viernes, julio 28, 2006

Pendientes del tiempo

A punto de acabarse el mes, muchos estamos pendientes del calendario, y en algún caso, del reloj. Un objeto a menudo ignorado, y otras veces capaz de acumular nuestro resentimiento porque el tiempo huye: tempus fugit, que decían los antiguos.

Creo que debería reconsiderarse esta actitud. A fin de cuentas, en los cuentos, incluso un objeto inanimado puede tener emociones. El lo que le ocurrió al protagonista de hoy:

EL RELOJ

Después de tanto tiempo, meses y meses, por fin alguien le había dado cuerda, y volvía a funcionar. Bien, al principio había vacilado y tartamudeado un poco, tic, tic, tac. Pero enseguida había recuperado su regularidad, su tictac suave y acompasado. Era un buen reloj, de maquinaria suiza, naturalmente. Un reloj de sobremesa, cuadrado, con una tapa de vidrio frente a la esfera, con unas columnillas de bronce a cada lado que sostenían una techumbre dorada. Uno de esos artefactos a los que los mayordomos daban cuerda, verificaban su exactitud con el Roskof de bolsillo, y en caso necesario, abrían la tapa para desplazar la minutera con un dedo enguantado.Pero a él no era preciso ajustarlo. Puede que fuese un poco estrecho de miras, que no tuviese fantasía, pero su trabajo lo hacía a conciencia. Tenía muy presente la importancia, la trascendencia de su misión: ir desgranando el tiempo, segundo a segundo, minuto a minuto. Él había sabido, por boca de algunos relojes de pulsera, gente muy viajada, que ciertos relojes sufrían una extraña megalomanía: la de creerse que las cosas podían suceder gracias a que ellos producían el tiempo. Claro está que uno no podía creerse todo lo que contaban los relojes de pulsera, tipos superficiales y apresurados, que a menudo sólo buscaban aparentar. De todas formas, esa noticia, fuese o no leyenda, tenía su sentido, y no hacía más que subrayar la importancia de su trabajo. Él podía entender que esa locura afectase a los relojes de campanario, con sus maquinarias imponentes, con la vida de todo un pueblo pendiente de ellos, con su perpetua soledad, allá arriba, muy por encima de los demás.Era para asustar, tanta responsabilidad. Por suerte, él no tenía que soportar tanta presión. Él sólo era un modesto reloj de familia, una de esas cosas que los demás miran alguna vez para decir: "Vaya, qué tarde es ya. ¿Seguro que va bien, ese reloj?" Pero eso, claro está, no lo eximía de la responsabilidad. Uno tiene que ser consecuente, y no se le puede pasar por alto un tic, y mucho menos un tac. Pero bueno, él cumplía, con total eficiencia, eso sí, y estaba absolutamente tranquilo. No es mala cosa para un reloj, la tranquilidad. Incluso, si me apuran, la impasibilidad. Los hace ser más regulares.El reloj estaba en la repisa de la chimenea, en el salón. Los ancianos de hacía años, que lo miraban cada vez menos, habían desaparecido, y ahora lo consultaban unos ojos más jóvenes, un hombre y una mujer. Unas miradas rápidas, casi furtivas a veces. O unas miradas repetidas, a intervalos cada vez más cortos. Él ya sabía el nombre de esas miradas impacientes, insistentes, reiteradas: espera.La mirada de la mujer era de color verde mar. Como él no había visto nunca el mar, no lo sabía. Pero sí sabía que aquella mirada, alguna vez, le había hecho perder un tic. No más de uno, él era un profesional. A veces, cuando no lo miraba nadie, era él quien miraba: la mesa, las sillas alrededor, como protegiéndola, la ventana. Sabía que cuando él marcase las seis, o las siete, por esa ventana entraría una luz desesperada que todo lo quería pintar de naranja, y que arrancaba brillos u destellos a cualquier cosa capaz de darlos. Al barniz de los muebles, a los ángulos de los marcos, al cristal de las copas, a los utensilios de latón de la chimenea: la pala, la escobilla, las pinzas, el atizador. Todo eso lo veía y sabía sin dejar de contar, claro es. Cincuenta y nueve, sesenta. Clic. Uno, dos, tres.Un día, habría podido decir la hora, pero no la fecha exacta, la vió por primera vez. Debía haberla puesto la mujer, porque en algo se la recordaba. Estaba en el búcaro de vidrio del centro de la mesa, sobre el tapete de encaje. No se movía, así que era un objeto, como él. En contra de su costumbre, decidió hablarle, y le preguntó:- ¿Cómo te llamas?Ella, el objeto, pareció dudar unos instantes antes de responder:- Rosa. Soy una rosa.Durante unos segundos, el reloj se deleitó