miércoles, octubre 17, 2007

Declaración

Lo de hay no sé si puede considerarse un cuento, aunque ocurran cosas. Supongo que cuando uno ha estado un tiempo sin practicar, necesita un cierto tiempo de calentamiento antes de volver a tomar el ritmo. Sea como fuere, aquí hay una nueva entrada, acerca de un tema que me interesa, una de las pasiones humanas:

DECLARACION

Sé muy bien que a primera vista, lo que he hecho sólo puede parecer una locura. Que no tenía realmente ningún motivo que me empujase. Pero claro, yo no estoy loco. Y por supuesto, había un motivo, aunque no sea evidente.
A mí, lo que me ha movido siempre ha sido la envidia. No estoy en absoluto orgulloso de que sea así; los orgullosos no envidian, sino que desprecian. Pero tengo que reconocerlo, es como soy. ¡Qué más quisiera yo, que ser como esas personas nobles y generosas! De esas que se alegran de los éxitos de los demás, mal rayo las parta. Porque a esas también las envidio, tanto más cuanto que sé que nunca seré como ellas. Creo que fue Freud el que ijo, poco más o menos, que la envidia es la base de la justicia: si yo no puedo ser el único privilegiado, que no haya privilegios para nadie.
Conocía a Carlos desde que los dos éramos niños. Nunca fue gran cosa: un tipo corriente. Vivíamos cerca, jugábamos y éramos amigos. Por aquel entonces, yo no tenía nada contra él. Era inofensivo, no podía hacerme sombra. Me preocupaba más el primero de la clase. Durante algún tiempo, pensé en conseguir que cargase con la culpa de alguna travesura. Pero resulta que aunque sea envidioso, no soy tonto. Me dí cuenta de que era mejor hundirlo: que dejase de ser el primero de la clase, porque el primero iba a ser yo. Y me esforcé todo lo que pude, y lo conseguí. El antiguo favorito del maestro pasó al olvido. Y si no doy su nombre es porque ni siquiera lo recuerdo. Mientras tanto, Carlos pasó por la escuela sin pena ni gloria.
Años más tarde, seguíamos siendo amigos, y salíamos juntos de farra. Carlos nunca supo beber, al segundo trago ya le daba el sueño, pero hacía reir a las chicas. Pero yo no lo envidiaba por eso; porque a la hora de la verdad, el que se llevaba el trofeo era yo. Ya he dicho que no soy tonto, aprendí lo que se debe hacer. Y alguna vez conseguí que el ídolo del grupo pasase de ser envidiado a que me envidiase por mis éxitos. Justo cuando ya creía que Carlos, con retraso, acabaría emparejado con la última del grupo, fue cuando conoció a Laura.
Laura era muy guapa, lo sigue siendo, pero está completamente loca. De lo contrario, no se entiende cómo podía gustarle un don nadie como Carlos. Y él le gustaba, eso se veía. La cosa fue muy rápida. Carlos parecía transfigurado de puro feliz. En cuanto a mí, casi acababa de salir de la perplejidad, y estaba a punto de empezar a maquinar cómo arruinarles la relación. Pura envidia, nada más. Y fue en ese preciso momento cuando Laura me presentó a su hermana Luisa.
Luisa era, y es, tan guapa como Laura. No tiene nada de extraño, si se tiene en cuenta que son gemelas. Vaya una broma para un envidioso, ¿no? Conseguir exactamente aquello que se envidia. No podía dejar pasar la ocasión, y no lo hice. Me dediqué a conquistar a Luisa, y durante mucho tiempo me llegué a creer que era eso lo que yo quería.
Pero un envidioso no es libre de escoger. La envidia es una pasión, y no atiende a razones. Yo nunca he podido querer lo que me conviene o lo que me haría feliz. Estoy demasiado ocupado queriendo lo que tienen los demás. En el fondo, no importa que yo ya lo tenga. El solo hecho de que también lo tenga otro, basta para devaluarlo. Así que hay que correr a buscar algo más, algo mejor. No es algo que me aflija: todos estamos, hoy en día, metidos en ese juego. Ropa de marca, coches, una casa mejor, un barrio mejor, una esposa más atractiva, unos hijos más guapos, todo es lo mismo.
Habían pasado los años. Carlos tenía un trabajo aceptable, una esposa guapa (como la mía), y poco más. Yo tenía un trabajo mucho mejor, más dinero, una esposa mejor vestida que la suya, y nada que envidiarle, aparentemente. Y aún así, lo envidiaba, porque tenía algo que yo no podía tener, y la sola idea bastaba para volverme loco. Carlos era feliz. Sin motivo, sin razón, de puro inconsciente, y encima, a lo mejor ni siquiera lo sabía. Pero era feliz. Y yo no podía soportarlo. Por eso lo maté.
Después de haberlo matado, no me quedé tranquilo. Matarlo me ha traído muchas complicaciones. Y las perspectivas no son muy favorables. Me voy a pasar los próximos meses envidiando a los que ya tienen sentencia, y luego, a los que tengan menos años por cumplir. Va a ser muy duro. Por eso quiero pedirle, señor juez, que tenga en cuenta la condena que ya llevo encima, y que seguiré teniendo cuando salga de la cárcel.

