lunes, mayo 28, 2007

Escena a bordo

El cuento de hoy sí que es un cuento, con planteamiento, nudo y desenlace. Y tiene una historia curiosa: en cierta ocasión, estando de viaje, ví en una joyería un anuncio de Cartier. Era una fotografía, a bordo de un barco, en la que se veía a una mujer bailando sola, un caballero de espaldas sentado que la miraba, y un músico con un acordeón. No acabé de entender qué tenía que ver la foto con las joyas; supongo que la mujer que bailaba debería llevar alguna. Pero la fotografía me inspiró el cuento.

Quiero hacer dos advertencias: fué la primera ocasión en la que intenté presentar un personaje poco agradable en primera persona, y no soy quién para juzgar el resultado. La segunda es que el cuento ha sido traducido del catalán, y no estoy absolutamente seguro de que no se me haya colado alguna expresión un tanto insólita. Nada más, aquí va el cuento:


ESCENA A BORDO
Ella es un tanto sofisticada, como diría algún escritor extranjero. La verdad, no me gusta nada, este principio.Y tampoco me gustan los autores extranjeros, sean de donde sean. No es que haya leído mucho, pero un poco sí, y creo que hay dos tipos de extranjeros: los que dicen cosas que ya había dicho alguien de aquí, como Pla, Carner o Segarra, y los que dicen cosas totalmente diferentes. A los primeros, no vale la pena leerlos. ¿Qué sentido tiene, que te vuelvan a decir lo que ya sabías? Y de los segundos, no me fío. Si lo que dicen fuese tan claro y evidente, ya se le habría ocurrido a alguno de los nuestros. Y, ¿qué tenemos que ver, con los extranjeros y sus problemas?
Lo que quiero decir, es que ella no es como muchas de las chicas de su edad. Se la ve más seria, más tranquila, y eso la hace parecer mayor. Aunque realmente es muy joven. La verdad es que yo podría ser su padre, si no fuese que su madre, seguramente, tiene mejor gusto. Pero a ella, parece que ya le está bien. Tampoco quiero preocuparme. Si las cosas te salen de cara, aprovéchalo y no pierdas el tiempo buscando el por qué, eso es lo que pienso.
Ella es una de tantas cosas que me han salido bien. Porque la verdad es que no me puedo quejar, de cómo me han ido las cosas. He conocido a unos cuantos, que con más estudios que yo, no han sabido tirar adelante. No lo acabo de entender. Parece que, cuanto más preparados están, más se lo piensan antes de hacer algo. En todas partes ven problemas, y a menudo, empiezan con miedo, y a la larga, no se sabe nada más. Pero no es mi caso. Yo empecé desde abajo. No barriendo la fábrica, eso lo hacía el hijo del dueño. Pero sí que me tocaban los encargos. "Chico, vete allá", "Chico, haz aquello", así iban las cosas. Y mírame, ahora.
Hablando francamente, creo que mi suerte es que no soy tan listo como los demás. A veces, no sé ver las pegas, y me digo: ¿por qué no? Y me pongo, y mira tú, me sale bien, generalmente. Quizá es una cuestión de carácter. Y con ella, con Carlota, pasó lo mismo. Se la veía tan bonita y distinguida, sentada en el bar, que nadie se atrevía a acercarse. Pero yo me dije: ¿por qué no? Y para allí que fuí. No es que las haga a menudo, estas cosas. Y tampoco pierdo la cabeza por las mujeres. Hombre, alguna de vez en cuando, no está mal. Pero sólo para pasar el rato, nada de comprometerte. Y menos aún atarte del todo. Soy un hombre, y sé muy bien que las necesitamos. Pero eso del matrimonio no me parece una buena solución. Caro y mal servido, eso es lo que sacas.
No, mejor una relación más ligera, una especie de contrato temporal, renovable si acaso. Y como mi atractivo es digamos escaso, hay que poner algún incentivo. Soy yo el que contrata, soy yo el que manda, luego soy yo el que paga. Es bastante honesto, creo. Y también soy yo el que elige. Por eso me fijé en ella. Me dio la impresión de que no era una de esas de ahora, que llevan tatuajes y que parecen todas unas cualquiera. Y no me equivoqué; no lleva tatuajes. En ningún sitio.
Se acerca el verano, los días se alargan y se está bien afuera. A mí me han salido bien un par de negocios, y quiero celebrarlo. Se me ha ocurrido hacer algo especial, algo fuera de lo corriente. Y me apetece una cena en el yate. El barco no es mío, pero yo sé que lo alquilan. Y la cosa tiene incluso un cierto encante romántico: una velada íntima, con los dos cenando en cubierta, al lado de la ciudad, viendo el mar y oyendo el chapoteo de las olas en el casco. Nos traerán la cena del restaurante del Club Náutico. Y después, pasaremos la noche a bordo, en el camarote grande. Yo estoy animado; puede tener su aliciente, que se vaya meciendo el barco mientras estoy en la cama con ella. Es casi como hacerlo en una barca, pero sin el peligro de acabar en el agua.