con el sonido de aquel nombre: rosa. Ro-sa, ro-sa, tic, tac. No habría sabido qué decir de ella. En su vida, metódica y cerrada, no había cabida para conceptos como agrado o belleza. De todas formas, prefería que estuviese allí, presente. Era como tener la mirada verde mar fija en él, aunque la mujer no estuviese.De todas formas, él tenía un trabajo, una de esas tareas que no se acaban nunca, y no podía, bajo ningún concepto, dedicarle a la rosa más que una atención parcial, casi de reojo. Al volver a mirarla, ella tenía el mismo aspecto de antes, y eso, a simple vista, parecía imposible. Porque su presencia tenía algo de intenso y perfecto que no parecía destinado a durar. Era como si la luz desesperada del atardecer hubiese permanecido todo el día. Generalmente, cuando esas cosas ocurren, cuando algo se alarga más allá de su duración natural, uno se acostumbra, primero, y se cansa después. La vida es cambio, y a cada segundo le sucede el siguiente, como él sabía muy bien.Pero no; eso no ocurría. De alguna manera, aquella evidencia deslumbradora que era la rosa había venido a ocupar un lugar predestinado, a cubrir un hueco que sólo se había hecho patente al llenarlo ella. No cansaba, porque era necesaria, porque le daba al salón un insospechado aspecto de plenitud. Había transformado el espacio y el ambiente, dándoles otro sentido. La luz del atardecer ya no volvería a ser desesperada, sino apasionada, porque ella, puede que sin saberlo, tenía el poder de cambiar el nombre de las cosas.El reloj tenía la sospecha latente de que incluso su propia función había cambiado, que lo que hasta entonces había sido una mecánica repetición de segundos, era ya otra cosa. Que desde que ella había aparecido, él se encontraba produciendo instantes, que surgían y echaban a volar como invisibles pompas de jabón, pequeñas y alegres risas de mariposa. Tal vez eso fuese la esencia del tiempo, algo que él, hasta entonces, se había limitado a manipular, sin pensar jamás en comprenderlo. Como no lo comprendía ahora, aún no. Pero al menos lo maravillaba. No fué pues nada extraño que en un acto de secreta devoción, le dedicase a la rosa aquellos pétalos de tiempo que él desgranaba.El reloj nunca había pensado mucho en sí mismo. Él, en el fondo, sólo era una máquina, con un trabajo técnico y absorbente, un puesto de control. Y ni siquiera ahora, que su vida había cambiado, se sentía especial. No, él sólo era el escenario de un suceso especial. Algo le unía a ella, algo para lo que no tenía un nombre. Se preguntó si sería alguna desconocida semejanza, si ella también tendría resortes y ruedecillas. Y estaba convencido que, si los tenía, serían preciosos.Algo tenía que hacer. No podía quedarse allí, como un pasmarote, haciendo tic-tac. Su vida era ya otra, y tal vez era el momento de hacer cosas que no había hecho nunca. Pero, aunque se sentía capaz de hacerlas, no sabía cómo. ¿Por dónde empezar? Le costó mucho decidirse a dar el primer paso. Finalmente, se dirigió a la rosa y le dijo:- Hace buen tiempo, ¿no crees?La rosa soltó una risita, y en tono irónico pero amable, respondió:- Sí, hace buen tiempo. Era de esperar, que alguien como tú hablase del tiempo. Debe ser lo que mejor conoces, ¿no?Al reloj no le importaba quedar como un tonto, si ese era el precio por captar la atención de ella. Estuvo pensando en hacer alguna tontería para divertirla, como dar tres tics seguidos, sin ningún tac, pero se contuvo. Ella podía creer que era un irresponsable. Estuvo mucho rato silencioso, buscando algo más que decir. Se le daba muy mal, eso de la conversación. Tras descartar innumerables banalidades, dijo por fin:- No había visto nunca nada como tú.Ella, ligeramente despectiva, repuso:- Seguramente, tú debes llamar a esto una conversación, ¿verdad? Yo creía que te habías dormido.El reloj se sumió de nuevo en el silencio, un tanto dolido. Posiblemente no era para él. Por mucho que se esforzase, por muchas proezas que fuese capaz de hacer, tal vez no bastaba. Quizás ella esperaba otra cosa, algo menos soso, alguien como un reloj de pulsera. Puede que sus hazañas, la heroicidad que suponía sobreponerse a su carácter cerrado, y su absoluta sinceridad, no fuesen para ella más que torpes intentos de un aprendiz.Sus agujas dieron bastantes vueltas antes de que cambiase su estado de ánimo. Pero paulatinamente, aquel momento de desengaño se había ido diluyendo en la regularidad