viernes, diciembre 15, 2006

El Buey y la Mula

Tal como prometí, aquí está el cuento de Navidad. Cuando revisé el "Fabulario", del que he publicado varios capítulos, me dí cuenta de que faltaban en la lista dos animales, que además van juntos: son los que dan título al cuento. Y a cualquiera que conozca mínimamente la iconografía cristiana de Navidad, no es preciso explicarle de qué buey y qué mula estoy hablando.

Los que me conocen, aunque sea un poco, no esperarán de mí un cuento de Navidad muy convencional. Tampoco esperarán que me aparte completamente del auténtico sentido de la celebración. Sé que hoy en día está de moda hablar mal de estas fiestas, e incluso hay quien habla de prohibirlas. De hecho, la Navidad ya estuvo prohibida. En Inglaterra, en la época de Cromwell, los puritanos consideraron que era un fiesta demasiado pagana, y la prohibieron. En Uruguay, el gobierno laico declaró el día 25 de diciembre como "Día de la familia", para suprimir una festividad religiosa. De todo esto, lo que deduzco es que cada uno decida por sí mismo, y que quiero felicitar sinceramente a todos una feliz Navidad, sea religiosa o pagana. Y aquí va el cuento.

EL BUEY Y LA MULA
- ¿Estás despierta, mula?
- Sí, buey. Pero, ¿qué me dices de los humanos? ¿Se han dormido ya?
- Sí, ya están todos dormidos. La madre y el niño han sido los primeros. El hombre se ha quedado mucho rato mirándolos, pero al fin, también lo ha rendido el sueño. Pero dime, mula, si estabas despierta, ¿qué hacías?
- Miraba al cielo, buey. ¿Sabes las piedras que brillan, allá arriba? Pues hay una nueva.
- Te habrás confundido. Será Venus, que nunca está en el mismo sitio.
- No me he confundido. Venus está allá, a la izquierda, y la nueva está mucho más alta, casi encima de nosotros. No sé lo que significa.
- ¿Y por qué tiene que significar algo? Las piedras que brillan aparecen cada noche, y al llegar el día se van. Los humanos nacen, como ese pequeño que ahora duerme, pasan una vida de trabajo y fatiga, y un buen día se van. Uno más, uno menos, una nueva piedra, ¿qué más da?
- La verdad es que no sé qué decirte, buey. Yo no soy tan lista como tú. Tú ves el conjunto de las cosas: el trabajo, el paso de los días, el destino. Yo sólo veo detalles sin importancia: una sonrisa, una lágrima, una flor al lado del camino. Un niño que nace, un hombre que se queda despierto, vigilando. Y una nueva piedra. Pero si es nueva, lo es para mí, y también para tí. Para todos.
- A veces no te entiendo, mula. No sé qué forma tienes de ver las cosas. Si es verdad que has visto las flores al lado del camino, sabrás que no hay dos que sean iguales. ¿Y te crees que puede haber algo que sea para todos?
“El trabajo, el esfuerzo, el cansancio. Eso es lo que hay de común para todos. Tú y yo lo sabemos. Tú y yo trabajamos con los humanos. Yo tiro del arado, y tú llevas cargas, y a veces te montan. Pero ni siquiera eso es igual para todos. Ni para los humanos, ni para los animales.
- No, ya lo sé. Ya sé que además de los humanos que trabajan, están los humanos que mandan. Y sus animales. Los he visto pasar por el camino, montandos en altísimos camellos, en elegantes caballos.
- Justamente, eso quiero decir. ¿Qué puede haber de común entre un caballo y tú?
- Nada, o muy poco, supongo. Pero aún así, hay algo que no acabo de comprender, una pregunta que no puedo dejar de hacerme. Si hay una nueva piedra en el cielo, ¿por qué no puede haber una nueva vida, una nueva forma de que ocurran las cosas? Ese niño que ha nacido, ¿qué sabemos de él? ¿Quién te dice que no podría llegar a ser un rey? Cosas más raras hemos visto, tú y yo.
- Y dale con la piedra. Las cosas no cambian. Las cosas son como son, y es inútil hacerse ilusiones. No es sensato. Sí que es verdad que sabemos muy poco, pero si dudamos de lo poco que sabemos, ¿qué nos queda? ¿Que te crees que es, la vida? ¿Una aventura? ¡Por favor!
“Y ese niño, no te diré que no. Vale, es posible que en su vida haya un momento de triunfo. Que un día lo reciba una multitud, aclamándolo, excitados, alborozados, con palmas en las manos, gritando, como se recibe a los reyes. No podemos negar esa posibilidad, porque no lo sabemos.
“Pero hay algo que sí sé. Si ese día llega, cuando él se encamine al encuentro de la multitud, ¿en qué te crees que irá montado? ¿En una mula? ¿Cuándo se ha visto un rey montado en una mula? Ni se verá, eso tenlo por seguro.
- Puede que tengas razón. Puede que esa nueva piedra no sea más que eso, una piedra. Y que ese niño no sea más que un niño. Y que este día no sea más que un día cualquiera, que nadie recordará, de aquí a un tiempo. Pero, ¿qué quieres que te diga? No sé por qué, pero no acabo de creérmelo.
- Mira que eres testaruda. Claro, tú eres aún muy joven, y te crees todas esas pamplinas. Cuando tengas mis años, ya te darás cuenta, ya verás que las cosas no son tan bonitas. No voy a perder el tiempo en tratar de convencerte; no vale la pena. Pero ya verás como el tiempo acaba por darme la razón.
- Puede. ¿Sabes? A veces me das un poco de envidia. A veces, me gustaría tener un poco de tu firmeza, de tu seguridad. Sacudirme de encima esta inquietud, esta indecisión. Tener algo que me llevase adelante a través de los días, como me llevan del ronzal. Pero no lo tengo. Sólo estoy yo, para decidir cada día si vuelvo a empezar. Nada es seguro. ¡Hay tantas cosas nuevas, tantas cosas diferentes! Y a veces siento algo así como una ilusión, un presentimiento. Y cuando eso ocurre, me siento libre, es decir, perdida.
“Sé que te has dormido. Te oigo roncar. Pobre, debes estar cansado, después de todo lo que has trabajado hoy. Eso también te lo envidio: poder pasarte todo el día trabajando, y al llegar la noche, dormirte y ponerte a roncar, creyendo que mañana volverá a ser el mismo día. Porque yo no puedo; yo creo que mañana será otro día, uno diferente. Y como tú has dicho muy bien, no hay dos flores iguales. Y por eso mismo, es muy posible que esta noche no sea como las demás. Aunque no sabría decir qué es lo que la hace especial. No creo que sea la piedra nueva que hay en el cielo, por más espectacular que resulte. Yo soy demasiado burra para ver las cosas grandes; sólo las pequeñas. Un niño pequeño, por ejemplo. Un niño que ha nacido esta noche.

miércoles, diciembre 13, 2006

Lina (y 3)

Tercera y última parte de la historia, en la que se llega a un desenlace. Agradeceré cualquier opinión, favorable o no, sobre el cuento. Dado que hoy es el día de Santa Lucía, que puede considerarse oficialmente el inicio de la temporada de Navidad, la próxima entrega será un cuento de Navidad, a modo de felicitación para los lectores.

