos separe. La muerte, no el miedo, el cansancio o la desilusión. Puedo admitir que tenga esos sentimientos; pero no que sean razones para dejarme sola.
“No importa que se sienta triste. No importa que crea haber olvidado la manera de hacerme feliz. Pobre tonto, puede haber creído que mi alegría dependía de lo que él hiciese, cuando lo que de verdad contaba era que estuviese a mi lado, que yo tuviese a alguien a quien dedicar mis días. Lo que cuenta, y me gustaría poder decírselo, aunque lo tuviese frente a mí fingiendo ser un extraño, es que esté vivo y pueda regresar.
El caballero, con la mirada baja, dijo:
- No regresará, señora. Vuestro marido murió en la guerra.
Era el último recurso, desesperado y cruel. Continuó:
- Yo lo conocí, y nos hicimos amigos. Teníamos el mismo nombre: Alvaro. Y pude admirar su valor, porque fué un valiente y murió como un valiente, defendiendo una posición para salvar a sus hombres. En sus últimos momentos, vuestro nombre estaba en sus labios, Mariana. Me pidió que viniera a veros, y que os dijese que lo recordáseis con amor, y también con orgullo, porque moría como un héroe.
- Lo habría preferido cobarde, pero vivo - replicó Mariana, reprimiendo un sollozo.
- Tal vez sea mejor así - dijo Alvaro - Es mejor que haya muerto en la guerra. Es mejor ser la viuda de un héroe que la esposa de un desarraigado.
- Dejadme decidir a mí lo que prefiero ser, si no os importa. Si aún estuviese vivo, no renunciaría a convencerlo. Aunque creyese no ser digno de amarme. Porque debe haber olvidado también que es el propio amor el que nos hace dignos de sentirlo.
Hubo unos tensos momentos de silencio. Después, Mariana preguntó:
- ¿Qué pensáis hacer?
- Continuar mi camino - respodió Alvaro.
- No lo hagáis - dijo Mariana - Quedaos aquí, conmigo.
Ella levantó una mano, como para atajar las objeciones que él estaba a punto de soltar, y continuó:
- Al parecer, vos no tenéis a dónde ir. Y al parecer,yo ya no tengo a nadie a quien esperar. Los dos estamos solos. Compartamos nuestra soledad. No os pediré nada, porque nada me debéis. Sois un extraño, y nada os obligará a dejar de serlo. Pero aquí tendréis un techo, y una tierra que si se desbrozase y se labrase, podría dar una magnífica cosecha.
“Y, ¿quién sabe? Vos me recordáis mucho a mi Alvaro, porque os parecéis mucho a él. Más de lo que pensáis. Os parecéis tanto, que incluso podría llegar a creerme que sois él. ¡Si ni siquiera tendría que habituarme a un nuevo nombre! Sí, podría confundiros con él, como me ocurrió antes, cuando llegábais por el camino. Yo podría creérmelo. Pero decidme, ¿podríais vos?
Alvaro no respondió. Se puso en pie, dudó unos instantes, se dirigió a la puerta. Y antes de salir, se detuvo. Aquel era el momento decisivo, el punto en el que, en un sentido u otro, debía tomar una determinación. Y por fin, se decidió.
No acierto a saber cuál fué, su decisión. Y tal vez prefiera no saberla. Oidá.

martes, septiembre 26, 2006

La Flor de la Felicidad

El cuento de hoy tiene varios apelativos posibles: puede ser considerado absurdo, desesperanzado o macabro. Personalmente, creo que tiene varias lecturas posibles, y que cada lector será capaz de encontrar la que mejor se le adapte.

LA FLOR DE LA FELICIDAD

Tanto esfuerzo para esto, pensó. Ante él se abría una sima, un abismo insalvable, como si un cuchillo caprichoso hubiera decidido tajar el mundo en dos. El desfiladero era demasiado ancho para soñar en saltarlo, y sus paredes cortadas a pico vedaban toda posibilidad de descenso. Y aún más que su aspecto irrevocable, lo más impresionante era lo que tenía de inesperado. Un suave y tranquilo prado, cuajado de flores blancas, se veía de pronto interrumpido por aquella brecha.
Ese prado se extendía ahora a su espalda, y más que la atracción inquietante de la hondonada, lo que capturaba su atención era el otro borde del tajo, en el que parecía continuar el mismo prado. Pero no era el mismo; en él no se veía ni una sola flor blanca. En cambio, estaba recubierto de flores azules, hasta poder decir que era un prado azul. Y no necesitaba acercarse a ellas, ni oler su aroma, ni estudiar sus pétalos para saber qué flores eran. Las podía reconocer desde lejos. Cada una de aquellas flores inaccesibles era la flor azul de la felicidad.
Había sido el viejo sabio loco de la aldea el primero en hablarle de ellas, y él, en un principio, no lo había creído. A fin de cuentas, ¿era un personaje de quien fiarse? Unos lo despreciaban por viejo, otros por loco, y los más por sabio. Pero ninguno de esos tres pecados lo preocupaba excesivamente, porque el viejo era una de las pocas personas con las que podía hablar. Un muchacho como él, es también alguien a quien es fácil no tomarse en serio. Por eso frecuentaba su compañía. Pero el hecho de que existiese una flor que daba a quien la recogiese el don de la felicidad, era algo demasiado inverosímil, hasta para un muchacho.
Ante la incredulidad del muchacho, el viejo había tomado un grueso libro, había pasado sus páginas y mostrado un pétalo ajado y marchito, de un azul desvaído.
-La flor existe - dijo - Ya ves, yo tengo un pétalo.
-Pero... -empezó el muchacho, sin atreverse a seguir.
-Sí - dijo el viejo, sagaz - También se marchita. No es eterna; nada en esta vida lo es.
-¿Y has sido feliz?
-Ese no es el problema. Lo difícil es que consigas darte cuenta de que lo eres.
"Algunos, más sabios que yo, te dirían que la felicidad no consiste en conseguir algo. Ni siquiera la flor azul. Pero no es algo que pueda explicarte. Según me han dicho, o lo sabes ya, o no puedes comprenderlo.
-Pero, ¿vale la pena ir a buscarla?
-¿Vale la pena ser feliz? ¿Quieres ser feliz? ¿Ahora?
El muchacho recordaba haber fingido que meditaba, para no dar una respuesta demasiado impetuosa. Luego había preguntado:
-¿Dónde crece esa flor?
Aquel era el final de un camino largo, difícil, y tal como acababa de descubrir, infructuoso. Había seguido las confusas e imprecisas indicaciones del viejo. Había tenido que preguntar muchas veces para poder vadear el río que no moja, cruzar el valle sombrío y el bosque ruidoso. A menudo se había equivocado, creyendo que los miosotis o las violetas eran las flores que buscaba. Había pasado hambre, frío y calor. Lo había resecado el viento, atenazado el miedo, consumido la impaciencia y abrumado la soledad. Y siempre había sabido recuperar el ánimo, sacar fuerzas de flaqueza y seguir adelante. ¿Y para qué? Para hallarse finalmente detenido y bloqueado en medio de un prado lleno de estúpidas flores blancas.
Sí, la flor de la felicidad existía, pero era inalcanzable. El desfiladero se extendía a derecha e izquierda hasta perderse de vista. Si intentaba sortearlo, sabía que por la izquierda acabaría por llegar al desierto de sal, que nadie había podido atravesar. Y por la derecha, el camino llevaba directamente a los pantanos, de los que nadie había vuelto. No había solución.
Una leve brisa agitaba las flores del prado, las odiosas flores. Odiosas, porque se empeñaban en ser blancas cuando debían ser azules. Eran algo inútil, a lo que el muchacho se negaba a reconocer ni una mínima belleza. Las detestaba tanto, era tanta su rabia, que empezó a patearlas, a pisotearlas, a arrancarlas a puñados. Los despojos que iban dejando tomarían muy pronto un aspecto caduco y lamentable, porque "no hay peor carroña que la de la azucena".
Por fin, se detuvo, preguntándose qué estaba haciendo. Las flores no eran culpables, bien mirado. Y el viejo loco, al que ahora dudaba en calificar de sabio, tampoco. Sólo él mismo era responsable de todo el inútil empeño malgastado. No basta la fe, no basta la voluntad y el entusiasmo. Nada de eso te asegura el triunfo. Y no hay nadie dispuesto a aplaudirte por haber llegado tan lejos. Pero hay muchedumbres enteras a punto para burlarse de ti, por no haber llegado del todo. El muchacho se sintió invadido por una profunda tristeza, tan viva y punzante, que se dejó caer al suelo y se echó a llorar sobre las flores diezmadas.
Cuando el caudal de sus lágrimas empezaba a ceder, oyó un grito de sorpresa. Alzó la vista, y descubrió que había alguien, una muchacha al otro lado, al borde del prado azul. Se frotó la cara precipitadamente; no podía permitir que una mujer viese que había llorado. Se puso en pie y le dijo:
-¿Qué te ocurre?
Una ráfaga de viento se llevó la respuesta de ella. El muchacho sacudió la cabeza, y ella habló más fuerte. Lo que dijo, trenzado por el viento, fue:
-¿Qué haces tú ahí?
-Yo nací aquí - gritó el muchacho.
El viento arreciaba. A uno y otro lado del desfiladero, las flores blancas y azules empezaban a temblar. La muchacha dijo:
-¿No se puede pasar?
-No - respondió el muchacho, subrayando su respuesta con un ademán categórico.
La voz de la muchacha llegó clara, en una súbita pausa del viento:
-Entonces - dijo - no lo lograré nunca. Jamás podré alcanzarla.
-¿Qué cosa? - inquirió el muchacho -¿Qué es lo que has venido a buscar?
La muchacha lo miró intensamente, mientras el viento recuperaba su paso. Y aquella mirada parecía pedirle una respuesta; era la mirada del triste, que pedía hallar el camino a la alegría. Por fin, la muchacha gritó, por encima del viento:
-La flor de la felicidad. La flor blanca de la felicidad. Esas que tú tienes ahí.
El viento soplaba a rachas, a borbotones, a ráfagas entrecortadas. Como si fuera una enorme, cósmica, inhumana carcajada.

viernes, septiembre 22, 2006

El Cóndor

Sé positivamente que una parte cada vez más significativa de los visitantes de este blog vive en la zona andina: Perú, Argentina, Chile, Ecuador. Quiero dedicarles especialmente a todos ellos el blog de hoy. No en exclusiva, claro. No es preciso vivir cerca de la Cordillera para apreciarlo, como espero que ocurra.

