martes, enero 08, 2008

Amanecer

Han pasado ya las fiestas de Navidad y Año Nuevo. Y es invierno en el hemisferio norte, así que el cuento de hoy será un cuento de invierno. Más que un cuento, casi una imagen, aunque no pretende servir como postal de calendario. Hace años, parecía que en un calendario sólo podían aparecer tres tipos de tema: gatitos graciosos, chalets suizos (con sus montañas al fondo), o señoritas exhuberantes. El cuento de hay, sin embargo, no tiene nada que ver con todo eso

AMANECER

Esta es la hora más fría, justo antes del alba. Eso es lo que nos explicaba el maestro, allá en la escuela, hace años. Tal vez demasiados años. Hacia la derecha empieza a palidecer el cielo profundo de la noche. Pero aún se ven bien las estrellas; allá está Orión, y cerca, las Pléyades, las siete hermanas, como las llaman.

El lago está completamente helado. Desde aquí, cerca de la orilla, se adivinan los bosques del otro lado. Dentro de un rato se verán más claramente, pero ahora sólo los insinúan algunas luces imprudentes. Dicen que en esos bosques florece el muguet, pero me cuesta creerlo. No me imagino que sean tan distintos de los nuestros, de los de esta orilla. Aquí, hace años, antes de yo nacer, Maese Tadeo mató un jabalí, como solía contarme su nieto, compañero mío de escuela. Tuve, y esto lo sé ahora, la suerte de no conocerlo. Porque así he podido preservar la imagen de un hombretón fuerte y valiente; no he tenido que contrastarla con la de un viejecito de paso vacilante y mirada aturdida.

Y a pesar de eso, en mí convive la imagen de Julián, su nieto, de cuando era un muchacho pecoso con el que jugaba, con la que tiene ahora, corpulento y casi calvo. Ha cambiado. Todos hemos cambiado, y todo ha cambiado. Pero el bosque sigue pareciendo el mismo, y el invierno llega puntualmente con sus heladas. Los recuerdos perduran, a veces más para dolor que para consuelo. ¿Acaso sirve de algo que el bosque se asemeje al de mi infancia, en esta situación? No, ni siquiera aunque consiga evocar a Clara.

Era una muchacha callada y esquiva, tan tímida que parecía un muchacho. No llamaba la atención, porque evitaba cuidadosamente hacerlo. Casi fue inevitable que tropezásemos el uno con el otro. Y lentamente, como se va el invierno, llegamos a ser amigos íntimos. ¿A qué otra habría podido darle mi primer beso? ¿Qué otra habría podido consolar la desesperación de las largas noches? Pero no. Esos recuerdos, con toda su palpitante viveza, son sólo el pasado, y el pasado, ahora, no cuenta.

Debo ajustarme el cuello del abrigo. Acaba de pasar un ligero soplo, pero con estas temperaturas, la brisa más ligera puede ser mortal. El cielo está ya más claro, por más que en la tierra siga siendo noche. Viendo ese cielo tan limpio, uno podría creer que se acerca el tiempo de las fresas, como dice la vieja canción:

Bailaremos bajo la luna,
en el tiempo de las fresas.

Hay quien cree que "el tiempo de las fresas" es el título de la canción. En realidad, se llama "Bajo el abedul", tomado de otra de sus estrofas:

Bajo el abedul,
nos besaremos.

Aunque todo eso, ¿qué importa ahora? Es un frío amanecer, todos nosotros estamos esperando, y los sueños y los recuerdos no son más que divagaciones para distraer la espera. Pero ya no falta mucho. Cuando uno ha visto unos cuantos amaneceres, sabe de sobra que el momento crucial es cuestión de unos pocos minutos.

Ya está. Ya tenemos aquí el día, el sol pronto asomará por el horizonte. En el bosque, al otro lado del lago, casi se adivinan las tropas. Los compañeros se desperezan y se ponen a punto. Clara, espérame. Es ya el momento de empezar la batalla.
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