de los minutos y las horas, y al final sólo le quedó, como un leve perfume, el eco de aquella presencia sobre la mesa.Al volver a contemplarla, le pareció que su aspecto había cambiado ligeramente. Tal vez lo traicionaba la memoria. O tal vez ella conocía más de una manera de ser ella misma, sin perder su gracia, su encanto. Pero si era eso, era para sorprenderse. Ya era bastante improbable que nada pudiese llegar a ese punto de perfección. Pero que además no fuera un punto, una sola situación, era inconcebible. Si aquello no era una cúspide, sino algo más, si cabía más de un gesto, de una forma de estar, entonces podía ser todo un mundo. Un mundo de perfección. Pero él no se sentía capaz de llegar a imaginárselo. Por eso tuvo que renunciar a la lógica, porque la lógica le decía que ella, un mundo en sí misma, era un imposible.Y a pesar de todo eso, y de la amenaza de un nuevo fracaso, hizo lo único que podía hacer: volver a hablarle. Y esta vez, ella le respondió tímidamente, como avergonzada de su propio esplendor. Y el reloj descubrió que aquello que él sentía, y que no tenía nombre, también tenía más de una cara, más de un aspecto, como pasaba con ella. Porque ante la nueva actitud de ella, él también cambió. Se le ocurrió pensar que todos esos cambios, ese juego de posibilidades, debía ser aquello que llamaban vida.A lo largo de los días, al reloj le ocurrieron muchas cosas, en su relación con ella, y un instante jamás volvió a ser igual al anterior. Pero el reloj, a pesar del júbilo que sentía, que lo había llevado a una nueva dimensión, tenía un recelo, y estaba desconcertado. Porque ella era inagotable a la hora de cambiar, tan pronto abierta como reservada, tímida y audaz, accesible y altiva. A él, cada nuevo cambio lo asustaba un poco más que el anterior, y ese temor creciente empezó a imponerse a su inclinación hacia la rosa.El reloj, la verdad sea dicha, era un personaje más bien absorto, constantemente ocupado en sus propios pensamientos, en analizarse. Y eso le impedía ver algunas cosas, y algunas bastante evidentes. Por ejemplo, que la rosa la cambiaban cada pocos días, en cuanto empezaba a ajarse. Por eso era tan variable: porque era otra. Pero para el reloj, todas las rosas eran la rosa, la primera.Puede que en el orden de las cosas, la rosa no fuese para él. Era lo más probable. Sólo estaba allí para poner un reflejo rojo en las pupilas verde mar de la mujer. Y el reloj no lo sabía. El reloj, si hubiese pasado por esa situación más de una vez, habría podido pensar: "Todas las rosas son iguales". Pero ni siquiera era consciente de que existía más de una.La luz apasionada del atardecer entraba cada vez más tarde por la ventana; se acercaba el verano, y se acababa la temporada de las rosas. Pero eso sólo era la vida de fuera. Para el reloj, la situación era de creciente angustia y tristeza. La rosa que vivía ante él ya no se parecía a aquella, grácil y joven, que había visto un día por primera vez. Ahora era mayor, más abierta, y puede que algo desvergonzada. Pero era igualmente inaccesible. Empezó a sospechar que ella lo despreciaba, o bien que lo compadecía, lo que aún habría sido peor. Y se sentía incapaz de llegar a entender por qué.Tantas emociones llegaron a afectarlo. Un reloj no está hecho para sentir todo eso. Su ritmo, antes regular, se volvió errático. Tan pronto atrasaba como adelantaba, al compás de su desilusión o de su despecho. A veces se quedaba quieto, detenido, y las miradas que le dedicaban el hombre y la mujer eran sorprendidas, incrédulas. Estaba muy cansado. No era justo haber conocido algo como ella, sólo para saber que jamás llegaría a alcanzarla. Los segundos, los minutos, serían ya para siempre vacíos y sin sentido. Y su tarea de suministrar y administrar el tiempo ya no le parecía importante. Ni siquiera le parecía una tarea; más bien una condena.Un buen día, la rosa desapareció, y ninguna la sustituyó. Era ya pleno verano, y el salón estaba lleno de reflejos dorados durante muchas horas al día. Pero el reloj no llegó a saberlo. Se había detenido, puede que para siempre, a una hora incierta de la madrugada. No sé si intentaron repararlo, si lo llevaron al relojero para que lo abriese y limpiase los restos de sentimientos desgastados. Dudo que, si lo hicieron, sirviese para algo. Y tampoco sé, en definitiva, qué se hizo de él. Claro que, si les interesa, puedo intentar averiguarlo.