viernes, octubre 05, 2007

Caducidad

Después de un largo tiempo sin actualizar el blog, aquí estoy de nuevo, y posiblemente empiece una nueva etapa en la que vuelva a escribir. Para empezar, un pequeño escrito que no pretende revivir el síndrome postvacacional de los del hemisferio norte, aunque pueda parecerlo:

CADUCIDAD
Al regreso de sus vacaciones, Ernesto abrió la puerta del frigorífico y examinó su contenido. En uno de los estantes, descubrió un yogur, olvidado allí desde hacía un mes. Leyó la fecha; "consumir preferentemente antes de" indicaba el día culminante de las fiestas del pueblo de sus padres, quince días atrás. ¡Qué recuerdos! Sensaciones y emociones que no iban a volver. El yogur fue a parar a la basura.
Al día siguiente, en el servicio de reparaciones, a Ernesto se le presentó un muchacho que llevaba bajo el brazo lo que parecía un aparato combinado: radio y reproductor de cassette. Cuando lo depositó en el mostrador, Ernesto descubrió que además, incorporaba una pequeña pantalla de televisión.
-¿Qué le pasa? – preguntó Ernesto.
- Es la tele – dijo el muchacho – No funciona.
- ¿Pantalla blanca o pantalla negra?
- Es en blanco y negro.
- No pregunto eso – explicó Ernesto – Cuando lo pone en marcha, ¿sale nieve en la pantalla? ¿O no sale nada?
- No sale nada. Antes salía un puntito blanco, en el centro, pero ahora, ni eso.
- Mire – Ernesto ya había llegado a una conclusión – me temo que no vale la pena repararlo. ¿Hace mucho que lo tiene?
- Sí, mucho. Yo era un crío.
Para Ernesto, que ya pasaba de los treinta, el muchacho seguía siendo un crío. Seguro que aún no había cumplido los veinte.
- Seguramente se habrá quemado el tubo – dijo Ernesto – La pantalla, quiero decir. Y no voy a encontrar recambios. Ya no se fabrican tubos, pantallas de estas. Ahora ya todo son pantallas planas. Y ya no digamos si es en blanco y negro.
Ramón asintió, antes de recoger el aparato y salir con él a la calle. En el fondo, no había albergado muchas esperanzas de que tuviera arreglo, pero era un fastidio. Aquel trasto le había dado bastantes horas de independencia durante las vacaciones, sin verse obligado a contemplar la tele familiar en el apartamento de la playa.
Apenas había llegado a casa, cuando un zumbido en su teléfono de bolsillo lo advirtió de que tenía un mensaje. Era de Patricia, la chica que había conocido durante el verano. Hizo una mueca de disgusto. En el fondo, le parecía que Patricia era una pesada, además de una ingenua. Lo único que tenía de bueno es que era poco exigente, y al menos, se dejaba. Tal vez por simple cortesía valía la pena contestarle, pero nada de quedar con ella, eso no.
Al recibir la respuesta, Patricia suspiró. Se negaba a admitir que Ramón fuera uno de esos que sólo buscaban un lío de verano. Pero la situación era clara: Ramón le decía que tenía que preparar los exámenes, que iba a estar muy ocupado, que tal vez más adelante... Excusas.
Le resonaban en la mente las palabras de su madre: "Hija, no te vendas barata. Hazte valer. No se lo regales al primero que pase, que tú te mereces más que eso". ¡Pobre mamá! Esas eran ideas que podían haber sido válidas en su época, pero ¿ahora? La competencia era muy dura, y "hacerse valer" equivalía a dejar que viniese otra, más resuelta y con menos reparos, y se llevase al chico. No, Patricia sólo se había equivocado al fijarse en Ramón, y no en la forma de comportarse.