Jung habría hablado de inconsciente colectivo. Pero a Freud no le gustaba la línea que estaba siguiendo Jung. Él estaba dispuesto a admitir que había rasgos comunes en el inconsciente de todos, porque al fin y al cabo, la naturaleza humana es una, pero Jung parecía defender que cada grupo humano, cada cultura, había desarrollado una porción de inconsciente tribal o racial. Y a Freud, por lo que había visto, y por lo que veía venir, le parecía sumamente peligroso que alguien pudiera pensar que los judíos, por poner un ejemplo, tuviesen otros mitos, u otros sueños, que los arios, por decir alguien.
Volviendo a la filosofía hindú, a sus emanaciones y a su Brahma, surgió un nombre: Kali. Entonces supo por qué había empezado a escribir Lika con ka; porque ella era, simbólicamente, Kali, la diosa del amor y de la muerte. Sólo una encarnación, pero ¿de qué? ¿De los deseos reprimidos de Lina? Eso llevaba directamente a la otra pregunta: ¿por qué?
¿Qué sacaba Lina de todo aquello? ¿Afán de dominio, venganza, envidia? Sospechaba que su ridículo sueño era obra de Lina, pero ¿qué era, en realidad? ¿Una broma infantil? ¿Un simple accidente, de alguien que ni siquiera conocía su poder? Lica había traído la segunda parte del mensaje, así que cabía descartar un accidente. Había en ello premeditación. Lina, conscientemente (si es que podía aplicarse la palabra) quería hacerlo sentir incómodo, amargarle el día. Y lo había logrado, ciertamente. Lina tenía más poder del que aparentaba. No era de extrañar que los mocasines marrones de Roberto hubieran emprendido el camino de la huída.
Pero, ¿qué poder? ¿Qué hacía Lina, exactamente, y sobre todo, por qué? Las preguntas, apenas formuladas, se desvanecían, y parecían ridículamente abstractas. Ni siquiera podían formularse con claridad. Freud sabía mejor que nadie que a veces, las pasiones humanas son como el viento: algo que se nota, y de lo que incluso puede apreciarse su fuerza destructora, y sin embargo, no se ve, ni puede asirse con las manos. Pero él necesitaba pruebas, certezas.
Sabía que no tenía las manos vacías. Sabía, por ejemplo, por qué a Lica le habían gritado “Basta” al iniciar sus pasos de baile: porque había sabido romper el hechizo. Al tomar una iniciativa, cualquier iniciativa, había demostrado que no era una pobre niña indefensa y desnuda ante un sátiro impotente, que seguramente precisaba de aquella perversidad para excitarse. Pero aquel personaje patético era tan sólo un comparsa, en toda aquella historia.
¿Qué hacía Lina, exactamente? Al parecer, algo tan nuevo que ni siquiera había una palabra para describirlo. ¿Hacía a los demás, al menos a Lica, participar de sus sentimientos? ¿Los incriminaba en ellos? ¿O, simplemente, se los endosaba? Pregunta sobre pregunta, y confusión sobre confusión.
Freud durmió mal, aquella noche. En sus sueños, vió a Lina como la reina de las amazonas: una mujer con más poder del que los hombres admiten que pueda asumir una mujer, sin que ello la destruya. Se levantó inquieto y cansado. Y a primera hora de la tarde, se presentó Lina.
La entrevista empezó en un clima de tensión que ambos percibieron, aunque no lo mencionaron. Los dos sabían que aquella era la contienda final, de la que uno de ellos saldría derrotado. Y sin embargo, se saludaron, se dieron la mano, se sonrieron en un gesto de forzada cortesía. Lina se sentó de cara a la ventana, y Freud a su espalda.
- Y bien, Lina, ¿qué me dice? - empezó Freud, de forma impersonal.
- ¿Qué quiere que le diga? Nada nuevo.
- ¿Ha soñado, esta noche?
- Sí. Pero esta noche, he soñado con usted.
Freud decidió atacar:
- Vestido de hada no, espero.
Hubo una risita por parte de Lina. Tal vez Freud tenía alguna posibilidad. Tal vez podría lograr que Lina se confiase, y hablase lo suficiente como para conseguir una prueba documental, aunque sólo fuesen sus notas. Freud intensificó su ataque:
- ¿Por qué lo hace, Lina?
- ¿Por qué hago qué? - preguntó ella.
- Sabe de qué estoy hablando.
No había acabado de pronunciar la última sílaba, cuando tuvo la sensación, casi física, de que había alguien tras él. Alguien increíblemente fuerte y severo, como si el mismo Yahvé lo vigilase. Intentó sobreponerse. Conque así era como lo hacía. Algo casi inmediato, no gradual, como él había supuesto. Desde kilómetros de distancia, Lina estaba diciendo:
- ¿Por qué es tan difícil que la dejen tranquila, a una?
Freud casi no la oía. Luchaba con todas sus fuerzas para escapar de aquella sensación agobiante. Lina continuó:
- No sea malo, doctor Freud. No me haga ser mala, yo no quiero ser mala.
Freud seguía debatiéndose, y acertó a decir:
- Usted me necesita. Sin mí, esos sueños no dejarán de torturarla.
Casi inmediatamente, la sensación desapareció, aunque quedó la excitación y el cansancio de la pugna. Lina dijo:
- Muy bien. Usted lo sabe, no sé cómo. Pero lo sabe. O eso cree, porque usted no sabe nada.
- Sé lo que significa su sueño.
Lina hizo una pausa. El ambiente, de pronto, se calmó, y aquella volvió a ser una apacible y aburrida tarde inglesa.
- Continúe - dijo Lina, como si dirigiese la entrevista.
- Usted está perjudicando gravemente a su prima - dijo Freud, con precaución - Está a punto de anular su personalidad. Lica es fuerte, y hasta ahora se ha resistido. Es lo bastante sensata para admitir que no todos sus actos estén totalmente justificados. Pero usted es más fuerte. Lica ni siquiera es capaz de recordar los últimos actos que usted ha provocado, o inducido. Su personalidad consciente está a punto de naufragar. La está usted matando, Lina. Ese es el mensaje de su sueño.
Un escalofrío recorrió la sala, corroborando el diagnóstico de Freud. Lina, que tenía una pierna extendida, en actitud displicente, la retrajo, como si la hubiesen pillado en falta.
- No sabe usted nada, doctor Freud - repitió Lina - Nada de nada.
- Admitido - dijo Freud - Explíquemelo usted.
Lina reflexionó unos instantes, y luego comenzó, en un tono neutro:
- Las niñas buenas no hacen según qué cosas. Las niñas valientes no tienen miedo. Las niñas bien educadas jamás se enfadan. Te dicen todo eso, y te mienten. No te cuentan la verdad. Te advierten que no hables con extraños, pero jamás te dicen que las tentaciones pueden aparecer dentro de tí. Te enseñan a no fiarte de los otros, pero no a desconfiar de tí misma.
“Un buen día, se te ocurre una idea rara. ¿Por qué no romper un vidrio? Claro, ya sabes por qué. Pero en contra de lo que te han hecho creer, la respuesta no mata la pregunta. Y sigue ahí, molestando. Repitiéndose. ¿Por qué? ¿Por qué? Y tú no sabes qué hacer. Te defiendes. Te olvidas. Y vuelve la pregunta: ¿por qué? Si intentas enfrentarte, ves que ha crecido y se ha hecho más fuerte. Llegas a pensar que es mejor romper el vidrio que soportar aquello.
“Lo malo es que ya sabes lo que va a pasar, si lo haces. Te castigarán. Y aunque no llegasen a saberlo, te sentirías mal, y te castigarías tú misma. Lo mejor sería espantar a esa pregunta, como se espanta a una mosca. Que vaya a molestar a otro. A lo mejor, el otro puede librarse de ella con un simple manotazo. Alguien más fuerte, más acostumbrado a ese tipo de problemas. Pero ¿cómo?
Freud se inclinó hacia adelante, atento. Lina continuó:
- No sé por qué, siempre me he fijado en lo que hacían los demás. Y sabía que si yo intentaba saltar los tres escalones que iban de la puerta de casa al jardín, Lica también lo intentaría. Si me venía la idea de lamer el vidrio de una ventana llena de gotas de lluvia, para saber qué gusto tenía, Lica haría lo mismo. Y si yo le hacía creer que recogía una piedra y la lanzaba contra un vidrio, ella haría igual.
“Claro, eso sólo funciona entre niños. La gente mayor no te imita. Y tienes que hacerlo de otra manera. Al principio, me costaba mucho, sobre todo porque nunca sabía si lo había conseguido o no. Más tarde, descubrí que me era más fácil si me relajaba. Pensaba en mi problema, pensaba en la persona y ¡zas! Echado. ¿Cree usted que los sentimientos se contagian, doctor?
- Algunos, sí - respondió Freud - El miedo, por ejemplo.
- Es curioso que diga eso. Precisamente, el miedo fué una de las primeras cosas que aprendí a echar. Mi madre es muy asustadiza, así que nadie sabe de miedos más que ella. Es una auténtica experta, la persona ideal para tratar ese tipo de problemas. Así que empecé a echarle mis miedos.
Lina había usado ya varias veces el término, y Freud decidió que era el momento de precisar:
- ¿Echar? Así es como usted lo define, ¿verdad?
- ¿Qué se hace con la basura? Se echa. Pues eso es lo que hago.
Así que eso era su madre para ella, y probablemente, Lica también. Simples cubos de basura.
- ¿Es eso lo único que... echa? ¿Sólo miedos? - preguntó Freud.
- A veces, también me enfado. Y no me gusta enfadarme. Pero mi padre está casi siempre enfadado, es un cascarrabias. Y a alguien así, ¿qué puede importarle un enfado más o menos?
- Pero Lina - intervino Freud - lo que ocurre entre usted y Lica es muy diferente. No niego que pueda usted inducir un temor inconcreto en su madre; es fácil hacer que una persona aprensiva sienta miedo. Y no hace falta mucho para despertar la cólera en alguien violento. Puede decirse que tiene usted una cierta ventaja. Pero siempre se trata de tendencias, sentimientos vagos y sin un objetivo claro. Y admito que haya llegado a una especie de pacto con su inconsciente, y que eso la alivie.
“Pero no es el caso de Lica. Le echa usted sentimientos más claros, más concretos. La hace actuar en su lugar, pero no de forma indiscriminada, sino con la persona adecuada. ¿Cómo lo logra?
- Lica y yo siempre hemos estado muy unidas. Somos como hermanas. Supongo que por eso me es más fácil influir en ella. Y tampoco es tan terrible lo que ella hace, lo que le hago hacer. Lo que haría cualquiera, lo que haría yo misma si me atreviera. Pero si lo hiciera, sería mala. Y yo no quiero ser mala.
- Está usted... contaminando a su prima. Ella se resiste, pero usted es más fuerte. Y eso la está matando. Debe dejar de hacerlo, Lina. Debe dejar de echarle sus deseos y sus sueños.
- ¿Y qué quiere que haga con ellos?
- Aceptarlos. Asumirlos. Satisfacerlos o reprimirlos, eso es cosa suya. Pero no puede usted seguir así. No puede usted esperar que durante toda la vida, sea su prima la que vaya creciendo por usted. Voy a decirle una cosa. Todos tenemos buenos y malos deseos. Aceptamos unos y rechazamos otros, y a veces tenemos que luchar con alguno. Pero puedo asegurarle a usted que lo único que no debemos hacer es olvidarlos, negar que hayan ocurrido. He visto miles de veces las consecuencias, a veces terribles, que eso tiene.
Lina se estremeció.
- Yo no creo que pueda hacerle ningún daño - dijo - lo que yo hago. Al fin y al cabo, yo soy normal, ¿verdad, doctor? ¿Qué puede haber de malo en que ella sienta cosas normales?
- No son sus sentimientos, Lina. No son los que ella tendría, sino los que usted le impone. Y al quitárselos de encima, está usted apartándose peligrosamente de la normalidad.
- Y según usted, ¿qué debo hacer?
- Dejar de echar sus problemas a los demás. Sufrir sus miedos, y sus enfados, y sus deseos, y admitir que al fin y al cabo, aparte de ser una niña buena, es usted también una persona como las demás.
Lina habló con una voz tensa, que no parecía la suya:
- Me odia usted, ¿verdad? Quiere vengarse, porque le he hecho quedar en ridículo. Y claro, un gran psiquiatra como usted sabe pinchar donde más duele - Lina se puso en pie - Pero, ¿sabe una cosa, doctor Freud? A mí no me va a pinchar usted más.
Antes de que Freud pudiese reaccionar, Lina salió huyendo hacia la puerta de la calle. Freud intentó levantarse, pero no pudo. Lo invadía una extraña lasitud, probablemente inducida por Lina. Oyó cómo se cerraba la puerta, la bocina, el chirrido de los frenos, el golpe.
De repente, su dejadez desapareció, y pudo levantarse, correr a la puerta, ver cómo la gente se arremolinaba cerca del automóvil y a Lina tendida en el asfalto.
La policía se comportó de forma muy amable, en consideración al famoso doctor Sigmund Freud, de Viena. La versión oficial fué que una jovencita en tratamiento psiquiátrico había sufrido un súbito ataque de nervios, huyendo antes de que su médico pudiese detenerla. En su excitación, había atravesado una céntrica calle, sin reparar en que acercaba un auto a gran velocidad.
Lina había muerto. Freud visitó a su familia, en una casa en la que el desconcierto era mucho más evidente que el duelo. Todos estaban como perdidos, y repetían que nada sería lo mismo, sin Lina. Freud sabía, mejor que ellos mismos, que eso era cierto.
Días mas tarde emprendió el regreso a Viena. En el tren que lo llevaba hacia el canal, Freud meditaba en el caso de Lina. Un caso atípico, de alguien con una inexplorada e insólita capacidad psíquica. No había pruebas, no había caso. Sólo Freud sabía la verdad, si es que aquello era la verdad. Y de repente, lo asaltó una duda insidiosa: tal vez Lina no era la única. Tal vez había más, desconocidos, inadvertidos. No se trataba ya de una madre posesiva arruinando la vida sentimental de sus hijos; aquello podía ser más, mucho más. Imaginó a pacíficos profesores universitarios incitando revueltas estudiantiles; insatisfechas amas de casa pervirtiendo sin saberlo la conducta sexual de sus hijas; jueces promoviendo el crimen, sacerdotes bendiciendo el asesinato.
Si no era la única, no tenía por qué ser la primera. Tal vez había ocurrido antes. Tal vez las brujas, con sus hechizos, no habían sido más que las antepasadas de Lina. Tal vez, cuando algún Papa decía “Dios lo quiere” para justificar una cruzada, prefiguraba la conducta de Lina. Tal vez, todo el pueblo alemán estaba en aquellos momentos bajo la influencia de alguien así.
Y aún había algo más, mucho más terrible, y que posiblemente estaba a punto de suceder: el miedo. Tal como le había dicho a Lina, el miedo es contagioso. Y ni siquiera es preciso tener la capacidad de ella. El miedo tiene su propia lógica, su propia ley. Como en el cuento de Oscar Wilde, edifica a nuestro alrededor una barrera dentro de la cual siempre es invierno, porque la primavera no puede atravesarla. Y el miedo, además, busca siempre su propia justificación. Si yo temo algo, es porque debe ser malo. Y si es malo, se le debe odiar, que es la postura valiente. Así el miedo engendra el odio.
Y Europa, en ese momento, estaba llena de miedo. Europa temía a Alemania, que se había vuelto a armar por miedo al hambre. Los que habían conseguido conservar un empleo, en plena crisis, temían perderlo. Los que no lo tenían, temían no poder encontrarlo. Las esposas temían hacerse mayores, y que su marido las dejase por la primera jovencita desinhibida que conociesen. Los maridos temían que alguien con más dinero o más resolución les arrebatase a su esposa. La gente mayor temía por sus pensiones, y tenía miedo del futuro. Pero también los jóvenes temían el futuro. Y no sólo Europa. China temía a Japón, Japón a la falta de espacio, y Francia a Alemania. Estados Unidos temía complicarse en Europa, y temía más aún que Rusia desease complicarse. Los grandes temían la astucia y el empuje de los pequeños, y los pequeños, la prepotencia de los grandes. Y todo ese miedo podía en cualquier momento desencadenar una espiral inacabable de odio, agresión y venganza.
Dios mío, ¿qué iba a ser del mundo?

martes, diciembre 12, 2006

Lina (2)

Segunda parte del relato, en la que se descubre que el problema es más complejo de o que parece a simple vista. Espero que lo disfruten.

