El cuento de hoy tiene como protagonista a Kafka, y lógicamente, resulta un tanto kafkiano. La trama se basa en parte en uno de sus cuentos más conocidos, "Ante la ley", y usa su recurso más habitual: ir postergando el nudo principal indefinidamente. Todo ello mezclado con una cierta ironía sobre Internet (sin llamarlo así, desde luego).
Creo llegado el momento de anunciar que estoy pensando en clausurar este blog, no sé si de forma temporal o definitiva. El motivo principal es que a este ritmo, pronto me voy a quedar sin material para publicar. Me quedan bastantes cuentos, pero a mi juicio no tienen el nivel necesario para publicarlos sin avergonzarme. De todas formas, no srá hoy, ni de forma inmediata. Se acerca la Navidad, y tengo ya preparado el cuento de Navidad que pienso publicar. Esa será mi despedida, pero antes de que llegue, aquí va otro cuento.
LA PUERTA
A aquel que en vida fué Franz Joseph Kafka, le llegó su hora un buen día, como a todo el mundo. Inmediatamente después del tránsito, se encontró ante las escalinatas que daban acceso a un edificio grande y solemne. Muy lejos, allá arriba, al lado de la puerta, divisó a una especie de conserje, altivo y uniformado como un mariscal. Subió pausadamente la escalinata, al fin y al cabo no tenía ninguna prisa, y se encaminó hacia él. El conserje le dirigió una mirada inquisitiva, sin abrir la boca.
- Acabo de llegar - dijo Kafka.
El conserje asintió, y con un vago gesto de la mano señaló una de las grandes puertas de bronce, entreabiertas. Una vez cumplida su misión, volvió a dirigir su mirada a lo lejos, con expresión ausente. Kafka se acercó a la puerta y la flanqueó, entrando en una espaciosa sala. Unas gigantescas columnas partían del suelo enmarmolado y subían hasta perderse en la penumbra de una bóveda altísima. A cada lado de la sala había unos altos mostradores. No se veía ni se oía a nadie. Kafka se acercó hasta uno de los mostradores, y al asomarse, pudo ver a alguien sentado en una mesa, escribiendo en un grueso libro. Tenía la sensación de haber entrado en un banco. Carraspeó ligeramente, para llamar la atención del hombre. El otro levantó la vista del libro, le echó una mirada y dijo:
- Un momento - y volvió a sumergirse en el libro.
Por lo visto, había que esperar. No era en absoluto como él había imaginado. Sus padres lo habían instruído en la fe judía, y él creía en una vida después de la muerte, en la que ya no habría sufrimientos y serían premiadas las buenas obras. Pero no había supuesto que tuviese un aire tan oficial, tan burocrático. Tal vez era preciso que fuese así. Debía ser necesaria una cierta organización. Al fin y al cabo, allí se gestionaba el destino de millones de almas.
El funcionario seguía escribiendo, como si nadie lo esperase. Al parecer, allí sobraba el tiempo, de igual manera que las dimensiones de la sala sugerían que allí sobraba el espacio. El leve rascar de la pluma sobre el papel era lo único que se oía. Hacía algo de fresco. No un frío intenso, pero sí lo suficiente para ocasionar una ligera incomodidad. El suelo de mármol, el enorme espacio, la penumbra, la bóveda altísima, configuraban un ambiente imposible de calentar hasta una temperatura confortable. Kafka paseó su mirada por la estancia, y le pareció que el mostrador del otro lado de la sala estaba cada vez más lejos. ¿Era aquello, el cielo? ¿Un enorme espacio vacío? ¿Acaso todos los sacrificios, los remordimientos, los impulsos idealistas, los sentimientos de culpabilidad, las lágrimas y las risas estaban condenadas a volverse amarillentas hojas de papel abandonadas en una oficina polvorienta?
- Dígame, ¿qué desea?
Kafka se sobresaltó. El funcionario había acabado de escribir, cerrado el libro, y se había acercado hasta el mostrador sin que él lo oyese. Y ahora estaba allí mismo, con su cara inexpresiva, mirándolo a través de unas gafas intencionadamente pequeñas, como para minimizar su problema de vista.
- Acabo de llegar.
- ¿Usted solo? ¿Ha perdido a su grupo?
