Gilles de Retz
Esa paradoja de la bondad y la maldad coexisstiendo en una misma persona es muy clara en el caso de Gilles de Retz. Fué lugarteniente de Juana de Arco, y acabó siendo juzgado por culto al Demonio, y especialmente por el sacrificio de varios niños. ¿Qué lleva a alguien de uno a otro extremo? Esa fué la pregunta que me hice, y a la que intenté responder.
GILLES DE RETZ
Dios había fallado. La doncella de Orleans, la “Pucelle”, ya no era más que un puñado de cenizas aventadas. Y el mal, es decir, los ingleses, se enseñoreaba del mundo. Por lo que él sabía, era más que probable que a la larga, siglos adelante, aquella mentalidad estrecha, pragmática y a ras de suelo, como una lombriz, dominase el mundo. Lo que hay es lo que vale. No es que lo desaprobase; era verdad, pero no era toda la verdad. Las raíces, que se hunden en el estiércol, son ciertas, pero no lo son todo. Quien niega las raíces, niega la planta. Pero quien niega la flor, hace exactamente lo mismo.
Eso es lo que somos, puñados de estiércol, capaces de alumbrar una flor. Como aquella Juana que el viento se había llevado, convertida en cenizas y remordimiento, símbolo a la vez de lo mejor y lo peor que somos. La vida jamás volvería a ser bella, y mucho menos fácil. Nada es fácil, para quien ha conocido a una santa. Hubo un momento, cuando la tímida llama prendió en los haces de leña, en que le habría gustado estar atado con ella al mismo poste. Quemarse juntos, ¡qué felicidad! Ser parte de la ceniza que se esparce por los campos, el día siguiente a Todos los Santos.
Pero el destino es extraño, siempre cruel, como corresponde a la escuela de las equivocaciones. Juana de Arco estaba muerta, y el orden, el orden de ellos, y la justicia, la de ellos, imperaban en el mundo. Todo era política, a fin de cuentas. Para que los campos den fruto, es preciso el estiércol. Pero el estiércol de la política olía mucho peor, y parecía más podrido.
En todas estas cosas meditaba Gilles, retirado de la vida pública y recluído en sus tierras. Día a día, la carga de las preocupaciones mundanas se le hacía más pesada. Y ciertas ideas, frases oídas aquí y allá, lo empujaban al desconcierto. Especialmente aquellas que negaban las grandes palabras y las reducían a montones de hechos minúsculos y prosaicos. No existía el amor: sólo un momentáneo arrebato físico, y luego, la penitencia de tener que cargar con los hijos. El cielo estaba vacío, y no existía Dios: sólo una serie de supersticiones para aquellos que quisieran engañarse. No existía el tiempo, ni la historia; sólo una sucesión de días más o menos iguales y de luchas sin sentido. Gilles no era lo bastante agudo para deducir que según esa mentalidad era fácil deducir que no existía la lengua, sino sólo el alfabeto, y que probablemente, eran los árboles los que al moverse provocaban el viento.
Era preciso algo, alguna forma de olvidar, de embotarse, de conseguir alivio. Pero no la inconsciencia fugaz de la borrachera; algo más duradero, más cotidiano. Era precisa una puerta que poder cerrar al mundo, a la realidad.
Pero no podían ser, por ejemplo, unos brazos de mujer. Porque él sabía, mejor que muchos otros, el valor de esas criaturas. Porque había llegado a aprender, como lugarteniente, que por grandes que fuesen el valor y la determinación de Juana, lo más extraordinario de ella era lo que tenía de corriente, su simple y compleja condición de mujer. Y algo en su interior lo hacía disentir, lo obligaba a rebelarse contra la forma en que el mundo las trataba. No podía cambiarlo; pero no pensaba colaborar.
Pero si Dios no era suficiente, entonces, ¿qué quedaba? Las gentes del sur, años atrás, habían llegado a creer que Jesucristo no podía ser divino, porque hay una división insalvable, una oposición irreductible entre el cielo y la tierra, la carne y el espíritu, Dios y el hombre. Mientras estemos aquí, vivos y cargados de dudas y necesidades, Dios no puede ser más que una aspiración, un sueño que tal vez algún día tengamos derecho a soñar.
