miércoles, noviembre 29, 2006

Gilles de Retz

Tras una historia tal vez intrascendente, le toca el turno a una de otro tipo. Cuando uno ha vivido bastantes años, es casi inevitable que llegue a una serie de conclusiones, no necesariamente importantes, pero de aplicación casi general. Por ejemplo: que las máscaras de monstruo sólo se las ponen los niños, que es mejor no fiarse mucho de las mujeres demasiado guapas y de los hombres demasiado simpáticos; que si se habla mucho de comida (o de sexo) es porque se pasa hambre. Y por último, que en esta vida hay buenos y malos; pero son los mismos. A mi entender, la fe cristiana se apoya en dos dogmas, como el ser humano se apoya en dos piernas: el pecado original y la redención. El primero se podría resumir diciendo: "no hay nadie incapaz de pecar", el segundo, "no hay nadie incapaz de salvarse".

Esa paradoja de la bondad y la maldad coexisstiendo en una misma persona es muy clara en el caso de Gilles de Retz. Fué lugarteniente de Juana de Arco, y acabó siendo juzgado por culto al Demonio, y especialmente por el sacrificio de varios niños. ¿Qué lleva a alguien de uno a otro extremo? Esa fué la pregunta que me hice, y a la que intenté responder.

GILLES DE RETZ

Dios había fallado. La doncella de Orleans, la “Pucelle”, ya no era más que un puñado de cenizas aventadas. Y el mal, es decir, los ingleses, se enseñoreaba del mundo. Por lo que él sabía, era más que probable que a la larga, siglos adelante, aquella mentalidad estrecha, pragmática y a ras de suelo, como una lombriz, dominase el mundo. Lo que hay es lo que vale. No es que lo desaprobase; era verdad, pero no era toda la verdad. Las raíces, que se hunden en el estiércol, son ciertas, pero no lo son todo. Quien niega las raíces, niega la planta. Pero quien niega la flor, hace exactamente lo mismo.
Eso es lo que somos, puñados de estiércol, capaces de alumbrar una flor. Como aquella Juana que el viento se había llevado, convertida en cenizas y remordimiento, símbolo a la vez de lo mejor y lo peor que somos. La vida jamás volvería a ser bella, y mucho menos fácil. Nada es fácil, para quien ha conocido a una santa. Hubo un momento, cuando la tímida llama prendió en los haces de leña, en que le habría gustado estar atado con ella al mismo poste. Quemarse juntos, ¡qué felicidad! Ser parte de la ceniza que se esparce por los campos, el día siguiente a Todos los Santos.
Pero el destino es extraño, siempre cruel, como corresponde a la escuela de las equivocaciones. Juana de Arco estaba muerta, y el orden, el orden de ellos, y la justicia, la de ellos, imperaban en el mundo. Todo era política, a fin de cuentas. Para que los campos den fruto, es preciso el estiércol. Pero el estiércol de la política olía mucho peor, y parecía más podrido.
En todas estas cosas meditaba Gilles, retirado de la vida pública y recluído en sus tierras. Día a día, la carga de las preocupaciones mundanas se le hacía más pesada. Y ciertas ideas, frases oídas aquí y allá, lo empujaban al desconcierto. Especialmente aquellas que negaban las grandes palabras y las reducían a montones de hechos minúsculos y prosaicos. No existía el amor: sólo un momentáneo arrebato físico, y luego, la penitencia de tener que cargar con los hijos. El cielo estaba vacío, y no existía Dios: sólo una serie de supersticiones para aquellos que quisieran engañarse. No existía el tiempo, ni la historia; sólo una sucesión de días más o menos iguales y de luchas sin sentido. Gilles no era lo bastante agudo para deducir que según esa mentalidad era fácil deducir que no existía la lengua, sino sólo el alfabeto, y que probablemente, eran los árboles los que al moverse provocaban el viento.
Era preciso algo, alguna forma de olvidar, de embotarse, de conseguir alivio. Pero no la inconsciencia fugaz de la borrachera; algo más duradero, más cotidiano. Era precisa una puerta que poder cerrar al mundo, a la realidad.
Pero no podían ser, por ejemplo, unos brazos de mujer. Porque él sabía, mejor que muchos otros, el valor de esas criaturas. Porque había llegado a aprender, como lugarteniente, que por grandes que fuesen el valor y la determinación de Juana, lo más extraordinario de ella era lo que tenía de corriente, su simple y compleja condición de mujer. Y algo en su interior lo hacía disentir, lo obligaba a rebelarse contra la forma en que el mundo las trataba. No podía cambiarlo; pero no pensaba colaborar.
Pero si Dios no era suficiente, entonces, ¿qué quedaba? Las gentes del sur, años atrás, habían llegado a creer que Jesucristo no podía ser divino, porque hay una división insalvable, una oposición irreductible entre el cielo y la tierra, la carne y el espíritu, Dios y el hombre. Mientras estemos aquí, vivos y cargados de dudas y necesidades, Dios no puede ser más que una aspiración, un sueño que tal vez algún día tengamos derecho a soñar.
No cabía duda de que el señor de este mundo era otro. Las humanas pasiones, la pereza, la estupidez y el egoísmo no bastaban para explicar tanto mal y tanto dolor. Los ejércitos derrochaban la valentía y la disciplina de miles de buenas personas para crear destrucción y muerte. Los poderosos pervertían la confianza de sus súbditos para su propio provecho. No, no era Dios el que hacía todo eso; otra mano movía los hilos. Y si era así, lo único razonable era congraciarse con ese otro poder.
Un buen día, un grupo de campesinos se presentó en el castillo, pidiendo verle. Traían a un individuo maniatado, y se mantenían a distancia de él, empujándolo con los tridentes con que trasteaban la paja y el heno. Los acompañaba un párroco, un personaje rechoncho y cazurro, sin demasiado aspecto de religioso.
- Señor – dijo, con una reverencia – os traemos a este hereje, este brujo, para que lo entreguéis a manos de la Inquisición.
- ¿Qué ha hecho? – preguntó Gilles.
- Adora al demonio, señor – dijo el párroco, santiguándose.
- Sea. Dejadlo aquí, y volved a vuestras casas. Yo me ocuparé de él.
- Tened cuidado, señor – dijo el párroco – No sabemos qué poderes puede haberle dado el diablo.
- Por lo que veo – dijo Gilles – no le ha dado el de escaparse. No temáis, yo me cuidaré del asunto.
El grupo de campesinos estaba deseando marcharse, pero el párroco los retuvo hasta que aparecieron dos fornidos guardias para custodiar al prisionero.
- Llevadlo a la mazmorra – dijo Gilles – Luego iré a hablar con él.
Al quedarse solo, Gilles se puso a meditar sobre el prisionero. No tenía la menor intención de dar por buenas las palabras del párroco y entregarlo sin más a la Inquisición. No se fiaba de ella, y tampoco del cura. ¿No había sido esa misma Inquisición la que había condenado a Juana como hereje? ¿No había sido un obispo quien había pronunciado la sentencia? No podía haber dos Dioses, el que había hablado a aquella jovencita de diecisiete años, y el de los curas. Uno de los dos debía ser falso, y todas las evidencias apuntaban a que lo era el segundo.
Cierto, tenían libros y leyes y dogmas, y mucha costumbre y rutina a su favor, aunque les faltase vida y generosidad. Y era realmente comprensible que los pobres siervos, con una vida aún más mísera y chata, los aceptasen como sabios. Pero no Gilles. Él había seguido a una doncella, había combatido, luchado a sus órdenes, y había visto con sus propios ojos, de forma inequívoca, cómo una mujer puede ser más valiente que un hombre. Porque las mujeres, que a menudo son valerosas, jamás lo son a título propio, como los hombres. No, ellas siempre tienen una excusa, un pretexto. Y da lo mismo que sea Dios, los hijos, la familia, la justicia o los pobres. Recatadas y terribles, dicen que no son y no valen nada, para ser nada menos que el vehículo de toda la furia del descontento y la reivindicación humana. Y para confundir aún más a los necios, suelen comentar que habrían sido más felices de no haber tenido que embarcarse en semejantes aventuras.
Gilles, superviviente, luego traidor, algo le debía a Juana. Como mínimo, ser el hombre que por una vez intenta ser tan valiente como una mujer. Dejar de lado toda la vanidad y los honores y afrontar una misión ingrata, peligrosa y posiblemente infructífera. Debía ahora luchar contra el Dios acomodaticio, egoísta y mezquino de la Iglesia. Aunque para hacerlo tuviera que combatir al lado de las huestes del Maligno. Y aquí entraba en juego el presunto hechicero. Gilles no se hacía ilusiones: lo más probable era que se tratase de un pobre loco, o tal vez un individuo huraño y excéntrico que sólo por el hecho de ser raro ya era considerado maldito.
La mazmorra estaba oscura y húmeda. El clima de Picardía tiene fama de ser mejor para las rosas que para los humanos. El carcelero se abandonaba a un sueño ligero, interrumpido por el corretear de los ratones. A Gilles no lo arredraba aquello. Él conocía el gusto de la sangre y el polvo, y el acre olor de aquella nueva mezcla que ardía súbitamente, y a la que llamaban pólvora. La mazmorra, a fin de cuentas, no olía peor que las cloacas del castillo, o los campos acabados de abonar. Estiércol, una vez más. Se hizo abrir la puerta y pidió que lo dejasen a solas con el prisionero. Antes de hablarle, lo examinó a la luz de las antorchas. Era un personaje delgado, casi enclenque, de largos cabellos, cara escurridiza y mirada enfebrecida.
- Así pues, adoras al demonio – dijo.
Una rápida mirada del prisionero, para apartar la vista inmediatamente y seguir removiendo nerviosamente la paja que cubría el suelo.
- Sí – fue la casi inaudible respuesta.
- Y, ¿qué dice el demonio?
- No querréis oirlo – respondió, lacónico, el prisionero – Y a mí no me conviene decirlo.
- No temas. No pienso decírselo a nadie.
El prisionero clavó sus ojos, demasiado brillanetes para ser lúcidos, en él. Era casi seguro, aquel desgraciado no era más que un loco.
- Dice – empezó – que el mejor de los tiempos ya ha pasado, pero que lo peor aún está por venir. Que a Dios lo han comprado los ricos. Que Jesucristo murió por los curas, los que pagan el diezmo, los que no se quejan. Los señores no lo necesitan. Los pobres no tienen con qué pagarlo. Eso es lo que dice.
Súbito silencio. Luego:
- Cuando yo era niño, en mi pueblo, había un zagal como yo, que se dedicaba a cazar pájaros. Les tendía trampas, hervía muérdago y acebo para hacer una liga que untaba en las ramas de los árboles, construía jaulas de caña. Cuando atrapaba un pinzón o un cardenal, los cegaba con una aguja ardiendo para que cantasen mejor. Y los vendía en el mercado, cada viernes. Un buen día, el párroco acertó a fijarse en él. Yo no sé lo que tendría en su contra. Tal vez su madre, guapa mujer, pero deslenguada, no le había tenido toda la consideración que creía merecer. El caso es que lo increpó de mala manera, le dijo que quién se había creído que era, para tratar así a las criaturas de Dios.
“El párroco se hacía matar cada semana un cabritillo bien tierno, que no debía ser ninguna criatura de Dios. Y en Cuaresma, se hacía traer pescado de lejos, abadejo y otras salazones, para cumplir la abstinencia. Pero claro, aquellos peces tampoco eran criaturas de Dios. Yo lo sabía, yo estaba allí, yo lo ví. El párroco estaba demasiado gordo para hacerle daño al muchacho, él se le habría escapado en cuatro saltos. Por eso habló con el señor, y una noche, sus criados fueron a sacarlo de la cama, se lo llevaron al bosque y le dieron una paliza, para que escarmentase.
“Estuvo tres semanas sin poder levantarse. Y cuando lo hizo, le quedó un raro temblor en la cabeza, y en la mano izquierda, como el que a veces tienen los ancianos. Una de las piernas le quedó tiesa. Murió un año más tarde.
El prisionero calló. Gilles meditaba.
- Enséñame – dijo finalmente.
El resto es historia. Dos años más tarde, Gilles de Retz fue finalmente descubierto y juzgado, ante un tribunal civil y otro religioso, por el secuestro y la muerte de más de veinte niños, al parecer en el acto de ofrecer sacrificios humanos al Maligno. La Inquisición le aplicó la máxima pena que le permitía la ley: la excomunión. El poder civil lo encontró culpable de asesinato y lo condenó a muerte. En la hoguera. En vísperas de su ejecución, y a la vista de las pruebas de sincero arrepentimiento que había dado el reo, le fue retirado el interdicto y fue admitido nuevamente en el seno de la Iglesia. El poder civil continuó con la ejecución de la sentencia, y Gilles de Retz, lugarteniente de Juana de Arco, fue finalmente quemado en la hoguera.
A Dios le debió molestar el humo. Casi tanto como el de aquel otro día, en Ruan, cuando se quemó a una doncella de diecinueve años.
Al menos, eso espero.

lunes, noviembre 27, 2006

La Disputa

Hoy presento uno de esos cuentos más o menos intrascendentes que me salen de vez en cuando. A veces, no pretendo defender nada concreto, ni salvar al mundo, sino simplemente entretener un rato. Espero conseguirlo.