Y ella, seguro que lo sabrá apreciar. De vez en cuando, hay que hacer cosas de estas. A las mujeres hay que conocerlas. El regalo que más les gusta es la generosidad. Si les haces un obsequio muy especial y les haces creer que no esperas nada a cambio, bueno, lo que ellas quieran, te puede sorprender cómo te responden. Un poco tontitas sí que son, según cómo. Yo estoy convencido que esta noche, el yate se balanceará más de lo normal, especialmente después de ver el brazalete de Cartier que le he comprado.
Como yo esperaba, a ella le ha encantado la idea, e incluso ha querido participar. Ha sugerido que tal vez convendría un poco de música para redondear el ambiente, y ha propuesto cuidarse ella. La he dejado hacer, diciéndole que tiene mejor gusto que yo, para estas cosas. De hecho, sólo era una galantería, porque la verdad es que no sé si tiene gusto. Y tampoco me preocupa. Mientras sea discreta y no contando que salimos juntos, que sea como quiera. No es que me avergüence, pero alguien podría no verlo bien, lo nuestro, principalmente por la diferencia de edad. Y eso no me convendría. Hay una cosa que se podría llamar "discreción comercial".
Hemos quedado en encontrarnos en el yate. Ya hace rato que me espero en cubierta cuando llega ella. La veo caminando por el muelle, quizá no tan desenvuelta como siempre. Los zapatos de tacón que lleva le deben dar problemas para caminar por este suelo irregular. Aún así, los hombres la miran, y no se lo puedo reprochar. Vale la pena, aunque haya perdido un poco de gracia al caminar. Bien mirado, tal vez sí que tiene gusto. Por lo menos, nunca la he visto con aquella especie de zapatillas que tanto gustan a los jóvenes, y que más bien parecen botas de astronauta.
Ella llega hasta el yate, y al verme en cubierta, me saluda con la mano. Después, atraviesa la pasarela con pasos decididos, se me acerca y me da un beso. Va muy bien arreglada, como siempre, y está guapísima. Lleva su perfume, aquel que me excita tanto. Ahora mismo no recuerdo el nombre, pero lo tengo apuntado en la agenda, para poder regalárselo. La velada pinta bien, muy bien. Nada más llegar, quiere quitarse la chaqueta que lleva sobre el vestido negro, sin mangas, diciendo que hace calor.
Tal vez más tarde, si refresca, la necesitará, pero de momento está bien así. Todo resulta muy típico de ella. Otra tal vez se habría puesto un chal, una pieza que no se lleva ni del todo puesta ni quitada, y que en el fondo, sólo sirve para perderla. Ella no; lleva chaqueta. Y si quiere presumir de que tiene los brazos bonitos, se la quita, y en paz. El camarero, que espera discretamente, se nos acerca con una bandeja y dos copas de cava. Brindamos. Todo es perfecto, hasta incluso demasiado. Cuando propongo empezar a cenar, dice:
- Mejor esperamos a que llegue el músico.
Es verdad, ella se ha cuidado. Yo ya no me acordaba. Ella me explica que se trata de un chico joven, que le ha recomendado un conocido, no sé quién. Por lo visto es muy bueno, hace poco que ha acabado los estudios, y mira de encontrar una oportunidad. No sé ni por qué me las explica, todas estas tonterías, porque a mí ni me importa, el músico.
Finalmente, aparece. Opino que habría podido arreglarse un poco, porque lleva unos tejanos y una camiseta. Pero lo que me las acaba, es ver el acordeón. Ya me veo escuchando "La bella Lola", "El meu avi", y toda una retahíla de habaneras. ¡Si al menos, la camiseta fuese de rayas al través! Como no hay taburetes, se sienta en una silla plegable. No acabo de entender por qué los músicos han de sentarse tan mal: en banquetas de piano, taburetes, sillas de madera, o en un bordillo. Los debe inspirar, que les duela el culo.
Carlota y yo empezamos a cenar. El joven del acordeón, para mi sorpresa, no empieza con una habanera, sino con una cancioncilla francesa, de aquellas que cantaba la Piaf. Suena demasiado, y le hago un gesto con la mano, para que baje el volumen. La cena está deliciosa, aunque yo me la comería a ella, de guapa que está. Si no fuese porque se hace de noche, y se empiezan a encender las luces de los edificios próximos, y la luz es incierta, juraría que le brillan los ojos. Eso debería hacerme sospechar, pero no le presto atención.
El ruido del tráfico nos llega de lejos, amortiguado, y por encima de todo, el acordeón, que sigue con cancioncillas francesas. Lo que falta es el chapoteo de les olas. El agua del puerto está demasiado quieta. Comemos, bebemos, hablamos y reímos. El camarero, siempre discreto, se nos acerca y nos llena las copas. En algún momento, me tiento el bolsillo, para asegurarme que el brazalete aún está ahí. Por eso me gustan las joyas de Cartier: no por gusto, yo les veo como todas, pero hacen los estuches más delgados que los otros.