- Sí, vengo solo. No he visto a ningún grupo.
- Pero no puede ser. Todo el mundo viene aquí en grupos, y los dirige un supervisor. No puede usted presentarse aquí de esa forma, solo, sin grupo, sin supervisor, sin lista de verificación, sin nada.
- Perdone.
- O sea, que no tiene usted grupo - insistió el funcionario, contrariado - Bien, espere aquí, voy a consultar.
El hombrecillo dió media vuelta y se dirigió hacia el fondo de la sala, perdiéndose en la oscuridad, mientras el clip-clap de sus pasos se iba debilitando cada vez más. Unos momentos más tarde, los pasos volvieron a oírse, y el hombrecillo reapareció, acompañado de un individuo más alto y joven que él, y de aspecto decidido. Ambos se acercaron al mostrador, y el más joven se dirigió a Kafka:
- Me dicen que ha llegado aquí sin grupo.
- Sí.
- Verá usted - dijo el joven, con aire paciente - eso no es posible. Aquí no llega nadie como usted, quiero decir por su cuenta. Las cosas no se pueden hacer así. Es por el bien de todos, ¿comprende? Hay que seguir las normas. A la entrada se les organiza por grupos, se les asigna un supervisor, y se comprueba que no falte nadie, con la lista de verificación. Comprendo que a usted le dé reparo decírmelo, pero seguro que estaba usted, digamos, algo aturdido, y ha perdido a su grupo.
- Supongo - dijo Kafka, resignado.
El joven pareció aliviado.
- Eso es otra cosa. No se preocupe, no ocurre nada. Lo encontraremos a usted enseguida. Será cosa de un momento.
Se volvió hacia el hombrecillo de las gafas y le preguntó:
- ¿Han entregado ya las listas de hoy?
- Sí.
- ¿Alguna incidencia?
- No.
- ¿Está usted seguro?
- Sí.
- Muy bien. Entonces habrá que verificarlo. Y si no da resultado, tendremos que buscarlo.
El hombrecillo de las gafas pareció alarmado. El joven bajó un poco la voz y le dijo:
- Ya sé que le cuesta a usted, que está acostumbrado a trabajar con papeles, y tomos, y esas cosas. Pero ya sabe usted que hace años que desterramos todo eso, y que debemos usar el nuevo sistema. Es mucho más cómodo, cuando uno se ha acostumbrado. Además, hay una recomendación expresa del jefe para que lo hagamos así.
El hombrecillo asintió y se inclinó tras el mostrador, desapareciendo de la vista. Se oyeron algunos clics y una especie de zumbido, mientras el joven le decía a Kafka:
- Hace años que no trabajamos con papeles. Ahora lo tenemos todo archivado en Celesnet. Es... bueno, no sé cómo explicárselo. Pero es muy cómodo, la verdad. Y rápido.
El hombrecillo oculto estaba diciendo algo, en medio de un golpeteo de clics y bips. El joven volvió la cabeza y dijo:
- ¿Qué dice usted? ¿Nada? Bueno, entonces tendremos que buscarlo. Apártese usted, ya lo haré yo.
Iba a inclinarse, cuando una súbita idea lo hizo volver la vista hacia Kafka, diciéndole:
- ¿Le gustaría verlo?
Kafka asintió, por cortesía. El joven, satisfecho, levantó una parte del mostrador, que hacía las veces de tapa, y abrió una portezuela que Kafka no había sabido ver. Al otro lado, una repisa continua servía de mesa, y en ella se veía una caja con una ventana luminosa, y una especie de tablilla llena de botones cuadrados con letras y números, que a Kafka le recordó el teclado de un acordeón.
- Esto es Celesnet. Bueno, no exactamente. Más bien, una de sus puertas. Permítame.
El hombrecillo se levantó del taburete en el que estaba sentado, para cederle el puesto al joven.
- ¿Cuál es su apellido? - preguntó el joven, apoyando las manos sobre el teclado.
- Kafka.
- ¿Con dos ka?
- Sí.
- ¿Y su ciudad?
- Praga.
- Bonita ciudad, según me han dicho. Vamos a ver.