LA DISPUTA

Sandra no era de esas. Es decir: no llevaba zapatones de payaso, ni el pelo teñido de naranja, ni un piercing en las aletas de la nariz, ni tatuajes visibles. Y en cuanto a si podía haber algún piercing o tatuaje en lugares más recónditos, la mayoría opinábamos que no. La verdad es que llevaba poco tiempo en la oficina, pero no pasaba desapercibida, vamos, no habría podido. Si hubiese estado prohibido mirarla, todos habríamos acabado detenidos o con conjuntivitis, de tanto reprimir los ojos. Además, que no tenía novio, y tampoco, y tal como están las cosas empieza a ser necesario aclararlo, tampoco tenía novia.
A Rafa, como era de prever, le había faltado tiempo para hacerle todas sus gracias, pero es que Rafa vivía de eso. No perdía ocasión de pavonearse y aparentar que era el tipo más irresistible de la sección. Incluso era posible que hubiese alguna que se sintiese un poquito molesta de que Rafa no la atosigase, como si ella no valiese la pena. Por suerte para ella, Sandra no resultó ser de las que se dejan impresionar fácilmente. Y una suerte para los demás, también, porque si le hubiese dado pie, no sé cómo nos las habríamos arreglado para aguantarlo, de tonto que se habría puesto.
Lo que no era tan previsible era que Ernesto le hubiese echado el ojo. Bueno, por mal que le fuesen las cosas con su mujer, seguía siendo un hombre casado. Ya sé, no somos de piedra, y una tentación la puede tener cualquiera. Pero Ernesto parecía demasiado serio para dejarse llevar por una tontería así. Y también lo bastante callado para no divulgarlo, que la cosa no fuese un runrún que corriese por la oficina. Pero bastaba con que te fijases un poco para darte cuenta. Sólo había que ver la cara de embobado con que la miraba, la paciencia y el tiempo que le dedicaba, cómo se apresuraba a hacerle cualquier favor que ella le pidiese.
Claro que, en cierto modo, Ernesto le hacía de padrino a Sandra, hasta que ella se familiarizase con todo, pero a Rafa le pasaba lo mismo con Fernando, un chaval que había entrado al mismo tiempo que Sandra, y de su misma edad. Y la relación era muy diferente. Rafa cumplía y lo ayudaba, pero sin pasarse, y a cambio, Fernando le reía las gracias. Fernando parecía algo tímido y un poco tontín, alguien demasiado apocado para ser simpático. Uno de esos de los que te olvidas al pasar lista mentalmente.
Yo no sé si días antes había pasado algo, algún comentario con mala pata de Rafa, algún enfado de Ernesto. Pero cuando de verdad empezó todo, fue la víspera de Navidad. Ernesto parecía haber ganado puntos con Sandra; se les veía hablar como buenos amigos, y ella estaba un poquito menos seria. En cuanto a Fernando, seguía tan indeciso como siempre. Es de suponer que Rafa no lo animaba a que fuese decidido y brillante, para evitar que acabase haciéndole la competencia. Habían repartido los lotes de Navidad, y más de uno lo había abierto. Se habían destapado algunas botellas de cava, nos habíamos procurado vasos de plástico, y después de los brindis y las inevitables salpicaduras en el suelo, estábamos un poquito alegres.
En cierto modo, era una tradición. Más de la mitad de los proveedores y tres cuartas partes de los clientes cerraban durante toda la semana. Una buena parte del personal se tomaba unos días de vacaciones. Total, que el trabajo no nos apretaba, y no pasaba nada si no estábamos en óptimas condiciones para rendir. Yo me di cuenta por casualidad, no porque estuviese muy lúcido, pero vi cómo Sandra cogía la botella de vermut de su lote y se la daba a Ernesto, diciéndole no sé qué. Lo malo es que Rafa también lo vio, y en tono irónico y a voz en grito, empezó a decir:
- Toma, cariño, mi botella de vermut, para que te la tomes a mi salud. Y cuando te la bebas, piensa en mí, aunque estés con la foca de tu mujer.
Fernando tenía una sonrisa imbécil impresa en la cara. Ernesto le dedicó una mirada asesina a Rafa, que sin cuidarse de nada, siguió:
- ¡Uy, qué miedo! Me va a pegar. Protegedme, que me va a pegar.
Rafa había adoptado un aire tan ridículo, que a Sandra, aunque confundida, se le escapó una risita, y aquello enfureció a Ernesto. Se encaró con Rafa y le explicó dónde podía meterse la lengua; le advirtió que no le buscase las vueltas, porque se las iba a encontrar. Insinuó que las consecuencias, si Rafa seguía importunándole, podían ser graves. Finalmente, manifestó su vehemente deseo de que todos tuviésemos la fiesta en paz, sin necesidad de estropearla con salidas de mal gusto. Todo muy serio, muy formal, muy correcto, con su puntito de mala uva. Muy de Ernesto, vamos.
Rafa pareció recibir el mensaje y aceptar la advertencia. A partir de ese momento, sólo hizo algún que otro comentario en tono normal, algo insólito en él, y habló de trivialidades, evitando las alusiones personales, lo que aún era más insólito. Entre todos nos dedicamos a la abrumadora tarea de deshacer ese silencio frío que nos había caído encima, y que parecía poderse cortar con un cuchillo. Todo había acabado, pensábamos.
Sin embargo, a la hora de irnos, la botella de vermut de Sandra había desaparecido. Ernesto estaba histérico. Rafa no hacía más que repetir que él no había sido, y de haberse tratado de otro, incluso nos lo habríamos creído. Sé que parece una estupidez, pero nos dedicamos a buscarla. No queríamos que una tontería semejante acabase de arruinar las cosas. Incluso Rafa colaboró. Tenía una sonrisa nerviosa; supongo que por una parte seguía divirtiéndose al fastidiar a Ernesto, pero por otra, no podía dejar de darse cuenta de que la cosa se le escapaba de las manos.
Ernesto hizo algún que otro comentario agresivo. El mal ambiente crecía por momentos. Finalmente, apareció la botella, y la encontró nada menos que Fernando, en un cajón de su mesa. Y al muy estúpido no se le ocurrió nada mejor que decir:
- Debo haberla cogido yo, sin darme cuenta.
Nadie le hizo ni caso, como es lógico. Era patético ver cómo intentaba encubrir a Rafa. Y era indignante la desfachatez con que Rafa había intentado implicar al pobre chaval. Nos fuimos todos con un pésimo sabor de boca. Aquello era un mal presagio.
Al volver al trabajo después de las fiestas, creímos que la mala estrella habría pasado, pero enseguida vimos que no era así. Ernesto seguía de mal humor, y tenía unas respuestas secas y cortantes. Rafa aparentaba despreciarlo olímpicamente, pero también parecía resentido. Y entonces empezaron a pasar cosas, pequeños incidentes que apuntaban todos en la misma dirección.
Un buen día, Rafa se encontró con que alguien le había rajado un neumático con una navaja. Lo comentó, mejor dicho, se quejó de ello al día siguiente, pero no se atrevió a acusar a Ernesto. No había ninguna prueba de que hubiese sido él, y Rafa, que generalmente era gracioso a costa de alguien, no es que tuviese muchos amigos. Otro día, Ernesto descubrió que se le había borrado un informe del ordenador. Tal como dijo, alguien lo había borrado, adrede. Pero tampoco había pruebas de quién había sido.
Todos los demás estábamos con el alma en vilo. Aquella tirantez envenenaba el ambiente. Fernando, que vete a saber por qué se creía estar en medio de los dos, hablaba con uno y con otro, intentando arreglar las cosas, supongo. Tal vez no era tan imbécil como aparentaba. Lo malo es que era tan torpe que a menudo se le escapaba algo, algún comentario del adversario que habría debido callarse, y los dos acababan más enfurecidos aún.
La pobre Sandra miraba a veces a Ernesto, desde su mesa, pero estaba claro que cada día, a cada nuevo incidente, estaban más distanciados. Ella debía pensar que se había equivocado, que Ernesto, que le había parecido buena persona, demostraba ser en realidad rencoroso y vengativo.
Casi cada día había nuevos incidentes. Recados telefónicos que se perdían, malentendidos con los clientes. En una reunión de trabajo, Ernesto destrozó una propuesta de Rafa, con saña, aportando estudios y gráficos. Por lo visto, buscaba hacerlo aparecer como un inepto. Pero más que si la propuesta valía o no la pena, lo que quedó en claro de la reunión era que aquellos dos no se podían ni ver, y mucho menos trabajar juntos.
Tengo entendido que hubo alguna advertencia por parte de dirección, porque el tema empezaba a afectar al funcionamiento del departamento. Pero no sirvió de nada. Si acaso, para empeorar las cosas, porque cada uno de ellos debió pensar que si le echaban una bronca, era exclusivamente por culpa del otro.
Llegaron a comportarse como dos auténticos críos, peleándose para pasar el primero por una puerta o entrar en el ascensor, tropezando aposta para tirarse el café por encima. Pero el odio que se les veía no era de críos, y todos temíamos que algún día se escaparía una bofetada y llegarían a las manos.
Por suerte, eso no llegó a ocurrir; los despidieron antes. Un buen día, ya no los vimos más. Hubo una reestructuración, y al imbécil de Fernando, ya ves, le dieron buena parte de las competencias, tanto de Rafa como de Ernesto. Entonces fue cuando nos dimos cuenta de que no era ni de lejos tan tonto como aparentaba, y que realmente valía para el puesto.
Al cabo de un tiempo empezó a tontear con Sandra. Y ella no le hacía ascos. En cuanto a mí, estaba un poco desorientado, y pensaba que a veces las cosas pasan de una forma muy rara. Un día, hablando con él, se me ocurrió comentar que nadie se habría imaginado que las cosas iban a acabar así, y él me miró y me dijo:
- Anda, siéntate, que te voy a explicar un par de cosas.
Pensó un momento y empezó:
- Mira, hay muchas clases de empresas, pero todas necesitan algo que las haga funcionar. En ésta, ese algo es la rivalidad entre departamentos. Y eso hace que la gente de un mismo grupo se sienta parte de un equipo. Unidos frente al enemigo, por decirlo así.
“Pero en este departamento no había entrado personal nuevo desde hacía mucho, y os habíais quedado un poco anquilosados. Hasta que vinimos Sandra y yo. Desde dentro no se ve, pero enseguida me di cuenta de que os iba a costar mucho aceptarnos. Rectifico: a Sandra no, pero es que a alguien como Sandra la aceptan enseguida en todas partes.
“Pero ese no es mi caso. Para todos vosotros, yo podía seguir siendo “el nuevo” durante mucho tiempo. Y podía llegarme la edad de la jubilación antes de que tuviese una posibilidad de progresar, de ascender. Mientras todo siguiese de la misma forma, yo no tenía futuro. No me costó mucho darme cuenta de que todo el departamento giraba alrededor de Rafa y Ernesto. Y los dos eran un obstáculo en mi camino. Me estorbaban, nada más. No había nada personal.
“No fue muy difícil provocar la disputa. Era algo que ya estaba ahí, esperando la ocasión para ocurrir. Esconder una botella de vermut, pinchar una rueda, borrar un documento. Cuatro tonterías, no fue preciso hacer más. El resto lo hicieron ellos. Pero insisto, no había nada personal, por más que me molestase que Ernesto le bailase el agua a Sandra. Yo, en ese tipo de cosas, creo en la competencia leal. Que gane el mejor. Pero si no quería que me descubriesen, tenía que hacerme el tonto, y no me quedaba ninguna posibilidad con ella. Menos mal que ya se ha acabado todo.
“Ya sé lo que me vas a preguntar: por qué te cuento todo esto. Pues, porque me caes bien, y me fío de tí. Es muy posible que a partir de ahora cambien unas cuantas cosas, y me gustaría poder contar contigo. Y no te preocupes, que ese tipo de incidentes no volverá a ocurrir. Se puede decir que lo hice porque no tenía más remedio. Supongo que habrás oído alguna vez el dicho: si no puedes vencerlos, únete a ellos. Yo no hice más que sacar la consecuencia lógica: si no puedes unirte a ellos, véncelos. Eso es todo.

viernes, noviembre 24, 2006

Hipocampo

Para acabar la semana, un nuevo capítulo del Fabulario. En esta ocasión, quien tiene la palabra es el caballito de mar, todo un símbolo. Y en estos tiempos de cinismo galopante, me considero obligado a defender aquello en lo que creo. Los que me conocen, saben que no soy de la tribu de los desmitificadores, que es como se les llama a los seguidores del mito de la destrucción. Así que no creo que el texto de hoy sea ninguna sorpresa.

HIPOCAMPO

Si no les molesto demasiado, me gustaría decirles un par de cosas. Puede que piensen: “¿Qué tendrá que decir este bicho que nos pueda interesar?”. Y puede que realmente, a la mayoría de ustedes no les interese en absoluto lo que yo diga. Puede que crean que mis afirmaciones y mis creencias están hoy en día totalmente superadas, y que más me valdría callarme, para no hacer el ridículo. Pero aún así, aún sabiendo todo eso, estoy dispuesto a hablar. Si es preciso, apelaré a la libertad de expresión.
En primer lugar, querría ponerles en antecedentes. Por si no les suena el nombre, yo soy ese animal al que también llaman “caballito de mar”. Y a pesar de mi aspecto un tanto raro, soy un pez. Un pez erecto, tan vertical como el pithecantropus o ustedes mismos. Y por si eso fuera poco para diferenciarme del resto de los peces, encima, soy monógamo. No se preocupen, en ese aspecto ya no me comparo con ustedes; alguno podría ofenderse.
Desde siempre, he sido el símbolo de la fidelidad, porque cuando mi compañera muere, me dejo morir con ella. No tiene nada de dramático, no crean. Simplemente, es que no vale la pena seguir viviendo si ya se te ha muerto una mitad, si ya estás muerto a medias. Es algo biológico; yo no lo decido.
¿Saben? Para la mayoría de nosotros, los animales, el sexo es algo tremendamente sencillo, tan simple como respirar, y mucho más fácil que alimentarse. En determinadas épocas del año, sentimos un impulso, buscamos una compañera provisional que esté dispuesta, y listo. Ese, digamos, es el esquema básico: un encuentro ocasional, y después, si te he visto no me acuerdo. Es un sistema que funciona, y podía haber servido para todo el reino animal, incluídos ustedes.
Pues no. Vete a saber por qué, en nuestra especie al menos, alguien decidió probar una variante del sistema. Así, a golpe de vista, puede parecer incluso demasiado raro para que pueda funcionar. Se trataba de que el encuentro no fuera ocasional, sino único, es decir, que fuera siempre entre los mismos individuos. Ya no servía cualquiera; tenía que ser “ella”, o “él”, y nadie más. Dicho de otra forma: incluso en plena época de apareamiento, aunque se cruzasen dos ejemplares de sexo opuesto y estuviesen a punto, podía no ocurrir. Y ese era un aspecto nuevo, algo que, si les parece, podemos llamar libertad, porque en definitiva, la libertad empieza cuando uno puede decir que no.
Ese nuevo sistema acarreaba una serie de consecuencias. Por ejemplo: si sólo podía ser con alguien en concreto, era preciso un sistema de reconocerlo, debía haber una cierta conciencia del otro. Y al ser en cierto grado consciente de los demás, sin darse cuenta, uno empezaba a ser consciente de sí mismo. Incluso la relación con los demás cambiaba. Ya no éramos todos unos simples bultos con los que podíamos tropezarnos en el camino, sino que alguno de los otros podía ser “él” o “ella”. Y eso nos obligaba a vernos, a considerarnos.
Además, si tan sólo había un ejemplar de tu especie con el que la cosa podía funcionar, convenía no perderlo de vista, por si acaso. Y eso suponía estar a su lado, desplazarte con él, envejecer los dos juntos, convivir. Pero una vida entre dos no es lo mismo que una vida suelto. A fuerza de tener al lado tanto tiempo a alguien, y alguien con quien tienes una relación especial y única, acabas por conocerlo bien. Y a la larga, cada uno de los dos amolda su vida, no al otro, sino a esa otra cosa que se llama pareja.
No te das cuenta; te parece que no haces nada, pero ese compartir, ese acoplarse, imperceptiblemente, acaba creando una dependencia. Necesitas al otro, porque no sólo te priva de estar solo, sino también porque precisas tenerlo cerca para poder dedicarle todo lo que has aprendido de él.
Cuando nacen las crías, lo primero que ven es, no ya una madre sola que los cuida, sino a dos individuos diferentes que sin embargo siguen juntos. Y eso no sólo les enseña a aceptar las diferencias, sino que llega a hacerles perder el miedo a ser diferentes. Y al recibir la influencia no de un individuo, sino de dos, aprenden que hay más de una posibilidad.
Eso acentúa las diferencias entre individuos, porque cada hijo puede aprender rasgos diferentes de sus padres. Y a la larga, resulta una especie con una enorme variedad de personalidades. Muchos puntos de vista, y la capacidad de convivir, de relacionarse, incluso de cooperar. La cosa, a nivel de especie, presenta posibilidades, ¿no les parece? Si tan solo tuviéramos un poquito más de conciencia y pudiésemos inventar cosas...
Y a todo esto, ¿qué ha pasado con el sexo? Pues que se ha transformado en otra cosa. Ya no es tan solo esa necesidad que sentías tú por tu cuenta, porque ya no estás solo, y el otro no es ya un o una desconocida, porque lo conoces y lo necesitas. O sea, que ha llegado a ser algo más que compartir, algo, si me permiten la expresión, consciente. Y como te pasas la vida junto al otro, deja de tener sentido que sólo ocurra en determinadas épocas del año. Al fin y al cabo, siempre os tenéis a mano el uno al otro. De acuerdo, es algo más complicado, no tan sencillo, no tan lineal. Pero es que tú mismo ya no eres tan sencillo y lineal. Y como la primera característica que habéis heredado es la posibilidad de decir “no” (eso que habíamos llamado libertad), os tenéis que poner de acuerdo. Y a fuerza de ser algo que requiere un acuerdo, llega a tener un valor, un valor que jamás le darán otros animales. Y se convierte en muchas otras cosas: en un regalo mutuo, en una afirmación, en un elogio, en una forma de consolidar la necesidad de uno hacia su pareja. A la larga, deja de tener importancia el “no” hacia otros posibles candidatos, porque ya tienes a alguien a quien decir “sí”. Y a eso, si me permiten, podríamos llamarlo compromiso.
Ya les he dicho que es un sistema raro. Raro y complicado. Me parece que ahora ya se pueden hacer una idea de por qué nos morimos, cuando se nos muere la pareja. La verdad es que esa idea que parecía tan sencilla, conlleva tal número de dificultades, que dudo mucho que la hayan probado en alguna otra especie. Ustedes, ¿qué creen?

jueves, noviembre 23, 2006

Jazmín

Si ayer fué la rosa, hoy le toca el turno al jazmín, que se expresa de forma típicamente femenina, sin que haya una razón aparente para ello. Válgame de excusa el hecho de que Jazmín (Yasmina) es nombre de mujer en la cultura musulmana.