Después de cenar, enciendo un cigarrillo. He renunciado a los habanos: no quiero tener una imagen de burgués capitalista. Discreción, me parece que ya lo he dicho. Me saco el estuche del bolsillo y se lo alargo a Carlota, que al abrirlo, cambia de expresión, primero con cara de sorpresa, y después de contenta. Me toma la mano, y por si no fuera bastante, se incorpora del asiento y se me acerca para darme un beso.
Tiene las mejillas encendidas, supongo que de la emoción, pero también de la bebida. Mira el brazalete a la luz de las velas de la mesa, y me ofrece la muñeca para que se lo ponga. Mientras lo hago, ella le hecha una mirada fugaz al acordeón. Es sólo cosa de un momento, pero me doy cuenta.
Ella se pone de pie y da unos pasos por cubierta. El acordeón acaba de empezar un valsecito sentimental, y poco a poco, sus pasos se adaptan al ritmo de la música, y empieza a bailar. Le hago una seña al camarero, y cuando se me acerca, le digo que nos dejen solos. Que la recojan mañana, la mesa. Y al decirle eso, le alargo la mano, como para estrechársela, llevando en la palma un billete cuidadosamente doblado.
Carlota ha tenido un tropiezo de sus tacones de aguja con las maderas de la cubierta, y eso la ha decidido a quitarse los zapatos y seguir bailando descalza, de puntillas. No espera que yo la acompañe en el baile. Sabe muy bien que no sé bailar. Entonces, no sé por qué, tengo el presentimiento de que algo no funciona. Y con los años, he aprendido a fiarme, de esta sensación. No es que sea desconfiado; es que me ha salido bien demasiadas veces.
Ella, bailando descalza por la cubierta, se está exhibiendo como una odalisca, para mí, claro, pero también para él. Cada vez que suelta o recoje los brazos, se ve brillar el brazalete. Ese, al menos, parece dinero bien gastado. Pero de eso ya hablaremos luego. El vestido de ella es tal vez demasiado ceñido para bailar bien el vals, pero no importa.
De vez en cuando me dedica una sonrisa, pero al girar, la misma sonrisa va a parar al músico. El sonido del acordeón se ha vuelto más intenso, y me parece que hay algo sensual en la expresión de les notes, en la manera de alargarse y arrastrarse. No lo sé, no entiendo de música, pero es como si él, desde su silla plegable, la acariciase con notas, en vez de hacerlo con las manos. Y si aún me quedaban dudas, sólo hay que ver cómo la mira, cuando cree que no lo veo.
Al acabar la pieza, Carlota se acerca a la mesa, para coger su copa y beber un poco más de cava. Yo m remuevo en la butaca. La veridad es que ya estoy hasta, quiero decir, ya empiezo a hartarme de esa musiquita, de la situación, y sobretodo del músico. Ella se da cuenta, y me hace un gesto para que espere. Por lo visto, aún no tiene bastante. Entonces, el tipo del acordeón dice:
- Hace mucho calor, aquí. Les importa si me quito la camiseta?
Sólo me faltaba eso. ¿Qué demonios pretende? ¿Exhibirse, como ella? ¿Demostrar que tiene mejor cuerpos que yo? Por un momento, me pasa por la cabeza la idea de que estos dos van a empezar un juego de a ver quién se quita más cosas. Ella ha empezado con los zapatos, y ahora él se quiere quitar la camiseta. ¿Qué piensan hacer, cuando estén totalmente desnudos? ¿Hacer el amor delante de mí? Intento controlarme, todo esto es absurdo. No necesito decirle nada, al músico; con mi mirada de desaprobación basta.
El acordeón inicia otra pieza, y no ha acabado el primer compás, que ya he reconocido el aire: es un tango. Bueno, esto ya es una provocación. Si a mis abuelos les parecía un baile escandaloso, no era por casualidad. Y la cara de la Carlota lo dice todo: está excitada sólo de oirlo. Sólo con imaginarme hasta qué punto de exhibicionismo puede llegar ella con esta música maldita, ya es suficiente para enfurecerme. Porque ya lo tengo claro: ella está bailando para él, no para mí. Algo hay, entre ellos. Ella, en el fondo, debe estar esperando que él se la ponga sobre las rodillas, y de la misma forma que pulsa las teclas, la haga interpretar alguna cosa lánguida y sentimental, una pieza rusa, tal vez, tocándola como toca el acordeón.
Las mujeres, en el fondo, siempre son inocentes, aunque no lo sepamos ver. Si a veces parecen egoístas, es porque se dejan llevar por el egoísmo del instinto o por el egoísmo del capricho. Pero son el instinto o el capricho los que son egoístas, no ellas. Les puede gustar el que es capaz de asegurar un futuro para sus hijos, o el que puede satisfacer las exigencias del su cuerpo. Pero, ¿ellas? Siempre son unas mártires, siempre se sacrifican, y encima, se lo hacen valer. Eso es lo que hay. Pero yo soy lo bastante mal parido como para no seguir el juego. Me pongo de pie, y digo:
- ¡Basta!
La última nota se ahoga. Carlota me mira con cara de sorpresa. Tengo una automática reacción de satisfacción. Aún está claro quién manda. Y a mi me apetece acabar la fiesta. Ella me pregunta:
- ¿Qué te pasa?
Y yo, dominando la situación, digo:
- A mi no me pasa nada. Pero se ha acabado la música. ¿Qué le debemos, a este... joven?
Ella tiene cara de abrumada. Alguien le ha reventado el globo, y a mí ya me está bien, porque no es mi globo. Me susurra una cifra al oído, y yo echo mano a la cartera, saco los billetes, y se los doy, diciendo:
- Toma, págale.
Estas cosas también cuentan; que sepa que con un tipo como este, a ella le tocará pagar. En este momento, lo que me ronda por la cabeza se parece mucho a: las mujeres se pueden conseguir de dos formas, por atractivo personal o por dinero, y a la larga, lo único que cuenta es el dinero. Es bastante improbable que tengas las dos cosas a la vez. Y nuestra cruz (hablo de los hombres), es saber si te ha tocado la parte buena o no. Pero la gracia del dinero es que puedes conseguir muchas otras cosas, aparte de las mujeres.
Saco mi teléfono, que había dejado desconectado para que no nos molestasen, y llamo pidiendo un taxi para Carlota. Que se vaya a casa. No tengo intención de quedarme a discutir con ella, a que me suelte un montón de excusas. Ella intenta pararme, pero yo estoy decidido. La noche se ha ido a paseo, y el único consuelo que me queda es amargársela a otro. La veo irse, con expresión compungida, y me quedo solo a bordo.
Enciendo un cigarrillo, intentando serenarme. Me van a oir, los de Cartier. El ruido del tráfico se ha oscurecido, y las luces de la ciudad sólo son el telón de fondo de una escena vacía y solitaria. Yo aún quiero seguir enfadado un rato más, pero no tiene sentido que me quede aquí, soportando la humedad. Finalmente, me voy. Estoy tan furioso, que ni siquiera se me ocurre llamar a una substituta, para la Carlota.
Al día siguiente lo veo todo más claro, sólo porque me lo miro más tranquilo. Hay un problema, claro, pero no quiere decir que no tenga solución. Con Carlota, bastará una sentada para hablar francamente y poner mis condiciones: nada de coquetear con otros, sino lo nuestro se habrá acabado. Que como ella, hay muchas. Hasta haciendo cola, las tengo.
Y con el músico, aún lo tengo más fácil. El chico quiere un trabajo, ¿no? Pues muy bien, yo se lo voy a encontrar, el trabajo. Claro que a lo mejor no será aquí mismo, sino un poco lejos. En Madrid, o aún mejor, en Canarias. He de hacer unas cuantas llamadas, y la cosa es un poco más difícil de lo que creía, pero finalmente lo tengo a punto. Juan... bueno, da lo mismo, el caso es que necesita un músico para uno de sus hoteles en Tenerife. Ni hecho a medida, vaya.
Sólo me queda la parte más difícil. Llamo a Carlota y le expongo los hechos. Como esperaba, ella se deshace en excusas, me pide perdón, me explica que todo ha sido un malentendido. Me recalca lo mucho que le gustó, el brazalete, y que ya sabrá demostrarme lo agradecida que está. La dejo hablar. Sí que quiero perdonarla, pero también quiero que se lo gane. Antes de dar la cuestión por cerrada, las cosas deben volver a su sitio. Finalmente, le digo que no hablemos más, que todo el mundo se puede equivocar, y que no hemos de permitir que eso estropee nuestra relación.
Al colgar el teléfono, vuelvo a estar satisfecho. Todo se ha resuelto rápida y eficazmente. Y ha quedado claro que yo tenía la razón. Y a la Carlota, también. Y me gusta que, como hemos quedado, sea ella quien llame al músico, para decirle que tiene que irse. No hay que preocuparse, en el fondo. Si eres decidido, la suerte te ayuda, y las cosas te salen bien. Como me pasa a mí, bien mirado.
* * * * * * * * * *
- Hola? Oye, soy yo, Carlota. Chaval, lo conseguimos. Ya te ha conseguido un trabajo, en Tenerife. Sí, yo también me alegro, más que nada, por tí. Creo que te la mereces, una oportunidad. Y por eso, no sufras. Ya te dije que es muy celoso, y que una cosa así lo volvería loco. Además, que ya hacía tiempo que se andaba buscando una jugada así. Se la ha ganado. Sí, empiezo a estar harta, de que me considere una propiedad suya, y cualquier día tendré que enviarlo a paseo. Pero ahora mismo, no puedo hacerlo. Ya viste el brazalete.
Puede que eso sea venderme, pero al menos, me lo hago pagar caro. Y a alguien como él, miro de darle lo menos posible. Por eso estoy contenta de haber podido hacerte el favor. No, no me lo agradezcas, tonto. ¿Para qué están los amigos, si no? Sólo espero que te vayan bien las cosas. Y por mí, no te preocupes. Ya saldré adelante.