No cabía duda de que el señor de este mundo era otro. Las humanas pasiones, la pereza, la estupidez y el egoísmo no bastaban para explicar tanto mal y tanto dolor. Los ejércitos derrochaban la valentía y la disciplina de miles de buenas personas para crear destrucción y muerte. Los poderosos pervertían la confianza de sus súbditos para su propio provecho. No, no era Dios el que hacía todo eso; otra mano movía los hilos. Y si era así, lo único razonable era congraciarse con ese otro poder.
Un buen día, un grupo de campesinos se presentó en el castillo, pidiendo verle. Traían a un individuo maniatado, y se mantenían a distancia de él, empujándolo con los tridentes con que trasteaban la paja y el heno. Los acompañaba un párroco, un personaje rechoncho y cazurro, sin demasiado aspecto de religioso.
- Señor – dijo, con una reverencia – os traemos a este hereje, este brujo, para que lo entreguéis a manos de la Inquisición.
- ¿Qué ha hecho? – preguntó Gilles.
- Adora al demonio, señor – dijo el párroco, santiguándose.
- Sea. Dejadlo aquí, y volved a vuestras casas. Yo me ocuparé de él.
- Tened cuidado, señor – dijo el párroco – No sabemos qué poderes puede haberle dado el diablo.
- Por lo que veo – dijo Gilles – no le ha dado el de escaparse. No temáis, yo me cuidaré del asunto.
El grupo de campesinos estaba deseando marcharse, pero el párroco los retuvo hasta que aparecieron dos fornidos guardias para custodiar al prisionero.
- Llevadlo a la mazmorra – dijo Gilles – Luego iré a hablar con él.
Al quedarse solo, Gilles se puso a meditar sobre el prisionero. No tenía la menor intención de dar por buenas las palabras del párroco y entregarlo sin más a la Inquisición. No se fiaba de ella, y tampoco del cura. ¿No había sido esa misma Inquisición la que había condenado a Juana como hereje? ¿No había sido un obispo quien había pronunciado la sentencia? No podía haber dos Dioses, el que había hablado a aquella jovencita de diecisiete años, y el de los curas. Uno de los dos debía ser falso, y todas las evidencias apuntaban a que lo era el segundo.
Cierto, tenían libros y leyes y dogmas, y mucha costumbre y rutina a su favor, aunque les faltase vida y generosidad. Y era realmente comprensible que los pobres siervos, con una vida aún más mísera y chata, los aceptasen como sabios. Pero no Gilles. Él había seguido a una doncella, había combatido, luchado a sus órdenes, y había visto con sus propios ojos, de forma inequívoca, cómo una mujer puede ser más valiente que un hombre. Porque las mujeres, que a menudo son valerosas, jamás lo son a título propio, como los hombres. No, ellas siempre tienen una excusa, un pretexto. Y da lo mismo que sea Dios, los hijos, la familia, la justicia o los pobres. Recatadas y terribles, dicen que no son y no valen nada, para ser nada menos que el vehículo de toda la furia del descontento y la reivindicación humana. Y para confundir aún más a los necios, suelen comentar que habrían sido más felices de no haber tenido que embarcarse en semejantes aventuras.
Gilles, superviviente, luego traidor, algo le debía a Juana. Como mínimo, ser el hombre que por una vez intenta ser tan valiente como una mujer. Dejar de lado toda la vanidad y los honores y afrontar una misión ingrata, peligrosa y posiblemente infructífera. Debía ahora luchar contra el Dios acomodaticio, egoísta y mezquino de la Iglesia. Aunque para hacerlo tuviera que combatir al lado de las huestes del Maligno. Y aquí entraba en juego el presunto hechicero. Gilles no se hacía ilusiones: lo más probable era que se tratase de un pobre loco, o tal vez un individuo huraño y excéntrico que sólo por el hecho de ser raro ya era considerado maldito.