JAZMIN

Hola, guapo. Será mejor que te lo advierta desde un principio: no te me acerques. Y no se te ocurra olerme, ni de lejos, que yo ya sé lo que pasa. Que luego te embriagas con mi perfume, y aún va a resultar que tengo yo la culpa. Y vas a ir diciendo que si soy erótica, que si huelo a mujer. Y eso sí que no. Ya sé, yo huelo igual que algunas mujeres, pero lo que no me puedes negar es que en mí es natural, cosa que no se puede decir de otras.
Pero no quiero enfadarme, que una es pacífica y poquita cosa, y a mí lo que me gusta es hacer compañía y agradar un poquito. Y no me molesta que te guste mi perfume; al contrario. Sólo te aviso que puede ser peligroso. No quiero ser responsable de lo que te sugiera. Bueno, sólo si son cosas buenas y bonitas.
Ya te habrás dado cuenta de que soy un poquito coqueta. Pero no soy mala, todo lo contrario. Me parece que estás un poquito triste, y a lo mejor puedo consolarte. Tal vez consiga hacerte soñar. Que no, que no me estoy insinuando. Yo sólo soy un poquito de aroma; el resto lo pones tú, cariño.
Puede que sea eso precisamente, embriagarte, lo que estés buscando. Y tal vez mi fragancia te sugiera la dulzura, el encanto, la caricia, eso que a veces has conocido. No tantas como quisieras, seguro. Puede que yo te recuerde a tu novia, a tu madre, a tu esposa, a tu maestra, a tu enfermera, a tu amiga. A la Mujer, pero no a una cualquiera: a la que te cuida, a la que te quiere, a la que te dice que sí. A la que tiene esa mano, leve y fresca, que se apoya en tu frente para llevarse la fiebre.
Anda, huele sin miedo, tesoro, que me parece que lo estás necesitando. Que en esta vida no todo es tan duro ni tan desagradable. Que también hay sus momentos buenos. ¿Te acuerdas de aquella noche con ella, con la luna en el cielo? Creíste que no se podía ser más feliz. Y yo estaba allí, en un rinconcito, sin hacer nada, sólo ambientando la noche tibia.
Sí, ya sé, los momentos pasan, el perfume se evapora, y a la mañana siguiente sólo quedan las camas desechas y las facturas por pagar. Pero no es preciso recordarlo ahora, ni darle importancia. Eso ya se hará evidente por sí mismo; no hace falta que lo vayas a buscar. Déjalo para luego. Por ahora, vive sólo el momento, ese momento tan frágil y huidizo que cuesta creer que pueda ser real.
Los sentimientos y las emociones no cotizan en bolsa, y muchos se olvidan de que pueden hacerte feliz. Aunque cada día les caiga encima el hecho evidente de que pueden hacerte desgraciado.
Por eso, no los desprecies, no me desprecies. No me pisotees, aprovechándote de que sólo soy una flor y no puedo defenderme. No seas tan mezquino. Y por favor, no te burles de mí, por fácil que te resulte. A veces, la risita o la risotada es el recurso de los que no saben tener alegría. Pero tú no eres de esos, ya lo sé. Tú me escuchas; mejor dicho, tú me hueles.
Me parece que será mejor que te vayas, cariño, aunque me duela. Es que la situación empieza a ponerse peligrosa, ¿sabes? No por tí; ¿qué mal podrías hacerme tú, mi rey? No, es por mí. Es que se me hace que como me descuide, me llegaría a enamorar de tí. Y no me puedo permitir eso. Yo sólo soy una pobre, pequeña y humilde flor. Apenas un girón de dulzura en la magia de la noche. Nada más.
Por eso, permanezcamos tranquilos, seamos sensatos, y despidámonos como buenos amigos. Pero si otra noche, otra tarde, pasas por aquí cerca, que no se te olvide venir a verme. Ten por seguro que te estaré esperando.

miércoles, noviembre 22, 2006

La Rosa

Hoy voy a reincidir en presentar una de esas entrevistas ficticias con seres vivos, aunque en este caso no se trata de un animal, sino de una rosa. Fué uno de los primeros capítulos de "Fabulario", y uno de los que mejor ha resistido el paso del tiempo.

LA ROSA

Una es una profesional; eso ante todo. Si no fuera así, alguna vez me habría hartado de que me miren como si fuera una estrella de cine. Pero eso lo tengo asumido. Es mi trabajo. Lo que de verdad me molesta son las cursiladas y tonterías que llegan a decir sobre mí.
Una está aquí para exhibirse, ¿no? Pues déjenme hacer mi trabajo, y en paz. Y si lo que quieren es filosofías, vayan a entrevistar al ciprés, que es un tipo serio. Fúnebre, diría yo.Volviendo a lo de los comentarios sobre nosotras, ya sé que puede parecerles raro, pero nos enteramos de todo, nos lo decimos unas a otras, e incluso se hereda. Es algo que se lleva en la masa de la savia. Por poner un ejemplo, hace muchos años, cuando los enamorados se regalaban flores, y no ropa interior de color rojo, como ahora, hubo uno que dijo: “El secreto de las rosas / es que siendo tan hermosas / no conocen que lo son”. Más o menos. Solemne tontería.
Anda, que si una no supiera lo guapa que es, iba a saber estar. ¿Qué se creen, que es fácil, ser guapa? Es como ser el primero de la clase: mucha presión, muchas envidias. Nadie valora el esfuerzo que te cuesta. Y no se te ocurra sentir orgullo por lo que has conseguido, porque entonces te crucifican. No paran hasta encontrarte algún defecto y poder quedarse tranquilos. Por ejemplo, que no hueles.
Ya sé que antes olíamos más, pero qué quieres, eso va a modas, y una tiene que ser discreta, porque lo que de verdad cuenta es la clase y la distinción. Ya ves, ahí tienes a la flor del jazmín, la pobre, con la fama de erótica que le han echado encima. Y ya no me meto en si se la merece o no, pero si no hubiera abusado tanto del perfume, las cosas le habrían ido de otra manera.
Algunos se quejan de que tengamos espinas, pero eso forma parte del juego, tiene que ser así, necesitas un cierto respeto. Si te dejas manosear por el primero que llega, te ajas enseguida. Y una tiene que pensar en su futuro, que esta profesión no dura toda la vida.
Hay que saber estar, y hay que seguir las normas. La primera, ser perfecta; y la segunda, no aparentarlo. Por ejemplo, los pétalos. Tienen que ser lo más tersos posible, y con brillo sedoso, que se vea que son increíblemente frágiles y delicados. Pero al mismo tiempo deben ser también consistentes, para demostrar que esa fragilidad es fresca y reciente, como acabada de hacer para el que la mira. Y para nadie más, porque toda esa perfección no puede ser más que un momento culminante y fugaz.
Y luego, los complementos. El tallo, largo, firme y delgado. Hojas, las justas para subrayar tu presencia, sin ahogarla. Eres una flor, no un plumero. Si es una ocasión de gala, un poquitín de ayuda, algo de cosmética, nada, unas gotitas de rocío nada más. Y lo más importante de todo, la actitud. Impecable, irreprochable, pero al mismo tiempo, como si fuera inconsciente, como si no pudieras evitarlo, un cierto descuido, una sospecha de dejadez, un aire relajado, sólo para no resultar tan agresivamente perfecta. Las rojas deben moderarse mucho, porque ya son bastante llamativas por el color, y si se descuidan, pueden parecer un poco chabacanas. Las blancas podemos ser un poquito más abiertas.
Apasionadamente impasibles. Así debemos ser. O tiernamente tranquilas, si no quieres llegar a tanto. Esa es la gracia, la contradicción; ser un imposible al alcance de la mano, un inalcanzable increíblemente próximo. Algunas no lo entienden, como no lo entienden algunas mujeres, y son tan altivas y señoriales que dan la impresión de no necesitar a nadie; parece que les baste mirarse al espejo para llegar al éxtasis. Pobrecitas.
Porque esas, podrán ganarse a muchos, al fin y al cabo, los idiotas son más que los listos, pero no podrán ganarse a todos. A los idiotas les puedes dar sólo el aspecto, la pinta, pero los otros buscan algo más, mucho más: el corazón. Y como no lo tengas, estás perdida. No es que pidan mucho, no es que les importe demasiado cómo sea, les da lo mismo si es chiquito y poca cosa. Pero no se conforman sin eso. Así que, sea como sea, eso también te lo juegas.
Y no voy a ser yo quien los critique. Puede que no pidan mucho, y hasta puede que estén demasiado obsesionados, pero una cosa no se les puede negar: saben lo que quieren.
Así que no te queda más que un camino: darlo todo. Y claro, tenerlo todo, para poder darlo. Esfuerzo, dedicación, constancia, y trabajo. Y luego, generosidad. Pero no vale cualquier cosa; sólo lo mejor, sólo lo que esté a la altura de la clase y la distinción que se espera de tí. Porque sólo así podrás alcanzar la única categoría posible para nosotras: la de lujo.
Y ustedes me perdonarán, pero dentro de nada tengo que salir a escena, y debo prepararme. Así que muchos recuerdos a todos, y hasta prontito. Muchas gracias. Ha sido un placer.

martes, noviembre 21, 2006

Cerca de la Alameda

Al final del cuento "El Reloj", comentaba que no sbaía cuál había sido la suerte del protagonista, y añadía: pero si lo desean, puedo intentar averiguarlo. Pues bien, en cierta forma, el cuento de hoy se puede considerar una continuación de aquel, y se da alguna indicación de lo que le sucedió. De todas formas, no es preciso haber leído aquel cuento para leer el de hoy.