El joven empezó a pulsar los botones del teclado, pero en vez de oírse música, como esperaba Kafka, resonó una vez más el repiqueteo de clics que había oído antes. Al mismo tiempo, en la ventana luminosa empezó a aparecer una serie de letras que formaban una frase incomprensible:
http:@www.com/austrohun/praha/kafka
Al finalizar la frase, el joven golpeó más que pulsó uno de los botones, y al cabo de un momento, en la ventana apareció un recuadro con la frase “No hay datos”. El joven parpadeó, perplejo, para acabar diciendo:
- Bueno, está muy claro. Usted no existe.
Kafka no pudo reprimir una sonrisa, mientras decía:
- El caso es que estoy aquí.
El joven pareció reaccionar:
- Por supuesto, por supuesto. Lo que quiero decir es que no hay datos, o sea, no está usted registrado, así que no podemos asignarle un destino. Sé que es muy enojoso, y creame que lo siento. Estamos muy orgullosos de nuestra eficiencia, y no entiendo qué ha podido pasar.
- Algo se podrá hacer, supongo - dijo Kafka.
- Verá usted, yo no puedo asumir esa responsabilidad, no estoy autorizado. ¿No podría usted...? No, claro, en la puerta no lo dejarían salir. La verdad, todo esto es muy fastidioso, muy fastidioso.
El joven reflexionó unos instantes. El hombrecillo de las gafas parecía abrumado ante aquella aberración burocrática: alguien que no estaba registrado, y por tanto no existía, y sin embargo, tenía la desfachatez de presentarse allí, creando problemas. Por fin, el joven dijo, con aire resignado:
- Me temo que no voy a tener más remedio que consultarlo con mis superiores.
Hizo una pausa, esperando que Kafka supiese apreciar la magnitud y trascendencia de la situación.
- Espere usted aquí. Volveré enseguida.
El joven se dirigió con pasos rápidos hacia el fondo de la sala, perdiéndose en la penumbra. El hombrecillo volvió a levantar la tapa del mostrador y abrió la portezuela, dando a entender que Kafka no estaba autorizado, y por consiguiente, debía situarse fuera del mostrador. En cuanto lo vió al otro lado, el hombrecillo adoptó un aire menos inquieto. Para él, estaba muy claro: el culpable de aquel problema era Kafka, no el sistema, porque el sistema no podía fallar.
- ¿De verdad se llama usted Kafka, con dos ka? - preguntó.
- Sí.
El hombrecillo tamborileó con los dedos sobre el mostrador.
- En buen lío nos ha metido usted, buen hombre. Sólo espero que la cosa no pase a mayores. Claro, ustedes no se dan cuenta, no tienen idea de lo que representa toda esta organización, de cómo funciona, y se presentan aquí por las buenas, sin grupo, sin lista, sin supervisor, como si no hubiera reglas. Pues las hay, entérese usted. Hay reglas, y normas, y procedimientos. Y hay que seguirlas. ¿Sabe usted qué pasaría si todos nos saltásemos las reglas? Que esto sería un caos. Un caos.
Kafka decidió que no estaba dispuesto a dejarse intimidar por un subalterno, y respondió:
- ¿Cree usted que yo la he buscado, esta situación? ¿Cree que he podido escoger siquiera si venía aquí? Le aseguro a usted que estaría mucho mejor en mi casa, en Praga, que aquí, perdiendo el tiempo con unos desorganizados que han perdido mis papeles.
El hombrecillo templó algo su tono:
- Perdone, no quería ser brusco. Ya sé que no tenía usted mala intención. Pero es que no se hace usted cargo. Aquí no hemos perdido sus papeles, y no tiene usted ningún derecho a llamarnos desorganizados. La sola idea es para echarse a reir. No le diré a usted que un papel no pueda perderse, pero aquí ya no trabajamos con papeles, y en Celesnet no puede perderse nada.
El hombrecillo iba a decir algo más, pero en ese momento se oyó el ruido de unos pasos que se acercaban, y volvió a adoptar una postura oficial. Los pasos eran del joven, que venía acompañado de un hombre corpulento y calvo. Al llegar ante Kafka, el joven dijo:
- Le presento al señor F., mi superior. Éste es el señor K.