jueves, julio 27, 2006

Falsas valoraciones

Es importante fiarse de las propias impresiones. Y es igualmente importante no fiarse demasiado de ellas. A veces, puede ocurrir que la experiencia, el instinto y el olfato nos engañen, y sea necesario el contraste con la realidad para corregir nuestra valoración.

No seguir esta línea, adoptar una actitud de "a mí no tienen que enseñarme nada", puede llevarnos a errores mayúsculos. Como le ocurrió a la protagonista del cuento de hoy, cuando debía pronunciar...

LA CONFERENCIA

Sostuvo el pliego de folios verticalmente, con ambas manos, y lo golpeó sobre la carpeta que reposaba en sus rodillas, para igualar los bordes. Luego abrió la carpeta y los guardó. Estaban todos, estaban ordenados, e incluso alineados. Además, que no los necesitaba para dar la conferencia. Tenía muy claro el esquema argumental, los puntos de la exposición, los datos que iba a aportar.
Intentó reprimir un bostezo de aburrimiento, y se sonrió a sí misma diciéndose que más tranquila, no podía estar. Revisó su pantorrilla derecha, para asegurarse que un rasguño imperceptible no le hubiese hecho una carrera en las medias negras. Pero no era así, estaba impecable. Y el auditorio era pequeño, habría pocas personas, y muy posiblemente se crearía un ambiente distendido y cordial.
Por otra parte, no se trataba de un público hostil, sino de gente que la conocía y la admiraba. Nada de preguntas impertinentes, nada de "No estoy de acuerdo..." Pensó que tal vez, para dar un poco de animación, convendría exagerar un tanto la postura de los machistas. Exagera la maldad de tus enemigos, y te verán más valiente, se dijo. Además, eso le permitiría usar esa ironía sutil que todo el mundo le reconocía como una virtud.
El joven que iba a oficiar de presentador se le acercó, acompañado de un señor mayor, que le fué presentado como el director de la institución, y al que le faltó tiempo para explicarle a ella cuánto honor les había hecho al aceptar la invitación, y lo encantados que estaban de conocerla personalmente. Pasaron a la sala, y la hicieron ocupar el asiento central de una larga mesa, atravesada frente al público. Seis, puede que siete filas de butacas, calculó de una ojeada. Echó una mirada al reloj. El acto empezaba con puntualidad latina: doce minutos de retraso. El joven presentador inició una elogiosa introducción hablando de ella, aunque con algunas inexactitudes. Eso no había sido en el ochenta y dos, sino el ochenta y tres. Y el premio no lo había ganado el año pasado, sino hacía dos. Bueno, se le podía perdonar, visto su atractivo, y al menos, el título de la conferencia (El papel de la mujer en la sociedad del futuro) lo dijo correctamente. Al concluir la presentación sonó un aplauso de cortesía, breve e inseguro. La ovación final aún tenía que ganársela.
Verificó que el micrófono estuviese en marcha, y empezó a hablar. Primer punto: descripción de la situación de partida. Qué papel desempeñaba la mujer en la sociedad de nuestros abuelos. Cómo una carga de trabajo más que notable iba acompañada de una total ausencia de reconocimiento, etcétera. Aquí y allá, un dato estadístico, una anécdota individual, para amenizar o subrayar.
A medida que avanzaba en su exposición, hacía pequeñas marcas con el bolígrafo en sus notas, para indicar un punto como ya expuesto. Y una vez pasado el primer momento, se dedicó a mirar al público, tanto para dar sensación de franqueza y veracidad, como para estudiar sus reacciones. Y en una de esas miradas lo descubrió.