CERCA DE LA ALAMEDA

Era una ciudad pequeña, con varias iglesias antiguas, varias cafeterías modernas y dos o tres plazas especializadas. Una en jubilados, otra en niños, y la que estaba ocupada por el mercado. Y la alameda. En la plaza en la que solían reunirse los jubilados a tomar el sol había librerías de viejo, un herbolario, una anticuada ferretería y una casa de empeño, en la que solían depositarse viejas condecoraciones y el sable de la guerra, más o menos hacia el 20 de cada mes. Y en cuanto se cobraban las pensiones, todos aquellos objetos eran recuperados. Claro está que eso provocaba una cierta tirantez entre el dueño de la casa de empeños y el apoderado de la caja de ahorros, sucursal de la plaza. El segundo acusaba al primero de competencia desleal y encubierta.
- Si necesitan dinero, que me lo vengan a pedir a mí – decía el apoderado – Yo les concedo un préstamo, y listo.
- Ya – decía el dueño de la casa de empeños – y les cobrarías un interés abusivo, con la excusa del comité interbancario y todos esos trucos: cámara de compensación, penalizaciones de cancelación, trámites y papeleo. Conmigo, ya saben lo que les va a costar. Pero contigo...
- Sí – replicaba el apoderado – pero yo no me quedo con los efectos personales del que a primeros de mes ya no se presenta a retirarlos.
Era una vieja disputa, una de las mil cosas que las gentes de las pequeñas ciudades se inventan para pasar el tiempo. Como hacían los curas de las distintas iglesias, que pasaban lista a cada celebración, para saber si algún parroquiano había decidido pasarse a la competencia. En la anticuada ferretería había un dependiente joven, sin la menor idea de dónde estaba nada, y que sólo servía para envolver cosas en papeles de diario, y pedir a los clientes que esperasen un momento mientras el dueño acababa de atender a otros clientes.
En la plaza dedicada a los niños había unos parterres con plantas, ahora peladas y secas, ya que los chiquillos habían adquirido la costumbre de comerse las hojas. Había también algunos árboles, a los que la altura salvaba de bastantes agresiones, y que estaban poblados por bandadas de pájaros, que se vengaban del género humano ensuciando a cualquiera que se pusiese debajo. Por las mañanas y las tardes, los niños jugaban, si hacía buen sol. Y sus madres los miraban satisfechas, mientras charlaban entre ellas y discutían la mejor manera de quitar las manchas de los pájaros.
La plaza del mercado tenía dos o tres cafés con solera, que cerraban a la puesta del sol, ya que abrían cuando aún era de noche, para servir el primer café a las verduleras, carniceras y pescaderas de los puestos. Los mejores cafés de la ciudad, según era fama. Y los famosos cafés con leche, en vaso, naturalmente, que era preciso envolver con un mínimo de tres capas de servilletas de papel para no quemarse los dedos, ya que los servían un poquito por debajo del punto de ebullición. Hasta las dos de la tarde, la actividad era frenética. A partir de esa hora, sólo pasaban por allí los desocupados, algunos indigentes que se adelantaban a los basureros para recoger los restos de verduras, y los desorientados que no sabían a qué hora está establecido ir a comprar.
En una de las calles que desembocaban en la alameda, estaba la tiendecita del relojero. Una tienda que cabía calificar de insospechada, ya que todos los que se fijaban en ella se sorprendían de no haberla visto antes, de no recordarla. Tal vez ocurría con ella lo contrario de lo que pasa con tantas otras cosas, y uno la encontraba sólo cuando la necesitaba. El relojero era un hombre de edad inconcreta; a veces parecía mayor, otras casi un anciano, y en ocasiones de mediana edad. Ello se debía, sin duda, a su oficio, que le permitía jugar con el tiempo.
Una mañana entró en la tienda una mujer enlutada. Depositó sobre el mostrador un reloj de pared, y dijo:
- Venía a ver si podía arreglar este reloj.
- ¿Qué le pasa? – preguntó el relojero - ¿Se para? ¿Atrasa o adelanta?
- No, no es nada de eso. Es que parece que sólo marque horas desgraciadas.
- Eso es muy raro – dijo el relojero – En todos los años que llevo en esto, no he visto nunca un reloj que sólo tenga horas tristes, igual que no he visto ninguno que sólo tenga horas felices. ¿Está segura?
- Véalo usted mismo, si no me cree. Sólo tiene que escucharlo.
El relojero pegó el oído al reloj, y escuchó su tic-tac cansino y apagado. Lo adelantó hasta el cuarto de hora, y se oyó un tañido triste y solemne, como el de una campana tocando a muerto.
- No cabe duda – dijo – Es como usted dice. Déjemelo, a ver qué puedo hacer. Pero ya le adelanto que no será nada fácil.
La mujer se despidió, y antes de que el relojero pudiese darse la vuelta, ya había entrado un muchacho, que antes de abrir la boca ya se estaba quitando el reloj de pulsera.
- Este reloj – dijo – no va bien.
- Buenos días – dijo el relojero.
- Buenos días – respodnió el muchacho, alargándole el reloj - ¿Lo podría revisar, a ver qué le pasa?
- Parece un buen reloj – dijo el relojero, calzándose la lupa en el ojo.
- Me lo regalaron mis padres.
- Y, ¿qué le notas, exactamente?
- Pues, a veces las horas pasan muy despacio...
- Eso ocurre a veces – intervino el relojero – si se le da cuerda con demasiada impaciencia.
- ... y otras van demasiado deprisa – concluyó el muchacho.
El relojero abrió el ojo, dejando caer la lupa, que fue a parar a su mano, y contempló al muchacho.
- ¿Te has fijado – preguntó – qué horas son las que pasan demasiado rápidas?
- Pues... yo diría que es a partir de las cinco. Eso es, desde las cinco de la tarde hasta las siete o las ocho.
El relojero meditó unos instantes.
- ¿Dónde sueles estar a esa hora? – preguntó.
- Oh – dijo el muchacho – a esas horas, a veces me doy una vuelta por la alameda.
- Muy bien, pues vamos a hacer una cosa. Déjame el reloj; lo voy a comprobar. Y esta tarde, si puedes venir a las cuatro y media, te espero aquí. Iremos los dos a la alameda, y comprobaremos qué le pasa.
Esa tarde, poco después de las cuatro y media, estaban ambos sentados en un banco de la alameda. La tarde transcurría tranquila, hasta el punto de hacer verosímil que el reloj fuese más despacio de lo correcto. El relojero sabía sin embargo que el ritmo era el adecuado, y que todas las horas eran iguales. Los últimos cinco minutos antes de las cinco se hiiceron eternos, como reflejaba perfectamente la creciente impaciencia del muchacho.
A las cinco en punto, se abrieron las puertas del edificio frente al banco, y salió al paseo una bandada de muchachas uniformadas, las alumnas de la academia. Un grupito pasó cuchicheando ante ellos. Una de las mocitas los miró furtivamente e intentó en vano contener una risita. El relojero pudo ver de reojo cómo enrojecía el muchacho, sentado a su lado. No necesitaba más.
- Tendrás que venir mañana a recoger el reloj – le dijo – Por ahora, si tienes algo que hacer, puedes irte.
El muchacho saludó precipitadamente y salió corriendo en dirección al grupito de alumnas, pero a las pocas zancadas se detuvo y adoptó un paso afectadamente despreocupado, aunque suficiente para alcanzarlas. El relojero pensó que tal vez, su única finalidad fuera saludar especialmente a la muchacha de la risita, con un “buenas tardes”, o una solemne inclinación de cabeza, casi una reverencia.
Al día siguiente, cuando el muchacho fue a recoger el reloj, el relojero le dijo:
- Tenías razón. Este reloj marca unas horas más lentas que otras. Y sin embargo, es un buen reloj.
El muchacho lo miraba expectante. El relojero continuó:
- ¿Sabes cuál es el problema? Este reloj es demasiado nuevo. Algunos relojes necesitan un tiempo de adaptación, de rodaje. Yo diría que si lo conservas y le das cuerda regularmente, dentro de unos años irá perfectamente. Y tendrás un reloj para toda la vida.
El muchacho asintió, con aire responsable. Luego, sin abandonar su formalidad, preguntó:
- ¿Me dice cuánto le debo, por favor?
- En dinero, nada – respondió el relojero – Pero algo sí te voy a pedir: que si nos encontramos por la alameda, me saludes. ¿Te parece un buen precio?
El muchacho asintió, dijo “buenas tardes” y se fue rápidamente. El relojero miró la hora. Faltaban escasos minutos para las cinco.
Al día siguiente se presentó la mujer enlutada del reloj triste.
- ¿Ha podido mirarse mi reloj? – preguntó.
- Claro que sí, señora – mintió el relojero – Pero no acabo de localizar el problema. Me temo que tendrá que ayudarme.
- Pero, yo no entiendo nada de relojes.
El relojero la miró. No parecería tan mayor, si se vistiese de otra forma y sonriese de vez en cuando, pensó.
- Dígame, ¿pasa muchas horas en casa?
- No salgo casi nunca.
- Ya. ¿Sería indiscreto preguntarle por qué?
La mujer suspiró y miró a su alrededor.
- ¿Está cansada? – preguntó el relojero - ¿Me permite ofrecerle una silla?
La sonrisa de agradecimiento de la mujer fue suficiente para que el relojero se precipitase a la trastienda, de la que volvió con una silla.
- Soy viuda – dijo la mujer, una vez sentada – desde hace tres años. Y no está bien que una mujer en mi estado salga por ahí a divertirse.
El relojero le dedicó una mirada evaluativa y pudo comprobar que el tic-tac de ella era quizás un tanto pausado, pero aún fuerte.
- ¿Es muy importante el reloj? – preguntó – Quiero decir, ¿es un recuerdo de familia, o algo así?
- Fue un regalo de boda. Lo teníamos en el comedor, y marcó todas la horas de nuestra vida. Es raro, entonces era un reloj alegre, simpático.
- ¿Sabe una cosa? Muchos no se dan cuenta, no es, desde luego, su caso, pero los relojes tienen una personalidad propia. Es una máquina hecha a mano, y no por otras máquinas. Y notan la influencia de la gente con la que viven. Hay relojes a los que no les importa una imprecisión de algunos minutos, lo mismo que a sus dueños. Los hay tiránicos y despóticos, porque los dejan gobernar. Algunos se paran en el momento en que mueren sus amos, y no hay forma de volver a ponerlos en marcha.
“Y su reloj, señora, tiene un problema, ahora me doy cuenta. Querría estar solo, querría poder acostumbrarse, pero no puede, mientras usted esté pendiente de él. ¿Cómo se sentiría usted si se sintiese constantemente observada?
- Muy mal – admitió la mujer.
- ¿Lo ve? Pues a él le pasa lo mismo. Mucho me temo que la única solución va a ser que salga cada tarde y le deje unos momentos de tranquilidad, mejor unas horas.
- Pero, ¿dónde voy a ir? ¿Qué voy a hacer?
- No vaya a las plazas. Vaya a la alameda. Recórrala de arriba abajo dos veces, y luego, si está cansada, siéntese en un banco. Pero no vuelva a casa antes de las siete.
La mujer se marchó, con el reloj de pared envuelto en papel de periódico. Un día, apareció por la tienda una mujer, de penetrante mirada color verde mar, cargada con un reloj de sobremesa, uno de esos objetos que parecen concebidos para la repisa de la chimenea. Lo depositó sobre el mostrador y dijo:
- Mire, no creo que pueda hacer nada, pero no quiero dejar de intentarlo. ¿Puede mirarse este reloj, a ver si hay alguna esperanza?
El relojero asintió, se calzó la lupa y abrió la esfera para examinar el interior.
- Señora – dijo . lo que veo aquí es mucha tristeza. Y ese polvillo dorado del fondo... si no fuera porque es imposible, yo diría que son restos de ilusión. Dígame, ¿qué pasó con este reloj?
- Supongo que es culpa mía – dijo la mujer, y sus ojos se volvieron más claros, como si fuese a llorar – No debía haber puesto la rosa frente a él.
- ¿Una rosa?
- Bueno, yo la iba cambiando, para que estuviese siempre fresca.
- Ya veo. Es curioso, por años de oficio que tenga uno, nunca acaba de saberlo todo, de los relojes. Si quiere, puedo desmontarlo, limpiarlo. Pero me temo que será inútil. No creo que tenga ganas de volver a andar. Y yo no conozco remedio para su mal. Si es que es un mal.
La mujer le lanzó una extraña mirada.
- No importa – dijo – No lo toque, no lo limpie. Será mejor que lo dejemos en paz. Me da lo mismo que no funcione. Me lo voy a llevar, y le aseguro que siempre lo voy a tener conmigo. Como recuerdo, aunque no pueda explicarle exactamente recuerdo de qué.
El relojero volvió a cerrar el reloj, la mujer lo recogió y salió de la tienda. A la mañana siguiente, entró en la tienda un viejecito, que puso sobre el mostrador un viejo reloj de bolsillo y dijo:
- Arréglemelo.
El relojero preguntó:
- ¿Qué le pasa?
- Hace lo que quiere – dijo el anciano – A veces, se pasa días sin andar. Y de repente, en una hora adelanta tres. Es como si el tiempo no tuviese sentido. Un trasto inútil, tal vez demasiado viejo, que sería mejor tirar.
Mientras el relojero abría la tapa para echar un vistazo a la maquinaria, el viejecito añadió:
- No es que me importe mucho el reloj. Para la falta que me hace, figúrese. Es que si no funciona, el de la casa de empeños no me va a dar nada por él.
El relojero, mientras limpiaba las entrañas del reloj con un pincelito, se imaginó al anciano, intentando convencer al prestamista para poder llegar a final de mes. Intuyó una vida monótona y sin alicientes, con otros viejos como él por toda compañía.
- Verá – dijo finalmente – me temo que lo que este reloj necesita es una especie de vacaciones.
El viejecito lo escudriñó con una mirada desconfiada, intentando averiguar si se burlaba de él.
- Hablo en serio - dijo el relojero – Parece que se ha cansado de usted, y le gustaría pasar una temporada con otra persona.
- ¿Él también? – dijo el viejo -¿Ese maldito trasto tampoco me aguanta?
El relojero fingió pasar por alto el comentario, y preguntó:
- ¿Tiene familia?
- Pues claro que tengo familia, a ver qué se cree. Dos hijos, tengo. Uno está lejos, en sus cosas, y el otro está aquí mismo, pero tampoco se acuerda de su padre, el muy desagradecido. Cría cuervos...
- ¿Y nietos? ¿Tiene nietos?
- Pues sí, ahora que lo dice, tengo dos. Un chico y una chica.
- Mire, lo mejor sería que le prestase el reloj por una temporada a uno de sus nietos. Tal vez al chico...
- No sabría cuidarlo. Lo rompería. Marisa, aunque sea más pequeña, es más cuidadosa. Se parece mucho a su abuela.
- Bueno – dijo el relojero – entonces tendrá que ser ella. Aunque un reloj como éste, casi una pieza de museo, es algo que hay que saber cuidar. Será mejor que controle de cerca de su nieta, a ver si le da cuerda cuando toca, y lo mantiene limpio.
- Voy a tener que ir a verla a menudo – dijo el anciano, con aparente disgusto.
- Eso me temo. Además, como me doy cuenta de que es una situación un tanto chocante, tal vez convendría que sólo se enterasen las personas imprescindibles.
- Será un secreto entre ella y yo – dijo el viejecito, con una chispa en los ojos – Traiga el reloj, ahora mismo me voy a verla.
El viejecito recogió el reloj de un manotazo, y salió precipitadamente. El relojero sonrió y miró la hora. ¡Qué tarde era ya! Hora de cerrar la tienda para irse a comer.
Al cabo de unos días, a última hora de la tarde, el relojero paseaba por la alameda. Se vió obligado a responder al efusivo “buenas tardes” que le dedicó un muchacho sentado en uno de los bancos al lado de una chica con el uniforme de la academia. Un poco más allá, una mujer que se parecía mucho a la viuda, sólo que más joven y alegre, charlaba animadamente con un grupo de amigas de sus edad. ¿Quién sabe? Tal vez, dentro de un tiempo, alguno de los hombres solos que paseaban al perro se acercaría al grupo, intentando entablar conversación.
Una conversación que sin duda tardaría un tiempo en volverse tan animada como la que sostenía un abuelo con su nieta, unos bancos más allá. El relojero vió interrumpido su paseo por una mujer que se le plantó en medio del paseo, diciéndole:
- Usted es el relojero, ¿verdad?
La mano de ella acariciaba su falda como si buscase el borde de un delantal para retorcerlo. El relojero sospechó que era una de las vendedoras del mercado.
- Pues sí – respondió.
- Es que... verá, yo tengo un reloj que me gustaría que le echase un vistazo.
- Bueno, no hay ningún problema. Si me lo trae a la tienda...
La mujer, inopinadamente, se echó a reir, demasiado agudo y demasiado fuerte.
- ¡Ja, ja! No va a poder ser. Es un reloj de péndulo, ¿sabe? De pie, quiero decir. Hombre, yo ya soy fuerte, ya pero... Lo mejor sería que viniese a casa. ¿Le gusta el café, o prefiere el té?
El relojero miró al cielo, por encima de los álamos, que empezaba a oscurecerse. Aquella iba a ser, sin duda, una reparación comprometida.
Tal como decía, en una de las calles, cerca de la alameda, había una pequeña tienda. Y en ella, un individuo de edad indefinida, que se dedicaba a arreglar relojes.
Bueno, eso es lo que él decía.

viernes, noviembre 17, 2006

La Duda de Francisco

El cuento de hoy tiene un punto de partida muy claro: paseándome por cierta ciudad, vi un monumento dedicado a San Francisco de Asís, con un fragmento del Cántico al Sol, en el que llama hermana a la muerte corporal, al estilo de hermano Sol, hermana Luna. De ahí a plantearme el tema, sólo había un paso.