A Kafka le resultó familiar que usasen abreviaturas para los nombres; él mismo había utilizado ese recurso en sus historias, aquellas historias que jamás leería nadie. El señor F. estaba diciendo:
- Es un lamentable incidente lo que ocurre con usted, señor K. Creame que lo lamento. Por lo visto - y lanzó una mirada de desaprobación al joven - nuestra organización no es tan perfecta como creíamos. No conseguimos encontrarlo; sus datos no están donde deberían. No quiero aventurar hipótesis, pero es muy posible que estén mal archivados. Yo le ruego a usted que tenga un poco de paciencia, y ya verá usted como acabamos por encontrarlo.
Se notaba una cierta impaciencia en su voz; el joven la percibió también, apresurándose a situarse ante el teclado. El señor F., más tranquilo, le confesó a Kafka:
- Verá usted, para nosotros es en cierta manera un problema, que ocurran casos como éste. Ya sabe usted, las risitas, las bromitas, los cuchicheos. “En la puerta doce han perdido a uno”. No quiero decir que haya mala intención, eso no, pero estas cosas se saben, y crean una mala imagen, y eso nos perjudica. Si suceden a menudo, entonces empieza a ocurrir que las solicitudes de más recursos o de más personal se retrasan, los ascensos tardan mucho más en llegar, los inspectores aparecen cada dos por tres en visitas sorpresa. En fin, no quiero aburrirle a usted con nuestras preocupaciones. Sólo espero que esto no llegue a oídos del señor D.
El joven estaba diciendo algo, y el señor F. se inclinó, desapareciendo tras el mostrador. Kafka interrogó al hombrecillo:
- ¿El señor D?
- El jefe - le respondió en voz muy baja, como si nombrase una enfermedad.
El señor F. reapareció, y le dijo al hombrecillo:
- Vaya usted a buscar a Kurtz.
Mientras el otro se alejaba hacia la puerta, el señor F. dijo:
- Al parecer, esto puede llevar algún tiempo. Y debe estar usted cansado. Por desgracia, no tenemos aquí sillas para los visitantes; no suelen estar aquí más que unos pocos minutos. De todas formas, procuraremos que esté usted lo más cómodo posible.
El hombrecillo regresaba, acompañado del conserje. Éste llevaba la gorra en la mano y caminaba con paso irregular, como si sus grandes zancadas no bastasen para seguir los pasos menudos y rápidos del hombrecillo, y se viese obligado a intentar una carrerilla para alcanzarlo. Parecía más pequeño y mucho menos solemne, sin la gorra. Al llegar ante el señor F. esbozó una inclinación a modo de saludo.
- Oiga usted, Kurtz - dijo el señor F - quisiera pedirle un favor. El señor K., bien, digamos que se ve obligado a pasar un corto tiempo con nosotros, y yo quería pedirle a usted si pudiera ofrecerle acomodo en su casa. Es un caso de cortesía, ya se hace usted cargo.
- Desde luego - dijo Kurtz - lo que usted diga, señor F. Para mí será un honor. Lo que usted mande.
Subrayó cada una de las frases con una inclinación, como si estuviera haciendo reverencias. El señor F. se dirigió a Kafka:
- Vaya usted con él. En cuanto hayamos resuelto su caso, vendremos a avisarle.
- Si puedo ayudar... - sugirió Kafka.
- Nada, no se preocupe. Tenemos el tema totalmente controlado. Ande, vaya usted, que podrá descansar y refrescarse un poco.
Kurtz le sonreía, aún inclinado. Kafka se encogió de hombros y se encaminó con él a la puerta. Al salir al exterior, la luz casi lo deslumbró. Sin embargo, él recordaba un cielo gris a su llegada. Debía ser por la penumbra de la sala. Kurtz señaló con la gorra hacia el pie de las escaleras y dijo:
- Es allí, señor K.
Kafka descubrió entonces un jardincillo que no había visto antes. Casi oculta bajo un árbol, entre los arbustos, se adivinaban más que se veían las paredes de una casita. El corpulento Kurtz bajaba las escaleras torpemente, como un oso, y Kafka pensó que había sido absurdo al dejarse impresionar por su aspecto. Al llegar a la puerta de la casita, Kurtz la abrió y lo hizo entrar, mientras gritaba por encima de su hombro:
- ¡Elsa! ¡Elsa!