Lina presentaba una imagen de niña buena. Mejor dicho, se escondía detrás de una imagen de niña buena. Pero era un disfraz demasiado cuidado para no ser falso, para que no tuviera intención de engañar. Sus respuestas convencionales no eran más que una forma de eludir las preguntas. Nadie es tan perfecto, tan sólido. Todo el mundo tiene contradicciones, tentaciones, fallos. Nadie llega a la edad adulta sin tener un puñado de cosas de las que arrepentirse.
Las hadas. Lina las había mencionado dos veces: al referirse a un cuento de hadas, y al verse a sí misma como un hada buena. Bien, las hadas son mujeres, y al mismo tiempo seres fantásticos, imaginarios, irreales. Lina, una mujer irreal. Tal vez para que la realidad no la ensuciase, o para ser menos mujer. Pero todo tiene su opuesto, y el antagonista del hada buena es el hada mala, o mejor, la bruja. Lica, la bruja, el ser perverso que sólo busca el mal. Lica era humana, demasiado humana, y Lina se oponía a ella al verse como un hada. De nuevo, la hipótesis de la envidia.
Y sin embargo, Lina había dicho “la estoy matando”. En tiempo presente, con una duración. Y estaba obsesionada por los zapatos, tal vez por los pies, con la tenacidad de una fetichista. Humorísticamente, muchas mujeres parecen obsesionadas por los zapatos, y se gastan enormes sumas de dinero en ellos, pero siempre se trata de los propios, no los de los demás. Tal vez la clave era la dependencia. Lina se creía el sostén de la familia, el apoyo, la que ofrecía un suelo firme que pisar, y vigilaba los pasos de todos, preocupada de que alguien empezase a caminar por su cuenta. Como Roberto, con unos zapatos que no pegaban.
Esa noche, Freud tuvo un extraño sueño. Se vió a sí mismo como la reina de las hadas. Con su calva, y su barba, vestido con una túnica sutil y casi transparente, una inacabable sensación de incomodidad y ridículo lo acosaba tenazmente. Ya despierto, a la mañana siguiente, no pudo encontrar una explicación. Sabía muy bien que a menudo el trabajo de un psiquiatra incluye el cargar con las culpas y obsesiones de los pacientes. Eso forma parte del proceso de intentar comprenderlos. Pero aún así, aquello no tenía sentido.
Aún estaba de mal humor cuando llegó Lica, por la tarde. Aunque no hubiese un motivo para ello, Freud esperaba algo así como Lina, disfrazada de buscona. Pero no. Sí, Lica iba demasiado pintada, y vestía de un modo chillón, y llevaba unos zapatos azules, tal como había dicho Lina, pero había algo que no casaba. Tal vez sus ojos, que parecían más hechos para contemplar enormes llanuras bajo un cielo espectacular, que la penumbra de un dormitorio. Bajo su apariencia sofisticada y provocativa, Freud creyó entrever a una aldeana, una muchacha campesina, sana, fuerte y simple.
Al revés que su prima, Lica no tenía ningún reparo en mirar francamente, o en que la mirasen, lo que reavivó la sensación de incomodidad que sentía Freud. Sólo cuando Lica se hubo sentado de espaldas a él y le hubo explicado las normas de la entrevista, se sintió algo más tranquilo.
- ¿Cómo son sus relaciones con Lina? - empezó preguntando Freud.
- Normales - dijo Lica, simplemente.
- Sea un poco más explícita, por favor.
- Normales - repitió Lica - ¿Qué quiere que le diga? Hablamos mucho. Nos hacemos confidencias. Bueno, yo se las hago, porque ella, no es que tenga mucho que contar, la pobre.
- ¿Por qué pobre?
- A su edad, debería estar saliendo con chicos. Debería saber algo más de los hombres. A menos que una quiera hacerse monja, llevar una vida como la suya no puede ser sano.
A Freud empezó a caerle simpática, aquella muchacha.
- ¿Por qué cree usted que no se relaciona con chicos? ¿Qué motivo puede tener?
- No lo sé, pero es posible que sea por su salud. No es que tenga nada, pero podría tener miedo de que se le repita lo de las piernas.
- ¿Qué es eso de las piernas?
- ¿No se lo ha contado? Lina tenía trece años cuando tuvo su primera regla. Yo la había tenido un año antes, a los doce, pero Lina nunca tiene prisa. El caso es que entonces tuvo una especie de parálisis en las piernas. No podía caminar, era incapaz de dar un paso. Su madre y yo la ayudábamos a vestirse, y su hermano la llevaba en brazos a todas partes.
- ¿Cuál fué el diagnóstico?
- Eso es lo raro, los médicos no supieron encontrarle nada. Mis tíos se hartaron de visitar a los mejores especialistas. Algunos decían que podía ser mental.
Freud asintió. ¿Parálisis histérica? Tal vez. De todas formas, aquel era un dato importante. Muy importante. Freud se preguntó si aquello podía explicar la obsesión de Lina por los zapatos.
- ¿Cómo acabó aquello?
- Pues un buen día, sin más. Una mañana, se levantó y volvió a andar. Al menos, eso es lo que me han contado.
- ¿No lo vió usted?
- Yo no estaba.
A Freud le pareció que Lica ocultaba algo.
- ¿Dónde estaba usted?
- Bueno... supongo que debo decírselo. Me había escapado de casa.
Había seis o siete preguntas que Freud quería hacer; ¿cómo? ¿dónde? ¿por qué? ¿cuánto? ¿con quien? En vez de eso, dijo simplemente:
- Continúe.
- Bien, pues estaba con un chico, un amigo mío. Nos fuimos por ahí.
- ¿Tuvieron ustedes... relaciones?
- ¿Si nos acostamos, quiere decir? Claro. No hicimos otra cosa.
- ¿Era la primera vez?
- ¿Para mí o para él? - pregunto Lica, cínica - Él era mayor que yo, y sabía cómo hacerlo, así que creo que para mí sí que fué la primera vez.
- ¿Por qué lo hizo usted?
- No lo sé.
Aquella respuesta era simplemente imposible. Una ninfa de trece años que ignora qué la mueve a perder su virginidad. La respuesta parecía sincera, pero eso era lo que la hacía imposible.
- Vamos, usted debe saber qué la movió a hacerlo. Intente recordar.
- Recuerdo que él ni siquiera me gustaba. Que el principio, tenía un poco de miedo, y que me hizo daño. Pero tuve que hacerlo. Fué como un impulso. Me agarró de pronto.
- ¿Como las ganas de coger una piedra y romper un vidrio?
- Sí - rió Lica - Ya veo que Lina se lo ha contado. Pero le habrá contado la mitad, como hace siempre. La verdad es que ella fué la primera. Yo ví cómo se agachaba, recogía algo del suelo y lo lanzaba hacia la casa, pero erró el tiro. Yo no hice más que imitarla, ya sabe cómo son los críos.
Un nuevo dato. Era Lina quien había inducido a su prima a cometer su primera travesura. Parecía algo, pero tenía la sensación de no tener nada entre las manos. Analizó esa sensación, y preguntó:
- ¿Vió usted la piedra? La de Lina, quiero decir.
- No, no pude verla. Es curioso, es como si no hubiese cogido nada. Simplemente, hizo el gesto, y yo la seguí, como una tonta.
Lica, evidentemente, no tenía nada de tonta, y acababa de descubrir la verdad al mismo tiempo que Freud.
- Volvamos a su escapada. Me gustaría que intentase analizar mejor sus motivos.
- Eso es lo raro, no había motivos. No es que me importase, sabía que tarde o temprano me iba a pasar, pero no tenía una urgencia. Y un buen día, sin saber por qué, tuve la necesidad de hacerlo. Ni siquiera me parecía lo más importante del mundo, aunque para alguna lo sea. Fué como si alguien me hubiese pegado un empujón.
- ¿Quién?
Lica se incorporó y se volvió hacia Freud, mirándolo fijamente. Él sostuvo su mirada, y ambos supieron que estaban pensando lo mismo. ¿Quien? Lina, evidentemente.
- ¿Le habló ella? ¿Le dijo algo para inducirla?
- No - Lica fué categórica - Ni una palabra. Y cuando yo le conté lo que había pasado, me dió la impresión de que ella lo sabía, aunque no entiendo cómo.
- ¿Sabe lo que es el inconsciente?
- Algo he oído. Una especie de mala conciencia, ¿no? Lo que de verdad somos, pero no queremos ser.
- Más o menos.
No estaba mal, para un profano. Nada mal.
- Algunos de mis colegas - dijo Freud - un poco dados a la especulación, creen, o sospechan, que el inconsciente puede enviar y recibir mensajes de otras personas. Esa sería la base real de la intuición, aunque la verdad es que hasta ahora no ha podido probarse, y las hipótesis sin pruebas no tienen ningún valor científico.
- ¿Quiere decir que LIna me insinuó que lo hiciera?
- Es sólo una hipótesis.
- ¿Y qué tiene que ver eso con las piernas?
- ¿Qué le sugiere, la parálisis de las piernas?
- No poder caminar. No poder dar un paso. Miedo a caer.
Lica calló de pronto. Freud, intentando adivinar sus pensamientos, dijo:
- Un refrán alemán dice: “Cuando una muchacha cae, cae siempre de espaldas”.
Lica intentó reprimir una risita. Evidentemente, había captado el doble sentido.
- ¿Quiere decir que me envió a mí para saber si era tan terrible como decían? Como el que envía a un explorador a examinar el terreno.
- Tal vez. Que diese usted los pasos que ella no se atrevía a dar. ¿Le ha ocurrido más veces?
- ¿Qué quiere decir?
- Si ha habido otras ocasiones en las que se haya visto impulsada a hacer algo, sin motivo aparente.
- No. Bueno, una vez... pero preferiría no contárselo. Es demasiado vergonzoso.