domingo, mayo 20, 2007

La Lombriz

Hoy propongo una nueva entrevista a un animal, especialmente humilde. Aquí está:

LA LOMBRIZ

¿Qué? ¿Es a mí? Pues vaya una sorpresa. Entiéndanme, no es que me importe; por mí, encantada de atenderles, pero es que me choca. No estoy nada, pero nada acostumbrada a que me presten la menor atención. Ya puede ir diciendo el ornitorrinco que es un tipo marginal, ya puede quejarse la hormiga de que pasen de ella. Al menos, ellos están a la vista, que yo ni eso.
Ya saben, me paso la vida enterrada, así que es rarísimo que coincidamos. Porque ustedes sólo se entierran cuando se les ha acabado la vida. Seguro que piensan que aquí abajo no pasa nada interesante, y que lo único que cuenta es lo que ocurre sobre la superficie del suelo. Pero en eso se equivocan. Yo sé cómo es su mundo, lo he visto algunas veces. Para decirlo en pocas palabras: muchas luces, y sobre todo, demasiado ruido. Bueno, tiene que haber de todo, supongo, pero yo estoy mejor aquí abajo. Es más tranquilo.
Y no se crean que aquí no pase nada. Las raíces, sin ir más lejos. No paran de crecer, hundiéndose cada vez más, ramificándose y extendiéndose, abriéndose paso. Lo que ocurre es que lo hacen despacito, con paciencia, paso a paso, y en silencio. Y gracias a eso, allá arriba crece la hierba, y las plantas y los árboles, también en silencio, sin hacer ruido. Y los despojos. No quisiera ser desagradable, pero todo lo que no sirve, toda la basura y los desechos, vienen a parar aquí.
Y aquí ocurre ese otro proceso, delicado y complejo: la disgregación. Porque cada parte, cada fragmento, cada molécula, tiene que ser trabajosamente separada del resto, clasificada y distribuída para su reutilización. Es un trabajo lento, para lo que acostumbran ustedes, pero aquí, lo que sobra es tiempo. Y no es preciso que les diga que somos respetuosos con el medio ambiente; nosotros somos el medio ambiente. Y bien mirado, ustedes también.
Verán, yo no soy quién para darle lecciones a nadie. Pero algún comentario sí que me gustaría hacerles. Algo sé, de ustedes. Porque tarde o temprano, ustedes también vienen a parar aquí, y espero que me perdonen si no entro en detalles. Es un tema delicado, lo sé muy bien, y no quisiera herir sensibilidades. Pero precisamente por mi trabajo, y porque sé un poquito cómo es su mundo, he sacado algunas conclusiones.
No sé por dónde empezar, así que voy a empezar por el ruido. Me cuesta mucho entender para qué necesitan tanto barullo. Y les sorprendería saber la cantidad de cosas que ocurren en silencio. Seguro que incluso ustedes se sienten a veces molestos con tanto estruendo. Además, que por lo que he podido saber, sólo les interesa una mínima parte de ese ruido: algo que, según creo, llaman verdad, o "la verdad".
He intentado averiguar algo más del tema, pero me ha resultado enormemente difícil. Porque a veces da la impresión de que la verdad sea un objeto contundente, algo que sirve para aplastar a los demás, o para tirársela a la cabeza. Y no entiendo cómo pueden perseguir una sustancia que parece más peligrosa que la nitroglicerina.
Lo más raro de todo son las cualidades que parece tener esa verdad. Por lo visto, es independiente, autónoma e inmutable. Como si no tuviera nada que ver con ustedes. Entonces, ¿por qué les interesa? ¿Por qué la buscan? Y el colmo ha sido enterarme de que algunos de ustedes creen que la verdad es más importante que las personas. Eso ya me es imposible de entenderlo.
Porque la verdad no se muere, pero las personas sí. La verdad no los necesita, pero las personas sí. La verdad no quiere a nadie y no se casa con nadie, pero ustedes sí. Si alguno de ustedes tiene una persona al lado a la que quiere o aprecia, que recuerde que al día siguiente puede haberla perdido, y ya no podrá decírselo. Y si algo les queda por decir, casi es mejor que sea la verdad. La verdad, déjenla para mañana, y hoy díganle que la quieren, que eso, al menos, se lo va a llevar puesto.
Yo lo he pensado despacito, y me parece que todo el problema viene de una pequeña confusión. Esa verdad que tanto les preocupa, ¿no será un medio, en vez de ser un fin? ¿No será una herramienta, en vez de ser una causa? Algo así como un poste indicador o una brújula, algo que les sirve para orientarse y saber por dónde hay que ir. Porque si es así, entonces la están usando mal. Un poste indicador está para indicar, y no para arrancarlo y usarlo como garrote.
No quiero sermonearles; ya les he dicho que no soy quién para dar lecciones a nadie. Si me he decidido a decirles todo esto es porque sé cómo van a acabar, ya saben, cuando vengan conmigo. No se preocupen, no voy a insistir en el tema. Pero por favor, tengan presente lo que les he dicho, y quién se lo dice. Y por lo que más quieran, a ver si dejan de meter tanto ruido.

miércoles, mayo 16, 2007

Ornitorrinco

Puesto a crear entrevistas ficticias con animales, le llegó el turno a uno que a menudo es olvidado, y que no parece tener mucho interés. Pero muchas veces, la presunción de falta de interés es un error. Escuchémoslo.

ORNITORRINCO

Esperen un momento, no se marchen aún. Permítanme que me presente: me llamo ornitorrinco, de la familia de los monotremas. Aunque sólo soy yo, de familia. Por lo visto, no hay mercado para alguien como nosotros. En otros idiomas, me llaman "Platypus". Lo sé, lo sé, pero eso es lo que le cuadra a un tipo raro como yo.
Les aseguro que yo no tengo la culpa. Supongo que, cuando la Creación, a mí me dejaron en manos de un diseñador incompetente, que debieron despedir en cuanto vieron el primer prototipo. Y así me he quedado, con el aspecto descuidado y poco convincente de un prototipo. Otros tuvieron más suerte, aunque no todos. A la jirafa, por ejemplo, la diseñó un estilista de modas frustrado. Nadie me lo ha confirmado, pero yo sigo convencido de que fué así.
El resultado es que yo soy un tipo marginal; las aves no entienden por qué tengo pelo y amamanto a mis crías, los mamíferos no soportan que tenga pico y ponga huevos. Y vivo en el río, porque por lo menos los peces son pacíficos y no se meten conmigo. No soy un personaje popular, ni tengo buena figura. Claro que el hipopótamo o el elefante, que parece que los haya hecho Botero, tampoco. Y sin embargo, ahí los tienen, tan tranquilos y con la mar de amigos.
Yo, a la gente, es que no la entiendo. Se pirran por engendros como el triceratops o el tyranosaurus rex, ya saben, aargh, aargh, y a mí no me hacen ni caso. Puestos a comparar, reconozco que no soy ni muy grande ni muy pequeño, y no tengo cuernos, ni un acabado llamativo como la cebra o el leopardo. Y que tengo pinta de salchichón. Pero bueno, al delfín le pasa casi lo mismo. La verdad, es muy duro. No lo entiendo, no puedo entenderlo. Además, que cualquier día de estos me pongo a dieta. Anoréxico me voy a quedar, ya lo verán.
A veces me dan ganas de pasar de todo y hacer mi vida. Lo malo es que soy un tipo tranquilo y bastante sociable. No soy agresivo, no puedo morder a nadie. Tengo pico, ¿se acuerdan? Y ni siquiera me sirve para picotear. Cuando estoy así, me tiro al agua y nado un rato. Claro que si tengo un mal día, me acuerdo de que existen otros bichos de río, como la nutria o el castor, y me siento como un coche pasado de moda, de esos que siempre te preguntan cuándo te decidirás a cambiarlo.
Bueno, perdonen si les he puesto tristes. Aunque lo dudo. Lo más probable es que sólo los haya fastidiado, y se pregunten hasta cuándo van a tener que aguantarme. Me hago cargo, no se preocupen. En el fondo, yo soy un tipo corriente, y hasta insignificante, como muchos de ustedes. Puede que yo cavile demasiado; puede que la felicidad no sea más que una forma de inconsciencia. Y sé que no voy a ser jamás el protagonista de una historia. Y que a nadie le importa si pienso o no, si tengo o no sentimientos.
No los molesto más. Es que los he visto por aquí, y me ha parecido que podíamos charlar un ratito. Yo es que me paso los días solo, ¿saben? Ya me voy, ya me tiro al río.
Chof.