LA DUDA DE FRANCISCO

Los cronistas no lo recogen, porque los humanos no pueden saberlo, pero un instante antes de morir, a Francisco de Asís lo asaltó una duda. Por un momento, un relámpago de debilidad en toda una vida, lo invadió un indescriptible sentimiento de inseguridad, de insatisfacción, de rebeldía. Él, que había sabido como nadie apreciar y aceptar la obra de Dios, él, que había llamado hermana a la muerte corporal, por un momento se preguntó qué sentido tenía todo lo que sabía, todo lo que había comprendido.
Fué tan solo un instante, y la muerte se lo llevó en un tránsito vertiginoso e inenarrable, pero llegó a los pies de Dios Padre con el alma teñida de tristeza e incertidumbre, y a Dios, que no se le escapaba un detalle, no le costó descubrirlo. Una Voz, potente pero amable, le dijo:
- ¿Qué te pasa, Francisco, hijo mío? Algo te inquieta. Yo ya lo sé, pero cuéntamelo, eso te aliviará.
- Señor - dijo Francisco - no sé qué decir. Estoy asombrado, maravillado, mudo, ciego. Estoy ante Vos, más desnudo de lo que nunca estuve en la tierra, y no sé cómo excusarme, cómo confesaros mi último pecado. En el último segundo de mi vida, he tenido una duda.
La Voz pareció emitir un suspiro, pero seguramente era sólo una apariencia, y en un tono considerado y parsimonioso, dijo:
- Te conozco muy bien, Francisco. Sé quién eres. Sé quién eres, hijo de Pedro Bernadoni, y lo que es más importante, sé de quién eres padre. Porque tienes, tendrás, más hijos de los que puedas contar. Tu nombre perdurará a través de los siglos, y todos, y cuando Yo digo todos quiero decir todos, te mirarán con simpatía y respeto. Serás, aunque tú jamás llegarás a saberlo, el primer ecologista de la historia.
- Señor - balbuceó Francisco - Vuestra infinita misericordia me ha mostrado el significado de esa palabra extraña, y lo único que se me ocurre decir es que no tiene sentido malbaratar la casa en la que uno vive, y la Tierra es nuestro único hogar.
- Así lo dispuse - dijo la Voz, asintiendo - Pero tú tienes una duda, y Yo te concedo el beneficio de que la expongas.
- Señor, ¿por qué debe el hombre morir?
Hubo un largo silencio en el cielo, como de media hora. Finalmente, la Voz dijo:
- Tu pregunta no es una; son cientos, miles - y Dios, con su infinita paciencia, empezó a enumerar - ¿Por qué la noche sigue al día? ¿Por qué debe el hombre vivir? ¿Por qué el acto sexual concluye en el orgasmo? ¿Por qué cambia cada una de las cosas? ¿Por qué se me ocurriría hacer una película, en vez de una foto? ¿Por qué os dí la facultad de preguntaros “por qué”?
Hubo una pausa. Luego, la Voz dijo:
- Si pudiera arrepentirme, que no puedo, hay veces que me arrepentiría. Me parece que os hice demasiado testarudos y faltos de sentido del humor. Y lo del sexo me salió demasiado complicado para vosotros. No todos sabéis entender que la vida es lo mejor del sexo. Francisco, tu mundo es una miniatura. Contiene un poco más de lo que vosotros podéis comprender, para que jamás lleguéis a creer que lo sabéis todo, pero aún así, no es más que una nimiedad, un juguete, un capricho. Y eso no dura, se rompe enseguida. Unos cuantos millones de años, un momento, como quien dice, y se acabó. Dentro de nada, el Sol, tu hermano Sol, explotará, convirtiéndose en una nova, y se acabó todo. La Tierra, “Mi” Tierra, la Luna, Marte, Mercurio, Venus, Saturno, Júpiter, todo. De hecho, para Mí, ya ha explotado. Y tú, no eres más que una página de un libro de historia que estoy releyendo. Pero, te diré un secreto, me gusta hacerlo.
- Pero Señor - insistió Francisco - Vos no podéis, no debéis, y eso quiere decir que Vos mismo no lo permitiríais, no debéis decepcionarme. ¿Por qué debe el hombre morir?
- ¿Has cocinado alguna vez, Francisco? - preguntó la Voz.
- Sí.
- ¿Y has puesto sal?
- Sí, claro.
- Porque la cocina necesita de la sal, y de la misma manera, la luz necesita de la sombra, y la vida, de la muerte. Porque vuestra vida está hecha de contrastes. Yo no soy Buda, y esto es el Paraíso, no el Nirvana. Os he creado inquietos como hormigas, pero la inquietud implica el reposo. Tenéis un tiempo limitado, y aún así, halláis la forma de aburriros. Tú lo sabes, Francisco. Has sabido amar la vida sin ser carnal. Llegará un día en que los hombres no comprenderán por qué la hermana Clara y tú no fuisteis una pareja de cónyuges, cuando tantas cosas os unían. Tú lo sabes, y Yo lo sé, pero ellos no sabrán verlo.
“Si te concediera, digamos, trescientos o cuatrocientos años más de vida, una bagatela, como quien dice, ¿qué te crees que pasaría? Verías más muerte y desolación de la que tu corazón puede soportar. Tus brazos y tu voluntad serían incapaces de socorrer tanta miseria. Verías levantarse y ponerse el sol tantas veces, que al final, nada significaría para tí, te cansarías de verlo.
- Eso no ocurriría jamás, Señor.
- Te cansarías. Yo sé lo que me digo. Tú sólo eres humano, Francisco. Dime, ¿qué crees que es la vida?
- Una prueba.
- Una prueba, y una fiesta, y un camino, y una historia, y un sueño, y un examen, y una oportunidad - enumeró Dios - Y unas cuantas cosas más. Una pena, un fogonazo, una desgracia, un calvario. Algo con infinitos matices, tantos como almas han vivido y vivirán. Y cuando creé esa substancia versátil y multicolor, no le puse sal, sino pimienta. ¿Por qué los románticos contemplan la puesta de sol? Porque no dura, porque es única e irrepetible. Jamás volverá a ser el veintinueve de Octubre de mil novecientos cuarenta y seis. Y sin embargo, habrá quien diga que fué, será, un día como otro cualquiera.
“Cada vida es como una puesta de sol: única, irrepetible, y efímera. Cada persona que tenéis a vuestro lado puede no estar al segundo siguiente. Y aún así, a veces no sabéis apreciar sus matices, su singularidad. Y cuando falta, algunos se lamentan de haberla perdido, en vez de dar gracias por haber podido disfrutarla. Muy pocas veces el que pierde a un ser querido sabe agradecer el haber podido darle un poco de amor. A los que son afortunados, les parece corto el tiempo que han tenido, y no saben que les parecería igualmente corto si hubiera sido el doble. Porque a esos seres afortunados se les hace pequeño el tiempo para contener su amor, como se les haría pequeño el mundo si tuvieran que regalarlo. Como me pasó a Mí, que temí, como un padre en la noche de Reyes, que no fuera suficiente para regalárselo al hombre. Habría querido algo más, algo mejor.
“Habrá un tiempo, Francisco, en que los hombres no creerán en los milagros. Y sin embargo, verán cómo nacen niños. Lo verán cada día, y verán levantarse el sol, y aún así, no creerán, porque la dureza de su corazón los habrá hecho ciegos. Tan sólo conocerán el cómo, y creerán que es suficiente. Y no se les ocurrirá preguntarse el por qué. Y si se les ocurre, no lo dirán en público, porque será de mala educación hablar de esos temas.
La Voz hizo una pausa, y ante el silencio de Francisco, continuó:
- Sé que escuchas mis palabras; sé que las aceptas. Pero sé también que no te convencen.
Francisco no respondió, y bajó la cabeza, aturdido. La Voz pareció adoptar un tono ligeramente resignado, y dijo:
- Muy bien. Veo que no hay más remedio. Te voy a tener que explicar mi secreto.
“Francisco, serás un pino. Lo que fué tu cuerpo, o una parte de él, volverá a formar parte de un ser vivo. Porque nada es excluído del circuito de la vida, y tu cuerpo, que antes había sido rosa, y caballo, y estrella, será pino, el hermano pino. Y al principio será una minúscula planta, y más tarde, un arbolillo que los niños que vayan a jugar al bosque sacudirán, y más tarde un árbol grande. Y tus ramas darán sombra al cansado, y dejarás caer tus piñas al suelo para que alguien recoja tus piñones. A tus pies se sentarán los enamorados para tomarse de la mano y mirarse a los ojos, y cuando alguien hiera tu tronco, tú responderás perfumando el aire con tu resina. Y si un día te corta un leñador, tu madera seguirá trabajando, de forma sencilla y sin pretensiones, en la tabla de una cuna, en la pata de una silla, en la tapa de un ataúd.
“Francisco, serás un pez. Primero, una insignificante brizna de plata, y luego un relámpago en el río, y más tarde un reflejo entre las olas. Y como una flecha viva, atravesarás las aguas, adelante, siempre adelante, como un mensaje que espera ser comprendido.
“Francisco, serás los labios de una niña. Y te expandirás para la sonrisa, y te fruncirás de enojo, y serás el mensajero de sus besos. Y serás la oreja de un juez, y por tí pasará la mentira y la verdad, y deberás dejar pasar a ambas, porque tu misión será conducir y no discriminar.
“Y serás la mano de una madre, y un peñasco del desierto, y un buen día, sólo un día en la historia del mundo, serás la lágrima de arrepentimiento que salvará una vida, y un alma. Y ese es Mi secreto, Francisco. ¿Por qué debe el hombre morir? Para que la vida no se interrumpa, para vivir de nuevo, de otra manera. Y para que su alma llegue hasta Mí.
Y entonces, confortado su ánimo, Francisco sonrió.

jueves, noviembre 16, 2006

La Rueda

El cuento de hoy es una ilustración de lo que se podría llamar una estructura circular, al estilo de "La Ronda", de Artur Schintzel. Sin desmerecer al señor Escalopa, pensé que era más adecuado situarla en la Rusia zarista. De entre los rusos, mi escritor preferido es sin duda Fiodor Mijailovich Dostoievski, pero me temo que me salió algo más en la línea de Chéjov (qué más quisiera). Aquí está el cuento:

LA RUEDA

Piotr Alexandrov sacó el fajo de billetes del bolsillo de su abrigo, abrió un cajón del escritorio y los depositó en él. Había más de quinientos rublos, una buena suma. Mientras se despojaba del abrigo, se dijo una vez más que debía separar y tener a punto trescientos de aquellos rublos. Y se maldijo por su suerte, por tener que apartar aquel dinero para entregárselo a Razumov.
No es que para él fuese un dinero difícil de ganar: era la recaudación de los alquileres de las casas a orillas del Neva, aguas abajo de la ciudad. Aunque tampoco era cosa de puro trámite: cada mes, en una u otra casa se repetían las mentiras, las excusas, las súplicas para aplazar el pago. Mi marido salió a emborracharse y volvió sin un kopek, mi hijo está en el hospital, mis padres están a punto de perder sus tierras, mi mujer está enferma, etcétera. Excusas débiles, y aún peor, poco originales. No había más remedio que ponerse inflexible. Y la mayoría de las veces, al mes siguiente se hacía patente que la situación no era tan desesperada, porque los inquilinos seguían allí, y de alguna forma habían logrado salir adelante. Piotr Alexandrov pensaba que a veces, siendo implacabale, obligaba a muchos de aquellos desgraciados a tener coraje y enfrentarse con resolución a sus problemas.
Un criado interrumpió sus reflexiones, anunciándole la llegada de Razumov, que no tardó en aparecer en la puerta. Piotr asintió con la cabeza y el hombrecillo entró en el despacho, lanzando una mirada golosa al fuego que ardía en la chimenea. Sin atreverse a sentarse, se quedó en pie, dándole vueltas al gorro que llevaba en las manos. Piotr, para demostrar el rechazo que le provocaba el personaje, decidió no ponerle las cosas fáciles, y preguntó:
- ¿Qué es lo que desea, Semión?
Razumov esbozó una tímida sonrisa.
- Lo sabe usted muy bien, Piotr Ivanovich – dijo – Espero de su gran generosidad que me ayude en mis penosas necesidades. Y este humilde siervo estará encantado de cualquier servicio que, dentro de mis modestas posibilidades, sea capaz de prestarle. Repito, cualquier cosa.
Su rebuscado estilo al hablar era signo de su baja extracción, pensó Piotr. Sólo los que no tienen clase por su cuna pueden creerse que eso sea algo que cualquiera puede conseguir. De todas formas, Semión Razumov tenía razón en una cosa: podía prestarle un servicio. Aunque sólo fuera mantener la boca cerrada, y no empezar a contar por ahí lo que sabía de él. Especialmente el desagradable incidente en el que Piotr se había visto envuelto dos años atrás. Claro está que Piotr no sabía, o al menos no con certeza, que la muchacha fuera una menor. Desde luego, no lo parecía. Y aún era mucho peor que resultase ser sobrina del príncipe Tarski.