- Mire - dijo Freud, pacientemente - contármelo o no, no va a cambiar el hecho. Si ocurrió, no podrá cambiarlo. Y decirlo no significa volver a hacerlo. Además, tal vez podamos hallar la clave de por qué lo hizo. Y si es así, ese recuerdo dejará de molestarla, porque usted lo habrá dominado.
Lica estuvo unos momentos silenciosa. Freud iba a decir algo más, cuando ella rompió a hablar.
- Era un amigo de mi tío, un hombre mayor. Muy correcto, muy educado. Nadie lo habría dicho, de él. El caso es que le gustaban las jovencitas. Muy jovencitas, ya me entiende.
- ¿Niñas?
- Sí. Ahora me doy cuenta de que de repente, me pareció que tenía que ser amable con él. No sabía por qué, pero me encontraba sentada siempre cerca de él, a su lado si era posible, escuchándolo hablar. Poco a poco, empezó a prestarme atención, aunque antes no se había fijado en mí y sólo tenía ojos para Lina. Tampoco sé por qué, pero alguna vez se me escapó algún comentario un poco atrevido. Algo impropio de una señorita bien educada, si sabe lo que quiero decir.
“La cosa se fué complicando. Todo no era más que una serie de malentendidos, porque yo no tenía ninguna intención de perseguirlo, pero entre nosotros llegó a haber una especie de complicidad. Un día me invitó a una exposición de arte, y no sé por qué acepté. Había una serie de esculturas, desnudos, y me preguntó si me gustaban. Dijo que ya suponía que no me escandalizarían, que sabía que yo no era una mojigata. La verdad es que se andaba con mucho tiento, y daba grandes rodeos, aunque yo ya me barruntaba dónde quería ir a parar. Supongo que quería guardarse las espaldas, y si yo me alarmaba o lo delataba, poder decir que lo había interpretado mal.
“Empezó a hablarme de las modelos, las que habían posado para las esculturas. Me preguntó si me parecían unas descaradas. Yo le dije que no, que a cualquier mujer bonita le gusta que la miren, aunque algunas de las que había allí habrían hecho mejor tapándose. Él se echó a reir y comentó que yo podía decir eso, porque parecía tener tan buena figura como ellas. Esperó a ver cómo reaccionaba yo. Me sentía rara, como si estuviese bloqueada, con la mente en blanco, pero mis respuestas eran tan precisas como una jugada de ajedrez. Seguía el juego sin pensar, como si no fuese yo.
“Él no era pintor, ni escultor, ni siquiera dibujante. No tenía una buena excusa a mano para pedirme que posara para él. Así que no pudo usarla. Simplemente, mientras encendía un cigarrillo, comentó que le gustaría comprobar si yo tenía realmente tan buena figura como parecía. Me espiaba de reojo. Me oí preguntar si las modelos cobraban por posar, y él respondió: “Pídame lo que quiera”. Y yo dije: “Bombones”.
“Fuimos a su casa. Tenía un salón grande y mal iluminado, pero él colocó dos o tres lámparas de pie cerca del centro, mientras decía que yo me merecía todos los focos del escenario. Yo estaba helada de frío al principio, pero en cuanto empecé a quitarme la ropa, me pasó.
- ¿Qué hizo él? ¿Llegó a tocarla?
- No. Sólo quería ver cómo me desnudaba, eso era todo. No pude ver lo que hacía él, mientras tanto; las luces me deslumbraban, y él se había situado en el rincón más oscuro. Cuando estuve desnuda, una idea loca, intenté dar unos pasos de baile. Creo que fué la única cosa consciente que hice aquella tarde. Él me gritó “Basta”, y me dijo que podía volver a vestirme. Me llevó a casa, y al día siguiente se presentó con una caja de los bombones más caros que pudo encontrar.
- Supongo que no pudo usted probar los bombones.
- Los detesto. Le regalé la caja a Lina, a ella la vuelven loca.
Hubo un pesado silencio. El nombre de Lina había aparecido de nuevo, pero esta vez no precisaron mirarse para saber que pensaban lo mismo. Finalmente, Lina dijo:
- Ha ocurrido más veces. A veces, ni yo misma sé por qué me comporto así. Y hay veces que me siento como un cubo de basura. Verá usted, no me asustaría desnudarme ante mi marido, o ante un hombre al que quisiera, pero aquello fué tan... sórdido.
- Triste, más que sórdido, diría yo - dijo Freud - Pero en todo caso, era él el sórdido, no usted.
- Eso es lo que hacen las prostitutas, ¿no? Exhibirse por dinero. Y otras cosas, claro.
- No cargue las culpas en quien no las merece, y sobre todo, no las cargue en usted. Si hay prostitutas, es porque hay clientes, así que ¿de quién es la culpa?
- ¿Por qué hago estas cosas, doctor?
- Francamente, no creo que sea usted responsable de todas y cada una de las cosas que ha hecho. Normalmente, creería que la causa está en usted misma, en su subconsciente, pero esta vez no estoy tan seguro.
- ¿Cree usted que es Lina?
- Creo que tenemos sólo una hipótesis de trabajo, muy pocos hechos y ninguna prueba.
Lica, pensativa, dijo:
- Es raro que el doctor Thomas no le hablase a usted de lo de la parálisis de Lina. No debía saberlo. Me sorprende que un profesional de su competencia no hiciese alguna indagación sobre la salud de Lina.
- No siempre ha tenido usted tan buena opinión del doctor Thomas, según me han dicho.
- ¿Por qué lo dice?
- Tengo entendido que le reprochó usted su actitud hacia Lina.
- Jamás he hecho eso.
- ¿No lo abordó usted en la calle para recriminarlo?
- Recuerdo haberlo encontrado alguna vez, pero me limité a saludarlo, eso es todo. ¿Qué ocurre? ¿Qué le han contado?
- Nada importante - dijo Freud - debe haber una confusión. Algún duendecillo, como solemos decir, que ha trabucado los nombres.
- ¿Cree usted en duendes? Son unos individuos desagradables y groseros. Prefiero las hadas.
Freud dió un respingo, y volvió a sentirse incómodo. Lica seguía hablando:
- ¿Sabe por qué vuelan, las hadas? Porque para ellas no rije ninguna ley; ni siquiera, la ley de la gravedad. Eso es lo que dice Lina.
Freud se removió inquieto en su asiento. De golpe, Lica se echó a reir, con una risa franca y abierta. Ante el asombro de Freud, cuando pudo hablar, dijo:
- Perdone. Es que me lo acabo de imaginar a usted, doctor Freud, vestido de hada.
Freud sintió que un escalofrío le recorría la espalda. Dios del cielo, ¿qué era aquello? Intentó sobreponerse, mientras Lica decía:
- Supongo que querrá verme de nuevo mañana, ¿verdad?
Freud, aún alterado, respondió:
- No, no. Será mejor que vuelva a venir su prima.
- Eso quería decir - dijo Lica, como pensando en otra cosa.
Freud estaba tan nervioso que no llegó a oir la última frase, y despidió a Lica con más prisa de la que pedía la cortesía. Una vez a solas, se sentó e intentó calmarse. Apeló a su sentido crítico para examinar los hechos con objetividad. Lika no podía conocer sus sueños, era imposible. Además, aquel sueño no tenía sentido para él, aunque la impresión que le había causado había durado todo el día.
Se dijo que si las hadas le provocaban malestar, debía enfrentarse a ello, y profundizar su análisis. Era la única forma de superarlo. Partió de la frase de Lina; ninguna ley regía para ellas, como para el psiquiatra. En el ejercicio de su profesión, no valían la discreción ni los remilgos. A veces, ensuciarse las manos y torturar a los pacientes, obligándolos a enfrentarse a lo que más temían, era la única forma de salvarlos.
Varios temas se agolpaban en su mente, y metódicamente, tomó una hoja de papel y los apuntó. En un primer momento, ni siquiera se dió cuenta de que había escrito Lika, con ka. Volvió a las hadas, unos seres etéreos y alados. Como los ángeles. Cayó en la cuenta de que Lina era en realidad Angelina, que por lo que él sabía de español, era el femenino de ángel. Pero no parecía muy angélica. A diferencia de los ángeles, que servían a Dios, las hadas no servían a nadie, salvo a sí mismas. Y si a veces se hablaba de hadas buenas, es porque las había malas. Tal vez Lina era una de ellas. Tal vez, con una varita mágica, había encontrado la forma de convertir a la princesa Lika en una rana, mejor, en un sapo. Pero esa improbable respuesta tenía otras preguntas: cómo, y por qué.
¿Cómo? Todos tenemos la capacidad de despertar sentimientos en los demás. De otro modo, la vida social sería imposible. Podemos persuadir, convencer, motivar, conmover. Se puede inspirar respeto, confianza o amor. Pero a menudo lo hacemos de forma consciente, y a veces verbal. No siempre, claro. Una mujer puede descubrir, con sorpresa, que ha seducido a un hombre de forma inconsciente, aunque no se pueda calificar de involuntaria, ya que ha existido al menos la voluntad de agradar. Lina parecía haber descubierto otra forma. Sin hablar, sin lanzar mensajes imperceptibles, incluso a distancia. Tal vez era cierto que el inconsciente podía enviar y recibir mensajes del inconsciente de otras personas. Tal vez los actos de Lika eran proyecciones de Lina. Proyecciones, emanaciones, reencarnaciones. Su pensamiento, al divagar, había llegado hasta la filosofía hindú. Recordó que, para aquella mentalidad, la única realidad auténtica era algo que podía definirse como “el mar del que nacen los dioses”. Un confuso magma de instintos, tendencias, deseos, sentimientos, aspiraciones y sueños, en perpetua ebullición. Algo muy parecido al inconsciente, en verdad.