Una vez más, y mientras no se me quejen, es una de esas cosas a medio camino entre la fábula, la entrevista y la reflexión protagonizadas por un animal, en este caso el cóndor. En cierto momento me planteé si debía dedicarme a escribir exclusivamente cuentos infantiles, y se me ocurrió empezar algo protagonizado por un animal. Fracasé estrepitosamente, porque lo que resultó no se parecía en nada a un cuento infantil, pero perseveré en el empeño, hasta conseguir un conjunto de calidad desigual. De ese grupo, ya he publicado aquí "El Bicho", "Leopardo", "El Cocodrilo" y "El Halcón", así como "Pájaros". Lo de hoy añade un cargo más a mi lista de antecedentes. Que lo difruten.

EL CONDOR

Yo me dedico a volar; ya sé que ustedes también dicen que vuelan, pero no se ofendan si me sonrío. Tengan en cuenta que están hablando con un profesional. Como les digo, me dedico a volar, pero no como los gorriones o las golondrinas, pobres aficionados, que lo que hacen es poco más que pegar saltos de un sitio a otro. No, yo hago vuelo de crucero, muy por encima de las montañas, allá donde el aire es frío y sutil.
Por favor, no me comparen con sus aviones, pobres artefactos inanimados. Para ellos, volar es un simple accidente, una cuestión de equilibrio de fuerzas, de principios físicos. Una lucha desigual entre números, parámetros y constantes, contra el viento, las rachas y el frío. Ni siquiera saben persuadir a esa fuerza capaz de pegar un portazo o de arrancar un árbol, la fuerza del aire, para que los ayude, y fían más en la potencia de sus motores, en un balance que siempre les es desfavorable. Puede decirse que vuelan apoyados en el filo de un teorema. Pero para mí, volar es una actividad, es mi vida.
Generalmente, doy vueltas por allá arriba, vigilando. Casi no muevo las alas, y trazo grandes círculos, intentando aprovechar las corrientes ascendentes de aire recalentado por el sol. Respiro pausadamente; no es que sobre el oxígeno, allá arriba. Y desde allá, me toca vigilar, y buscar una presa.
No sé cómo hacerles una idea; imagínate que estás contemplando fijamente la arena de una playa, y a veinte metros de tí, un solo granito, un granito casi igual, casi del mismo color que los otros millones de granitos, se mueve. Lo único que lo distingue, lo único que lo hace especial, es ese mínimo, casi imperceptible movimiento. Es eso lo que debes ver, lo que debes detectar.
Y entonces, flexionas ligeramente los dedos de tu derecha, para reducir la superficie de sustentación e iniciar una guiñada a estribor. Poco a poco, recoges el brazo, te dejas caer hacia ese lado, y te repliegas mientras empiezas a precipitarte hacia abajo. Ya no vuelas, el aire ya no te soporta; tan sólo caes, más y más deprisa, como un peso muerto, cada vez a mayor velocidad, atravesando el espacio que te separa del suelo.
El aire, que al principio tan sólo pasa, luego te acaricia, más tarde te roza, después se restriega contra tí, y al final tienes que hendirlo con tu pico, con tu cabeza, con tu cuerpo, para seguir avanzando, para seguir cayendo en medio de un zumbido siempre creciente. Segundos antes de estrellarte contra el suelo, vuelves a extender los brazos, te apoyas de nuevo en el aire, y tu vertiginosa caída se transforma en un planeo.
Despliegas las garras, como si fueras a aterrizar. Y allí mismo está aquel granito que se movía, saltando de un peñasco a otro: es una presa. Corriges el rumbo, te acercas, desciendes un poco, y cuando tus garras entran en contacto con su cuerpo, se clavan y se cierran sin que tengas que pensarlo. Ya lo tienes, pero ahora, cargado con un peso extra, debes aletear con todas tus fuerzas para ganar altura. O bien, dejas que te arrastre un poco más abajo, para ganar velocidad en la caída, y recuperar el control. Es una situación crítica. Tu presa ya está prácticamente muerta, o lo estará pronto, pero tú aún te juegas la vida.
Debes encontrar un punto de aterrizaje, preferiblemente la cima de una aguja de piedra. Con tu envergadura y tu peso, tienes una velocidad de despegue casi imposible de alcanzar, y en el llano, necesitarías una pista demasiado larga. Para volver a despegar, es más fácil estar al borde del vacío y dejarte caer.
Hace años, nos cazaban con ese truco; ponían un animal cualquiera, como cebo, atado a un poste. Cuando intentábamos cobrarlo, la cuerda nos impedía elevarnos, y dábamos contra el suelo. Pero no podíamos volver a levantar el vuelo, porque un cercado alrededor del cebo no nos dejaba suficiente pista. Por eso casi nunca bajamos a los llanos; es demasiado arriesgado.
No se vive mal, allá arriba. Es nuestro espacio, no hay hombres, nadie nos disputa el sitio. Y uno puede subir tanto como le apetezca, volar tan lejos como quiera, ser tan huraño como le venga en gana. Porque, no nos engañemos, es una vida solitaria, dedicada sólo al vuelo. Y si cazamos, es sólo para sobrevivir, para poder volver a elevarnos y mantenernos allá arriba, vigilantes, prisioneros de nuestra perfección en la tarea. Se puede decir que vivimos en el cielo.
Pero nunca he visto a nadie más, no he sentido una presencia extraña. Vosotros podéis creer en el cielo, pero yo vivo en él, y os aseguro que todas esas aspiraciones, esa serenidad, ese júbilo inmenso del que habláis, no están allí. Todo eso en lo que creéis, si es que existe, lo lleváis adentro, y es inútil que esperéis encontrarlo fuera. Si buscáis a Dios, no subáis conmigo: penetrad hasta vuestro corazón. Pero tened cuidado: no es que sea un trayecto menos peligroso que el mío. Y recordad que cuando uno ha llegado, a veces no consigue recordar la forma de volver. O puede que se pregunte para qué ha de volver, qué hay que valga la pena el retorno.
Y los dejo, debo marcharme. Dentro de un rato, yo sólo seré un granito negro en ese cielo azul. Aunque lo más probable es que no seáis capaces de verme.

jueves, septiembre 21, 2006

Paseo militar

Lo de hoy, más que un cuento, se podría ver como una pieza de jazz, variaciones sobre un mismo tema, en este caso un desfile. Soy aficionado al jazz desde que, siendo un crío, ví actuar a Louis Armstrong en directo. Es un buen motivo, según creo. Tenía la peor voz que uno pueda concebir para cantar, y sin embargo, cantaba. A veces pienso que si él, con esa voz, cantaba, ¿por qué no voy yo a poder escribir?

Con relación al primer apartado de hoy, pido perdón de antemano a los admiradores de Rubén Darío, por haber plagiado el principio y el final de su "Marcha Triunfal", aunque nada más. Aquí está el texto:

PASEO MILITAR

Ya viene el cortejo. Ya se ven de lejos las filas compactas. Ellos son los héroes, ellos son los bravos. La muerte y la lucha y el fuego enemigo no pueden con ellos, no pueden contigo, soldado valiente, patriota y amigo. Ganásteis la guerra, salvásteis la patria, y toda la tierra sin duda os aclama.
Son los salvadores, son nuestra defensa. Y todos aquellos que a veces no piensan, e incluso os critican, reconocen hoy que sois triunfadores. Bien está el desfile, bien está el aplauso. Os lo merecéis. Que la flor destile su mejor aroma, que las más hermosas os brinden su amor. Que suene la banda; redoble el tambor. Que nadie se tome las cosas a broma; sois nuestros soldados, ¿qué mayor honor?
Los hijos del pueblo, con dura coraza, luchan y demuestran cuál es nuestra raza. Y el vil adversario, mezquino y cruel, que tiemble ante ellos. Es un desatino que piense en victorias. Esa es la consigna: que si es necesario, se acabe con él. No tenemos miedo, nada nos espanta. Entre nuestros dedos, tenemos muy poco, y el tiempo se escapa. Pero en nuestras vidas, pobres y tranquilas, a veces logramos alcanzar la gloria, al precio barato de algunas heridas, como premio excelso la ansiada victoria.
No importa el estruendo, no importa el dolor. La dura batalla ya se terminó. Ya vamos sabiendo vuestro gran valor. Y todos los hombres de las fuerzas patrias, del simple soldado hasta el general, desfilan unidos por la ancha avenida, mientras suena alegre la marcha triunfal.
* * * * *
No nos engañemos: son malos tiempos para la industria del armamento. Ya pasaron aquellos días en los que las empresas más importantes buscaban la forma de superar al carro de combate “Leopard”, alemán, en prestaciones y ventas. O al helicóptero “Mangusta” o “Apache”. El fin de la guerra fría ha cambiado muchas cosas. Ya no hay un adversario cada día más astuto y artero, que inventa continuamente contramedidas para cada avance técnico.
No hay más que fijarse en las tropas que ahora mismo desfilan por la avenida. ¿Cómo van equipadas? Con fusiles y armas cortas de fabricación nacional. Los oficiales ni siquiera llevan colgados al cuello unos prismáticos con dispositivo de visión nocturna. Cierto, con la artillería pasará una batería móvil para lanzamiento de misiles tierra-tierra, una variante del Exocet, pero eso es todo. Los carros de combate, si hubiera que utilizarlos para algo más que los desfiles, se caerían de puro viejos.
¿Y qué decir de la escuadrilla de cazas que acaba de pasar en vuelo rasante? No están hechos con fibra de carbono, no son invisibles al radar. De hecho, ni siquiera llevan armamento, ya que sólo son aviones de entrenamiento. Y otro tanto se podría decir de los transportes. Es ridículo que aún se usen esos cacharros; hoy en día, cualquier particular puede tener un vehículo todo terreno, mucho más útil para recorrer montes y barrancos.
Hay que resignarse; las cosas son así. Los únicos mercados que no están moribundos son los de algunos países africanos, que ahora se matan a tiros en vez de hacerlo con lanzas. Luchan para conservar el control sobre los diamantes, que les proporcionan recursos para poder comprar más armas. Claro que cada vez tienen menos efectivos; ahora ya están utilizando a niños. Y un buen día también se les pueden acabar los niños. Sin embargo, no es un mercado fácil. Hay que competir con el precio de los Kalashnikov, cada día más baratos (y peor fabricados).
El gran reto, hoy en día, es conseguir un fusil que admita varios tipos de munición, para poder comprarla a distintos proveedores. Y eso técnicamente es muy difícil. Se pueden usar reductores de calibre, pero nunca ajustan bien, y se pierde alcance y precisión. Bueno, la verdad es que en toda esta cuestión del armamento hay algo más. Me refiero a la tropa, los soldados, esos que ahora desfilan ante nosotros. Aunque no creo que sea un aspecto importante.
* * * * *
Yo no debería estar aquí. No tendría que estar viendo cómo desfilan los invasores, los ocupantes, las fuerzas enemigas. Sería mejor que me hubiese quedado en casa, ignorando esta provocación, como han hecho muchos. Y sin embargo, no estoy solo, somos muchos, casi una pequeña muchedumbre, los que hemos salido a la calle para verles las caras, para odiarles mejor.
Nos han derrotado, todos lo sabemos. Es difícil ignorarlo, con el toque de queda y las nuevas costumbres que nos imponen sus edictos. Y eso debería bastarles. No tienen por qué desfilar, prepotentes y avasalladores, pavoneándose de su superioridad militar. Pasan las tropas en sus uniformes de un extraño color, tan diferente al nuestro, con sus cascos exóticos. Sus caras son raras, no pueden negar que son extranjeros. Nos son extraños hasta el punto de no saber si son guapos o feos. Aunque alguna habrá de las nuestras que los reciba abierta de brazos, por no decir otra cosa.
Sí, nos han derrotado. Esta vez. Pero no han acabado con nosotros. A pesar de sus bruñidos fusiles, de sus tanques enormes, de sus cañones temibles, algún día les venceremos, algún día seremos libres. Tienen buena sincronización; de eso no cabe duda. A cada paso, el golpe simultáneo de miles de botas retumba por toda la avenida. Los he visto reaccionar como una sola cosa cuando sus oficiales les ladran las órdenes. Son una formidable y temible máquina, bien cierto. Pero son sólo una máquina.
A medida que pasan batallones y más batallones, desafiantes, se nota cómo crece entre nosotros el rencor y la indignación. Alguien debería hacer algo, gritar, insultarlos, tirarles piedras. Pero nos vigilan, sin ningún disimulo. Es nuestra propia policía, y sus miradas nos piden en silencio que no hagamos nada. De lo contrario, se verían obligados a intervenir contra nosotros, lo que no quieren, o se arriesgarían a ser represaliados por su pasividad.
Es muy duro tener que contenerse, y no poder dar rienda suelta a nuestra ira. Y esas tropas que desfilan no lo saben, pero a la larga serán víctimas de la gran paradoja de la opresión. A fuerza de obligarnos a que nos comportemos como unos cobardes, acabarán por hacer de nosotros unos héroes
* * * * *
Falta media hora para que empiece el desfile, y unas dos para que acabe y todo vuelva a la normalidad. Ojalá hubiesen pasado ya. Desde anoche, está prohibido estacionar en la avenida, que por fin se ve libre de coches. Ya está fuera el camión, ese que llegó a las cuatro de la madrugada, y del que no había manera de localizar al chófer. No ha sido fácil, nunca es fácil modificar las costumbres. Miles de vehículos han tenido que emigrar a otros nidos, colocándose de cualquier forma, encima de las aceras, bloqueando el paso. Toda la zona está colapsada. Si alguien pensaba venir hoy en coche a la ciudad, más vale que lo olvide.
Además, la circulación por la avenida está cortada, como es lógico. Ha habido que desviar el tráfico por las calles paralelas, que no eran precisamente tranquilas. El atasco es fenomenal. Se han desconectado los semáforos de tres distritos, que ahora parpadean en ámbar. Decenas de agentes intentan regular los cruces más conflictivos, apresurando a los conductores, intentando que la masa compacta de vehículos se divida en segmentos que al menos dejen libres las bocacalles. Tendremos mucha suerte si por la tarde se ha normalizado la situación.
Tal vez habría sido mejor que no circulasen hoy los autobuses. Son demasiado grandes, demasiado largos, y necesitan demasiado espacio para girar. Claro que eso habría significado más coches particulares; lo último que nos hace falta. En el control central, todo el mundo está nervioso, algunos al borde de la histeria. Eso, por no hablar de las medidas de seguridad. Pocas veces se ha visto un despliegue como el de hoy.
No disponemos de bastantes efectivos, y ha habido que traer agentes de fuera. Un problema más, porque no conocen la ciudad ni a los vecinos. Pero no podemos arriesgarnos. La tribuna estará llena de personajes importantes; es la ocasión perfecta para un atentado, y eso explica por qué hay francotiradores situados a tramos regulares, en las terrazas de los edificios próximos. Además, están los grupos radicales, que no van a desperdiciar la ocasión de manifestarse, a favor y en contra, y de enfrentarse unos a otros provocando disturbios, a poco que les dejemos.
Todo eso ahora, hoy, en una misma mañana. Y todo eso por culpa de un maldito desfile que ojalá ya hubiera acabado.
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Esto es intolerable, un manifiesto militarista, una provocación fascista. ¿A quién le puede interesar una colección de soldaditos de plomo, perfectamente alienados? Una exhibición de armas, nada más. De esas armas que han sojuzgado a medio mundo en nombre del colonialismo, que se han usado para reprimir al pueblo una y mil veces.