Bien, era un consuelo saber que Razumov era un individuo sin pretensiones ni ambición. Y bien mirado, trescientos rublos cada dos o tres meses resultaba un precio barato, comparado con lo que podía perder. Abrió el cajón del escritorio, tomó los billetes que ya había apartado y se los tendió a Razumov.
Al salir a la calle, Razumov se encogió en medio de una racha de viento helado. Ojalá fuese sólo una racha, y de nuevo se pusiese a nevar plácidamente, como hacía un rato. A Razumov no le gustaba el viento, así que apuró el paso hasta llegar a la Perspectiva Nevski. En aquella avenida ancha y elegante, el viento se había convertido en una leve brisa, casi soportable. No era muy prudente transitar por allí; con su raído paletó, pasado de moda, y su aspecto de pobre, Razumov estaba llamando la atención. Los aristócratas, los burgueses y los prósperos comerciantes con los que se cruzaba lo miraban con sorpresa, o con franca desaprobación. Al doblar una bocacalle, se topó con un individuo enorme.
- Buenos días, Razumov – dijo el hombre.
Razumov levantó la vista y masculló una maldición. Era Iván Rabinovich, el inspector de policía.
- Buenos días, excelencia – saludó Razumov.
El policía ostentaba una sonrisa irónica.
- Justamente me preguntaba por dónde andarías – dijo – Tenía ganas de verte. Vamos, ven conmigo.
Razumov intentó resistirse, negando con la cabeza, pero el policía, insólitamente amable, insistió:
- No, no te voy a llevar ante el comisario, aunque sé que se alegraría de verte. Ven, te invito a un té.
Razumov, resignado, lo siguió hasta un café cercano. Una vez sentados a una de las mesas, el policía preguntó:
- Y bien, Semión, ¿qué te cuentas?
- No hay nada nuevo, excelencia – contestó Razumov – Si hubiese oído algo, bien sabe su excelencia que habría ido a contárselo.
- ¿Y los subversivos? ¿Qué me dices de los subversivos?
- No sé nada, excelencia. Al parecer, no se atreven a desafiar a nuestra noble y eficaz policía.
- Es posible - dijo Iván, pensativo – Por supuesto, tú y yo seguimos siendo amigos, ¿no?
- Desde luego, excelencia. Cualquier cosa que yo...
- Lo digo – interrumpió Iván – porque si no fuéramos amigos, si no fuera por el afecto que te tengo, se me podría ocurrir ir a contarle unas cuantas cosas al comisario. Cosas que sé de ti, por ejemplo. Veamos: pequeños hurtos, cosa que no es muy grave; juego ilegal, lo que ya te costaría unos buenos azotes. Y, no sé si pronunciar la palabra en un lugar público como éste – bajó la voz – proxenetismo.
Razumov abrió mucho los ojillos, horrorizado. Aquello era una amenaza en toda regla.
- No hay nada de eso, excelencia – protestó – Es verdad que yo tengo algunas amigas, muchachas risueñas y hospitalarias, y si algún caballero bien educado quiere disfrutar de un rato de buena compañía, yo...
- Les cobras el servicio – cortó Iván.
- Excelencia – siguió Razumov – casi siempre se sienten tan agradecidos que tienen a bien concederme alguna propina, más que nada para que brinde a su salud y los tenga presentes en mis oraciones. Pero si algún caballero, un inspector de policía, digamos, no se sintiese obligado a hacerlo, yo no me atrevería nunca a pedirle...
- Es una pena que no pueda oirte el comisario – interrumpió nuevamente Iván – Se reiría un buen rato con tus excusas. Pero no te apures. Es más, incluso es posible que algún día me decida a hacer una visita a una de esas amigas tuyas tan... ¿cómo las has llamado? Hospitalarias.
“Pero hoy no. Tengo otras cosas que hacer. Aunque la verdad es que tengo un pequeño contratiempo. Oh, nada importante, nada que la pequeña ayuda de un buen amigo no pueda resolver...
Semión se dio por aludido, y dijo:
- Cualquier cosa que pueda hacer, yo...
- Ya que te ofreces, ¿no llevarás encima doscientos rublos, por casualidad? Te los devolvería, desde luego. Es sólo un préstamo, tienes mi promesa.
Semión se dijo que podía fiarse de la promesa tanto como de la amistad del policía. Aunque estaba ante una obligación ineludible, quiso hacer valer su esfuerzo, y dijo:
- Para mí será un placer, excelencia, pero tened en cuenta que un pobre hombre como yo tiene muchos gastos, hay que estar a buenas con todo el mundo...
- Una vela a Dios y otra al diablo, ¿no es eso? Vamos, no te quejes tanto, que estoy seguro que no los has ganado trabajando. Además, dicen los alemanes que el dinero tiene que moverse para producir riqueza. Anda, no seas remolón y contribuye al progreso de la patria.
Semión, a regañadientes, rebuscó en sus bolsillos, teniendo mucho cuidado de que el policía no sospechase siquiera que aún le quedarían cien rublos. Iván se embolsó tranquilamente el dinero.
Esa misma tarde, Iván se dirigía a visitar a Tatiana. De camino, iba meditando: “Esta es sin duda una amistad peligrosa. Si me relacionan con una mujer de gustos tan caros, me voy a buscar problemas. Más aún, siendo yo policía y ella, probablemente, una fumadora de opio. Pero ya debería estar acostumbrado a situaciones ingratas. Ser judío en Rusia, o de antecedentes judíos, Rabinovich, como yo, no es precisamente una buena opción. Tengo que hacer el doble de trabajo, y el doble de bien, para que me reconozcan la mitad del mérito que se llevaría otro”.
Tatiana estaba sentada en la salita, pero no podía decirse que lo estuviera esperando. Tenía un pequeño libro abierto sobre la falda, poesía francesa, sin duda, y acariciaba casi inconscientemente un opulento gato de Angora. Iván reprimió un gesto de fastidio; ¿cómo podía gustarle a alguien aquel gato, cualquier gato? Para colmo, Tatiana se empeñaba en llamarlo “Exquise”.
- Ah, eres tú – dijo ella con desgana, al verlo – Anda, siéntate. ¿Me has traído algo?
Iván calló, sólo para provocarla.
- ¿Lo ves? – dijo ella, enfadada – Vienes aquí, cuando te parece, no me traes ni flores, ni bombones, ni un regalo, y aún esperarás que sea amable contigo – hizo una mueca enfurruñada, de niña consentida.
- Está horrible cuando te enfadas – dijo Iván, siguiendo con su juego – Me gustas más contenta.
- Pues entonces – dijo ella con una chispa de furia en sus ojos – a ver si hacer algo para que esté contenta. ¿Sabes? Hoy he recibido una nota de Trófim Semionovich.
- Ah, ese botarate – dijo él.
- Ese botarate, como tú dices, “solicita el placer de disfrutar de mi elegante compañía, y suplica que le sea concedido el privilegio de postrarse a mis pies”.
Con que ahora intentaba ponerlo celoso, pensó Iván. Bueno, iba a tener que esforzarse un poco más.
- ¿Postrarse a tus pies? ¿Es que es zapatero? ¿O tal vez pedicuro?
Al acabar de decirlo, recordó que Tatiana estaba especialmente avergonzada de sus enormes pies, y vió que se había equivocado, pero era tarde para rectificar. Ella le lanzó una mirada furibunda, pero antes de que abriese la boca para echarlo, Iván dijo:
- Espera.
Sacó el sobre en el que había puesto el dinero y se lo tendió, diciendo:
- Esto es para ti. He pensado que tal vez necesitarías algo para tus gastos.
Tatiana tomó el sobre, lo abrió y su expresión cambió como por ensalmo. Dirigiéndose al gato, dijo:
- ¿Has visto, Exquise? Ya te decía yo que Vania no es tan malo como parece.
Iván se sintió aliviado, al ver que ella se refería a él por el diminutivo. La situación estaba clara, y no era preciso hablar mucho más. Tatiana se puso en pie y se dirigió a la puerta del dormitorio. Antes de abrirla, se volvió hacia él y le dijo:
- Vania, Vanushka, ¿no vienes?
Iván no se hizo de rogar, y fué.
Más tarde, al quedarse nuevamente sola, Tatiana ahuyentó al gato, que se le acercaba pidiendo una caricia. Estaba cansada, y en lo último que pensaba era en mimos o caricias. Por mucho que hubiera en el sobre, y debía haber unos ciento cincuenta rublos, era un precio barato para soportar la corpulencia de Iván. Suspiró y se dijo que por lo menos, ahora recibía algo a cambio. Años atrás, cuando era una adolescente en el campo, lo único que había recibido del amo, por eso mismo, era librarse de una paliza. Pero de eso hacía ya mucho. Poco tiempo más tarde, Tatiana ya tenía claro que sólo existen dos tipos de hombres: los que intentarán dominarte a cualquier precio, porque te desean, y aquellos que se dejarán dominar fácilmente, por la misma razón. Y aprendió a evitar a los primeros. Con esa lección aprendida, no le fue muy difícil progresar al trasladarse a la ciudad. Sí, de eso hacía ya mucho. Ahora podía permitirse todo tipo de caprichos; nunca faltaba quien se los pagase. Incluso los vicios más caros. Ese simple pensamiento despertó en ella el ansia. Sabía que estaría inquieta e irritable hasta que pudiese calmarla. Llamó a la criada y le dijo:
- Vete a ver al turco. Le dices que vas de parte mía, que quiero lo de siempre. Espera.
Tomó el sobre que Iván le había dado, sacó cien rublos y se los entregó a la criada.
Ahmed, el turco, estaba en su pequeña tienda, sentado en un taburete tras el mostrador, de forma que sólo le asomaba la cabeza. En toda la tarde no había entrado ningún cliente. Por lo visto, a nadie le interesaban sus alfombras y tapices, o tal vez el local no permitía lucirlas como se merecían. Aquel no habría sido tan mal negocio, de estar mejor situado, en un local más amplio. Pero los que podía permitirse gastar dinero en alfombras jamás se acercaban por aquel barrio; todo lo más, enviaban a sus sirvientes. Pero a un sirviente no se le permite escoger qué alfombra va a adornar el salón de su amo.
Y aunque Ahmed hubiera podido permitírselo, no le habría sido posible cambiar de local. ¿Quién iba a confiar en un extranjero? Lo había intentado, pero en vano, y no le costaba adivinar el por qué, leer sus pensamientos: “No es de aquí, ésta no es su tierra. Habla otra lengua, tiene otra religión. ¿Quién sabe cómo piensa, a qué le es fiel? Es un extraño. ¿Por qué fiarse?”.
De no ser por los ingresos extra que conseguía de forma no totalmente legal, Ahmed no habría podido vivir, ni mantener abierto el negocio. Y tampoco habría podido dar a su esposa enferma los cuidados que precisaba. Las medicinas eran caras, las visitas del médico había que pagarlas, y la alimentación, por más que ella apenas probase bocado, tenía ciertos requisitos que debían cumplirse. Requisitos no precisamente baratos: abundancia de frutas y verduras frescas, por ejemplo.
La campanilla de la puerta lo sacó de sus pensamientos. Se puso en pie, y reconoció al punto a la mujer que acababa de entrar. Era una clienta habitual; mejor dicho, la criada de una clienta habitual. Y desde luego, no estaba allí para comprar alfombras.
- Vengo de parte de la señorita Tatiana.
Ahmed asintió. No precisaba hacer preguntas, ya sabía qué buscaba la señorita Tatiana. Se agachó y metió la mano en una vasija que tenía bajo el mostrador. Tuvo que introducir el brazo casi hasta el fondo; se estaba quedando sin reservas.
- ¿Cuánto? – preguntó Ahmed a la mujer.
- No sé, me ha dado cien rublos.
Cien rublos. Bien, por ese precio podía darle un par de dosis. Sacó y puso sobre el mostrador dos pequeños paquetes, envueltos en papel encerado. Era importante que el opio no se resecase.
- Otra cosa – dijo la mujer, dejando el dinero sobre el mostrador – Mi ama se queja de que la pipa que le vendió ya no va bien.
Ahmed sonrió.
- Dile... no, no se lo digas, de todas formas tendrás que hacerlo tú. Habrá que limpiarla. Por dentro. Un poco de vodka irá bien. Échalo dentro, sacudes la pipa y la vacías. Cuando el vodka salga limpio, ya está.
La mujer asintió con la cabeza. Sacó un pañuelo y envolvió los paquetitos en él. Ahmed recogió el dinero y se lo guardó en el bolsillo, mientras contemplaba cómo la mujer abandonaba la tienda. Bueno, no había sido tan mala tarde, después de todo. Con aquel dinero, podía afrontar los gastos inmediatos, reponer material, y aún le quedarían veinte o treinta rublos para pagar el próximo alquiler.
Como si la palabra alquiler lo hubiese conjurado, a través de los vidrios de la puerta vió pasar a Piotr Alexandrov. Ahmed lo conocía demasiado bien: era el propietario no sólo de la tienda, sino de la pequeña casa en la que una esposa enferma esperaba el regreso de Ahmed.
Afuera, mientras caminaba. Piotr Alexandrov iba pensando: “Esto no puede seguir así. Si Semión Razumov sigue sacándome dinero, no me va a quedar más remedio que subir los alquileres”.