Estaba sentado al fondo de la sala, y no era ni joven ni viejo. Más de veinte y menos de setenta, dedujo. Imposible precisar más, al menos desde tan lejos. Tenía las piernas cruzadas, estaba inclinado hacia adelante y se tomaba la barbilla con la mano, en actitud evaluativa. Parecía el ideograma de la atención. Sin embargo, estaba sonriendo.
En un primer momento, no supo clasificar su sonrisa. Pensó que debía ser tonto, ya que lo que ella estaba diciendo no tenía ninguna intención de resultar gracioso. Y tampoco era que hubiese ligado, ya que su mirada parecía muy indiferente. ¿A qué venía aquello?
Estaba explicando las desigualdades legales entre ambos sexos, antes y ahora, y decidió ampliar algo la argumentación, para resaltar la injusticia intolerable que suponía, y logró que todo el público adoptase una actitud más severa. Todos, excepto el tipo del fondo, que siguió sonriendo. Entonces lo comprendió: era una sonrisa de mofa, irónica.
Su primera reacción fué de disgusto. Si a aquel individuo no le interesaba el tema de la conferencia, ¿para qué diablos había ido a escucharla? Para burlarse, seguro. Para manifestar su desprecio hacia ella y sus ideas desde su posición de macho insolente. Era intolerable. No sólo era un insulto para ella, sino también para el resto del público, en especial para la señora de la silla de ruedas que estaba al lado de él.
Muy bien, aquel tipo no iba a derrotarla tan fácilmente. Ella se crecía ante las dificultades, y en cierto modo, era una satisfacción tener delante un adversario real. Así podría dedicarle sus argumentos con más convicción, enfrentarse a él cara a cara. Lo primero que había que demostrarle a aquel tipo era que una, en contra de lo que él debía creer, no tenía una actitud cerrada y hostil, sino abierta y comprensiva, capaz de reconocer los méritos individuales de los que sabían pensar por su cuenta.
Alteró deliberadamente el orden de su exposición, para pasar a hablar de la reacción de los varones. Y lo hizo en un tono más amable del que acostumbraba, incluso elogioso en algún momento. Su estrategia pareció tener resultado: la sonrisa empezó a apagarse en la cara del hombre. Bueno, ahora que lo tenía más asequible, era el momento de lanzar una apasionada defensa de una femineidad activa.
Excitada por la perspectiva de un triunfo moral, empezó su alegato. Jamás había estado tan elocuente, jamás se había sentido tan convencida de lo que decía. Llevada por la emoción, fijó la vista en un punto del techo. Pero cuando la bajó, vió que el tipo volvía a sonreir, incluso más que antes. Hasta le pareció que intentaba reprimir una risita.
Aquello fué como un mazazo, y por un momento se quedó cortada. Echó una mirada a sus notas, y percibió horrorizada que desde hacía rato había pasado por alto marcar los puntos ya expuestos. Además, había alterado el orden, así que no sabía por dónde iba. Bueno, no era tan grave. Sólo se trataba de ganar tiempo, hablar con aplomo, y esperar que todos interpretasen su salto a otro tema como un síntoma de espontaneidad y agilidad mental.
Pensaba continuar con un "Me gustaría volver sobre un tema ya expuesto, para añadir algún comentario". Y a partir de ahí, recuperar el hilo. Se inclinó hacia delante, para reforzar su convicción, y al poner las piernas bajo la silla, algo, probablemente la cabeza de un tornillo saliente, le rascó la pantorrilla. Sintió el cosquilleo de una carrera en la pierna. Vaya por Dios, un par de medias nuevas.