Antes, bajo la dictadura, podía tener un sentido, aunque sólo para algunos. A ciertos personajes les podía parecer bien ver a un puñado de muchachos uniformados y uniformizados, a los que se les habían rapado las ideas junto con el pelo. Esclavos del sistema, esbirros de la causa. Pero, ¿ahora? Cada día está más claro que no hay ninguna causa por la que valga la pena morir, y en consecuencia, no hay ninguna por la que valga la pena matar.
Está claro que los ejércitos sobran. Nunca los hemos querido. Nunca han hecho otra cosa que defender los privilegios de la clase dominante, a costa de la sangre del proletariado. Ya empezamos a estar muy hartos de batallitas, de odiseas de comic, de uniformes de opereta y de películas de vaqueros con ametralladora, que matan soldados enemigos en vez de indios. Por no hablar de las medallas, el honor patrio y toda esa parafernalia grandilocuente..
La sola idea de patria ya es un arma contra nosotros, como la moral o la propiedad. Derechos sacrosantos para unos, que la mayoría sólo podemos ver por el lado de la obligación y la prohibición. Esto se tiene que acabar. Por lo menos, que sepan que no estamos de acuerdo. Si todos esos héroes de pacotilla esperan aplausos, que le tiren flores, que las mujeres les sonrían, están muy equivocados. Gritos de abucheo, y si se tercia algún cascote, eso es lo que van a tener.
Ya van a empezar. Ya se acercan. Hay que estar preparados. ¿Todos a punto? Pues venga, muchachos, ¡a por ellos!
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Está muy claro que este desfile es una equivocación, una más de las muchas que lleva cometiendo el gobierno en esta última legislatura. Puede que apelando a los nostálgicos recupere algunos votos, aunque es dudoso. Las inquietudes de la sociedad van por otros derroteros, como se vió en las últimas elecciones. La coyuntura no les es favorable. Según las encuestas, han perdido dos puntos.
A veces da la impresión de que el partido en el poder no sepa que no tiene mayoría absoluta. O que confía demasiado en que el resto de fuerzas no sean capaces de ponerse de acuerdo. Están cometiendo el peor pecado que se puede cometer en política: la falta de realismo. Por favor, ¿es que no se dan cuenta? Basta con que se miren los índices de las bolsas, que todos sabemos cómo están. La situación económica es delicada. La balanza de pagos no acaba de mejorar. El nivel de empleo está así así.
El electorado ha perdido la confianza, está cansado de promesas vacías que nunca se cumplen. El pueblo mira a su alrededor y ve que los países de nuestro entorno están mejor que nosotros, que nos vamos quedando atrás. Lo que debería hacer el gobierno, en vez de organizar desfiles, es invertir en mejorar las infraestructuras, en hacer que el correo funcione, que no sea un martirio conectarse a Internet.
Ya se han dado algunos tímidos pasos al reducir el presupuesto de Defensa, pero no basta. Hay que hacer más, por impopulares que puedan ser ciertas medidas en determinados sectores. El riesgo de una sublevación militar parece hoy descartado. Lo que el país necesita es un ejército profesional, más reducido, integrado en las fuerzas conjuntas de defensa. Pero no desfiles. Que se liberen más recursos destinados a armamento, para hacer avanzar la economía. Y que se dejen de tonterías.
Por supuesto, digo todo esto “off the record”. No se les ocurra divulgarlo. Comprendan ustedes, en mi posición...
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No sé si desde aquí lo veremos bien. Yo ya empiezo a ser mayor, por más que mi Joaquín me diga que estoy hecha una mocita, y tanto rato de pie no sé si lo voy a aguantar. Amparito está aquí, a mi lado. Ya vuelve a fumar. Fuma demasiado, esta chica, pero cualquiera le dice algo, con el genio que se gasta. Claro que si a mi Joaquín le gusta, yo lo mejor que puedo hacer es callarme.
La verdad es que hay mucha gente, más de la que me esperaba. Y se ven señoras muy empingorotadas y peripuestas. Tenía que haberme arreglado más. Ponerme el vestido negro, que parezco una señora. ¿Qué va a pensar mi Joaquín al verme así? Claro que a lo mejor ni se fija. Los hombres, para estas cosas son muy ciegos. Y estando Amparito, seguro que sólo va a tener ojos para ella.
Mi pobre Joaquín. Está más delgado, se ve que no lo tratan bien, por más que diga. No como en casa. Yo ya le he ido mandando dinero, el que podía, para que al menos comiese bien, pero a saber en qué se lo habrá gastado. A saber qué vicios habrá aprendido en el cuartel. Mujeres, no creo, de eso ya se cuida Amparito, por la cuenta que le trae. Y por lo visto, parece que ella lo sabe manejar. Yo no sé lo que harán a solas, que me lo figuro, y me puede gustar o no, pero más vale que no me meta. Eso es asunto de ellos.
Ya empiezan a pasar. Qué guapos, tan altos, todos iguales, tan serios. Si hasta parecen hombres, por más que sólo sean unos chiquillos crecidos. Y eso que éstos sólo son los de Infantería. No son los mejores, los de Infantería de Marina, que es donde está mi Joaquín. Yo al principio me hacía un lío por lo de la Marina, y le preguntaba si le iban a dar un barco para que lo llevase él, y él venga a reir.
Mira, ahora pasan los marineros, tan blancos. Compadezco a sus madres, como tengan que lavarles el uniforme. Y ahora enseguida pasará mi Joaquín.
Pues es bonito el desfile, qué quieres que te diga.
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(Redacción) – Ayer, tal como estaba previsto, se celebró el tradicional desfile de las Fuerzas Armadas, con numerosa asistencia de público. Las máximas autoridades presenciaron el acto desde la tribuna instalada al efecto.
El desfile contó con la presencia de unidades del Ejército de Tierra, así como una representación de la Marina y la Aviación. Una escuadrilla de aviones sobrevoló la formación, y se pudo ver un amplio despliegue de efectivos de Artillería y Caballería. El público asistente aclamó en numerosas ocasiones el paso de las tropas, con calurosas ovaciones.
Lamentablemente, algunos grupos radicales intentaron deslucir el acto, coreando consignas contra el Ejército, intentando incluso algún hecho aislado de agresión, que fue rápidamente neutralizado por las fuerzas de seguridad. Se practicaron varias detenciones. (Más información en la página 5)
* * * * *
Ya estoy más que harto, y eso que aún no hemos empezado. El desfile comienza a las once, por eso hemos tenido que levantarnos a las seis. Ducha, formación, firmes, pasar lista, desayuno. Después, subir a los camiones. Total, que antes de las ocho ya estábamos a punto. Pero claro, todo el mundo quiere asegurarse de que aunque haya un imprevisto no se retrase nada.
Nos han pasado revista seis veces. En las dos primeras se han fijado hasta en la caspa que podíamos tener en las hombreras. ¿Quién va a ser capaz de verla? Las siguientes han sido más por encima. Mejor, porque cada hora que pasa, con este calor, parecemos peor afeitados. No nos han dejado fumar hasta que no nos ha pasado revista el coronel. Y en cuanto nos han dejado, al Pitillo, como siempre, se le había acabado el tabaco, y ha empezado a pedirlo a unos y a otros.
Hace calor, y el cuello del uniforme es una tortura. El fusil pesa lo suyo, y no hay un mal sitio donde sentarse. Y evidentemente no nos dejan sentarnos en el suelo. Hay tres o cuatro que se dan importancia, y presumen de conquistar a las novias de los demás con sólo dejarse ver. Hatajo de imbéciles.
El coronel, por lo visto, ha dicho que estemos formados veinte minutos antes de la hora, lo que para el capitán significa media hora antes, y para el sargento tres cuartos de hora. No paran de pasar oficiales arriba y abajo, y a cada uno que pasa, hala, a ponerse en pie, firmes y a saludar. Alguno hace ver que no se ha dado cuenta, y nadie le dice nada.
Hay un buen trecho para recorrer. Yo lo habré hecho paseando no sé cuántas veces, pero claro, hoy es diferente, y mucho más duro. De tanto rato de estar de pie, empiezan a dolerme las botas. El Pastor, que es de pueblo, va a perder el paso, como siempre, y mucho será que no nos arresten a todos por su culpa. De allá al fondo, donde está la banda, llegan a ratos todo tipo de sonidos, como si estuviesen afinando los instrumentos. Hasta el bombo.
Bueno, pues a ver si se acaba. Mejor dicho, a ver si empieza. Mi familia no está entre el público, y los amigos que tengo ahora están en otra fila, o en otra columna. Mejor así. Mejor que nadie de los que me conocen me vea desde fuera, desfilando como un soldadito de juguete, participando en esta patochada.