miércoles, noviembre 15, 2006

Falsas expectativas

El cuento de hoy podría llevar como epígrafe la frase, creo que de Robert Blake, según la cual las más tristes palabras son: "pudo haber sido". Aunque en realidad, estoy absolutamente en contra de tal idea, como se verá.

FALSAS EXPECTATIVAS

El aspecto exterior de la tienda era deplorable: una estrecha vidriera, con cordeles tendidos de parte a parte, con las revistas colgadas de pinzas, como piezas de ropa secándose. Entre ellas, se adivinaba lo que podía ser una mesa o caja, con un montón desordenado de libros en rústica. La tienda en sí era uno de esos habitáculos que brotaban en los zaguanes amplios de antaño, y que conseguían un espacio comercial a costa de limitar el paso a un estrecho pasillo.
No era lo más adecuado para poner una librería de lance, porque dos clientes que entrasen a un tiempo ya se estorbaban, y la mecánica de la venta, en esos locales, suele ser lenta. Uno mira y remira, lee todos los títulos de los lomos, inclinando la cabeza a un lado y a otro, remueve y escarba en la montaña caótica de “Oferta especial”, y finalmente, con suerte, sale de allí con un libro que le ha costado la mitad que uno actual, y que tiene la cuarta parte de interés.
Por lo visto, al dueño no le preocupaba la poca agilidad del negocio. Todo aquel papel había quedado encallado allí de forma temporal, en su inexorable viaje hacia el olvido. Eran los desechos de lo superfluo, y todo el beneficio que pudieran dar sería extra. Sólo era preciso esperar a que entrase alguien con un resto de ilusión y espíritu aventurero, a quien no le importase revisar opiniones superadas y puntos de vista descartados. Alguien dispuesto a explorar la obra de ilustres desconocidos, buscando con la suerte del profano ese tesoro escondido que los críticos no habían sabido ver. Por desgracia, cada vez queda menos gente así, y aquello era un mal negocio.
Aún así, me decidí a entrar. Tengo ya la edad suficiente para la nostalgia, y a veces me tienta comprar alguna obra poco conocida de autores que hace cincuenta años eran célebres: Papini, Somerset Maugham o Pearl S. Buck. Incluso Jardiel Poncela, un autor capaz de superar en desvergüenza y gracia a más de uno de hoy en día.
Al principio creí haberme equivocado. Paraísos perdidos del Tibet, Los archivos secretos de los Rosacruz, Historia de la guerra de Argelia, La alternativa nuclear. Que habían sido libros de actualidad, lo demostraba lo anticuados que se habían quedado. Eran el reflejo de la pasión de un momento que había pasado hacía mucho. A su lado, hasta una edición escolar, resumida e ilustrada de la Divina Comedia parecía más atractiva. De repente, en uno de los estantes, ví “Una hoja en la tormenta”, de Lin Yutang, y a su lado, un título familiar: “Tu Vida”, de Tomás Álvarez Uriarte. Un perfecto desconocido, salvo por el hecho de que yo tenía la vaga sensación de haberlo leído. Lo tomé del estante, parecía en buen estado. Lo abrí, y en la primera página me sorprendió la dedicatoria: “Para Antonio, con afecto de Lola”. Yo me llamo Antonio, eso en primer lugar. Y Lola era el nombre de una compañera de estudios, muy buena amiga, aunque nada más. Pero eso no es todo, no era una simple coincidencia. Era su letra. Habría reconocido esas eles caprichosas en cualquier sitio.
Lo único que fallaba era que Lola jamás me había regalado aquel libro, y mucho menos dedicado. De eso estaba seguro. ¿Tal vez se trataba de otro Antonio? Era posible. Aunque no cabía descartar que ella llegase a comprarlo y a escribir la dedicatoria, pero que se echase atrás en el momento de dármelo. Pero si era así, ¿por qué? ¿Qué historia había tras aquel intento frustrado? El librero me observaba.
- Si no le interesa mucho – dijo – se lo puedo alquilar, en vez de vendérselo.
- ¿Cómo dice?
- Mire, usted me paga doscientas, se lo lleva, lo lee y dentro de una semana me lo devuelve. Así no tiene que comprarlo. No se crea, antes se hacía mucho, con novelas sentimentales y del Oeste. Claro que con esto de la tele, ya casi nadie lee.
Asentí con la cabeza y lo abrí al azar. Empecé a leer:
“ – Mira, Antonio – dijo el tío Luis – Anita no te conviene. No tiene temple, y en esta vida hay que tener temple. En cuanto tengáis problemas se va a amargar, y acabará por cansarse de ti. Tú haz lo que quieras, pero te iría mejor con Lola.”
Me quedé estupefacto. Estaba convencido de haber leído el libro, pero no recordaba aquel pasaje en absoluto. Como no recordaba que el protagonista se llamase como yo. Ni que tuviese un tío que no sólo se llamaba Luis, como el mío, sino que hablaba como él. Eso de “tener temple” era muy característico. Además, mi mujer se llamaba Anita, aunque mi tío jamás me había dicho lo que decía en el libro.
Tenía que leérmelo entero. Me acerqué al mostrador y le dije al librero:
- Me lo quedo.
- Como quiera – se encogió de hombros – Son quinientas. Sería mejor que lo alquilase; no es muy bueno. Total, la historia de un idiota que arruina su vida por una serie de equivocaciones y acaba mal. Pero en fin, usted sabrá. ¿Se lo envuelvo?
Salí de allí inquieto, con el libro en el maletín, y me fui rápidamente a casa. Sentía una extraña impaciencia por releer aquel libro, si de verdad lo había leído alguna vez. Por el camino, entre los traqueteos del autobús, se me ocurrió que el título tal vez no fuera casual: “Tu vida”. ¿Y si fuese cierto? ¿Si de verdad el libro explicase mi vida? Ya sé, parecía tan improbable como adivinar el futuro. Pero esa extraordinaria coincidencia de nombres no dejaba de preocuparme. Antonio, Anita, Luis. Incluso Lola.
¿Acaso Lola había acariciado la idea de llegar a ser algo más que amiga? La dedicatoria parecía apuntar en ese sentido. Y lo que decía el tío Luis en el trozo que había leído era dolorosamente cierto. Habían bastado unos cuantos reveses para que nuestra relación se enfriase. Desde entonces, nos habíamos limitado a un ir tirando, y a procurar no hacernos excesivamente desgraciados.
En cuanto llegué a casa, me faltó tiempo para empezar a leer. Mejor dicho, a hojear. Pasaba la vista por encima, capturando tres o cuatro palabras por página, sin profundizar, sin paladear, como si tuviese que preparar un informe. Y aún así, sin entrar a fondo en el texto, lo que veía era cada vez más inquietante. No sólo era mi vida, haciendo honor al título. Además, estaba vista desde un ángulo que me era totalmente ajeno, que jamás habría imaginado. El episodio de mi primer trabajo, por ejemplo, que yo recordaba como una decisión sensata, estaba presentado como un acto de cobardía. No se decía claramente, pero se insinuaba que había escogido la alternativa más cómoda, negándome un mejor porvenir laboral.
Cerré el libro de golpe. Estaba asustado. Para dudar de mis decisiones, para pensar que me había equivocado, que había fracasado, me bastaba yo solo. No necesitaba verlo impreso. No debía leer más. Aquel libro era algo maligno, perverso. Tal vez lo mejor fuera quemarlo. Vamos, no exageremos, me dije. Con deshacerte de él, basta. Mañana lo tiras a la basura, y listo.
De momento, y para ahorrarme tentaciones, lo guardé en un cajón de mi escritorio. Pero la desazón y el malhumor que me había causado persistían, hasta el punto de que Anita me preguntó durante la cena:
- ¿Qué te pasa? Estás raro, hoy.
Improvisé una excusa, alegando preocupaciones del trabajo, que ella pareció aceptar. Me pregunté si aquella escena que vivíamos también estaría en el libro. Y hasta qué punto de mi vida llegaría. Y qué diría de Lola, y de Anita. Supongo que muy pocos de nosotros estaríamos dispuestos, así, en frío, a exhibirnos desnudos ante los demás. Quien más, quien menos, tiene sus defectillos, cosas que prefiere no mostrar. Gracias a Dios, habitualmente sabemos muy poco de los demás, e incluso las personas más próximas tienen algo de desconocidas.
Con esas ideas rondándome en la cabeza, no tuvo nada de extraño que me despertase en medio de la noche, angustiado por no sé qué sueño opresivo. Me levanté, paseé por la casa, y fatalmente acabé con el maldito libro en las manos, en un sillón, leyendo ávidamente a la luz de una lámpara de sobremesa. Siempre hay algo de excitante y aventurero en esas lecturas furtivas de la noche, más allá de lo que la prudencia aconseja como hora de irse a dormir. El lector, solo en la oscuridad, amo y señor del destino, se adentra valerosamente en una trama que el silencio y la noche vuelven casi real, sin saber si podrá salir con vida. En medio de durmientes, sólo él escoge su sueño.
Pero aquella aventura era demasiado peligrosa para mí. Más que arriesgarme, me rasgaba. Lo que leía me estaba cambiando la vida, literalmente, porque alteraba todo mi pasado. No cambiaban los hechos, pero variaba su significado. Algunas escenas, como la despedida de Lola en un café, en una tarde lluviosa, no habían existido. O tal vez, simplemente no las recordaba, porque encajaban tan bien en la historia que era lógico, incluso previsible que ocurriesen. ¡Pobre Lola! Aquella despedida había sido una ruptura prematura, antes de que hubiese algo que romper. El trazo general que se desprendía de la historia era que el protagonista, es decir yo, estaba constantemente a punto de conseguir la felicidad, o al menos una vida aceptable, ya cada vez que se le presentaba una alternativa, escogía la peor opción, la que le condenaba a la mediocridad y el fracaso.
Aquella noche, la verdad, pensé en el suicidio. Si no lo llevé a cabo fue porque vestía un pijama bastante gastado, con los codos a punto de romperse, y no le podía hacer eso a Anita. No podía dejar que el juez me encontrase tan mal vestido. ¿Qué iban a pensar de ella? Cerré el libro, apoyé la cabeza en el respaldo, e intenté preguntarme qué iba a hacer. Sólo lo intenté; antes de poderme contestar, ya me había quedado dormido.
El día siguiente fue confuso, complicado y desagradable. Todos los problemas que llevaban tiempo queriendo salir parecían haberse puesto de acuerdo. Un día de esos como para borrarlo de la agenda, vamos. Al fin, más tarde y más cansado de lo que había previsto, pude acabar y volver a casa. Nada más entrar, me dí cuenta de que Anita estaba rara. A veces estaba de mal humor, como todo el mundo, pero no era eso. Más bien se le notaba una cierta preocupación, como si tuviese algo gordo que decirme. Lo malo era que yo no estaba precisamente como para tener paciencia. Me harté pronto, y le dije:
- ¿Se puede saber qué te pasa?
Me miró y me dijo:
- Podías habérmelo dicho.
- Decirte, ¿qué?
- Que tenías ese libro.
Maldición. Ella lo había visto. Debía haberlo olvidado en el sillón. No me hacía ninguna gracia que lo hubiese podido leer, sólo para ver confirmado lo que yo sospechaba que ella pensaba de mí. Antes de que pudiera hablar, ella dijo:
- Lo de la dedicatoria, puedo explicártelo. Andrés era un amigo de antes de conocerte. Nunca hubo nada, y de hecho, ni siquiera llegó a darme el libro.
Yo me mantenía a la expectativa. Ella seguía:
- No se puede decir que lo que pone el libro no sea cierto. Pero es que lo presenta de una manera... Es verdad que si yo me casé contigo fue por egoísmo, porque te necesitaba. Pero nunca fue algo tan premeditado como dice ahí. La verdad, aunque lo hubiese sabido antes, no me habría importado si te casabas conmigo por lástima.
Aparte de la sorpresa que me causaba oírla hablar así, una idea me amenazaba. Aunque fuese el mismo libro, no tenía el mismo contenido. Lo que ella había leído era, evidentemente, su vida. Y al parecer, presentada de una forma tan decepcionante como la mía. ¿Qué libro era aquel, que cambiaba según el lector? ¿Qué clase de trampa infernal era aquella? Anita continuaba:
- Sé que debería haberte apoyado más, cuidado más. No debía haber estado de tan mal humor, y tan a menudo. Pero, ¿qué quieres? Tú eres fuerte, y no me necesitas. Sales adelante siempre, te defiendes bien, y no te hace falta mi ayuda. Por eso entiendo que te hayas ido cansando de mí. Pero yo sí te necesito, y por eso me asusta que Lola haya vuelto a aparecer. Sé que no tenga nada con qué convencerte, pero por favor, no me dejes sola.
Su voz, que temblaba cada vez más, se quebró del todo cuando me dijo, entre el grito y el sollozo:
- ¡No te vayas con Lola!
Al infierno el libro. Antes de que me diese cuenta de lo que hacía, la estaba abrazando. Ella lloraba abiertamente, intentando aún hablar entre hipos. Le dí unas palmaditas en la espalda y empecé a decirle:
- Anita, cariño, Lola no me importa, nunca me importó.
Me guardé mucho de decirle que no había vuelto a aparecer en mi vida, y que probablemente no lo haría. Porque al día siguiente los hechos podían desmentirme, especialmente si ella también tenía un ejemplar del libro.
- Yo no me casé contigo por lástima – dije – Estaba muy enamorado, y aún lo estoy. Y te necesito más de lo que te puedas figurar. Pero siempre te he visto tan poco ilusionada... He procurado con todas mis fuerzas que no tuviéramos problemas, que las cosas no te fueran demasiado difíciles. Pero me he equivocado muchas, demasiadas veces. ¿Te acuerdas de cuando empecé a trabajar? Si hubiera aceptado la oferta de Sistemas Reunidos, posiblemente nos hubieran ido mejor las cosas.
Anita dejó de llorar de golpe, me miró a la cara y me dijo:
- Si hubieras aceptado la oferta de Sistemas Reunidos, ahora estarías sin trabajo. Quebraron hace dos semanas, y los empleados se están manifestando para que intervenga el gobierno. Lo he visto hoy por la tele.
Aquello fue como un mazazo. Me quedé sin saber qué decir. Antes de que pudiera reaccionar, Anita dijo:
- ¿De verdad que no me dejarás por Lola?
- Claro que no – protesté - ¿Cómo se te ocurre?
- Es que – dijo – el libro lo presentaba tan evidente... no sé, pensé que...
- Escucha – me puse serio – ese libro es una invención, una mentira. Cuenta cosas que no han ocurrido, que no existen.
- Pero...
- ¿No has encontrado algo, lo que sea, presentado de forma muy distinta a como pasó? Cosas que tú recordabas de una manera, y el libro las cuenta como si fuesen malas. ¿No hay nada de eso?
Anita pensó unos momentos.
- Bueno, hay algo que... yo no pensaba eso de mi madre. Ya sé que desde fuera puede parecer que sí, visto lo que hice. Pero no era como lo cuenta el libro.
- ¿Lo ves? – dije yo, aliviado – me parece que empiezo a entenderlo. El que lee ese libro ve su vida explicada como una historia idiota, negativa. Cada suceso significa otra cosa, algo distinto a lo que uno creía, y siempre peor.
Paré unos instantes. Docenas de ideas se me agolpaban en la cabeza, y tenía que dejarlas salir por orden.
- Yo leo el libro, y veo mi vida, y es un asco de vida, sólo porque está contada así. Tú lo lees, y te pasa lo mismo. Pero si lo que nos pasó, lo que creíamos, se puede revisar, y puede resultar algo peor de lo que creíamos, ¿por qué no puede ser mejor?
“Si tú me necesitas, ¿qué mejor noticia puedes darme? Si yo te necesito, ¿cómo me iba a casar por lástima? ¿No lo ves? Ese libro no es el único que puede cambiarnos el pasado; nosotros también podemos. Y no tenemos por qué sacar la peor conclusión.
Miré a mi alrededor, y ví el libro abandonado sobre la mesa. Fui a cogerlo y le dije a Anita:
- Este libro, si yo lo leo, cuenta mi vida. Si lo lees tú, la tuya. ¿Qué contará si lo leemos juntos?
Anita me miró inquieta. Le pasé el brazo por los hombros, para tranquilizarla, y abrí el libro. La sorpresa que tuvimos hizo que nos mirásemos. Sonreímos, insinuamos una risita, y acabamos soltando una abierta y franca carcajada, de pura alegría.
Estábamos salvados. Todas, absolutamente todas las páginas estaban en blanco.