martes, mayo 08, 2007

La Hormiga

He aquí una vez más la opinión de un animal, en esta ocasión especialmente pequeño: la hormiga. Que, contra lo que pudiera parecer, tiene sus propias opiniones sobre una serie de temas que tarde o temprano nos afectan a todos. Escuhémosla.

LA HORMIGA

¿Cómo es que se les ha ocurrido venir a verme? ¿Qué pasa, hay elecciones y les hacen falta nuestros votos? Porque de no ser así, no lo entiendo. No hay bicho en la tierra al que le hagan menos caso. Y todo porque somos dos o trescientas veces más pequeñas. Pues miren, la cosa es mutua. Pasamos de ustedes y vamos a lo nuestro.
Y no se extrañen si me quedo aquí, charlando con ustedes. Ya sé que tenemos fama de trabajadoras, y lo somos, pero yo es que he salido un poco golfa, y mientras no se enteren...
Eso sí, tenemos un sistema perfecto. Tan perfecto que hasta ustedes han intentado copiarlo, aunque la verdad, les ha salido una chapuza. Bueno, perfecto, pero ¿para quién? Pues miren, no lo sé. Para las currantes como yo, desde luego que no. Todo el día partiéndote el espinazo arriba y abajo con la hojita del demonio, para que al final vaya a parar a la despensa y se la beneficie otra, ya saben quién, y a mí no me gusta dar nombres.
No, si lo que es a trabajar no es fácil que nos ganen. ¿Se han fijado en la figura que tengo? ¿Han visto qué cinturita? Mira, mira cómo les interesa el tema. ¿Quieren saber cómo la consigo? Pues a base de ejercicio, hijas, que eso es lo que cuenta.
No se hagan ilusiones, a ustedes nuestro sistema no les va a funcionar nunca. ¿Saben por qué? Porque no están hechos para esto. Ya colaboran, ya, pero en el fondo, cada uno de ustedes va por su cuenta, de listillos por la vida. Y eso es fatal para el sistema. Demasiada libertad, eso es lo que les pasa. Si escuchasen a la jefa, la reina quiero decir, les diría que tienen que hacer como ella, y no meterse en política.
¿Se imaginan lo que pasaría si las obreras tuviéramos un sindicato? ¿Si hubiera elecciones libres? ¿Si las grandes decisiones tuvieran que justificarse y pudieran debatirse? Pues lo que les pasa a ustedes, que no saben para dónde va el hormiguero. Ya sé que tiene sus pegas, pero... ¿Que te ha tocado ser obrera? Pues te fastidias, y a pringar.
Y así, al menos, las cosas están claras. Ya sabes que tu hija, y tu nieta, y todas las que vengan detrás, van a ser obreras, como tú, y hasta podrías explicar la vida que van a llevar. Para nosotras no hay incertidumbre, en el futuro. Y tampoco tenemos paro. Nunca nacen más obreras de las que hacen falta. Y si nacen más, no quiero ni saber lo que pasa con ellas.
Díganme, ¿qué ganan, ustedes, con tanta libertad, que es una palabra que no se les cae de la boca? Líos y desorden, eso es lo que ganan. Cada vez van a necesitar más policías, simplemente porque no les entra en la cabeza que la ley hay que cumplirla, y si hacen falta más leyes para que las cosas funcionen, pues venga leyes, y punto. Con paños calientes no van a arreglar nada.
Un poco más de disciplina, eso es lo que les haría falta. Es la única forma de que todo marche como debe. Entre nosotras no hay problemas de orden público, inseguridad ciudadana, ni esas tonterías. Si alguna se desmanda, para eso están las soldado, para enseñarle a tener respeto. Y eso se nota. Deberían ver los pasillos y corredores de cualquiera de nuestros hormigueros, que son, como le oí decir no sé a quien, "la auténtica expresión del genio y el temperamento de nuestro pueblo". Son limpios, prácticos, todos iguales. En cabio, ustedes, levantan una pared nueva y a los dos días ya está toda pintarrajeada y llena de "grafitti". Por favor, qué dejadez. Puede que les parezca que nuestros corredores son iguales que hace tres mil años, y que no tenemos imaginación. ¿Y qué? ¿Para qué sirve, la imaginación? Para complicarte la vida, nada más.
La verdad, lo siento por ustedes, pero no les veo futuro. En cambio, nosotras, puede que no tengamos lujos, pero el sistema funciona. Y aunque a veces te quejes un poquito, en el fondo confías en que las cosas pueden mejorar, y a lo mejor, con el próximo plan quinquenal, podemos conseguir algunas comodidades extra. No se habrán tomado en serio mis quejas de antes, ¿verdad? Que una es una súbdita leal, y no me gustaría tener problemas. Poco que tengo, no lo voy a arriesgar por hablar más de la cuenta.
Y los dejo, que ya me la estoy jugando demasiado. Mira que si alguna le fuera con el cuento a las soldado... Además, que no quiero que el toque de queda me pille fuera de casa. Hasta otra.

lunes, mayo 07, 2007

La lechuza

La entrada de hoy, una vez más, es la voz de un animal, en este caso de un ave. Y tras un comentario más o menos jocoso, viene algo un poco más dramático.