lunes, diciembre 11, 2006

Lina (1)

Siguiendo con mi mala costumbre, vuelvo a publicar un cuento por entregas, o por partes, como se prefiera. Y al igual que "Ellos", vuelve a ser una historia inquietante. En este caso, el protagonista es Sigmund Freud, nada menos, y la historia está ambientada poco antes del inicio de la segunda guerra mundial. No voy a defender la historia; las que no se defienden por sí mismas no valen la pena. Aquí va la primera parte, y en dos días más estará completa.

LINA

A finales de 1937, Sigmund Freud estaba pasando unos días en Londres, invitado por la Royal Society a pronunciar una serie de conferencias sobre la teoría sicoanalítica. Un médico inglés, el doctor Thomas, que había sido discípulo suyo en Viena, acudió a pedirle consejo acerca de un caso.
- Se trata de una jovencita - le explicó - Casi una adolescente. Su familia gozaba de una buena posición en España, pero cuando estalló la guerra vinieron a refugiarse aquí. Aún así, disfrutan de una posición desahogada, y cuando llegue la victoria de Franco, que ellos dan por segura, esperan recuperar sus propiedades.
“La familia es un poco rara, esa es la impresión que dan. Un padre autoritario e intransigente, una madre nerviosa y asustadiza, un hijo que para en casa tan poco como puede, y las dos niñas. Lina, mi paciente, es la hija. La otra es una prima de su misma edad, que recogieron cuando era un bebé, al morir sus padres. A todos los efectos, es como si fuesen hermanas.
- ¿Cómo es Lina? - preguntó Freud.
- Muy poco corriente, para lo que es su familia. Tímida, modosita, bien educada, pacífica. Al verla, y sobre todo, al compararla con los demás, se diría que está allí de visita. Su prima Lica, en cambio, es una rebelde, que ya les ha dado más de un disgusto y ha protagonizado algún escándalo.
- ¿Lina y Lica? Es curioso. Y no parecen nombres españoles. España es un país en el que las mujeres llevan unos nombres simbólicos y hermosos: Luz, Consuelo, Esperanza, Amparo. Y también Mar.
- Lina es diminutivo de Angela, o Angelina. En cuanto a Manuela, su prima, alguien de la familia empezó a llamarla Manolica, y así le quedó Lica. El caso es que Lina sufre desde hace algún tiempo unas terribles pesadillas.
- ¿Qué tipo de pesadillas?
- Se vé a sí misma estrangulando a su prima. La sensación es tan real que se despierta con los puños crispados. Todos tenemos pesadillas de vez en cuando, pero a alguien tan tranquilo como Lina eso la impresiona hasta provocarle un estado de prostración que le dura varios días.
- ¿Siente angustia? Ya sabe usted lo que eso significa; sexualidad reprimida.
- Más que angustia, yo diría que terror. Alguna vez ha insinuado que puede estar poseída. Es religiosa, pero no creo que sea una beata. Su familia la ha educado de una forma bastante liberal, para lo que es España.
- España es también tierra de herejes, además de serlo de santos - matizó Freud - ¿Qué concepto tiene de sí misma? A esa edad, muchas jovencitas se creen Juana de Arco.
- No es el caso de Lina. Se considera una niña normal, que algún día conocerá a un hombre, le dará hijos y cuidará de la casa. Parece aceptarlo todo con naturalidad. Cuando tuvo la primera menstruación, se dijo simplemente: “Ya soy una mujer”.
- ¿Qué relación tiene con su familia?
- Jamás los juzga. Son como son, suele decir. Y todos la tratan con consideración y respeto. Pero incluso a mí, que no soy español, me parece que hay un poco de frialdad hacia ella. Dudo que sus padres pudieran ayudarla, aunque jamás parece necesitar ayuda.
- ¿Y qué me dice de su prima? Por lo que me ha contado, son muy diferentes. Y sin embargo, tienen nombres muy parecidos.
- No creo que eso signifique nada.
- Todo significa algo - dijo Freud - aunque a veces no sepamos verlo. Los nombres también. Uno puede acabar por asumir su nombre, y comportarse según él. Y si hasta ahora han permitido que sus nombres se parezcan tanto, es por algún motivo.
- Lo desconozco. La verdad es que apenas he hablado con Lica, aunque sé que están muy unidas. Es curioso, ahora acabo de recordar... pero no tiene importancia.
- Yo decidiré eso, si no le importa. Cuente lo que ha recordado, y no me oculte nada. Ya sabe las reglas.
- Pues bien, ya desde el principio, ví que el caso era especialmente difícil. Aunque no lo aparentaba, Lina presentaba una enorme resistencia a abrirse, a confiarse. No había forma de lograr la transferencia, y quería hacerme creer que era totalmente transparente, que no había nada oculto. Llegó a decirme que ella era muy consciente de todo, y que no podía tener inconsciente. Un día llegué a perder la paciencia y le recriminé lo poco que avanzábamos, por su culpa. Al día siguiente me tropecé con Lica, que me echó en cara lo mal que yo trataba a su prima. Lina debía habérselo contado, claro. Es un episodio banal, no sé ni por qué lo he recordado.
- Ahí tiene usted - dijo Freud - Por lo menos, hay alguien que la defiende, aunque no la ayude. ¿En qué situación está usted ahora?
- Casi como al principio. Puedo decir que no la conozco más que el primer día. No hay forma de llegar hasta ella. No he podido lograr la transferencia, como ya le he dicho.
- ¿Ha probado algún camino indirecto? Entrevistar a los otros miembros de la familia, por ejemplo.
- Sí, lo he hecho, pero tampoco ha servido de mucho. Lo único que me ha parecido detectar es que todos tienen una personalidad muy fuerte, y que Lina ha adoptado la estrategia de pasar desapercibida para sobrevivir y evitarse problemas.
- Nadie puede asimilar tan profundamente el principio de realidad, y dominar sus instintos, como usted parece sugerir, sin que eso deje cicatrices, por mucho que se quieran ocultar. Y nuestra obligación es descubrir esas cicatrices y mostrárselas al paciente.
- Eso lo sé muy bien. Pero no he podido conseguirlo. Tal vez, desde el primer día, adopté una actitud errónea. Tal vez, a lo largo de las entrevistas, Lina ha ido aprendiendo a esquivar mis trucos y a obstaculizar mis técnicas. Cada vez me siento más impotente ante ella. Y ella continúa con sus pesadillas, que han empeorado, si cabe. La última vez, soñó que al estrangular a su prima, su cuello se quebraba como un vaso, llenándole las manos de sangre.
Freud levantó la cabeza, de golpe.
- ¿Sangre?
- Sí, ya sé lo que significa. Por lo que yo sé, Lina es virgen. Y en cuanto a Lica, por lo que dicen, dejó de serlo hace tiempo.
Freud se pellizcaba la barba, pensativo.
- Quiere usted que yo entreviste a Lina, ¿no es eso?
- La verdad, no sabía cómo pedírselo.
- Eso es sólo una fórmula de cortesía. Sí que lo sabía: viniendo aquí y espoleando mi curiosidad con detalles insuficientes de un caso difícil. Muy bien, la entrevistaré.
- ¿Irá usted a su casa?
- No. Que venga aquí. No quiero tratarla en su terreno. Por lo que me ha contado, es mejor no darle ningún tipo de ventaja.
Freud pasó la noche cenando en casa de unos amigos, y escuchando con paciencia opiniones infundadas acerca de la anexión de Austria, el “Anschluss”. Se calló que después de la Gran Guerra, él mismo había pegado en sus cartas sellos con la leyenda “Deutsch – Osterreich”, Alemania - Austria. Y que la anexión no sólo tenía partidarios en Alemania, que necesitaba más espacio vital.
Al día siguiente, por la tarde, se presentó el doctor Thomas, acompañado de Lina. Freud apenas le dedicó una mirada, y sin saber por qué, se fijó en sus zapatos. Unos zapatos de tacón bajo, en charol negro, con una trabilla que cruzaba el empeine y se abotonaba al exterior del pie. Unos tópicos zapatos de colegiala sobre unas medias blancas, de niña bien educada.
Freud detestaba que lo mirasen directamente, y por ese motivo solía sentarse a espaldas del paciente. Pero con Lina, esa precaución era innecesaria, porque rara vez levantaba la vista del suelo. Freud empezó la entrevista explicándole las normas básicas: no debía ocultar nada, debía abstenerse de críticas sobre lo que decía o se le ocurría, y debía contestar a todas las preguntas.
- Eso último es lo mismo que me ha dicho antes, que no debía ocultar nada - dijo Lina tímidamente, como para demostrar que había estado atenta.
- No exactamente. No ocultar incluye las cosas que se le ocurran, y los recuerdos, que pueden no responder a una pregunta. Y contestar incluye aquellas cosas que no se le ocurriría ocultar, porque ni siquiera sabía que existieran.
Lina no contestó, pero pareció encogerse un poco en su asiento. Bien, no era un mal comienzo. Si realmente costaba ganarse su confianza, que por lo menos sintiese su autoridad.
- Tengo entendido que tiene usted sueños que la preocupan - dijo Freud, en tono impersonal.
- Sí.
- ¿Le importaría explicármelos? Con sus propias palabras, por favor.
- No tienen ningún sentido.
- Nada de críticas, recuerde. Negarlos no va a acabar con ellos.
- Pero los sueños... a mí me parece que son sólo cosas que a uno le han contado, o le han pasado, y por la noche vienen a la mente.
- ¿Es ese el caso? Esos sueños que la preocupan, ¿es algo que le han contado? ¿Que le ha pasado?
- No.
- Entonces, ¿qué explicación encuentra?
- No tengo explicación.
- Verá usted - dijo Freud - es usted la que sueña. Lo que quiero decir es que no es simplemente algo que le pase, sino que hay una parte de usted que produce esos sueños. Es algo que usted hace, o una parte de usted.
- ¿Yo?
- ¿Hay alguien más, cuando sueña? Usted misma ha dicho que no se trata de algo que le hayan contado, o que le haya pasado.
- Pero si lo sueño porque quiero, ¿por qué me preocupa?
- Porque se trata de un problema sin resolver. Ese sueño puede dar las pistas de cuál es el problema, pero es como una carta escrita en un idioma extranjero. Y sólo usted puede traducirla, aunque con mi ayuda.
- No sé, yo a veces imagino cosas que no tienen nada que ver conmigo. Si evoco detalles de un cuento de hadas que leí hace años, eso no quiere decir que yo lo escribiera.
- En cierto sentido, sí. Porque sólo usted ha escogido qué imágenes le sugería esa lectura. Cuénteme el sueño.
- Pues en el sueño estoy matando a Lica. Quiero decir que la mato.
- No se corrija, por favor. ¿Quiere matarla? En el sueño, quiero decir.
- Ni en el sueño ni en la realidad. Yo no quiero, pero mis manos no me obedecen.
- ¿Cree que Lica es culpable? Tengo entendido que usted no aprueba su conducta.
- No haría jamás algunas cosas que ella hace, pero supongo que debe haber alguien que las haga. Pero yo no diría que es culpable.
- ¿Y no lo pensaría, tampoco?
- Estamos muy unidas, Lica y yo. Pero la verdad, tampoco sé si ha hecho tantas cosas malas. Nos hacemos confidencias, pero sólo nos explicamos lo más importante. ¿Sabe? No, nada, acabo de recordar una tontería.
- Ya sabe que no debe ocultar nada. Explíquemelo.
- Nada, que acabo de recordar la primera travesura de Lica. Éramos muy pequeñas, y nos dejaban jugar en el jardín. De repente, Lica recogió una piedra del suelo y la tiró contra la casa. Rompió un vidrio de una de las ventanas del salón. Ya digo que éramos muy pequeñas, y ese es uno de mis primeros recuerdos, por eso digo que debió ser su primera travesura.
- ¿Cómo reaccionó usted?
- No me acuerdo.
- ¿La defendió? ¿Creyó que estaba mal? ¿Se alegró de que la castigasen?
- ¿Cómo sabe que la castigaron? Lloró mucho, la pobre. Yo habría querido ayudarla, pero no me dejaron.
- ¿Sus padres?
- Claro. Lica siempre me ha necesitado, aunque parezca tan fuerte y tan decidida.
- ¿En qué aspecto la necesita?
- Bueno, por ejemplo, Lica no tiene pelos en la lengua. A veces es incluso un poco grosera, pero yo se lo perdono, porque la quiero. El caso es que casi siempre viene a verme comentando que ha sido demasiado brusca, que no quería ser tan desagradable.
- ¿Cree que alguien más la necesita?
- La verdad es que sí. Todos los de casa, me parece. Hasta Roberto, mi hermano, aunque nos vemos muy poco últimamente. Pero yo intento tranquilizar a mamá; es muy aprensiva, ¿sabe?, y tiene miedo de todo. Y calmar a papá, que tiene muy mal genio. Yo soy un poco el hada buena de la familia.
A Freud le pareció que por fin tenía un indicio. Al verse como un hada buena, Lina se estaba autovalorando en exceso. Eso podía ser una compensación. Tal vez se consideraba muy poca cosa, muy tímida y apocada, y veía cómo sus prejuicios le impedían ceder a sus impulsos, al revés de lo que hacía Lica. Empezó a sospechar que Lina envidiaba a su prima, sin saberlo, y ese rencor inconsciente explicaría la agresividad del sueño. Como hipótesis de trabajo, era bastante plausible, pero había que verificarla.
Ante el silencio de Freud, Lina dijo:
- ¿Puedo hacerle yo una pregunta?
- Claro, diga.
- ¿Siempre lleva esos botines? Son parecidos a los que usa mi padre.
- Sí, suelo llevarlos. Dígame - con una súbita inspiración, preguntó - ¿qué clase de zapatos usa Lica?
- Huy, muy sofisticados, de tacón alto y finito. Rojos, verdes, azules. Negros, casi nunca.
- ¿Y su madre?
- Zapatos de abuela. La pobre sufre de los pies, y se los hacen a medida. La verdad es que sólo usa dos o tres pares.
- ¿Y su hermano?
- Mocasines. Marrones, claro.
- ¿Por qué “claro”?
- ¿Qué?
- Ha dicho usted “Marrones, claro”. ¿Por qué es tan claro que deban ser marrones?
- Oh, bueno, por cómo es él.
- ¿Cómo es?
- Muy independiente. No debería llevar ese tipo de zapatos, no pegan, nos hacen quedar en ridículo. Sólo viene a casa a que le laven la ropa.
De pronto, Lina se dió cuenta de que estaba hablando demasiado, y se calló de golpe. Tras unos momentos de silencio, intentó rectificar:
- Pero es muy buena persona, y yo lo quiero mucho. Tiene sus cosas, claro, pero todo el mundo las tiene.
Freud estaba confuso. Lina parecía sentir más agresividad hacia su hermano que hacia su prima. Tal vez el personaje de Lica que aparecía en el sueño no era más que un disfraz. De todas formas, Lina era demasiado escurridiza, y no le pareció que pudiesen avanzar mucho más en aquella entrevista. Tal vez fuera mejor tomar un camino indirecto.
- Creo que podemos dejarlo por hoy. Me gustaría hablar con su prima, si fuese posible.
- Se lo diré a ella - dijo Lina, secamente - No creo que tenga inconveniente.
Cuando se hubo marchado, Freud repasó la situación, y los datos que había conseguido. Muy pocos, ciertamente. Había, eso sí, sospechas, impresiones. Sabía muy bien que no le valdrían de nada si no las expresaba verbalmente, así que se puso a redactar una serie de notas.

miércoles, diciembre 06, 2006

Ellos

Tras un largo silencio, me decido a publicar un cuento inquietante. No es un cuento de terror; no sé si tiene hoy en día sentido escribirlos, cuando uno puede encender el televisor y ver las noticias. Debo hacer notar que está escrito hace tiempo, antes del 11-S, pero mucho me temo que no haya perdido actualidad. Y que el final sea semejante al de "El gabinete del Dr. Caligari" tampoco contribuye a tranquilizar al lector. Podría decirse que es otra pesadilla antes de Navidad.

ELLOS
Vienen hasta nuestros brazos
Para degollar a nuestros hijos y compañeras.
(La Marsellesa)