miércoles, septiembre 20, 2006

A un lado del camino

El cuento de hoy vuelve a ser del tipo de historias en las que ocurre algo. No me acaban de convencer esos relatos en los que el único propósito parece ser la descripción de un ambiente o de una situación. Lo sé, yo también he escrito alguno, mea culpa, pero todos tenemos nuestros momentos de debilidad. Y el dogma cristiano del pecado original afirma que no hay nadie incapaz de pecar, de igual manera que el dogma de la redención afirma que no hay nadie incapaz de salvarse.

Otra forma de presentarlo sería decir que es algo a medio camino entre el cuento clásico de los tres deseos y la escena de las brujas de Macbeth. Y sin más dilación, aquí va el cuento:

A UN LADO DEL CAMINO

Nadie sabía exactamente cuánto tiempo hacía que la vieja casa estaba allí. Rufo había oído alguna vez que la había construído un antepasado, el abuelo del abuelo, o algo así. Pero si le preguntaba a su padre, la respuesta que obtenía era:
- ¿Y eso qué importa? Es nuestra, ¿no? Y siempre ha sido nuestra. Y no nos ha ido tan mal en ella.
En efecto, no les había ido mal. Las tierras que se extendían tras la casa, alejándose del camino, eran suyas. No tenían que darle a nadie una parte de la cosecha, fuese buena o mala. Sabían que si araban más campos o criaban más ganado vivirían un poco mejor, con sólo esforzarse. Y algún día, Rufo heredaría todo aquello.
No había ninguna prisa en que eso ocurriera. Con Rufo y su padre trabajando los campos, tenían más que suficiente para vivir. Y si padre empezaba a notar el paso de los años y ya no podía arar tantas fanegas, Rufo se limitaba a sonreir y se esforzaba un poco más. Rufo había crecido como crecen los muchachos en el campo: con obligaciones y libertades absolutamente distintas a las de un chico de ciudad. De pequeño, había cazado pájaros, ranas, grillos, y casi cualquier cosa capaz de moverse. Había correteado por el bosque y apedreado a los vagabundos. Pero todo eso era ya el pasado.
Un buen día, Rufo estaba sentado en uno de los pilares de piedra a la puerta de la casa, viendo pasar las últimas horas de la tarde. Por el camino se acercó una vieja gitana, con paso cansino. Al llegar a su altura, señaló con un nudoso bastón el cántaro que Rufo tenía al lado, y preguntó con voz ronca:
- ¿Me puedes dar un poco de agua, payo?
Rufo asintió y sin levantarse tomó el cántaro y se lo alargó. La gitana, después de beber, dijo:
- Estoy muy cansada. ¿Te importa que me siente un momento?
Rufo asintió nuevamente, y la gitana fue a sentarse en el pilar que hacía pareja con el que ocupaba Rufo, al otro lado de la puerta.
- No te preocupes, me iré enseguida – dijo la mujer – Los gitanos, ya sabes, nunca estamos quietos. No vaya a ser que nos encariñemos con un sitio y nos queramos quedar. Que no puede ser, claro. No se iban a fiar de nosotros.
“Y así andamos, desde no sé cuándo. Hemos tenido que aprender cien lenguas, pero todas las hablamos mal, menos la que es nuestra. Llevamos siglos haciendo lo que los payos no se atrevían a hacer, cosas de mal fario: enterrar a los muertos, hacer calderos. Y decir la buenaventura.
Rufo pensó que el cansancio no le había quitado las ganas de hablar. La gitana se volvió hacia él y dijo:
- Tú has sido bueno conmigo. Seguramente, hace años, cuando eras un crío, me tiraste alguna piedra, pero de eso, ¿quién se acuerda? Anda, dame la mano, que te voy a leer el futuro.
Rufo, escéptico, negó con la cabeza.
- ¿Qué pasa, te ha comido la lengua el gato? – dijo la gitana – Qué pena, un muchacho tan guapo.
- No – dijo Rufo – Es que no creo en esas cosas.
- ¿Y quién te dice que creas? Yo te aviso de lo que veo. Si no quieres hacerme caso, allá tú. Anda, trae para acá esa mano.
Rufo alargó la derecha, que la gitana tomó y examinó concienzudamente.
- Virgen santísima, lo que veo – dijo finalmente – Es de no creer. ¡La de cosas buenas que te van a pasar, so entraña! Muertos de envidia, los vas a dejar a todos.
Rufo tuvo una media sonrisa incrédula, pero prestó mucha atención a lo que decía la gitana.
- Lo mejor de todo, es que te va a pasar en cuatro, no, espera, en cinco años. Cinco años, eso es. Primero, que vas a ser un artista famoso. Ya se ve, con esos dedos tan largos y finos que tienes. Por tus manos vas a ganar dinero, ya verás.
Tras una mirada furtiva a Rufo, añadió:
- Claro que a ti lo que te preocupa es otra cosa, ¿no? ¡Qué le vas a contar a esta vieja! Pero no te preocupes, que también veo una mujer. Una real hembra, sí señor, lo que se merece un muchacho tan guapo. Hasta puede que sea una señorita de esas de la ciudad, ya sabes cuáles digo. De esas tan peripuestas que llevan guantes, y que te sueltan un “por favor” cada vez que abren la boca.
“Total, que va a venir y te va a pedir que le hagas caso. De rodillas te va a suplicar, si hace falta. Pero tú no seas malo, ¿eh? No me la hagas sufrir, pobrecilla. Que lo mismo que va a venir volando, volando se puede ir. Así que ándate con ojo.
“Y otra cosa más. Veo mucho dinero, pero mucho. Escúchame bien: tú, pase lo que pase, no te dejes perder la casa. Tú consérvala, que eso es lo que te va a dar el dinero. Pero sobre todo, no te la vendas, que todo ese dinero iría a parar a otro.
Rufo, inconscientemente, había cambiado de expresión, y ahora era de puro asombro. ¿Por qué se había inventado todo aquello la gitana? Seguramente, todo era mentira, pero para conseguir ¿qué? La gitana, como si le leyese el pensamiento, dijo:
- Nada. No te voy a pedir nada, rey. Pero dentro de cinco años voy a volver, para ver cómo te ha ido. Tú habrás cambiado mucho, y yo estaré casi igual; privilegios de ser vieja. Y cuando vuelva, puede que quieras ser un poco agradecido.
Sin más, la gitana se puso en pie, dijo “Con Dios” y reanudó su camino, con el mismo paso con el que había llegado.
A pesar de su escepticismo inicial, las profecías de la mujer impresionaron a Rufo, que en los días siguientes no paró de darles vueltas. Respecto a dos de ellas, nada podía hacer: el dinero y la novia debían llegar por su propio pie. Pero sí podía, en cambio, descubrir y perfeccionar sus dotes artísticas. Hasta entonces, lo único levemente artístico que Rufo había hecho era marcar los arreos. Dado que a veces los labriegos de la zona se ayudaban unos a otros, y se prestaban aperos y guarniciones, existía la costumbre de pintarles o grabarles ciertas sencillas marcas para identificarlos: círculos, triángulos, cuadrados, espirales, ondas y otras señales geométricas.
Evidentemente, aquello tenía muy poco de arte, así que Rufo decidió ensayar otra cosa. Una tarde, al acabar el trabajo, tomó un trozo de tizón del hogar y una vieja tabla y empezó a trazar garabatos en ella. Su primera idea fue hacer un dibujo de la casa, pero erró las proporciones, y trazó el portal tan grande que tuvo que achicar mucho las ventanas del piso alto, para que le cupieran las cuatro.
Acabó por acostumbrarse a aquel pasatiempo. Tras innumerables pruebas, consiguió esbozar algo levemente parecido a su casa. Habría sido incluso un resultado aceptable, salvo en el aspecto legal: iba en contra de las leyes de la perspectiva. En cierta ocasión, mientras luchaba con la enésima tentativa de conseguir un dibujo decente, un automóvil se detuvo frente a él. Un hombre bajó del coche, se le acercó y le dijo:
- ¿Son suyas esas... cosas?
El hombre señalaba unos correajes colgados de un gancho, junto al portal. Rufo asintió, y el hombre dijo:
- ¿Me los vendería? ¿Cuánto pide?
Rufo lo miró de arriba abajo. Aquel era un tipo de ciudad, no había duda. Preguntó:
- ¿Para qué los quiere?
El hombre se rascó la cabeza, señaló el pilar al lado de la puerta y dijo:
- ¿Puedo?
Rufo se limitó a encogerse de hombros. El hombre se sentó y dijo:
- Está bien, ya veo que no voy a poder engañarle. Hace tiempo que no veía unas correas tan bien decoradas. En la ciudad se venderían muy bien, ¿sabe?
El hombre se levantó, tomó una de las correas y se la mostró a Rufo. En la cinta se veían dos líneas onduladas, con un círculo entre ambas.
- Culebras y un lunar – dijo Rufo – Es mi marca.
El hombre sonrió y dijo:
- Desde luego, no pretendo estafarle, y tampoco que se quede sin recibir su parte. Si no quiere venderme éstas, ¿qué le parece si yo le traigo otras nuevas y usted las pinta, o las graba, o lo que sea? Le pagaría bien. Ya buscaría algún guarnicionero de por aquí cerca...
- Dígame – interrumpió Rufo - ¿Para qué las quieren, en la ciudad? No tienen campos que labrar, ni animales.
- Son bonitas – dijo el hombre, como si eso fuera razón suficiente.
Rufo meneó la cabeza. Decididamente, en la ciudad había muchos locos. De repente, tuvo una idea. Se levantó y le dijo al hombre:
- Espere un momento.
Segundos después, le enseñaba al hombre la tabla con su penúltimo dibujo, diciendo:
- Si anda buscando cosas bonitas, ¿qué me dice de esto?
El hombre puso un gesto rarísimo y dijo:
- Está muy bien, pero me temo que no es exactamente... ¿qué me dice de las correas?
- Que no – dijo Rufo, contrariado – Yo las marco porque no me queda más remedio. No me apetece perder más tiempo en eso, ni aunque me paguen.
Ante la negativa, el forastero, con un gesto de resignación, volvió a su automóvil y se marchó.
Rufo continuó por algún tiempo con sus garabatos, pero acabó por cansarse. Aquello no conducía a nada, y no era más que una forma de perder el tiempo. Además, se acercaba la época de la cosecha, y el tiempo no era algo que le sobrase. Durante un par de meses, estuvo constantemente ocupado, ayudando a su padre a segar, hacer gavillas y recoger la fruta de los árboles.
Era costumbre, al acabar la cosecha, que los labriegos de los alrededores se reuniesen y celebrasen una pequeña fiesta en un cobertizo del pueblo. Aquella era una buena ocasión para escuchar algo de música, bailar, que los mozos y mozas se conocieran, y si había ocasión, averiguasen de qué estaban hechos unos y otras. Fue en esa ocasión en la que a Rufo se le acercó una muchacha que él recordaba de otros años. Pero le costó reconocerla, porque estaba muy cambiada. Ya no era tan delgaducha, parecía más alta, y no se comportaba como una chiquilla, aún sin dejar de ser animosa y alegre.
- Hola, tonto – le dijo a modo de saludo.
- Me llamo Rufo – respondió él, mientras intentaba recordar su nombre - ¿Se puede saber por qué me llamas tonto... Rosaura?
Ella rió. Su risa también era bonita.