LA LECHUZA

Yo soy una lechuza, no se confundan. Ni un búho, ni un mochuelo, sino ese otro bicho, el que no tiene orejas. La mascota de Atenea, y el símbolo de la sabiduría, porque siempre estoy atenta y no se me escapa un detalle.
Yo vigilo la noche, vivo la noche. Claro, ustedes son animales diurnos y no saben lo que es eso. Aunque a alguno de ustedes les guste la noche, no por eso dejan de estar desplazados en ella. Son como chiquillos moviéndose en el mundo de los mayores, y asombrados de su propio valor, se sienten liberados, se creen impunes. Pero aunque duerman los guardianes de la ley, hay leyes que no duermen. Sus actos siguen teniendo consecuencias, y el efecto sigue a la causa.
Pero para la mayoría de ustedes, la noche es el tiempo y el espacio para descansar, no moverse, soñar. Por eso la noche que viven ustedes no tiene nada que ver con la mía. Lo sé, porque alguna vez me he acercado a sus casas, y he podido notarlo. Y me ha resultado horrible. Es como ver millones de coches en un aparcamiento infinito, bosques llenos de basura, la entrada de un estadio sembrada de miles de pedacitos de papel, cientos de tumbas abiertas esperando a su inquilino. Es la quietud, y dentro de ella, las huellas del ruido y del movimiento que ha habido. Es el olor a gasolina mal quemada que dejan sus apestosos automóviles, convertido en la locura volátil de los sueños.
Porque en la noche, están solos. Mejor dicho, siguen estando solos, pero entonces lo saben. No hay ruidos, no hay nada que los distraiga, que los aturda. Por eso los sentimientos son más intensos y los problemas más grandes, más obsesionantes. En esos momentos no pueden engañarse, y se enfrentan a su pequeñez, a su soledad. Y a veces, buscan a tientas, a oscuras, una mano a la que cogerse. Y así una vez y otra y otra, tantas como seres humanos.
Y no saben lo que es sentir todo eso de golpe, de una sola vez, como yo lo he sentido. Es como ver el revés de la trama, de la que el día es el tapiz. Y en ese revés están los nudos, los zurcidos, los adelgazamientos que avisan de que el tejido está raído y a punto de deshacerse y disgregarse. Son miles de angustias, de rencores, de miedos, cruzándose y destrenzándose. Y en muchos de ellos aún se puede reconocer el color de la esperanza que fueron un día.
La verdad, no sé cómo lo aguantan, por qué lo aguantan. Puede que ni siquiera se den cuenta, medio ciegos y medio sordos como son. Pero para mí, es demasiado. Por eso prefiero alejarme de ustedes, pasar la noche en el campo, en los árboles, y ver desde lejos como ese vaho que sube desde sus cuerpos dormidos pinta absurdos grafiti en las paredes de la noche, eso que ustedes llaman sueños.
Sin embargo, me temo que sólo tengo una visión parcial, que sólo conozco la mitad de la historia. Si ustedes sólo fuesen lo que yo he visto por la noche, no podrían sobrevivir mucho tiempo. Por lo tanto, debe haber algo más, algo que compense todo eso. Si veo pasar tantas esperanzas marchitas, en algún sitio debe nacer la esperanza. Toda esa ceniza es la memoria de un fuego. Si tienen ustedes sombras tan acusadas, es porque debe haber un sol que los ilumina; la luna no basta.
Pero todo eso, yo no lo sé, no tengo una evidencia directa. Tan solo puedo suponerlo. Sé que debe haber otra cosa, aunque no tengo manera de saber qué es, de qué se trata. Díganme, ¿lo saben ustedes?

sábado, mayo 05, 2007

Instrucciones para el supermercado

La entrada de hoy no es un cuento, sino un pequeño manual. Espero que sea de utilidad para alguno, o que haga reflexionar a alguien. Que lo disfruten.

INSTRUCCIONES PARA EL SUPERMERCADO

La vida moderna nos ha traído cierto número de nuevas actividades, que por falta de información, no siempre se efectúan adecuadamente. Este pequeño escrito intenta disipar algunas dudas sobre una función tan básica como la de ir a comprar a un supermercado.

Lo primero que conviene aclarar, es que ir al supermercado no es tan solo una necesidad, sino una actividad social. Todos hemos visto esos personajes solitarios, apresurados y seguramente amargados que circulan rápidamente por los pasillos, cargándose con no más de media docena de artículos, que llevan en brazos, como si temieran que se los robasen, que se dirigen directamente a la caja rápida (máximo 10 artículos), dan el importe exacto, para no tener que esperar el cambio, y se van como si temiesen que alguien los vea. No seamos como ellos.