A los gritos, acudió una mujer de mediana edad, cuyos cabellos rubios empezaban a volverse grises. Mientras se secaba las manos en el delantal, miró a los dos con unos ojos muy azules. Al ver a un desconocido, saludó con una inclinación, e interrogó a Kurtz con el gesto.
- Este es el señor K. - dijo Kurtz - Por lo visto, tiene que esperar un tiempo, y me han pedido que lo tengamos con nosotros.
Elsa asintió, y despidió a Kurtz con un gesto. Tomó a Kafka del brazo y lo encaminó a una de las sillas que bordeaban una mesa, en el centro de la estancia. Kafka se sentó, y Elsa hizo lo mismo. Se daba cuenta ahora de que estaba cansado.
- Dígame, señor K - preguntó ella, amablemente - ¿sabe si va a tener que esperar mucho?
- No lo sé. No encuentran mis datos, y no sé el tiempo que les puede llevar.
La mujer asintió, y dijo:
- Entonces, decidido. Se quedará usted a comer con nosotros. Tenemos salchichas, con col y patatas, claro. Le gustan a usted, ¿verdad?
- Pues sí, muchas gracias, pero no sé si estaré aquí para entonces.
- Oh, sí que estará - dijo ella, sonriendo - No conoce usted a los de ahí adentro. Son capaces de tardar todo el día en decidirse a hacer algo que no les llevaría más de cinco minutos.
Se levantó y dijo:
- Usted me perdonará, pero yo tengo cosas que atender en la cocina.
Kafka asintió, y se quedó solo, sentado a la mesa. Pensó una vez más que estaba cansado. Bien mirado, la situación no era tan mala. Aquella buena gente lo había acogido, y le darían de comer. Tarde o temprano, su nombre aparecería en los archivos, y lo dejarían pasar. Insensiblemente, el cansancio lo fué venciendo, y se puso a dormitar.
Lo despertó un ruido de platos. Elsa estaba poniendo la mesa. La miró con un cierto susto, y ella le sonrió.
- Se ha quedado usted dormido. No se preocupe. Dentro de un momento vendrá Kurtz.
Y así fué. Al cabo de un rato, entró Kurtz por la puerta, colgó la gorra de un gancho en la pared y empezó a desabotonarse la casaca. Debajo vestía una raída camisa, y unos pantalones sujetos con tirantes. Sin uniforme, no sólo parecía más pequeño, sino también más viejo y cansado.
- Seguro que no esperaba usted una situación así, señor K - le dijo Kurtz durante el almuerzo.
- No, bueno... es decir, una vez se me ocurrió algo parecido.
- ¿Cómo fué eso? - preguntó Elsa.
- Bien, el caso es que yo me inventaba historias, para distraerme, y las escribía.
- Así, era usted escritor - dijo Kurtz.
- No, no, jamás publiqué nada. Y mis historias se las dí antes de morir a un amigo, que se comprometió a destruirlas.
- Tal vez no lo haya hecho. Tal vez sea usted famoso, ahora - dijo Elsa.
- No lo creo. El caso es que, en una de mis historias, un hombre llega ante la puerta de la Ley, y se encuentra con un temible guardián que le impide el paso. El guardián le previene de que él es sólo el primero de una serie de centinelas, más y más terribles. Las súplicas del hombre son en vano, y decide esperar. Consume su vida en esa espera infructuosa. A punto de morir, le pregunta al guardián cómo es que en todos esos años nadie más ha intentado entrar. El guardián le responde: “Ésta era tu puerta, y nadie más que tú podía entrar. Ahora ya puedo cerrarla.”
Hubo unos instantes de silencio, antes de que Elsa se atreviera a decir, cautelosa:
- Es una historia absurda, me parece.
Kurtz le lanzó una mirada irritada y dijo:
- Tan absurda como que una mujer le diga que no al único hombre que de verdad le gusta.
A Kafka le pareció oir el eco de un lejano reproche en la voz de Kurtz, pero no quiso reparar en ello. Aquellas eran otras vidas, otros sentimientos, otros rencores, y él era sólo un invitado, que estaba allí por pura cortesía.