- Casi lo has acertado – dijo – Es Rosalía, no Rosaura. Y te llamo tonto porque si no piensas bailar y quedarte ahí toda la noche, como un pasmarote, la verdad, no sé para qué has venido.
Rufo no supo qué contestar. Viendo que no se daba por aludido, Rosalía insistió:
- Anda, ven, vamos a bailar.
- No sé bailar – dijo Rufo.
- ¿Y eso qué importa? – dijo ella – Caminar sí que sabrás, ¿no? Venga, no seas ganso. Vamos a probar.
Lo cogió de la mano y lo arrastró hasta la pista de baile. Mientras Rufo intentaba dar unos pasos dispersos, ella dijo:
- Si me pisas, chillaré – y sonriendo añadió – Y si te me acercas demasiado... me lo pensaré.
Rufo lo interpretó como una invitación y la atrajo hacia sí, sin que ella opusiera resistencia. Ella dijo:
- Vaya, eres muy fuerte. Pero no te hagas ilusiones. Aún me lo estoy pensando.
Rufo estaba confuso, porque pensaba varias cosas al mismo tiempo. Por una parte, que tal vez sus pasos deberían intentar seguir el ritmo de la música; por otro, que Rosalía olía bien, y era muy agradable tenerla tan cerca. Y por otra, que los demás mozos de su edad debían estar riéndose de él, por ir con mujeres. Seguramente estaban poniendo en duda su hombría. Pero pronto dejaron de preocuparle los mozos y la música, y sólo quedó la presencia próxima de la muchacha, con sus cabellos acariciándole la mejilla. Ella, en voz baja, le dijo:
- Ni se te ocurra meterme mano aquí, delante de todo el mundo. En todo caso, espera a que no nos vean.
Al acabar la pieza, Rosalía comentó:
- Hace mucho calor aquí dentro, ¿no crees?
- ¿Quieres que vayamos afuera? – preguntó Rufo.
- Ya que insistes – concedió ella.
Al salir al exterior, tal vez por efecto del fresco de la noche, Rufo sintió una ligera inquietud. Se dijo que las cosas estaban yendo demasiado deprisa, y no estaba seguro de estar de acuerdo. Rosalía se había acercado a una callejuela lateral al local del baile, y Rufo se le acercó, indeciso. Ella lo miró y preguntó:
- ¿Qué te pasa? Ahí dentro parecías tan decidido... ¿Es que no te gusto?
- Sí me gustas – respondió Rufo, sin pararse a pensarlo.
- ¿Entonces?
- No quiero echarme novia aún. Y no me gusta ir tonteando por ahí. Cuando conozca a la mujer adecuada, ya veremos.
Rosalía, con tono contrariado, preguntó:
- ¿Y cómo tiene que ser la mujer adecuada? Lo digo porque supongo que te habrás hecho una idea. Y me gustaría saber por dónde no encajo yo.
- Pues... – dijo Rufo - Una señorita.
- Yo no soy señora, si es por eso. Pero supongo que quieres decir una de esas muñequitas bobas de la ciudad, ¿no? Una de esas que van a la última moda y se ponen guantes.
Rufo asintió, y ella siguió:
- Pero, vamos a ver: para hacerte una caricia, tendrá que quitarse los guantes, ¿no? Vamos, eso espero.
“¿Pero es que no te das cuenta que no vas a poder abrazarla, por miedo a estropearle su ropa carísima? ¿Que cuando más guapa se va a poner será cuando la tengan que ver los demás? ¿De verdad crees que es eso lo que te conviene?
Rufo se limitó a encogerse de hombros, enfurruñado.
- Ya veo – dijo Rosalía, resignada – que eres aún más tonto de lo que yo creía. No hay nada que hacer, ¿no?
Rufo no se tomó la molestia de contestar, y dejó que la muchacha volviera sola a la fiesta.
Un año más tarde, el padre de Rufo murió, y él heredó la casa y las tierras. Para él no representó un aumento significativo de trabajo; en los últimos tiempos, se había acostumbrado a llevar casi todo el peso de la gestión. Aún así, a veces se preguntaba si valía la pena tanto esfuerzo. Tenía tierras suficientes como para ser uno de los ricos del lugar, y habría podido vivir bien si hubiera tenido tiempo para ello.
Desde hacía un tiempo, había ido llegando gente nueva al pueblo, inmigrantes con poco más que sus manos y una familia que mantener. Un día, uno de esos inmigrantes, más decidido que los otros, fue a verlo y le pidió tierras que cultivar. Rufo aceptó. Las cosas fueron tan bien que otros se animaron, y en un par de años, la casi totalidad de las tierras de Rufo estaban cuidadas por aparceros.
Rufo tenía ya el tiempo que antes le faltaba, y las rentas de las tierras le permitían vivir cómodamente. Pasaba los días cultivando el pequeño huerto anexo a la casa, y soñando con el día en que se presentase una enguantada señorita de ciudad. Cuando por fin se presentó, no venía sola. Iba al volante de un descapotable, acompañada de un hombre orondo. Tanto ella como él lucían unas ostentosas gafas de sol.
El automóvil se detuvo frente a la casa, el hombre bajó y se plantó con los brazos en jarras, observando el edificio. La mujer, mientras tanto, se levantó las gafas de sol hasta el cabello, y se puso a revisar su aspecto en el retrovisor. Rufo pensó: “Gente de ciudad. Ni siquiera saludan”. El hombre, en voz demasiado alta, dijo:
- Es perfecta, querida.
- Ajá – dijo ella, sin dedicar ni una mirada a la casa.
El hombre se acercó a Rufo y le dijo:
- Oiga usted, buen hombre, ¿sabe usted si esta casa está en venta?
- No – respondió Rufo.
- ¿No lo sabe? ¿O no está en venta? – preguntó la mujer, desde el coche.
- Mire – dijo Rufo al hombre, algo molesto – Si quiere una respuesta clara, empiece por hacer una pregunta clara. La casa es mía, así que yo sabré si quiero venderla o no, ¿no cree? Y no quiero venderla.
La mujer había bajado del coche, se acercó al hombre y le dijo en voz baja:
- Déjame a mí, que tú no tienes mano para estas cosas.
Después se encaró a Rufo, le tendió la mano y dijo:
- Buenos días. Me llamo Adela.
“Bueno”, pensó Rufo, “al menos ella sí sabe por dónde empezar. Aunque no se haya quitado el guante”.
- Tiene usted una casa muy bonita – decía ella – Y bien situada, además: cerca del cruce, y no muy lejos del pueblo. No sé si habrá pensado alguna vez en desprenderse de ella...
- No – dijo Rufo – No pensaba venderla.
- Ya comprendo. Pero no nos engañemos, la casa ya tiene sus años, y dentro de nada va a necesitar reparaciones. Usted es un hombre joven, y querrá disfrutar de las comodidades que hoy en día son de lo más corrientes. Pero en esta casa le va a resultar muy complicado. No quiero ni pensar en cómo estará la instalación eléctrica. Y apuesto a que en el cuarto de baño no le cabría un jacuzzi.
La mujer hizo una pausa. Rufo, como no sabía exactamente qué podía ser eso de un jacuzzi, no creyó necesario contestar. La mujer continuó:
- Todo eso se puede arreglar, gastando dinero, claro. Pero le resultaría más práctico venderla e irse a vivir a una casa cómoda en el pueblo, o hasta en la ciudad, si le apetece.
“Sé lo que está pensando. Si tiene todos esos problemas, ¿para qué la va a querer alguien? Pues se lo voy a decir: para convertirla en un restaurante, puede que con dos o tres habitaciones. Evidentemente, habrá que gastar dinero para ponerla en condiciones, pero a la larga, se puede acabar ganando mucho más.
Nueva pausa. Al ver que Rufo no reaccionaba, Adela siguió:
- Así que ya lo ve. Ponga un precio, el que le parezca bien, y empezamos a hablar. No se trata de que nadie salga perdiendo, ni usted ni nosotros, ¿entiende?
Rufo estaba pensando en las palabras de la gitana: “Pase lo que pase, conserva la casa”. Sacudiendo la cabeza, dijo:
- Me parece que va a ser que no.
- ¿Le puedo preguntar por qué?
- Siempre he vivido aquí. Y por ahora no tenía pensado cambiar.
Adela abrió el bolso que llevaba colgado al hombro, sacó una tarjeta y se la alargó a Rufo, diciendo:
- Aquí tiene mi número de teléfono. Si cambia de idea, llámeme.
- No voy a cambiar – dijo Rufo, sin coger la tarjeta.
- No importa. Guárdela igual, por si acaso.
Obligó a Rufo a recoger la tarjeta, se volvió hacia el hombre y dijo:
- Anda, vámonos, que se hace tarde.
El hombre masculló un “buenas tardes” y se apresuró a subir al coche. Momentos más tarde, se habían perdido de vista.
A finales del verano, cuando las tardes empezaban a acortarse, apareció de nuevo la vieja gitana. Cuando la tuvo cerca, Rufo le gritó:
- ¿Qué vienes a hacer por aquí? ¿A engañarme otra vez?
La gitana esperó a estar cerca para responder:
- ¿Por qué dices eso, mi alma?
Cuando Rufo abrió la boca para contestar, la gitana ya se había sentado en el pilar al lado de la puerta, como si aquel asiento le perteneciera. Rufo dijo:
- Todo lo que me dijiste no eran más que mentiras.
La gitana suspiró, meneó la cabeza y dijo:
- Yo no digo mentiras. Todo lo más, verdades engañosas. Cuando una dice la buenaventura, no puede dar demasiados detalles. ¿Sabes a cuántas de nosotras han quemado como brujas por no tenerlo en cuenta? Si lo que anuncias es demasiado exacto, siempre hay alguien que piensa: “Si lo sabía, es porque lo ha provocado ella”.
Rufo se levantó, entró en la casa y salió llevando una tabla tiznada de negro.
- Me dijiste que sería artista, y que me ganaría dinero. Pero cuando vino aquel hombre y le enseñé este dibujo, no quiso saber nada. Sólo le interesaban las correas.
- ¿Correas? – preguntó la gitana.
- Sí, esto – replicó Rufo cogiendo de un manotazo unas riendas colgadas al lado de la puerta.
- Déjame ver – dijo la mujer, y tras examinarlas preguntó – Las marcas, ¿quién las ha hecho?
- Yo – dijo Rufo – Pero eso no es arte.
- Ya – dijo la gitana – Porque tú lo dices. Que yo recuerde, te dije lo de artista, pero no de qué clase. Y si tú te empeñas en querer lo que no tienes, no es culpa mía.
“Pero ¿qué hay de las mujeres? No me puedo creer que a un muchacho guapo como tú no se le haya acercado ninguna.
- Pues – dijo Rufo – una hubo que quería tontear.
- ¿Lo ves?
- Pero no le hice ni caso. Acabó casándose con otro. No era una señorita de ciudad.
- Yo no te dije que lo sería – puntualizó la vieja – Sólo que podía serlo. ¿Y la casa? Veo que aún la tienes.
- Hace poco me la querían comprar, y habrían pagado lo que yo pidiese. Pero tú me dijiste que no la vendiera.
- Claro. Que no la fueses a vender. Pero si en vez de eso te la vienen a comprar, y te dan un buen dinero, ¿por qué no? Por eso te dije que la conservaras, para esperar la buena ocasión.
La gitana se puso en pie, y con voz seria dijo:
- Más te hubiera valido no tirarme tantas piedras cuando eras un crío. ¿O es que no sabes que nosotras sabemos echar maldiciones?
Con paso cansino se dirigió hacia el camino. Pero antes de reanudar la marcha, se volvió hacia Rufo y a modo de despedida le dijo:
- Pero a ti no vale la pena echarte una maldición. Ya tienes una.
“Y la tuya es de nacimiento.