No. Se trata de una actividad social, ya lo he dicho, y todo empieza por no ser egoístas y compartir el placer que ello conlleva. Vayamos con la pareja, con la suegra, con el cuñado y con los niños. Si uno no tiene niños, se los puede pedir prestados al vecino; si son traviesos, tanto mejor: el vecino estará encantado de librarse de ellos por un rato, y nos deberá un favor. Uno debe sentir el orgullo de dirigir una tribu, y entrar en el súper con tres o cuatro carros, preferentemente guiados por los niños. Algún día tienen que aprender a manejarlos, ¿no? No importa que atropellen a algún cliente, todo el mundo comete errores. Es posible que se peleen entre ellos para llevar el carrito, y en estos casos, lo mejor es seguir el instinto y darle la razón al que más grite. (para reforzar su autoestima)

Otro punto que conviene tener en cuenta es que somos personas sociables, alegres y dicharacheras. No vamos a ir en fila india, como si estuviéramos en las minas de sal. No, lo mejor es ir con los carros uno al lado del otro, para poder conversar. Y no hagamos ni caso de esos que sólo van al súper a comprar y no a disfrutar de la vida, que seguramente se quejarán de que no los dejamos pasar. Hay que ser comprensivo. Ante el espectáculo que estamos dando, expansivos, conversando, con los niños peleándose, es lógico que sientan una envidia mortal, pobres desgraciados.

Uno tiene el derecho a cargar en el carro, digamos, unas latas de cerveza, las primeras que encuentre, para asegurar la provisión. Y evidentemente, tiene también el derecho de comparar precios y decidirse por otras que son más baratas. Alguno pensará que lo que debe hacerse es volver a dejar las primeras donde estaban, pobres infelices. El súper tiene unos empleados, que se encargan de colocar las cosas en su sitio. ¿Qué es lo que pretenden? ¿Qué esos empleados sean innecesarios? ¿Qué los echen a todos a la calle, y se queden sin trabajo? No, seamos solidarios, dejemos las latas de cerveza que ya no queremos en cualquier sitio y no les robemos a los pobres empleados su justificación para el puesto.

En algunos súper, existe un mostrador de carne, verdura, pescado, o lo que sea, con unos números para el turno. Si hay mucha gente, lo mejor es tomar uno de los números y continuar el recorrido, ya volveremos. De acuerdo, así se corre el riesgo de que nos haya pasado el turno cuando volvamos, pero se gana en amenidad. Y si se da el caso, uno debe ser inflexible: el número, aunque sea un número ya pasado, da un derecho inalienable a ser atendido, y a comprar durante tanto rato como uno quiera.

No nos escondemos por el hecho de ser sociables. Si el cuñado quiere explicarnos el partido de fútbol del pasado domingo del principio al final, el mejor lugar es la encrucijada de dos pasillos; que todo el mundo nos vea, como estamos pendientes de él y le hacemos caso. ¿O acaso no es más importante la atención personal que el tiempo que uno pierda en el súper?

No seamos tacaños: carguemos bien el carro. Quién sabe cuándo volveremos (seguramente, mañana). Aunque un carro lleno puede ser más caro que uno medio lleno, el que algo quiere, algo le cuesta. Y el orgullo que sentiremos al pasar por caja (y la expresión de horror del que vaya detrás nuestro) es algo que no tiene precio. Si un chiquillo quiere abrir, por ejemplo, una bolsa de patatas fritas, dejemos que lo haga, criatura. No importa si la mitad se derrama por el suelo, para eso están las empleadas de la limpieza.

Todo lo bueno se acaba, y la compra en el súper no es una excepción. Pero no nos equivoquemos: el momento de la cola puede ser uno de los más fértiles en emociones. En principio, se sabe que en el súper, uno se puede encontrar con todo tipo de gentes, jóvenes y viejos, ricos y pobres, y la clasificación más importante: lentos y rápidos, apresurados y tranquilos. Hasta ahora, nadie ha sabido explicar la misteriosa ley física por la cual, el tranquilo siempre está delante nuestro y el apresurado detrás de nosotros. Que dicha ley no haya sido explicada no quiere decir que no debamos respetarla. Por consiguiente, seamos impacientes mientras no sea nuestro turno, y tranquilos en cuanto nos toque.

Es más conveniente pagar con tarjeta de crédito, preferiblemente esa que está rayada y que ningún cajero reconoce; no hay que perder la esperanza de que las cosas se arreglen algún día. Si no se puede pagar con tarjeta, conviene llevar billetes del mayor valor posible; es una obligación del súper disponer de cambio. Y nada de facilitar las monedas; no estamos para perder el tiempo. Evidentemente, resulta un signo de distinción no entender el total a pagar que nos ha dicho la cajera, y obligarla a repetirlo. Algunos con mucha clase, se lo hacen repetir dos veces. No se aconseja tampoco empezar a llenar las bolsas antes de haber pasado el último artículo. Esas cosas aún no son nuestras, porque no las hemos pagado (y quién sabe si podremos hacerlo), luego no son nuestra responsabilidad. Cuando hayamos pagado, y no antes, colocaremos las compras en bolsas, y de ahí al carro.

Bueno, ya está el carro cargado, ya podemos dirigirnos al coche y cargarlo con toda la compra, discutir con la pareja acerca de si valía la pena o no gastar tanto en bebidas o perfumería. Pero la perspectiva del final de un día perfecto se acerca. ¿Cómo conjurarla?

Fácil. Seguro que nos hemos olvidado algo. Una vez descargados los carros, podemos volver a entrar, ante el estupor de las gentes. Si se escucha atentamente, aún se puede oir el eco del suspiro de alivio de cuando nos hemos ido antes. Vana ilusión, hemos vuelto. Y no nos importa que esté cercana la hora de cerrar, hemos venido a quedarnos, y a comprar todo lo que nos apetezca, aunque maldita la falta que nos hace.

Bueno, este es el final de mis recomendaciones. Aunque ahora me asalta una duda. ¿Era realmente necesario escribirlo? Y lo digo solamente, porque si repaso mi experiencia personal, cada vez hay más personas que siguen estas instrucciones casi al pie de la letra...
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