La mazmorra estaba oscura y húmeda. El clima de Picardía tiene fama de ser mejor para las rosas que para los humanos. El carcelero se abandonaba a un sueño ligero, interrumpido por el corretear de los ratones. A Gilles no lo arredraba aquello. Él conocía el gusto de la sangre y el polvo, y el acre olor de aquella nueva mezcla que ardía súbitamente, y a la que llamaban pólvora. La mazmorra, a fin de cuentas, no olía peor que las cloacas del castillo, o los campos acabados de abonar. Estiércol, una vez más. Se hizo abrir la puerta y pidió que lo dejasen a solas con el prisionero. Antes de hablarle, lo examinó a la luz de las antorchas. Era un personaje delgado, casi enclenque, de largos cabellos, cara escurridiza y mirada enfebrecida.
- Así pues, adoras al demonio – dijo.
Una rápida mirada del prisionero, para apartar la vista inmediatamente y seguir removiendo nerviosamente la paja que cubría el suelo.
- Sí – fue la casi inaudible respuesta.
- Y, ¿qué dice el demonio?
- No querréis oirlo – respondió, lacónico, el prisionero – Y a mí no me conviene decirlo.
- No temas. No pienso decírselo a nadie.
El prisionero clavó sus ojos, demasiado brillanetes para ser lúcidos, en él. Era casi seguro, aquel desgraciado no era más que un loco.
- Dice – empezó – que el mejor de los tiempos ya ha pasado, pero que lo peor aún está por venir. Que a Dios lo han comprado los ricos. Que Jesucristo murió por los curas, los que pagan el diezmo, los que no se quejan. Los señores no lo necesitan. Los pobres no tienen con qué pagarlo. Eso es lo que dice.
Súbito silencio. Luego:
- Cuando yo era niño, en mi pueblo, había un zagal como yo, que se dedicaba a cazar pájaros. Les tendía trampas, hervía muérdago y acebo para hacer una liga que untaba en las ramas de los árboles, construía jaulas de caña. Cuando atrapaba un pinzón o un cardenal, los cegaba con una aguja ardiendo para que cantasen mejor. Y los vendía en el mercado, cada viernes. Un buen día, el párroco acertó a fijarse en él. Yo no sé lo que tendría en su contra. Tal vez su madre, guapa mujer, pero deslenguada, no le había tenido toda la consideración que creía merecer. El caso es que lo increpó de mala manera, le dijo que quién se había creído que era, para tratar así a las criaturas de Dios.
“El párroco se hacía matar cada semana un cabritillo bien tierno, que no debía ser ninguna criatura de Dios. Y en Cuaresma, se hacía traer pescado de lejos, abadejo y otras salazones, para cumplir la abstinencia. Pero claro, aquellos peces tampoco eran criaturas de Dios. Yo lo sabía, yo estaba allí, yo lo ví. El párroco estaba demasiado gordo para hacerle daño al muchacho, él se le habría escapado en cuatro saltos. Por eso habló con el señor, y una noche, sus criados fueron a sacarlo de la cama, se lo llevaron al bosque y le dieron una paliza, para que escarmentase.
“Estuvo tres semanas sin poder levantarse. Y cuando lo hizo, le quedó un raro temblor en la cabeza, y en la mano izquierda, como el que a veces tienen los ancianos. Una de las piernas le quedó tiesa. Murió un año más tarde.
El prisionero calló. Gilles meditaba.
- Enséñame – dijo finalmente.
El resto es historia. Dos años más tarde, Gilles de Retz fue finalmente descubierto y juzgado, ante un tribunal civil y otro religioso, por el secuestro y la muerte de más de veinte niños, al parecer en el acto de ofrecer sacrificios humanos al Maligno. La Inquisición le aplicó la máxima pena que le permitía la ley: la excomunión. El poder civil lo encontró culpable de asesinato y lo condenó a muerte. En la hoguera. En vísperas de su ejecución, y a la vista de las pruebas de sincero arrepentimiento que había dado el reo, le fue retirado el interdicto y fue admitido nuevamente en el seno de la Iglesia. El poder civil continuó con la ejecución de la sentencia, y Gilles de Retz, lugarteniente de Juana de Arco, fue finalmente quemado en la hoguera.
A Dios le debió molestar el humo. Casi tanto como el de aquel otro día, en Ruan, cuando se quemó a una doncella de diecinueve años.
Al menos, eso espero.