Después de comer, Elsa se sentó a la mesa del comedor, a desgranar guisantes. Sus manos ajadas recogían las vainas de un barreño que tenía en la falda, las oprimía ligeramente con las yemas en un extremo, para abrirlas, y con el pulgar arrancaba los granos, que caían repiqueteando en una olla. La vaina, ya vacía, iba a parar a un cubo de zinc que tenía al lado de la silla. A Kafka le recordó a su madre. Elsa dijo:
- ¿Sabe usted? Estamos muy bien aquí. Esta es la casa en la que yo siempre había soñado vivir. Yo vivía en Berlín, ¿sabe?, en una pequeña calle, lejos de todas partes. Vivíamos en los bajos, en un semisótano, y debíamos tener la luz encendida casi siempre, salvo algunas horas en verano. Si uno abría la ventana, casi una claraboya, entraba el olor a estiércol de caballo. Y de vez en cuando veíamos alguna cucaracha.
Kafka se dió cuenta de que estaba sonriendo cuando oyó la voz de Elsa que preguntaba:
- ¿Qué le ocurre? ¿Acaso recuerda otra de sus historias?
Kafka, mecánicamente, dijo:
- “Una mañana, al despertarse, Joseph K. se encontró convertido en cucaracha”. A esa historia la llamé “Metamorfosis”.
- Eso es griego, ¿verdad? - dijo Elsa - Algo con tantas vocales, y que suena tan bien aunque signifique algo horrible, sólo puede ser griego.
- Sí, es griego. Quiere decir “cambio de forma”.
- ¿Cómo se le ocurrió, esa historia?
Kafka se encogió de hombros. Elsa volvió a preguntar:
- Es usted judío, ¿verdad?
- ¿Cómo lo ha sabido? - preguntó Kafka, sorprendido.
- No sé. A lo mejor, es porque mi padre era muy severo y estricto, y no es tan diferente ser hijo de un gran padre y ser hijo de un gran pueblo, del pueblo elegido. Siempre te da más miedo lo que dirán los tuyos que lo que dirán los demás. Nunca eres lo bastante recto, lo bastante puro, lo bastante desinteresado. Y si lo eres, no has hecho más que cumplir con tu deber, y eso no merece elogios.
“Tarde o temprano, uno se plantea si vale mucho más que una cucaracha, que sólo intenta sobrevivir y que no la aplaste un zapato. Y se pregunta si no habría otras formas de vivir, de ser persona. Uno no necesita el desprecio de los demás; ya tiene bastante con el de los suyos.
- No siempre te desprecian - dijo Kafka.
- Entonces es peor - replicó Elsa - Te venden su amor, que puede ser más pesado que una condena. Te obligan a no ser más grande de lo que ellos puedan entender. Y a veces, eso es muy poco.
Elsa bajó la cabeza y contempló detenidamente el barreño, ya casi vacío. A Kafka le pareció que hipaba, pero no podía estar seguro. Sonó un golpe en la puerta. Elsa levantó una punta del delantal para enjugarse los ojos. La puerta se abrió con lentitud, y asomó la cabeza del señor F., que dijo:
- ¿Señor K.?
Kafka respondió:
- Sí.
El señor F., cautelosamente, entró en el comedor. Al encontrarse ante Kafka, se irguió y dijo:
- Todo resuelto. Ya lo hemos encontrado.
Kafka se puso en pie, con tanta presteza que tuvo un ligero vahido. No importaba. Todo estaba arreglado. El señor F. decía:
- Jamás se le ocurriría imaginar dónde lo hemos encontrado.
Le pasó el brazo sobre los hombros, lo encaminó hacia la puerta, salieron. Entonces, Elsa dijo:
- En “cucarachas” - pero ya nadie la oyó.
Kafka entró nuevamente en la gran sala, y divisó al hombrecillo y al joven, que tenía un aire satisfecho.
- Venga usted, venga. Tiene que ver esto.
El señor F. agitó la mano, en un gesto negativo que decepcionó al joven. Kafka recibió un papel doblado en cuatro, un salvoconducto, según le dijeron. Jamás vió la pantalla. No pudo leer otra de aquellas frases indescifrables:
http:@www.com/bugs
Kafka se dirigió hacia el fondo de la sala, dejando tras de sí la satisfacción de aquellos tres. Todo se había resuelto, el señor D. no había tenido por qué enterarse. Y en todo aquello sólo había una leve sombra, una duda que flotaba en el ánimo de K.:
¿De verdad era aquello, el cielo?