Laura repasaba los vestidos del armario, al tiempo que daba vueltas a otros asuntos en segundo plano. Desde luego, era preciso renovar gran parte del vestuario. Sólo se podían salvar dos o tres clásicos, de esos que no pasan de moda. Los que menos le gustaban, precisamente, y por eso mismo, estaban casi nuevos. Pero los que le daban mejor aspecto y le habían permitido ir más a la moda, esos estaban condenados al retiro. Nada es más anticuado que lo del año pasado. El que lleva una prenda de hace cinco o diez años, puede ser original, o el precursor de una tendencia que vuelve. Pero el que se viste como hace dos años, es que sencillamente no tiene recursos. Patricia, últimamente, parecía un poco apagada. Seguramente, por culpa del muchacho con el que había tonteado durante el verano. Lo mejor era que se la llevase de compras. Y en lo referente a Antonio, su marido, con el que las cosas no iban demasiado bien, ya pensaría en él en otro momento.
Antonio, conduciendo de regreso a casa, revisaba mentalmente la conversación que había tenido con Marisa. Conversación que se podía resumir en muy pocas palabras: "No me llames más. Lo nuestro se ha acabado". Pero Antonio se preguntaba si eso era todo. Mejor dicho, si era posible que todo hubiera ocurrido tan deprisa. Desde la primera y cautivadora sospecha de una posible atracción, el despertar de un mutuo interés, luego el arrebato de unos encuentros inesperados, más tarde la premeditación de fechas y horas, finalmente la regularidad, todo eso, ¿hacia dónde había volado? Claro está que ya no los envolvían las llamaradas de las primeras veces, pero la calidez no se había perdido, al menos por parte de él. Lo más doloroso para Antonio no era la pérdida física. Una relación sexual nunca es solamente sexual, siempre incluye algo más. En el peor de los casos, la dominación, y en el mejor, el amor. Aunque para él, el premio era otro: la sensación de haber estafado al tiempo, de no sentirse próximo a ser descartado, algo que Antonio veía como una sombra cada vez más cercana. Laura, su mujer, por poner un ejemplo, hacía tiempo que no lo veía como una persona, sino como una institución: el marido. Pero, ¿qué ocurría con Marisa? ¿Qué debía haber pensado ella?
Para Marisa, la cosa estaba clara. Era el momento de romper, de acabar con una relación que no iba a ningún sitio. Y el momento era ahora, antes de que se hubiese instalado la costumbre, que ya asomaba la nariz. Además, que Alberto se mostraba cada vez más insistente, y podía ayudarla mucho a progresar en el trabajo. Que quisiera ayudarla o no, era algo que estaba fuera de cuestión. Un hombre puede acabar acostándose con una mujer a la que odia, pero a la larga, es incapaz de odiar a la mujer con la que se acuesta, casados aparte. La mayoría no tienen suficiente espacio interior como para que les quepan ambos sentimientos. Sí, definitivamente, Alberto era una buena apuesta.
Alberto estaba de mal humor. Ser el jefe de personal de la empresa no era una tarea agradable, y hoy prometía ser uno de esos días en los que se hacía más evidente. Era en vano que se dijese que eran esos días, precisamente, los que justificaban su sueldo. Desde que la empresa había sido absorbida, era un secreto a voces que tarde o temprano habría un reajuste de personal. Tener que despedir a Marisa no lo preocupaba mucho; la chica no tardaría en encontrar otro trabajo. Pero lo de Antonio, bien mirado, era una canallada. Con la edad que tenía, si se caía del barco era casi imposible que pudiera volver a subir. En vano se decía Alberto que él no hacía más que cumplir órdenes, su inquietud no se disipaba. Si hubiera sido religioso, como lo era su padre, tal vez habría rezado. Pero las creencias de su padre, tuviesen o no sentido, ya no servían hoy en día. No te hacían ser más competitivo, ni te llevaban al éxito, ni siquiera te hacían progresar socialmente. Alberto sacudió la cabeza, levantó el teléfono y le dijo a Antonio que fuese a verlo. Mejor empezar con lo peor, lo de Marisa sería más fácil.
Éste no es el final de la historia, pero sí del relato. Tal vez no valga la pena continuarlo. Sobre todo, teniendo en cuenta que al cabo de un par de horas, o de días, el ocasional lector ya lo habrá olvidado.
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