Cuando empezó el "Me gustaría...", su voz sonaba inexpresiva y algo mecánica, y su vista vagaba por las páginas de sus notas, buscando algo a lo que poder aferrarse. Los hijos, eso era. Educación, patrones de conducta, familias monoparentales, etcétera. Dijo que le gustaría volver a hablar sobre los hijos, aunque no había tocado el tema anteriormente. Algunas personas del público se miraron unas a otras, como preguntándose qué ocurría.
Se sobrepuso y continuó hablando, recuperando algo de su confianza paulatinamente. Sabía que todo lo que estaba diciendo era sólido y demostrable. Pero eso no parecía afectar al tipo del fondo, que seguía sonriendo. Aquel tipo, pensó, debía ser un poco como su padre, que no tenía un gramo de egoísmo, o como su ex, que no tenía otra cosa. Pero, a pesar de ser tan diferentes, ambos habían coincidido en no tomársela en serio. Nunca.
En ese preciso momento sonó, amortiguado pero insisitente, el timbre de un teléfono móvil. Ella paseó una mirada mortífera por el público. ¿Aún quedaban idiotas que no sabían que esos trastos se pueden desconectar? Un hombre mayor de la segunda fila se llevó la mano al bolsillo, de forma tan disimulada como le fué posible, para acallar aquel sonido. Y se quedó en una postura encogida y culpable, que tardó un buen rato en modificar.
Ella recuperó la palabra, y notó que su voz se había vuelto chillona. Percibía la tensión en el cuello, y en los maxilares. Dios mío, debía estar horrible. Se sentía crispada. Miró una vez más al fondo de la sala, y allá estaba aquella sonrisa imperturbable, más sarcástica que nunca, flotando delante de la cara del tipo, como la sonrisa del gato de Alicia.
Al intentar dar un golpe en la mesa para subrayar un argumento, el bolígrafo se escapó de su mano sudorosa, y fué a caer entre la mesa y la primera fila de butacas. Nadie se atrevió a moverse para recogerlo. Ella estaba silenciosa, expectante, desconcertada, hundida. Le temblaba el labio inferior.
Con la voz quebrada, suplicó que la perdonasen, pero se sentía indispuesta. Se levantó y salió precipitadamente, mientras el presentador balbuceaba unas excusas y el director la seguía. Pero ella no quería ver a nadie, hablar con nadie. Hacía esfuerzos por contenerse, no quería quedar en evidencia delante de aquella gente. Sólo quería llegar a casa, tumbarse en la cama y hartarse de llorar.
En la sala, el público se levantaba resignadamente, recogía los abrigos, se agolpaba en la puerta. El tipo del fondo esperó un rato, y mientras tanto, se sacó de la oreja el auricular tipo botón y apagó la diminuta radio que llevaba en el bolsillo. Sonrió a la mujer de la silla de ruedas y le preguntó:
- ¿Te ha gustado la conferencia, querida?
- No estaba mal, pero lástima que haya tenido que acabar antes de la hora. Y a tí, ¿qué te ha parecido?
- La verdad es que no la escuchaba. Estaba siguiendo la tertulia deportiva, por la radio. Perdona, pero ya sabes que a mí estas cosas me aburren, y que si vengo, es sólo por acompañarte. Además, en la tertulia, tenían de invitado a Segura López. Ya te he hablado de él; es muy irónico y muy gracioso. Y hoy estaba fino, las iba soltando una detrás de otra, sin parar. En algún momento, he tenido problemas para aguantarme la risa.
- Ya. Es una pena que se haya sentido mal, pobre mujer, ¿no crees?
- Hombre, me ha parecido buena persona. Lástima que se la viera tan insegura.
- Bueno, parece que ya se han ido todos. ¿Qué, nos vamos a casa?
- Sí, vamos. Por cierto, la semana que viene hay una charla sobre jardinería. ¿Te apetece que vengamos?