martes, noviembre 14, 2006

El Retiro

Oscar Wilde, autor de poéticos y delicados cuentos, recurrió al menos una vez, como dirían los matemáticos, a lo que en España se conoce como "salirse por peteneras", es decir, una salida de tono. En "El Niño Astro", una vez que el protagonista llega a reinar tras innumerables penalidades, describe cómo se convierte en un gobernante justo, generoso y bueno. Por desgracia, no vive mucho, debido a todo lo que ha tenido que pasar. Y concluye: "Y quién le sucedió, fué un tirano" (cito de memoria, de mala memoria). Supongo que Wilde se hartó en algún momento de dulces sentimientos y pieles blancas como narcisos.

Sirva esto de advertencia para el cuento de hoy.

EL RETIRO

“¿La casa verde, dice? Sí, ya sé cuál es. Verá, tiene que pasar el pueblo, y luego...”
Enrique escuchaba atenta y pacientemente las explicaciones del lugareño, maldiciendo por enésima vez a Miguel. ¿Quién le mandaba esconderse en un sitio tan a trasmano? De todas formas, no podía distraerse, tenía que usar toda su retentiva para almacenar la cadena de pistas que lo llevarían hasta la casa: la curva, el desvío, el puente, el aserradero, el arroyo. Una vez que estuvo seguro de haberlo entendido y recordarlo todo, dio las gracias y volvió a poner en marcha el coche.
Aquella excursión era un engorro, y al mismo tiempo una obligación ineludible. Hacía una semana que Miguel no daba señales de vida, y por más que su familia dijese que estaba bien, la situación no podía prolongarse más. Había que saber si había superado la crisis, y más importante aún, si tenía intención de volver al trabajo. “Si vuelve, muy bien, y si no, buscamos un sustituto”, había dicho el gerente.
Claro que no iba a ser nada fácil sustituirlo. Miguel era una persona preparadísima y con una gran experiencia, que lo habían convertido en uno de los mejores expertos en motivación de personal. Como en temas de recursos humanos es muy difícil valorar exactamente la competencia y la calidad, y distinguir diversos grados de bueno y mejor, no había otro remedio que recurrir al criterio objetivo del sueldo que se ganaba. Y según ese criterio, Miguel era bueno, buenísimo. Tenía una reputación a prueba de bomba, y eran poquísimos los casos en los que no había podido encontrar una solución. Casos prácticamente imposibles, todo hay que decirlo.
Pero nadie es perfecto, y a Miguel, como a muchos, le había llegado la crisis de la mediana edad. Ese al menos era el diagnóstico de Enrique. Miguel, con su típico estilo irónico, había comentado alguna vez que más que hablar de “crisis de la mediana edad”, habría que hablar de “final de la adolescencia”, algo que suele ocurrir hacia los cuarenta y tantos. Pero cuando le había tocado a él, de poco le había valido la ironía. En muy poco tiempo (¿qué es un año, cuando se tiene una posición estable?) había cambiado de carácter. Se le veía inquieto, incómodo, sombrío. Eso, en el trabajo. Enrique tenía una cierta amistad con él, y por eso conocía algunos detalles más, cosas de su vida privada. Su esposa estaba preocupada. Al parecer, dormía poco y mal. Siempre había sido amante de la buena vida y de los placeres, pero últimamente su afición a la bebida parecía haber llegado a límites preocupantes. Y lo peor de todo era que no bebía porque estuviese alegre, sino porque estaba triste. Ya no era cuestión de salud física, sino mental.
Por sus comentarios, simples insinuaciones, nada concreto, parecía estar muy confuso en sus valoraciones y objetivos. Se había vuelto especialmente crítico. Para Enrique, que no pretendía arreglar el mundo, y mucho menos a las personas, la solución estaba muy clara: a Miguel le habría convenido vivir una aventura, tener una experiencia mística con una jovencita desinhibida. Lo malo era que esa solución resultaba impracticable, tal como era Miguel. Enrique sabía de sobras que se trataba de alguien enormemente complicado. Eso era lo que le daba su riqueza personal, pero también lo que lo hacía peligroso.
A la larga, había sido el propio Miguel quien se había dado cuenta de que la situación se hacía insostenible, y había pedido unos días de descanso para centrarse. Pensaba irse solo a la casita de la montaña, algo que en otros tiempos habría formulado como “tirarse al monte”. Enrique se imaginaba que Miguel aprovecharía esos días para leer hasta las tantas, hacer un poco de ejercicio, emborracharse a gusto y hartarse de dormir. Pero no acababa de gustarle la idea de que estuviese solo. Cuando uno pasa mucho tiempo solo, lo más fácil es que acabe peor de lo que está.
De todo eso hacía ya tres semanas. Los primeros quince días, Miguel se había llegado hasta el pueblo con cierta regularidad, y había telefoneado a la empresa “para saber cómo estaban las cosas”. Por lo visto, no quería o no sabía aislarse del todo. Pero en la última semana, nada de nada. Ni siquiera un recado a través de su esposa. En la empresa empezaban a ponerse nerviosos. Si Miguel tenía un problema y necesitaba ayuda, que fuese a ver a un siquiatra. Y si no pensaba volver, que lo dijese, y así podrían empezar a buscar a alguien para cubrir la vacante. Pero como no ocurría ni lo uno ni lo otro, Enrique había sido delegado para ir a visitar a Miguel y aclarar de una vez por todas qué diablos estaba pasando.
No le costó demasiado encontrar la casa. Por suerte, ya que el paraje era muy solitario, y no había un alma a quien poder preguntar. Dejó el coche a un lado del camino y empezó a trepar a pie por los escalones de tierra, marcados con troncos, que llevaban a la casa. Casi estaba llegando cuando Miguel apareció en la puerta. Debía haber oído el motor del coche. Enrique lo encontró más delgado, pero aparentemente muy tranquilo. Llegó hasta él, le dio la mano, y farfulló un “buenos días”, intentando recuperar el resuello. Miguel dijo:
- Buenos días. Veo que has venido a rescatarme. Anda, pasa.
Entraron en la casa. Enrique había esperado encontrarlo todo patas arriba, y que Miguel se excusase por el desorden, o puede que ni eso. Pero no. Todo estaba correcto, pulcro, en su sitio. Bueno, si Miguel había conseguido hacerse por dentro lo mismo que había hecho por fuera, estaba claro que su crisis era ya historia. Miguel le indicó uno de los sillones frente a la chimenea, y se sentó en otro. Preguntó a Enrique:
- ¿Cómo estás? ¿Cómo va todo?
- Bien - contestó Enrique, mecánicamente - Y tú, ¿cómo estás? Quiero decir, ¿cómo te encuentras?
- Mucho mejor - dijo Miguel - ¿Te apetece una cerveza?
- ¿A estas horas? Es un poco temprano, ¿no te parece?
Enrique echó una mirada a su reloj de pulsera. Las doce y media.
- Es casi la hora del aperitivo - dijo Miguel, tranquilamente - Además, no te preocupes, no te iba a acompañar. Ultimamente, sólo bebo agua. Incluso he renunciado al café.
Bueno, eso sí que era un cambio. En todos los años que llevaban trabajando juntos, Enrique le había visto consumir una media de tres o cuatro cafés por la mañana, y otros tantos por la tarde.
- Ya te he dicho que estoy mejor - insistió Miguel.
Enrique lo miró, y pensó que era cierto. Se le notaba una seguridad, un aplomo que no recordaba haberle visto desde hacía mucho. Pero no bastaba con una impresión. Había que asegurarse.
- ¿Qué has hecho estos días? Habrás leído mucho, supongo.
- Pues no, no te creas - dijo Miguel - Lo que he hecho, básicamente, ha sido pensar.
- ¿Durante tres semanas? - preguntó Enrique - ¿Y sin café? Perdona, pero no me lo creo.
Miguel rió, y dijo:
- Tienes razón. De lo del café hace sólo una semana. Mira, vamos a dejarnos de rodeos, ¿vale? Tú a lo que has venido es a saber si estoy a punto para volver al trabajo.
Enrique asintió.
- Pues mira - dijo Miguel - no lo sé. Supongo que sí. Pero lo más importante de todo es que ya no me preocupa. Ahora... sé.
Enrique sintió una ligera inquietud. No era propio de Miguel dejar colgada una frase de esa forma. Preguntó:
- ¿Qué es lo que sabes?
- No - dijo Miguel, sonriendo - así no. No puedo contártelo así, de sopetón, sin situarte, sin ambientarte. Tú has venido aquí, con la cabeza llena de los problemas del trabajo, preocupado por saber cómo estaría yo, por encontrar la casa, por saber a qué hora vas a estar de vuelta.
“Y lo que yo tengo que contarte te va a sonar tan raro como si fuera de otra galaxia. Y sin embargo, es algo que todos deberíamos saber. Lo más curioso es que resulta muy fácil saberlo. Es algo enorme, lo tenemos delante de las narices, y no lo vemos. Como si fuese transparente.
- ¿Es una adivinanza? - preguntó Enrique - ¿Es el aire?
- No es una adivinanza - dijo Miguel, paciente - ¿Lo ves? Buscas una respuesta concreta, porque te parece que hay una pregunta concreta. Y yo estoy hablando de otra cosa, algo que no tiene nada que ver. Creo que podría decir que he tenido una experiencia mística.
Enrique, en una reacción automática, estuvo a punto de preguntar quién era ella, pero se frenó. Miguel estaba hablando en serio, y a Enrique no le gustaba nada el cariz que iba tomando la cosa. Intentando quitar hierro, dijo:
- ¿Qué pasa, has visto a la Virgen, o algo así?
- Vale, Enrique, ya está bien de broma - dijo Miguel - Si quieres, lo dejo. Pero si de verdad te interesa saber cómo estoy, no tengo más remedio que contártelo, que explicarte todo con pelos y señales. ¿Estás de acuerdo?
Enrique asintió.
- Muy bien - dijo Miguel - pues empiezo. Los primeros días, al llegar aquí, no hice nada de provecho. Iba al pueblo a buscar bebida, me emborrachaba y me ponía a dormir hasta media mañana, pasaba días sin afeitarme, y sobre todo, me sentía desgraciado y me daba lástima a mí mismo. Podía haber seguido así meses, incluso años. Podía haber tirado mi vida a la basura y acabar pidiendo caridad o vendiendo “La Farola” por la calle.
“Una noche me desperté, de madrugada, ya sabes que últimamente dormía mal. Vine al comedor, que estaba hecho un desastre. Ese sillón en el que estás sentado tenía un montón de ropa sucia, que dejaba tirada por cualquier parte. La aparté de un manotazo, me senté y me puse a pensar. Me hacía falta un café, o una copa, pero se me había acabado lo uno y lo otro, así que tuve que pensar a pelo, sin ayudas. Me di cuenta de que no podía seguir así. En contra de lo que yo creía, parece que algo sí que me importaba. Pero no tenía ni idea de por dónde empezar.
“Empecé por hacer limpieza. Lavé la ropa, y pude quitarme el pijama que llevaba desde hacía tres días, a todas horas. Lavé los platos, barrí la casa, me duché, me afeité y llené seis bolsas de basura. Se dice pronto, pero me llevó dos o tres días, porque no podía con mi alma. Todo un tubo de aspirinas, me costó. Poco a poco, fui recuperando el apetito y empecé a llevar un horario más o menos regular. Entonces empecé a pensar en serio.
“Tenía un montón de cosas por arreglar, pero no tenía ningún motivo para hacerlo. Ya ves, yo que paso por ser un experto en motivación no sabía motivarme. Lo que estaba haciendo, las tareas domésticas, cuidarme un poco, era una cuestión de supervivencia, pero lo que yo necesitaba era vida, no supervivencia. Intenté formularme el problema, y me encontré con una lista enorme de preguntas. ¿Para qué? ¿Por qué? ¿Qué? Y lo peor de todo: ¿quién?
- Creo que no te sigo - interrumpió Enrique.
- Te entiendo - dijo Miguel - A ver cómo te lo explico. ¿Has oído hablar de la pregunta fundamental de la filosofía?
Enrique negó con la cabeza. Estaba bastante confuso.
- Pues es ésta - dijo Miguel - ¿Cómo es que existe alguna cosa?
- Perdona, ¿cómo dices?
- Sí - insistió Miguel - ¿cómo es que hay un universo? ¿Por qué existe algo? ¿Por qué existimos?
- Ya - dijo Enrique - las grandes preguntas. ¿Quienes somos? ¿De dónde venimos? ¿A dónde vamos? ¿Por cuánto dinero nos va a salir la broma?
- Por favor, no te burles - dijo Miguel - Cuando uno se juega lo que yo me jugaba, se agarra a lo que sea, aunque pueda parecer una tontería.
Enrique calló, ligeramente contrito.
- Como te decía - continuó Miguel - al final me quedé con una pregunta más importante que las otras, o al menos eso me pareció. ¿Qué era yo? ¿Quién era yo? No son dos preguntas: es una sola. Y no era eso que se llama una “crisis de identidad”. Eso es más bien que te encuentras metido en un papel que no te va. Lo mío era otra cosa. Que no sabía ni quién era el actor.
“Sabía que sólo había una forma de encontrar la respuesta: un proceso de introspección, de meterme hacia dentro para ver lo que encontraba. Y eso tiene varias etapas, y en cada una descartas algo. Descubres que no eres una sola cosa, sino muchas. Pero que al mismo tiempo, no eres ninguna de ellas. En primer lugar, tienes un cuerpo, pero no eres tu cuerpo. Más bien, si acaso, eres el que se asoma a tus ojos, como quien se asoma a una ventana. Puedes perder una pierna o un brazo, te pueden extirpar el bazo o una parte del estómago, y seguir siendo tú. Fastidiado, pero tú.
“Está lo que has hecho, tu vida, tus actos. Pero podrían haber sido otros. Eso es sólo la obra, no el autor. Y lo que será tu vida a partir de ahora, lo que pasará mañana, de eso no tienes ni idea. Tampoco importa. No eres lo que haces. Eres quien lo hace. Pero ese, ¿quién, qué es? Luego está lo que piensas, lo que se te ocurre, lo que maquinas. Resolver un problema, planificar una estrategia, imaginar. Así es como yo me gano la vida, ya lo sabes. Y más de uno diría que esa es la respuesta: eres lo que piensas. Marco Aurelio, si no recuerdo mal, dijo algo parecido.
“Pero tampoco. Puedes descartar ideas, puedes tener ocurrencias que no sabes de dónde vienen. Sueñas, pero no sueñas lo que quieres. Todo eso te pasa; no lo eres. Eres quien piensa, no lo que piensas. Y por último, está lo que sientes. Por ejemplo, lo que yo siento por Luisa. Y ahí es donde es más difícil que no tropieces y te quedes embarrancado, porque se te hace muy difícil no querer creer que esa es la respuesta. Ponerlo en duda es casi una traición. Pero en el viaje que has emprendido no hay lugar para los reparos.
“Porque llega un momento en que te das cuenta de que sigues un camino hacia dentro. Todo lo que ya has examinado y descartado se ha vuelto plano, y es como si te dirigieses hacia el centro de un disco, que sería toda tu realidad. Pero tú buscas lo esencial, lo central. Y todo lo que has ido encontrando forma parte del disco, más o menos externa, pero nada es la esencia. Porque los sentimientos tampoco lo son. Te pueden arrastrar, se te pueden llevar como el viento se lleva las hojas, pero una vez más, eres quien siente, no lo que sientes.
- Pero - saltó Enrique, nervioso - si quitas el cuerpo, lo que haces, lo que piensas y lo que sientes, ¿qué te queda? Es que no te queda nada.
- Justamente - dijo Miguel - Nada. En el centro del disco, como en los viejos discos de vinilo o en los modernos compactos, lo que hay es un agujero, es decir, un pedazo de nada. Y a medida que te acercas, vas sintiendo miedo de caerte. Esa angustia que Kierkegaard definía como “el vértigo de la libertad”.
Miguel hizo una pausa, y Enrique sintió que debía decir algo. Ya era inquietante que Miguel se hubiese puesto a filosofar. Pero que citase a Kierkegaard era como para dar la alarma.
- La verdad - dijo - me sorprende que aún estés vivo. Con esas ideas, lo más normal es pegarse un tiro, y acabar con todo. ¿Qué me estás diciendo? ¿Que no somos nada, como solía decirse en los entierros?
- No - Miguel tenía un aire condescendiente que empezaba a molestar a Enrique - No es eso. Dirías que es un agujero, que es nada, pero no lo es. Es una puerta, el paso a otra dimensión. Pero eso sólo lo ves cuando estás dentro, o a punto de entrar, claro.
- ¿Quieres decir - preguntó Enrique - que llegaste hasta el agujero?
- Sí, claro. A partir de cierto punto, no puedes pararte. Es como si te absorbiera.
- Y cuando llegas allí, ¿qué pasa? ¿Ves una luz?
- No. No hay ninguna luz. La luz es algo para los ojos, y allí los ojos ya no pintan nada. Lo que pasa cuando llegas es que te caes, aparentemente. Pasan muchas cosas a la vez, y no es nada fácil explicarlas todas, porque pasan todas en un momento. Lo más importante es que no te caes; más bien te zambulles en el infinito. No sabría decírtelo de otra forma. ¿Sabes el miedo a caer? Pues desaparece, porque descubres que tienes alas, y puedes volar. Y al meterte dentro, te llega algo, o algo te pasa, o mejor dicho, te traspasa. Algo como una revelación. Pero no es un conocimiento, ni una percepción, ni siquiera un sentimiento. A lo que más se parece es a una convicción. Encuentras la respuesta que estabas buscando. Y lo curioso es que esa respuesta no es un por qué, ni un quién, ni un qué. Es algo mucho más sencillo, es una afirmación: eres. Existes. Estás vivo. Eres.
“Algo así no se explica, no puede compartirse. Como mucho, se contagia. Ya es increíble que pueda hablar de ello, así que no esperes justificaciones. Es una evidencia, que se defiende sola, y si no la has vivido, no tienes por qué aceptarla. Ni deberías, porque resulta increíble.
La voz de Miguel tenía un timbre especial, como si estuviese emocionado.
- Se te hace evidente que Dios existe, porque tú mismo eres la prueba. ¿Recuerdas la pregunta fundamental, por qué existe algo? La verdad es que no tendría por qué existir, y tú tampoco. Y si existes, sólo puede deberse a algo inconcebiblemente grande, poderoso y magnánimo. No ves a Dios; pero lo sospechas. Y ves que te ha hecho un regalo, el de ser. Te ha regalado a tí mismo. Pero eso es sólo el principio, porque te ha hecho otro aún mayor, más grande que la vida, tan grande que asusta, que no sabes si podrás con él: la libertad. Porque eres, eres libre. Una libertad radical, la causa y la fuente de todas las demás: la libertad de ser. Las otras, la libertad de expresión, de pensamiento, de decisión, de soñar, de amar, no son más que consecuencias. Kierkegaard también decía que “uno” no expresa una cantidad, sino una cualidad. Y eso es lo que te ocurre, que eres “uno”, y por tanto único. Sólo tú puedes vivir tu vida. Y ese es el sentido de la vida: es un recurso más, otro camino, otra potencia del alma, si me permites la pedantería. Las cosas las puedes hacer, las puedes pensar, las puedes sentir. Y además, y aparte de todo eso, las puedes vivir. Es otra historia.
- Por lo que veo - dijo Enrique, con cierto escepticismo - has vuelto. Quiero decir que no te has quedado a vivir allí.
- No es un lugar - dijo Miguel - Y ni siquiera estoy seguro de que sea un estado de ánimo. Sé que todo eso es inútil, en el sentido de que no aporta ningún beneficio tangible. Y algo mucho peor, casi escandaloso: es gratis.
- No estoy tan seguro de que no aporte beneficios - dijo Enrique - Al menos, se te ve más tranquilo. Supongo que ahora que sabes que existe Dios, creerás que tienes un montón de obligaciones morales.
- Sí y no - contestó Miguel - Hombre, me gustaría ser mejor persona de lo que soy, pero ahora no me siento obligado a serlo. Puedo decidir, porque soy libre. No quiero hacerme daño, pero no porque sea inmoral; porque no tiene sentido. Por eso he podido dejar la bebida, y el café.
“No nos engañemos. Cuando te ocurre una cosa así, cambias. Por fuerza. Porque ves que has llegado, mejor, que no te has movido de sitio, que siempre has estado en casa. Puede que no sea el único camino. Yo he llegado a través del yo, pero supongo que otra persona podría llegar a través del tú; de un amor desesperado, por ejemplo. Pero sí es cierto que todo se transforma. No te asusta ya el sufrimiento, porque sufrir también es vivir. Y sabes que no precisas triunfar, que no necesitas mendigar un poquito de felicidad para que tu vida tenga sentido. No te es imprescindible ser feliz, aunque mejor si lo eres. Pero no dejarás de ser porque seas desgraciado.
“Y te das cuenta de que muchas de las cosas enormemente importantes que perseguimos no son más que paparruchas. Muchas, por no decir todas. Ahora, cuando ya he vuelto, si es que he vuelto, a la realidad, veo las cosas de otra forma. ¿Quieres que vuelva? Volveré. Puedo hacerlo, puedo trabajar, concentrarme, rendir diez horas diarias, ser astuto y brillante. ¿Por qué no? Puedo hacer lo que quiera. Pero ya no me puedo creer que motivar a la gente sea importante. Sé y puedo hacerlo, pero no puedo creérmelo. No es tan importante motivarlos. Es mucho mejor dejarlos vivir. No es que lo otro sea malo; es que es tonto. ¿Para qué sirve, bien mirado? Sólo para conseguir dinero o poder; nada que valga la pena.
Enrique tenía una actitud pensativa, como si evaluase la situación. Por fin, dijo:
- ¿Qué crees que opinará Luisa, de todo esto?
- Ya lo sabe - dijo Miguel - Ayer hablé con ella, por teléfono. Querría volver a explicárselo más despacio, teniéndola cerca y viéndola. Pero ya te puedo decir que me apoya. Totalmente.
- Vamos a ver si lo he entendido - dijo Enrique, seriamente - ¿Te parece que exagero si interpreto que has vuelto a nacer?
- En lo más mínimo - dijo Miguel, contento - No se me habría ocurrido expresarlo así, pero me parece muy acertado. Veo que me entiendes.
- Ya lo creo que te entiendo - dijo Enrique, con cierta sequedad - Bueno, no te entretengo más. Me imagino que tendrás un montón de temas que meditar, y yo tengo muchas más cosas que hacer de las que querría. Ya nos veremos, y hasta luego.
- Pero, ¿cómo? - dijo Miguel - ¿Te marchas? ¿No te quedas ni a comer? No soy tan mal cocinero, no te creas.
- No lo dudo, pero no puede ser. Perdóname, pero yo no he llegado aún a la divina indiferencia, y tengo temas realmente urgentes que resolver. No te preocupes por mí; cuando tenga hambre, ya me pararé en algún bar de camioneros para comerme un bocadillo. Ahora, lo que de verdad me urge es volver cuanto antes a la ciudad. Tú estás bien, ya lo he visto, mejor de lo que me esperaba, si te soy franco. Ya veo que no es preciso que me preocupe por tí. Y ¿qué quieres? Hay dos mil cosas más a las que tengo que dedicarme. No te preocupes, te comprendo. Cualquier día que tenga cinco minutos libres, yo también me dedicaré a buscar el centro del disco, y a caerme por él. Pero ahora mismo no tengo tiempo. Lo siento. Tengo que irme.
Enrique se puso en pie. Miguel parecía abrumado y desconcertado. Dijo:
- Pero...
- Tranquilo - cortó Enrique - No te preocupes. Hasta otra.
Se encaminó hacia la puerta, seguido por un Miguel cabizbajo que debía estar preguntándose si había o no conseguido transmitir el mensaje. Se dieron la mano mecánicamente, Enrique salió, y al verse fuera, respiró profundamente y empezó a bajar los escalones en dirección al coche.
Estaba acostumbrado a pensar deprisa, y una vez más le fue muy útil. Miguel había vuelto a nacer, es decir, se había convertido en un niño: un personaje irresponsable, ingenuo y sin preparación. Además, había manifestado una olímpica indiferencia hacia el poder, e incluso hacia el dinero. Y ¿cómo te puedes fiar de quien no puedes comprar? Siempre será más fiel a sus ideales que a tí. Enrique meditó el tiempo de bajar dos escalones más, y tomó su decisión.
No esperó a llegar a la ciudad, ni siquiera al pueblo. Llamó desde su coche con el teléfono móvil. Habló con Luisa, con la empresa, y con un famoso siquiatra al que conocía personalmente. Cuando puso en marcha el motor, las cartas ya estaban echadas. En el curso de pocos días, Miguel estaría internado en una clínica para enfermos mentales. Era lo mejor para la empresa, para la familia, para él mismo. Alguien como Miguel, tal como estaba, no servía para el sistema.
Ya se veía venir, pensó. Alguien que pasa tanto tiempo solo, acaba por volverse loco.
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