No sé cómo empezar. Estoy mal sentado encima de un fardo, en el interior de un vagón de carga. Como era de esperar, huele mal, aunque moderadamente. Ni a estiércol, ni a paja corrompida; sólo un fuerte olor a humedad, algo nada ofensivo para alguien que ha vivido durante años en el barrio viejo. Estoy esperando a que aparezca por aquí algún tren que me pueda llevar hacia el interior, no importa dónde, con tal de que sea lejos de la capital.
Podría pasar sin hacerlo, pero creo necesario que alguien escriba un relato puntual de los hechos, y eso basta para que me sienta obligado. Yo estaba presente cuando empezó todo; la suerte ha querido que presenciase los momentos más importantes. Y tengo la fortuna de ser uno de los supervivientes, aunque no sé por cuánto tiempo.
Al repasar los hechos ocurridos, la primera impresión es de sorpresa por la desproporción. ¿Quién se podía imaginar que un hecho aparentemente tan nimio iba a tener esas consecuencias? Nadie podía suponerlo, y tal vez esa sea la razón de todas las falsas noticias que se han urdido para justificar la catástrofe. Pero siguen siendo mentiras. No había, y hay que decirlo bien alto, ninguna epidemia declarada a bordo del barco. Los inspectores sanitarios, en su primera visita, no detectaron ningún caso de enfermedad grave o contagiosa. Los informes hablan de malnutrición y agotamiento, lo que era lógico después de una travesía en tan penosas condiciones.
Las autoridades portuarias, en contra de lo que propalaban los rumores, estaban perfectamente enteradas de la llegada del barco. Por lo visto, hay gente que cree estar viviendo aún en la Edad Media. No, hoy en día hay radares, y frecuencias de radio específicas para la navegación, y un servicio de vigilancia de costas. Además, las rutas marítimas están tan definidas como las carreteras, y cruzarse con otro barco y dar un comunicado de avistada es de lo más rutinario. Hay mucho interés en seguirle la pista a un barco, a cualquier barco. A menudo hay mucho dinero en juego.
Se sabía también que la mayoría de los pasajeros había tenido que pagar fuertes sumas de dinero a las mafias locales para poder embarcar. Y no se descartaba que algunos miembros de esas mafias viajasen a bordo. Pero eso no preocupaba excesivamente, ni siquiera a la policía. Sólo eran un puñado de delincuentes comunes, que tarde o temprano cometerían un error y acabarían en la cárcel. Por lo demás, el sentimiento general del público hacia los ocupantes era de simpatía, cuando no de lástima.
Hasta cierto punto, resultaba comprensible la decisión de las autoridades de impedir que nadie abandonase el barco. Antes había que resolver los trámites de inmigración. Pero desde el primer momento se procuró evitar que el caso se contaminase del amargo recuerdo de otros semejantes; todos recordamos esas terribles historias de barcos cargados de refugiados que no eran admitidos en ningún puerto, y se veían obligados a vagar en busca de un destino. No, la ayuda humanitaria no faltó, desde el primer día. Además de los auxilios médicos, una cuadrilla de voluntarios y funcionarios entraba y salía del barco, llevando raciones de campaña, bebidas y ropa de abrigo. Los funcionarios confeccionaban largas listas de filiación, edad, recursos y profesión.
Apenas habían pasado dos días de la llegada del barco cuando se produjo el primer extraño suceso, a un tiempo insignificante e imposible. Estoy hablando del famoso nudo. En este momento, ignoro quién podrá leer estas líneas, y qué conocimientos podrá tener de los usos náuticos, por lo que me veo obligado a aclarar algunos términos. Cuando un barco atraca en un muelle, se le suele amarrar con unas gruesas cuerdas (cabos, dirían los marinos) llamadas estachas o maromas. Suelen tener casi el grosor de un muslo, y se ensartan en esos conocidos pilones metálicos llamados norayes. Es costumbre que las estachas lleven ensartado a media altura un disco metálico, que sirve de obstáculo para el paso de las ratas. Y lo usual es tender al menos dos estachas, una a proa y la otra a popa.
Pues bien: en una de las maromas del barco, una buena mañana apareció un nudo, un poco más arriba del disco. La cosa en sí no tenía nada de especial, si se miraba superficialmente. ¿Qué tiene de particular un nudo? Pero considerado con más detalle, resultaba imposible. Teniendo en cuenta el grosor y el peso, y la altura a la que se hallaba, sólo un gigante de tamaño descomunal habría podido hacerlo. Eso, sin hablar de que habría sido preciso desenganchar la estacha del noray. La cosa era tan insólita como si apareciese un nudo en un cable del tendido eléctrico, entre dos torres de alta tensión.
No hablo por referencias. Yo ví el nudo con mis propios ojos. El hecho, como es lógico, despertó cierta curiosidad, especialmente entre el personal del puerto. Empezaron a circular todo tipo de conjeturas. La más insistente achacaba la responsabilidad a los propios pasajeros del barco. Por absurdo que pueda parecer ahora, no sonaba tan descabellado. ¿Qué sabíamos de ellos? Venían de un país montañoso, aislado y pobre. Hablaban una lengua extraña que nadie entendía. Y era fácil imaginar que en sus atrasados pueblos, entre los rebaños de cabras, hubiese aún hechiceros, con poderes y prácticas totalmente desconocidos.
Desde un punto de vista racional, no tenía ningún sentido. Aún admitiendo que pudiesen hacerlo, ¿por qué iban a hacerlo? Y si tenían esa magia, ¿por qué no la habían usado contra las tropas enemigas? Si estaban allí, era porque los invasores los habían acorralado hasta hacerlos huir de su país. Cualquier poder que tuviesen no era suficiente para enfrentarse a la artillería pesada. Por lo demás, resultaba bastante incongruente sospechar de gentes para las que un simple teléfono de bolsillo ya era cosa de magia.
La opinión popular es con frecuencia poco racional, y a pesar de todos los argumentos, persistió una sombra de prevención, que quedó flotando. Justo entonces fue cuando ocurrió el asesinato. De madrugada, se descubrió el cadáver de una joven en el muelle, al lado del barco. La autopsia reveló que había sido arrojada desde cierta altura, posiblemente desde el barco. Había sido salvajemente violada, y para completar el macabro cuadro, al cadáver le faltaba una pierna. Muchos no necesitaron más pruebas para culpar a los refugiados. Se habló incluso de que la pierna que faltaba se había usado para prácticas de canibalismo, y que jamás sería encontrada.
De la noche a la mañana desaparecieron las cuadrillas de voluntarios. Hubo que poner un cordón policial en las proximidades del barco, para mantener a raya las manifestaciones de protesta. Un funcionario policial, amigo mío, me comentó en privado:
- Lo más probable es que no hayan sido ellos. Me puedo creer que sean unos asesinos, e incluso caníbales. Lo que no me puedo creer es que sean tan idiotas. Si en vez de tirar el cadáver al muelle lo hubieran tirado al otro lado, habría ido a parar al agua. Suponiendo que llegásemos a encontrarlo, habrían pasado días, y no habría forma de saber dónde había muerto.
Por cierto, hace un par de días se descubrieron los restos de una pierna en un terreno baldío de las afueras. Es probable que se trate de la pierna que le faltaba al cadáver. La noticia apreció como un suelto en una de las páginas interiores de los diarios. Ya no era importante. Y ya nadie está dispuesto a admitir que el odio generalizado hacia ellos pueda ser injustificado. Aunque se intente razonar con alguno, acabará diciendo: “Aunque no matasen a la chica, está el caso de los niños”.
Pongamos las cosas en su sitio. Es cierto que hubo dos chiquillos del barrio cercano al puerto que desaparecieron durante tres días. Y es verdad que se los encontró a bordo del barco. Pero en ningún momento, a pesar de toda la alharaca, se ha podido probar que fuesen raptados. La opinión de la policía es que se colaron, burlando la vigilancia, una simple travesura. Ya sé lo que dice la madre, que habla de prácticas inhumanas que tuvieron que sufrir las pobres criaturas. Pero si eso fuese cierto, ¿por qué se negó en redondo a que se les practicase un examen médico?
Yo, naturalmente, tengo mi propia opinión. Los muchachos presentaban algunos moretones en brazos y piernas, eso se veía sin necesidad de ser médico. Pero para eso hay otras explicaciones. En primer lugar, chicos de esa edad, traviesos e inquietos, sufren golpes y caídas casi a diario. Todos conocemos el barrio, y no se puede descartar que el trato que reciben de sus padres no sea tan afectuoso como debiera. Lo de la madre merece un capítulo aparte. Una pobre mujer, que malvive como puede, y que de repente se ve convertida en el centro de atención, es lógico que no sepa reaccionar, y pierda la cabeza, y fantasee más de la cuenta. A estas alturas, ya debe estar convencida de que todo lo que dijo es rigurosamente cierto. Pero resulta difícil creer que los dos chicos, por el ambiente en que vivían, no supieran escurrir el bulto si se veían venir algún peligro.
La situación era muy tensa. Efectivos del Ejército reforzaron a los de la Policía. Desde la puesta del sol, una amplia zona alrededor del barco quedaba absolutamente desierta. El miedo y el odio hacia ellos se mezclaban en los sentimientos de la gente, y se oyeron algunas tímidas protestas, pidiendo al gobierno que se llevase el maldito barco a otro sitio.
La muerte del primer extranjero no debía habernos tomado por sorpresa. Después de tantos días encerrados y hacinados, era lógico que alguno intentase escaparse. Y sabiendo cómo estaban las cosas, no se podía esperar que la reacción de la gente fuera precisamente amable. Que en nuestra ciudad existen pandillas más o menos violentas, es algo sabido. Si se suman todos esos factores, lo que resulta es una noticia que apareció en los diarios: refugiado muerto a manos de un grupo radical. Curiosamente, a todo el mundo pareció preocuparle más el hecho de que el refugiado hubiera podido abandonar el barco, que su muerte por unos “incontrolados”. Las comillas son irónicas. Muchos creemos que las autoridades, que querían salvar su imagen, utilizaron bajo cuerda a grupos extremistas, para que les hicieran el trabajo sucio: intimidar a los extranjeros y soliviantar los ánimos. De esa forma, la opinión pública acabaría por exigir que se echase a los intrusos.
No creo que se pueda señalar a un único responsable. Alguien debería haber sabido que el odio puede crecer muy deprisa, mucho más que la capacidad de decisión de un gobierno. Corrió el rumor de que se planeaba un asalto al barco, para acabar de una vez con aquel grupo de salvajes. Aquella iniciativa, desde cierto punto de vista, tenía sus motivos. La mayoría había llegado a creer que ellos eran una amenaza. Y en cierto sentido lo eran, indudablemente. Cualquiera que pase por una situación difícil, que se encuentre desposeído de todo, constituye una amenaza para nosotros. Porque nos recuerda cuánta suerte hemos tenido al disfrutar de nuestro cómodo estilo de vida. Hasta qué punto nos hemos olvidado de nuestras antiguas creencias, que es lo único que les queda a ellos, y que les permite sobrevivir. Lo egoístas que nos hemos vuelto, al pensar que para socorrer a esos necesitados, tal vez tengamos que renunciar a nuestro tercer automóvil.
Siempre es desagradable que nos recuerden que una mujer puede no ser ese figurín que va del salón de belleza al club de bridge, sino una pobre persona que se pasa media vida luchando contra la suciedad y el hambre. Que la principal preocupación de un hombre no siempre es elegir el fondo de inversión en el que colocar sus ahorros. Que a lo mejor, la finalidad de la escuela podría ser que los chicos aprendan cosas que les sirvan para poder tener un futuro. Nosotros no tenemos la culpa de estar del lado bueno de la verja. Pero nos es muy fácil pensar que ellos sí son culpables de no querer estar del lado malo.
El asalto tuvo lugar hace tres semanas, con el resultado de todos conocido. El cine y la literatura han glosado mil veces la épica de los asedios, desde la Ilíada, por lo menos. Pero esa vez, el cine y la literatura eran propiedad privada de los atacantes. Si tuviera más fe en la naturaleza humana, diría que fue la última guerra colonial, los ricos atacando a los pobres. Pero no me puedo creer que sea la última. Tal vez sea consolador pensar que el valor de la desesperación pueda pesar más que la prepotencia del egoísmo. Los refugiados no sólo frustraron el ataque de un grupo armado eficientemente, sino que lograron romper el cerco y escapar todos del barco, dispersándose por la ciudad.
Hubo incluso algo mezquino y falto de imaginación en el hecho de que el barco no acabase incendiado. Estamos perdiendo estilo, y ya lo único que sabemos hacer es dejarlo todo lleno de basuras y de ese hedor insoportable que acompaña a la humanidad. Con esos antecedentes, no es de extrañar que lo que antaño habría sido llamado una invasión, fuese calificado como “problema de orden público”. Esa era la obligada postura oficial. Algo había que decir ante los continuos incidentes. Y habría sido una pésima política aumentar la alarma social que la nueva situación causaba.
El ambiente que se respiraba en la calle era sin embargo aparentemente tranquilo. Había llegado la primavera, época de lluvias y ocasionales días de sol, y la gente tenía ganas de salir, por más que fuera indudablemente peligroso. La policía, de vez en cuando, practicaba alguna detención, pero que la mayoría de ellos seguía en libertad era un secreto a voces. No es raro que supieran ocultarse; no es un superviviente por casualidad. Y venían de un país en guerra. Esquivar a los vigilantes en nuestra ciudad, que no estaba ocupada por tropas, militares, era para ellos un juego de niños.
Recibieron ayuda, claro, de las capas más bajas de la sociedad, con la solidaridad propia de los perseguidos. Y sus actos eran cada vez más salvajes y desesperados. A los robos y asaltos se sucedieron los raptos, las violaciones, los asesinatos. Se decía que por las noches, bandas enteras recorrían las calles en busca de víctimas. Ante la impotencia de las autoridades, no tardaron en dejarse ver a la luz del día.
La ciudad acabó por paralizarse. La calle estaba tomada por ellos. Hace ya tres días que las tiendas no abren. Los artículos de supervivencia que casi todos tenemos en casa están a punto de agotarse. Ha llegado el momento de irse de aquí, de buscar un sitio más tranquilo, en el que al menos se pueda vivir. Esta mañana he recogido lo más imprescindible en una pequeña bolsa de viaje, sin olvidar algún objeto de valor y todo el dinero. He cerrado cuidadosamente la puerta de casa, a sabiendas de que es inútil. Cerrojos y candados no van a detener a esos vándalos. Evitando cuidadosamente las calles por las que ellos patrullan, he podido llegar hasta aquí. No creo que me encuentren, y conservo la esperanza de poder escapar.
* * * * *
El manuscrito adjunto fue hallado junto al cuerpo sin vida de E.G., de mediana edad, en el interior de un vagón de carga, en una vía muerta de la Estación Central. Según el informe forense, la causa de la muerte fue una parada cardio-respiratoria. Investigaciones posteriores han cofirmado que el difunto se había fugado poco antes de una institución siquiátrica.

viernes, diciembre 01, 2006

La Puerta

El cuento de hoy tiene como protagonista a Kafka, y lógicamente, resulta un tanto kafkiano. La trama se basa en parte en uno de sus cuentos más conocidos, "Ante la ley", y usa su recurso más habitual: ir postergando el nudo principal indefinidamente. Todo ello mezclado con una cierta ironía sobre Internet (sin llamarlo así, desde luego).