martes, septiembre 19, 2006

Serpiente

Hoy quiero empezar dando la bienvenida a la blogsfera a una buena amiga, Maria Àngels Filella (www.mirada-violeta.blogspot.com), gran persona y escritora, y una de las voces críticas en ese tema tan controvertido como es "mujer y religión". Enhorabuena.

Como en uno de sus títulos se pregunta qué habría ocurrido si Eva no hubiese comido la manzana del Paraíso, creo que el cuento de hoy es adecuado, aunque no sea un cuento, o sólo sea una segunda versión de un tema harto conocido. La historia, hoy en día, es un tanto irritante, ya que insiste en cargar la culpa sobre la mujer, algo que tiene una larga tradición. Aristóteles dijo que la mujer es un hombre imperfecto, afirmación que sólo demuestra que Aristóteles era un hombre imperfecto.
Sea como fuere, aquí está el cuento. Leerlo en voz alta constituye un buen ejercicio fonético, creo.

SERPIENTE

Pst, pst. Sí, es a ustedes. Ya saben quién soy, seguro. ¿No se acercan? Supongo que sienten una cierta zozobra por su seguridad; ya sé que el sonido de mi silbido asusta, pero deben desechar esa desazón. Soy tan sosegada como silenciosa, se lo aseguro.
Sabrán que siento simpatía por los sonidos sibilantes, y que me expreso de forma suavemente sofisticada, sólo para poder usar ciertas sílabas que me son más sencillas. Así que, si no perciben suficientemente claro lo que aspiro a expresar, les suplico que me lo señalen.
Les supongo sobradamente sabedores de mis vicisitudes, sobre todo del episodio del Paraíso. Pero sepan que en la difusión del suceso, los simples hechos sucumbieron sin solución ante las consignas sectarias de su especie. Siempre les han sobrado excusas para señalarme como responsable; sólo que no fué así. Si lo desean, y se hallan interesados, en seis o siete minutos les hago una reseña, una sinopsis del sumario.
Supongan la escena: una selva frondosa y ensortijada, de sombra apacible, surcada súbitamente por insectos zumbantes o simples aves solitarias. Dos seres, sin más sujección que la de someterse a los designios del Ser Supremo, y sin más sobresaltos, gozar de las sencillas satisfacciones de su situación. Pero son ustedes sumamente soberbios para soportar eso; suelen perseguir la inseguridad, sólo para sentir su excitación.
En ese bosque había un árbol. Siento decepcionarles, pero el árbol no era un manzano, ni un cerezo, ni siquiera un sasafrás, cuya sombra sume a súbditos y soberanos en la simpleza. No sé su especie, sólo sé que era sumamente extenso. Yo reposaba a su sombra, pero me sobrevino sed, y sucumbiendo a la necesidad, subía por su corteza sinuosa, para acceder a los frutos y succionar su zumo. Entonces apareció la señora, que supongo casada. Mostraba, como siempre, la tersa superficie de su piel, es decir, estaba desnuda, pero como si tal cosa. Musitó algo como “ser asqueroso” al divisarme, y casi susurró:
- Eso está prohibido - o algo así.
- Sólo para vosotros - repuse.
- ¿Ah, sí? ¡Silencio, sabandija!
Con una sacudida, consiguió que se precipitase uno de los frutos, ya en sazón, supo cazarlo en su descenso, y empezó a consumirlo con fruición. Súbitamente, una expresión de sorpresa apareció en su faz, que dejó paso a la vergüenza, y se sumergió en un macizo de salvias para que no la viesen. Sollozaba sosamente.
Segundos más tarde, su esposo, soberanamente confuso ante tal situación, quiso saber qué pasaba, y ella simplificó:
- La serpiente consume los sabrosos frutos del árbol de la ciencia, y yo he secundado su sedición. Socórreme, o seremos separados.
Su esposo, indeciso, paseaba su vista de ella a las ramas. Su situación serena se veía súbitamente sacudida, sentenciada, sobreseída, sepultada. Yo sabía que iba a seguir la sugerencia de su semejante, pero esperaba que fuese capaz de sobreponerse. Entonces supe que el Ser Supremo os concedió la conciencia para que poseyéseis sensatez, pero os puso el sexo para compensarlo.
Sin darse cuenta de la trascendencia de su acción, simplemente sustrajo un fruto de una rama saliente, y lo acercó a sus labios. No pudo acabárselo, y se escondió con más presteza que ella; al menos en el aspecto estético, había sobradas razones.
Eso fué sólo el principio; siguió un proceso sumamente vergonzoso, con acusaciones encendidas y desmentidos furiosos. La sentencia fué severa. Ellos fueron desterrados, y yo sometida a serpear por el suelo, como un gusano, ensuciándome y sufriendo de escoliasis. Es muy duro el oficio de ofidio. Y sólo quisiera saber, si es que puede saberse, por qué, sojuzgada como estoy, por qué el escarnio y el sarcasmo de que sólo pronuncie eses, como si fuese sudamericana.
Supongo que es signo del sentido del humor del Juez. Así que soportarlo debe ser la decisión acertada. ¿Saben qué? Váyanse, señores, y déjenme sola. Estaré bien, graciass.

lunes, septiembre 18, 2006

En la frontera

Tengo edad suficiente como para haber vivido algún tiempo, demasiado, en esa época en que lo que se nos decía a todos era: "No pienses por tu cuenta, y limítate a seguir las consignas que se te han dado". No importa demasiado si esas consignas las dictaba el Régimen, la Iglesia, el Comité Central o el Comité de Actividades Antiamericanas. De aquella época, me ha quedado una cierta aversión a permitir que me dicten o me impongan quienes debo considerar mis amigos. Y en buena lógica, no estoy dispuesto a permitir que me dicten quienes debo considerar mis enemigos.

Ante ciertos acontecmientos recientes que parecen demostrar una vez más que somos mucho más hábiles en llegar a la discordia que a la concordia, creo que debo tomar partido, o como mínimo, manifestar que no estoy dispuesto a que me confundan con según quién. Por eso va el cuento de hoy, un cuento en dos partes que en cierto sentido recuerda "Ida y vuelta", ya publicado.