Creo llegado el momento de anunciar que estoy pensando en clausurar este blog, no sé si de forma temporal o definitiva. El motivo principal es que a este ritmo, pronto me voy a quedar sin material para publicar. Me quedan bastantes cuentos, pero a mi juicio no tienen el nivel necesario para publicarlos sin avergonzarme. De todas formas, no srá hoy, ni de forma inmediata. Se acerca la Navidad, y tengo ya preparado el cuento de Navidad que pienso publicar. Esa será mi despedida, pero antes de que llegue, aquí va otro cuento.

LA PUERTA

A aquel que en vida fué Franz Joseph Kafka, le llegó su hora un buen día, como a todo el mundo. Inmediatamente después del tránsito, se encontró ante las escalinatas que daban acceso a un edificio grande y solemne. Muy lejos, allá arriba, al lado de la puerta, divisó a una especie de conserje, altivo y uniformado como un mariscal. Subió pausadamente la escalinata, al fin y al cabo no tenía ninguna prisa, y se encaminó hacia él. El conserje le dirigió una mirada inquisitiva, sin abrir la boca.
- Acabo de llegar - dijo Kafka.
El conserje asintió, y con un vago gesto de la mano señaló una de las grandes puertas de bronce, entreabiertas. Una vez cumplida su misión, volvió a dirigir su mirada a lo lejos, con expresión ausente. Kafka se acercó a la puerta y la flanqueó, entrando en una espaciosa sala. Unas gigantescas columnas partían del suelo enmarmolado y subían hasta perderse en la penumbra de una bóveda altísima. A cada lado de la sala había unos altos mostradores. No se veía ni se oía a nadie. Kafka se acercó hasta uno de los mostradores, y al asomarse, pudo ver a alguien sentado en una mesa, escribiendo en un grueso libro. Tenía la sensación de haber entrado en un banco. Carraspeó ligeramente, para llamar la atención del hombre. El otro levantó la vista del libro, le echó una mirada y dijo:
- Un momento - y volvió a sumergirse en el libro.
Por lo visto, había que esperar. No era en absoluto como él había imaginado. Sus padres lo habían instruído en la fe judía, y él creía en una vida después de la muerte, en la que ya no habría sufrimientos y serían premiadas las buenas obras. Pero no había supuesto que tuviese un aire tan oficial, tan burocrático. Tal vez era preciso que fuese así. Debía ser necesaria una cierta organización. Al fin y al cabo, allí se gestionaba el destino de millones de almas.
El funcionario seguía escribiendo, como si nadie lo esperase. Al parecer, allí sobraba el tiempo, de igual manera que las dimensiones de la sala sugerían que allí sobraba el espacio. El leve rascar de la pluma sobre el papel era lo único que se oía. Hacía algo de fresco. No un frío intenso, pero sí lo suficiente para ocasionar una ligera incomodidad. El suelo de mármol, el enorme espacio, la penumbra, la bóveda altísima, configuraban un ambiente imposible de calentar hasta una temperatura confortable. Kafka paseó su mirada por la estancia, y le pareció que el mostrador del otro lado de la sala estaba cada vez más lejos. ¿Era aquello, el cielo? ¿Un enorme espacio vacío? ¿Acaso todos los sacrificios, los remordimientos, los impulsos idealistas, los sentimientos de culpabilidad, las lágrimas y las risas estaban condenadas a volverse amarillentas hojas de papel abandonadas en una oficina polvorienta?
- Dígame, ¿qué desea?
Kafka se sobresaltó. El funcionario había acabado de escribir, cerrado el libro, y se había acercado hasta el mostrador sin que él lo oyese. Y ahora estaba allí mismo, con su cara inexpresiva, mirándolo a través de unas gafas intencionadamente pequeñas, como para minimizar su problema de vista.
- Acabo de llegar.
- ¿Usted solo? ¿Ha perdido a su grupo?
- Sí, vengo solo. No he visto a ningún grupo.
- Pero no puede ser. Todo el mundo viene aquí en grupos, y los dirige un supervisor. No puede usted presentarse aquí de esa forma, solo, sin grupo, sin supervisor, sin lista de verificación, sin nada.
- Perdone.
- O sea, que no tiene usted grupo - insistió el funcionario, contrariado - Bien, espere aquí, voy a consultar.
El hombrecillo dió media vuelta y se dirigió hacia el fondo de la sala, perdiéndose en la oscuridad, mientras el clip-clap de sus pasos se iba debilitando cada vez más. Unos momentos más tarde, los pasos volvieron a oírse, y el hombrecillo reapareció, acompañado de un individuo más alto y joven que él, y de aspecto decidido. Ambos se acercaron al mostrador, y el más joven se dirigió a Kafka:
- Me dicen que ha llegado aquí sin grupo.
- Sí.
- Verá usted - dijo el joven, con aire paciente - eso no es posible. Aquí no llega nadie como usted, quiero decir por su cuenta. Las cosas no se pueden hacer así. Es por el bien de todos, ¿comprende? Hay que seguir las normas. A la entrada se les organiza por grupos, se les asigna un supervisor, y se comprueba que no falte nadie, con la lista de verificación. Comprendo que a usted le dé reparo decírmelo, pero seguro que estaba usted, digamos, algo aturdido, y ha perdido a su grupo.
- Supongo - dijo Kafka, resignado.
El joven pareció aliviado.
- Eso es otra cosa. No se preocupe, no ocurre nada. Lo encontraremos a usted enseguida. Será cosa de un momento.
Se volvió hacia el hombrecillo de las gafas y le preguntó:
- ¿Han entregado ya las listas de hoy?
- Sí.
- ¿Alguna incidencia?
- No.
- ¿Está usted seguro?
- Sí.
- Muy bien. Entonces habrá que verificarlo. Y si no da resultado, tendremos que buscarlo.
El hombrecillo de las gafas pareció alarmado. El joven bajó un poco la voz y le dijo:
- Ya sé que le cuesta a usted, que está acostumbrado a trabajar con papeles, y tomos, y esas cosas. Pero ya sabe usted que hace años que desterramos todo eso, y que debemos usar el nuevo sistema. Es mucho más cómodo, cuando uno se ha acostumbrado. Además, hay una recomendación expresa del jefe para que lo hagamos así.
El hombrecillo asintió y se inclinó tras el mostrador, desapareciendo de la vista. Se oyeron algunos clics y una especie de zumbido, mientras el joven le decía a Kafka:
- Hace años que no trabajamos con papeles. Ahora lo tenemos todo archivado en Celesnet. Es... bueno, no sé cómo explicárselo. Pero es muy cómodo, la verdad. Y rápido.
El hombrecillo oculto estaba diciendo algo, en medio de un golpeteo de clics y bips. El joven volvió la cabeza y dijo:
- ¿Qué dice usted? ¿Nada? Bueno, entonces tendremos que buscarlo. Apártese usted, ya lo haré yo.
Iba a inclinarse, cuando una súbita idea lo hizo volver la vista hacia Kafka, diciéndole:
- ¿Le gustaría verlo?
Kafka asintió, por cortesía. El joven, satisfecho, levantó una parte del mostrador, que hacía las veces de tapa, y abrió una portezuela que Kafka no había sabido ver. Al otro lado, una repisa continua servía de mesa, y en ella se veía una caja con una ventana luminosa, y una especie de tablilla llena de botones cuadrados con letras y números, que a Kafka le recordó el teclado de un acordeón.
- Esto es Celesnet. Bueno, no exactamente. Más bien, una de sus puertas. Permítame.
El hombrecillo se levantó del taburete en el que estaba sentado, para cederle el puesto al joven.
- ¿Cuál es su apellido? - preguntó el joven, apoyando las manos sobre el teclado.
- Kafka.
- ¿Con dos ka?
- Sí.
- ¿Y su ciudad?
- Praga.
- Bonita ciudad, según me han dicho. Vamos a ver.
El joven empezó a pulsar los botones del teclado, pero en vez de oírse música, como esperaba Kafka, resonó una vez más el repiqueteo de clics que había oído antes. Al mismo tiempo, en la ventana luminosa empezó a aparecer una serie de letras que formaban una frase incomprensible:
http:@www.com/austrohun/praha/kafka
Al finalizar la frase, el joven golpeó más que pulsó uno de los botones, y al cabo de un momento, en la ventana apareció un recuadro con la frase “No hay datos”. El joven parpadeó, perplejo, para acabar diciendo:
- Bueno, está muy claro. Usted no existe.
Kafka no pudo reprimir una sonrisa, mientras decía:
- El caso es que estoy aquí.
El joven pareció reaccionar:
- Por supuesto, por supuesto. Lo que quiero decir es que no hay datos, o sea, no está usted registrado, así que no podemos asignarle un destino. Sé que es muy enojoso, y creame que lo siento. Estamos muy orgullosos de nuestra eficiencia, y no entiendo qué ha podido pasar.
- Algo se podrá hacer, supongo - dijo Kafka.
- Verá usted, yo no puedo asumir esa responsabilidad, no estoy autorizado. ¿No podría usted...? No, claro, en la puerta no lo dejarían salir. La verdad, todo esto es muy fastidioso, muy fastidioso.
El joven reflexionó unos instantes. El hombrecillo de las gafas parecía abrumado ante aquella aberración burocrática: alguien que no estaba registrado, y por tanto no existía, y sin embargo, tenía la desfachatez de presentarse allí, creando problemas. Por fin, el joven dijo, con aire resignado:
- Me temo que no voy a tener más remedio que consultarlo con mis superiores.
Hizo una pausa, esperando que Kafka supiese apreciar la magnitud y trascendencia de la situación.
- Espere usted aquí. Volveré enseguida.
El joven se dirigió con pasos rápidos hacia el fondo de la sala, perdiéndose en la penumbra. El hombrecillo volvió a levantar la tapa del mostrador y abrió la portezuela, dando a entender que Kafka no estaba autorizado, y por consiguiente, debía situarse fuera del mostrador. En cuanto lo vió al otro lado, el hombrecillo adoptó un aire menos inquieto. Para él, estaba muy claro: el culpable de aquel problema era Kafka, no el sistema, porque el sistema no podía fallar.
- ¿De verdad se llama usted Kafka, con dos ka? - preguntó.
- Sí.
El hombrecillo tamborileó con los dedos sobre el mostrador.
- En buen lío nos ha metido usted, buen hombre. Sólo espero que la cosa no pase a mayores. Claro, ustedes no se dan cuenta, no tienen idea de lo que representa toda esta organización, de cómo funciona, y se presentan aquí por las buenas, sin grupo, sin lista, sin supervisor, como si no hubiera reglas. Pues las hay, entérese usted. Hay reglas, y normas, y procedimientos. Y hay que seguirlas. ¿Sabe usted qué pasaría si todos nos saltásemos las reglas? Que esto sería un caos. Un caos.
Kafka decidió que no estaba dispuesto a dejarse intimidar por un subalterno, y respondió:
- ¿Cree usted que yo la he buscado, esta situación? ¿Cree que he podido escoger siquiera si venía aquí? Le aseguro a usted que estaría mucho mejor en mi casa, en Praga, que aquí, perdiendo el tiempo con unos desorganizados que han perdido mis papeles.
El hombrecillo templó algo su tono:
- Perdone, no quería ser brusco. Ya sé que no tenía usted mala intención. Pero es que no se hace usted cargo. Aquí no hemos perdido sus papeles, y no tiene usted ningún derecho a llamarnos desorganizados. La sola idea es para echarse a reir. No le diré a usted que un papel no pueda perderse, pero aquí ya no trabajamos con papeles, y en Celesnet no puede perderse nada.
El hombrecillo iba a decir algo más, pero en ese momento se oyó el ruido de unos pasos que se acercaban, y volvió a adoptar una postura oficial. Los pasos eran del joven, que venía acompañado de un hombre corpulento y calvo. Al llegar ante Kafka, el joven dijo:
- Le presento al señor F., mi superior. Éste es el señor K.
A Kafka le resultó familiar que usasen abreviaturas para los nombres; él mismo había utilizado ese recurso en sus historias, aquellas historias que jamás leería nadie. El señor F. estaba diciendo:
- Es un lamentable incidente lo que ocurre con usted, señor K. Creame que lo lamento. Por lo visto - y lanzó una mirada de desaprobación al joven - nuestra organización no es tan perfecta como creíamos. No conseguimos encontrarlo; sus datos no están donde deberían. No quiero aventurar hipótesis, pero es muy posible que estén mal archivados. Yo le ruego a usted que tenga un poco de paciencia, y ya verá usted como acabamos por encontrarlo.
Se notaba una cierta impaciencia en su voz; el joven la percibió también, apresurándose a situarse ante el teclado. El señor F., más tranquilo, le confesó a Kafka:
- Verá usted, para nosotros es en cierta manera un problema, que ocurran casos como éste. Ya sabe usted, las risitas, las bromitas, los cuchicheos. “En la puerta doce han perdido a uno”. No quiero decir que haya mala intención, eso no, pero estas cosas se saben, y crean una mala imagen, y eso nos perjudica. Si suceden a menudo, entonces empieza a ocurrir que las solicitudes de más recursos o de más personal se retrasan, los ascensos tardan mucho más en llegar, los inspectores aparecen cada dos por tres en visitas sorpresa. En fin, no quiero aburrirle a usted con nuestras preocupaciones. Sólo espero que esto no llegue a oídos del señor D.
El joven estaba diciendo algo, y el señor F. se inclinó, desapareciendo tras el mostrador. Kafka interrogó al hombrecillo:
- ¿El señor D?
- El jefe - le respondió en voz muy baja, como si nombrase una enfermedad.
El señor F. reapareció, y le dijo al hombrecillo:
- Vaya usted a buscar a Kurtz.
Mientras el otro se alejaba hacia la puerta, el señor F. dijo:
- Al parecer, esto puede llevar algún tiempo. Y debe estar usted cansado. Por desgracia, no tenemos aquí sillas para los visitantes; no suelen estar aquí más que unos pocos minutos. De todas formas, procuraremos que esté usted lo más cómodo posible.
El hombrecillo regresaba, acompañado del conserje. Éste llevaba la gorra en la mano y caminaba con paso irregular, como si sus grandes zancadas no bastasen para seguir los pasos menudos y rápidos del hombrecillo, y se viese obligado a intentar una carrerilla para alcanzarlo. Parecía más pequeño y mucho menos solemne, sin la gorra. Al llegar ante el señor F. esbozó una inclinación a modo de saludo.
- Oiga usted, Kurtz - dijo el señor F - quisiera pedirle un favor. El señor K., bien, digamos que se ve obligado a pasar un corto tiempo con nosotros, y yo quería pedirle a usted si pudiera ofrecerle acomodo en su casa. Es un caso de cortesía, ya se hace usted cargo.
- Desde luego - dijo Kurtz - lo que usted diga, señor F. Para mí será un honor. Lo que usted mande.
Subrayó cada una de las frases con una inclinación, como si estuviera haciendo reverencias. El señor F. se dirigió a Kafka:
- Vaya usted con él. En cuanto hayamos resuelto su caso, vendremos a avisarle.
- Si puedo ayudar... - sugirió Kafka.
- Nada, no se preocupe. Tenemos el tema totalmente controlado. Ande, vaya usted, que podrá descansar y refrescarse un poco.
Kurtz le sonreía, aún inclinado. Kafka se encogió de hombros y se encaminó con él a la puerta. Al salir al exterior, la luz casi lo deslumbró. Sin embargo, él recordaba un cielo gris a su llegada. Debía ser por la penumbra de la sala. Kurtz señaló con la gorra hacia el pie de las escaleras y dijo:
- Es allí, señor K.
Kafka descubrió entonces un jardincillo que no había visto antes. Casi oculta bajo un árbol, entre los arbustos, se adivinaban más que se veían las paredes de una casita. El corpulento Kurtz bajaba las escaleras torpemente, como un oso, y Kafka pensó que había sido absurdo al dejarse impresionar por su aspecto. Al llegar a la puerta de la casita, Kurtz la abrió y lo hizo entrar, mientras gritaba por encima de su hombro:
- ¡Elsa! ¡Elsa!
A los gritos, acudió una mujer de mediana edad, cuyos cabellos rubios empezaban a volverse grises. Mientras se secaba las manos en el delantal, miró a los dos con unos ojos muy azules. Al ver a un desconocido, saludó con una inclinación, e interrogó a Kurtz con el gesto.
- Este es el señor K. - dijo Kurtz - Por lo visto, tiene que esperar un tiempo, y me han pedido que lo tengamos con nosotros.
Elsa asintió, y despidió a Kurtz con un gesto. Tomó a Kafka del brazo y lo encaminó a una de las sillas que bordeaban una mesa, en el centro de la estancia. Kafka se sentó, y Elsa hizo lo mismo. Se daba cuenta ahora de que estaba cansado.
- Dígame, señor K - preguntó ella, amablemente - ¿sabe si va a tener que esperar mucho?
- No lo sé. No encuentran mis datos, y no sé el tiempo que les puede llevar.
La mujer asintió, y dijo:
- Entonces, decidido. Se quedará usted a comer con nosotros. Tenemos salchichas, con col y patatas, claro. Le gustan a usted, ¿verdad?
- Pues sí, muchas gracias, pero no sé si estaré aquí para entonces.
- Oh, sí que estará - dijo ella, sonriendo - No conoce usted a los de ahí adentro. Son capaces de tardar todo el día en decidirse a hacer algo que no les llevaría más de cinco minutos.
Se levantó y dijo:
- Usted me perdonará, pero yo tengo cosas que atender en la cocina.
Kafka asintió, y se quedó solo, sentado a la mesa. Pensó una vez más que estaba cansado. Bien mirado, la situación no era tan mala. Aquella buena gente lo había acogido, y le darían de comer. Tarde o temprano, su nombre aparecería en los archivos, y lo dejarían pasar. Insensiblemente, el cansancio lo fué venciendo, y se puso a dormitar.
Lo despertó un ruido de platos. Elsa estaba poniendo la mesa. La miró con un cierto susto, y ella le sonrió.
- Se ha quedado usted dormido. No se preocupe. Dentro de un momento vendrá Kurtz.
Y así fué. Al cabo de un rato, entró Kurtz por la puerta, colgó la gorra de un gancho en la pared y empezó a desabotonarse la casaca. Debajo vestía una raída camisa, y unos pantalones sujetos con tirantes. Sin uniforme, no sólo parecía más pequeño, sino también más viejo y cansado.
- Seguro que no esperaba usted una situación así, señor K - le dijo Kurtz durante el almuerzo.
- No, bueno... es decir, una vez se me ocurrió algo parecido.
- ¿Cómo fué eso? - preguntó Elsa.
- Bien, el caso es que yo me inventaba historias, para distraerme, y las escribía.
- Así, era usted escritor - dijo Kurtz.
- No, no, jamás publiqué nada. Y mis historias se las dí antes de morir a un amigo, que se comprometió a destruirlas.
- Tal vez no lo haya hecho. Tal vez sea usted famoso, ahora - dijo Elsa.
- No lo creo. El caso es que, en una de mis historias, un hombre llega ante la puerta de la Ley, y se encuentra con un temible guardián que le impide el paso. El guardián le previene de que él es sólo el primero de una serie de centinelas, más y más terribles. Las súplicas del hombre son en vano, y decide esperar. Consume su vida en esa espera infructuosa. A punto de morir, le pregunta al guardián cómo es que en todos esos años nadie más ha intentado entrar. El guardián le responde: “Ésta era tu puerta, y nadie más que tú podía entrar. Ahora ya puedo cerrarla.”
Hubo unos instantes de silencio, antes de que Elsa se atreviera a decir, cautelosa:
- Es una historia absurda, me parece.
Kurtz le lanzó una mirada irritada y dijo:
- Tan absurda como que una mujer le diga que no al único hombre que de verdad le gusta.
A Kafka le pareció oir el eco de un lejano reproche en la voz de Kurtz, pero no quiso reparar en ello. Aquellas eran otras vidas, otros sentimientos, otros rencores, y él era sólo un invitado, que estaba allí por pura cortesía.
Después de comer, Elsa se sentó a la mesa del comedor, a desgranar guisantes. Sus manos ajadas recogían las vainas de un barreño que tenía en la falda, las oprimía ligeramente con las yemas en un extremo, para abrirlas, y con el pulgar arrancaba los granos, que caían repiqueteando en una olla. La vaina, ya vacía, iba a parar a un cubo de zinc que tenía al lado de la silla. A Kafka le recordó a su madre. Elsa dijo:
- ¿Sabe usted? Estamos muy bien aquí. Esta es la casa en la que yo siempre había soñado vivir. Yo vivía en Berlín, ¿sabe?, en una pequeña calle, lejos de todas partes. Vivíamos en los bajos, en un semisótano, y debíamos tener la luz encendida casi siempre, salvo algunas horas en verano. Si uno abría la ventana, casi una claraboya, entraba el olor a estiércol de caballo. Y de vez en cuando veíamos alguna cucaracha.
Kafka se dió cuenta de que estaba sonriendo cuando oyó la voz de Elsa que preguntaba:
- ¿Qué le ocurre? ¿Acaso recuerda otra de sus historias?
Kafka, mecánicamente, dijo:
- “Una mañana, al despertarse, Joseph K. se encontró convertido en cucaracha”. A esa historia la llamé “Metamorfosis”.
- Eso es griego, ¿verdad? - dijo Elsa - Algo con tantas vocales, y que suena tan bien aunque signifique algo horrible, sólo puede ser griego.
- Sí, es griego. Quiere decir “cambio de forma”.
- ¿Cómo se le ocurrió, esa historia?
Kafka se encogió de hombros. Elsa volvió a preguntar:
- Es usted judío, ¿verdad?
- ¿Cómo lo ha sabido? - preguntó Kafka, sorprendido.
- No sé. A lo mejor, es porque mi padre era muy severo y estricto, y no es tan diferente ser hijo de un gran padre y ser hijo de un gran pueblo, del pueblo elegido. Siempre te da más miedo lo que dirán los tuyos que lo que dirán los demás. Nunca eres lo bastante recto, lo bastante puro, lo bastante desinteresado. Y si lo eres, no has hecho más que cumplir con tu deber, y eso no merece elogios.
“Tarde o temprano, uno se plantea si vale mucho más que una cucaracha, que sólo intenta sobrevivir y que no la aplaste un zapato. Y se pregunta si no habría otras formas de vivir, de ser persona. Uno no necesita el desprecio de los demás; ya tiene bastante con el de los suyos.
- No siempre te desprecian - dijo Kafka.
- Entonces es peor - replicó Elsa - Te venden su amor, que puede ser más pesado que una condena. Te obligan a no ser más grande de lo que ellos puedan entender. Y a veces, eso es muy poco.
Elsa bajó la cabeza y contempló detenidamente el barreño, ya casi vacío. A Kafka le pareció que hipaba, pero no podía estar seguro. Sonó un golpe en la puerta. Elsa levantó una punta del delantal para enjugarse los ojos. La puerta se abrió con lentitud, y asomó la cabeza del señor F., que dijo:
- ¿Señor K.?
Kafka respondió:
- Sí.
El señor F., cautelosamente, entró en el comedor. Al encontrarse ante Kafka, se irguió y dijo:
- Todo resuelto. Ya lo hemos encontrado.
Kafka se puso en pie, con tanta presteza que tuvo un ligero vahido. No importaba. Todo estaba arreglado. El señor F. decía:
- Jamás se le ocurriría imaginar dónde lo hemos encontrado.
Le pasó el brazo sobre los hombros, lo encaminó hacia la puerta, salieron. Entonces, Elsa dijo:
- En “cucarachas” - pero ya nadie la oyó.
Kafka entró nuevamente en la gran sala, y divisó al hombrecillo y al joven, que tenía un aire satisfecho.
- Venga usted, venga. Tiene que ver esto.
El señor F. agitó la mano, en un gesto negativo que decepcionó al joven. Kafka recibió un papel doblado en cuatro, un salvoconducto, según le dijeron. Jamás vió la pantalla. No pudo leer otra de aquellas frases indescifrables:
http:@www.com/bugs
Kafka se dirigió hacia el fondo de la sala, dejando tras de sí la satisfacción de aquellos tres. Todo se había resuelto, el señor D. no había tenido por qué enterarse. Y en todo aquello sólo había una leve sombra, una duda que flotaba en el ánimo de K.:
¿De verdad era aquello, el cielo?
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