EN LA FRONTERA

Aferró el arma con fuerza, y se irguió cuanto pudo cuando el general pasaba ante él. No era un valiente, pero no saldría huyendo. Vió, sin mirar, la silueta del general, recortada por la luz de las antorchas. No dedicaba mucho tiempo a cada soldado; apenas un vistazo. Aquella no era una revista de compromiso, para verificar la corrección de la postura o la limpieza del equipo. Se esperaba un ataque del enemigo, y era suficiente con comprobar que todos iban armados, e intentar adivinar por el grado de miedo que se leía en los ojos, si la moral era de derrota, si ese miedo era tanto que podía atenazarlos, o si tenía la medida justa para mantenerlos alerta y despiertos.
El general estaba casi al final de la fila, y la inspección estaba a punto de acabar. Él pensó que aquella era una época difícil, y un lugar incómodo. No era fácil, la vida en la frontera, con la presión constante de los infieles. Con frecuencia había escaramuzas aquí y allá, y de vez en cuando, un ataque como el que se esperaba ahora.
Él no era un soldado, en realidad, sino un artesano, que trabajaba el cuero con destreza, y no le faltaba trabajo, fabricando arreos para los caballos. Y llevaba una vida cómoda, protegido por las murallas de la ciudad, desde las que día y noche, los centinelas vigilaban los movimientos del enemigo. Aunque su trabajo no gozaba del prestigio de los herreros, que eran quienes forjaban las armaduras, afilaban las espadas o reparaban las cotas de malla, todo el mundo sabía que en combate, una buena silla o unas riendas podían ser tan importantes como una lanza o un escudo.
El general había acabado la inspección, había subido a caballo para que todos pudieran verlo, y les estaba dirigiendo unas palabras. Advertía a los hombres del peligro de confiarse, ya conocían al enemigo, testarudo y cruel. No se podía esperar de ellos que reaccionasen de modo racional, porque no eran más que unos fanáticos desesperados. No se retirarían en el momento en que lo haría un general prudente, sino mucho más tarde, cuando hubiesen agotado sus fuerzas y las bajas los hubieran puesto al borde del exterminio. No bastaba con rechazar el ataque; debían derrotarlos. La lucha iba a ser dura, pero todos sabían por qué luchaban, qué defendían, y cuál era la suerte que les esperaba si los infieles tomaban la ciudad.
El general concluyó su arenga con los gritos de rigor, dió media vuelta, y cabalgó cuesta arriba por la calle empedrada, en dirección a la muralla. La formación se deshizo, y los hombres se encaminaron, arma en mano, a ocupar sus puestos. Mientras trepaba hacia la muralla, siguiendo los pasos del general, pensó que el discurso había sido muy breve. Realmente, no hacía falta más. Todo lo que les habían dicho lo sabían ya, y apenas era preciso recordarlo. Pero no debía distraerse pensando; la calle era empinada, y convenía fijarse dónde pisaba uno, ya que no era difícil caer, a pesar de que la calle estaba tan bien iluminada como todas las de la ciudad.
Una vez en su puesto, cerca de una de las torres de la muralla, volvió a pensar en las palabras del general. Era inútil escrutar el llano por el que vendrían los infieles, porque la noche era muy cerrada, así que lo mejor era preparar el ánimo, tal vez rezar un poco, y disponerse para el combate. El general había hablado de lo que defendían, y ciertamente, todos ellos lo sabían. La amenaza constante del enemigo, como un inevitable punto de referencia, les había hecho ver y valorar cosas que en circunstancias más tranquilas, habrían considerado normales.
Y por encima de todo, conocían al enemigo. Ya sabían cómo eran. Si había una palabra para describirlos, era “bárbaros”. Sucios, incultos, analfabetos y fanáticos. Corría la broma de que siempre atacaban con el viento de cara, para que no los delatase su mal olor, ya que no se bañaban nunca. Y entre ellos, a lo mejor era uno de cada tres o cuatrocientos el que sabía leer y escribir. Cuando conseguían tomar un pueblo o una ciudad, lo primero que hacían era destruir y quemar cuantos libros y escritos encontrasen, alegando que eran obra del Diablo y que iban contra la verdadera fe. ¿Cómo unas gentes así podían seguir una religión basada en un libro? Lo más probable era que ni siquiera se lo hubiesen planteado. Incluso era dudoso que pudiesen llegar a entender la pregunta.
Pero eso no era lo peor. Había otros pueblos sucios y analfabetos, pero la limpieza y la cultura son cosas que se pueden aprender. Es algo de lo que uno puede mostrar los resultados, y persuadir de que pueden hacer la vida un poco más agradable. Siempre que uno esté dispuesto a ver, claro está. Pero no era ése el caso de los infieles. Él mismo había pensado a veces que, a su manera, torpe y limitada, ellos debían tener también su cultura, si es que a aquello se le podía llamar cultura. Es más, en algunas ciudades, el vaivén de la frontera, al compás de los azares de la guerra, había causado que algunos llegase a convivir con ellos. Y se habían adaptado; los infieles, aislados de su mundo, habían sido capaces de aprender, y todo ello sin renunciar a su religión, que les había sido respetada.
Pero los enemigos que estaban a punto de atacar no eran así, sino bárbaros en estado salvaje, convencidos de que sólo ellos tenían la verdad absoluta. Había oído hablar de cómo eran las ciudades de los bárbaros: grandes y sucios poblachos, apenas más organizados que un montón de casas. En ellas, el que se arriesgaba a salir de noche debía llevar un farol, sólo para no dejarse la piel en una caída por las aquellas calles torcidas y oscuras. Nada que ver con las ciudades de este lado de la frontera, grandes, de calles rectas y bien iluminadas, y en las que casi todos sabían leer y escribir.
Viviendo de forma tan miserable, ¿qué concepto podían tener aquellos infelices de la generosidad, de la tolerancia? Tenía también referencias de cómo trataban a sus mujeres: pobres seres sojuzgados que eran consideradas casi unas esclavas, y a las que les tocaba pagar los celos y la obsesión de los bárbaros por la castidad, hasta el extremo de la crueldad física. No era extraño que a gentes tan fanáticas y cerradas les pareciese que las mujeres de sus adversarios, más cultas, más refinadas y más libres, no eran más que unas viciosas disolutas. Y como a tal las trataban, si llegaban a caer en sus manos.
El general tenía razón: sabían a lo que se enfrentaban. Y sabían lo que defendían, su forma de vida, su civilización, sus comodidades. ¿En qué se convertiría, su patria, si los bárbaros llegase a dominar todo el territorio? ¿Qué sería de Al-Andalus? La voz del capitán, que recorría los puestos, lo sacó de sus pensamientos:
- Estás muy pensativo, Abdul. No tendrás miedo, ¿verdad?
- No tendré miedo, Ibrahim. Alá está con nosotros. Ya pueden venir, los cristianos. Esta vez también los venceremos.
* * * * * *
La noche era fresca, y eso ayudaba bastante. Ahmed sentía casi frío, aunque tal vez aquello también fuese efecto de los nervios. Pero al menos, los escalofríos que de vez en cuando lo recorrían mantenían a raya las náuseas. La barca no paraba de moverse, y él no estaba habituado.
Se incorporó lo justo para asomarse por la borda, hasta poder meter la mano en el agua, y se mojó la cara. Luego volvió a su postura, mientras la brisa de la noche lo secaba y le dejaba una tirante capa de sal sobre el rostro. Frío, náuseas y nervios. Esos eran los ingredientes de la noche más importante, del viaje más importante de su vida. En plena oscuridad, resultaba imposible saber cuántos hombres iban en la barca. Veinte, treinta quizá.
Ninguna comodidad, y ninguna garantía. Al llegar a pocos metros de la costa, en cuanto hicieran pie, deberían saltar de la barca, llegar a tierra firme y dispersarse. Y a partir de ahí, cada uno debería arreglárselas como pudiera. Eso, si había suerte y no los descubrían antes las patrulleras. Y si en la costa no los estaban esperando los guardias. Y si al intentar llegar a cualquier pueblo no los paraba la policía. Bien mirado, era más que suerte lo que les hacía falta; casi un milagro.
Pero aquella era la única posibilidad, la última salida. Y por aquello, sólo por aquello, por la sombra de un reflejo de una ilusión, había emprendido un larguísimo, interminable viaje. Estaba viviendo el último paso, pero el primero había sido meses atrás, cuando junto con su esposa y sus hijos abandonó su pueblecito al pie de las montañas del Atlas.
A pie, para ahorrarse el transporte, comiendo lo imprescindible para no gastar, y durmiendo apenas por el temor de que les robasen sus ahorros, habían recorrido un largo y penoso trecho hasta la costa. Y una vez allí, habían descubierto que el precio del viaje al otro lado era mucho más caro de lo que habían supuesto, y que sus ahorros no bastaban.
Pero habían llegado hasta allí, y no iban a volverse atrás. El camino había resultado ser más largo y más caro de lo que habían supuesto, nada más. Así que apelaron a un primo lejano que los acogió en su casa, y Ahmed buscó trabajo. Él era guarnicionero, y muy hábil trabajando el cuero, pero había vendido sus herramientas para conseguir dinero, y no podía dejar pasar los días, y tuvo que agarrarse a lo primero que encontró. Trabajaba de diez a doce horas diarias por un puñado de dirham. Y su mujer, Yasmina, callaba.
Durante semanas, y a fuerza de llevar casi una vida miserable, sus ahorros fueron aumentando, con una desesperante lentitud. Pronto quedó claro, que a un ritmo como aquel, tardaría meses, quizá años, en reunir la suma necesaria. Y un buen día, perdió el trabajo. No había hecho nada malo, pero el capataz se le acercó con un hombre más joven y más fuerte que él, y le dijo que se fuese, que el nuevo trabajaría más y mejor que él, por el mismo precio.
Su mujer, Yasmina, no dijo nada, aunque sabía muy bien que aquel sueño trabajosamente construído se había roto en pedazos cuando estaban a punto de conseguirlo. Cuando esa noche ella salió después de cenar, él no se atrevió a preguntarle nada. Y cuando ella volvió de madrugada y le entregó silenciosamente un pañuelo en el que había envuelto más dinero del que él ganaba en tres semanas, tampoco se atrevió a hacer preguntas. Ni siquiera cuando la oyó llorar a su lado, en medio del gris de la madrugada. A la noche siguiente, Yasmina salió de nuevo, y cuando volvió, ya tenían dinero suficiente para pagarle el viaje.
Ahmed se sentía incómodo y enfermo al recordarlo. Y aquel no era el momento de sentirse enfermo, con el balanceo de la patera y el frío de la noche. Todo aquello quedaba a su espalda, y la esperanza estaba delante, allá, en medio de la noche, tal vez en aquellas lucecitas que empezaban a verse de cuando en cuando. Porque allá delante estaba Tarifa, y Gibraltar, y Algeciras, y a lo mejor, cuando llegasen de madrugada, la Guardia Civil no los descubriría. Y posiblemente pudieran colarse, y encontrar alguna cosa para sobrevivir. Y él llevaba un paquete de hachís en el bolsillo, que a lo mejor podría vender, que le habían dicho que lo pagaban muy bien.
Es posible que Ahmed no supiera que más de mil doscientos años atrás, las tropas del Islam, al mando de los generales Muza, el moro Muza, y Tarik, habían atravesado aquel mismo estrecho y desembarcado en la península. Y que el nombre de la roca que acechaba a proa había sido “monte de Tarik”, Gebel-Tarik, Gibraltar.
Es posible que no lo supiera. Pero algo sí sabía: tenía que llegar, tenía que entrar. A pesar del riesgo, del frío, del mareo y de los recuerdos. Tenía que llegar.
A fin de cuentas, era lo único que importaba.
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