miércoles, julio 26, 2006

Simetría y asimetría

Existe un aspecto en el que la simetría, o la falta de ella, puede llegar a tomar tintes dramáticos: las relaciones entre humanos. Quien dé más de lo que recibe, y se sienta frustrado por ello, o reciba más de lo que da, y se sienta culpable o abrumado por ese hecho, me entenderá.

A veces, la simetría se ve perturbada por acontecimientos totalmente imprevisibles. Este es el caso del cuento de hoy. Antes de que alguien me lo eche en cara, admito que se trata de una variación, al modo musical, sobre un tema de Andersen, sin que deje por ello de ser original. Y como un recurso clásico de los cuentos es que los personajes puedan ser objetos habitualmente inanimados, éste en concreto habla de...

CRISTAL, PORCELANA Y BRONCE

Cristal era la figura de una bailarina de ballet, procedente de Bohemia, transparente y grácil, recuerdo de un viaje a Praga. Estaba perpetuamente en precario equilibrio sobre la punta de su pie derecho, con la pierna izquierda doblada, y los brazos levantados en un gracioso ademán. Según cómo le daba la luz, tenía reflejos de todos los colores, a pesar de no tener ella misma ninguno.
Porcelana era una pastora, que ahora estaba muy lejos de los rebaños de su Sèvres natal. Despreocupadamente sentada en una roca, su cabeza, tocada con un sombrerito de ala levantada, se inclinaba hacia delante y hacia un lado. Una de sus piernas se extendía hacia delante, revelando el delicado pie y el perfecto tobillo, más allá de los pliegues de la amplia y larga falda. Y en su cara de facciones apenas esbozadas lucía siempre una sonrisa.
Ambas vivían junto a otras figuras y objetos de variado aspecto e interés, en una vitrina que adornaba una de las paredes del salón. Las dos eran, con mucho, lo más relevante del lugar, lo que provocaba que las cucharillas de plata, relegadas a un segundo término, ennegreciesen de envidia. Su vida era pacífica y tranquila, lo que se adaptaba perfectamente a su temperamento flemático. En seres hechos de materiales tan duros y quebradizos, los sentimientos se manifiestan de forma lentísima y gradual, ya que cualquier cambio demasiado brusco podría romperlos en añicos.
Por esa misma razón, su sentido del tiempo difiere mucho del nuestro, y tanto a Cristal como a Porcelana les habría resultado muy difícil decir cuánto llevaban allí. Por lo demás, no había incidentes dignos de mención, con lo que los días y los meses se fundían en un indeterminado sentido de duración. Alguna vez, cuando todo estaba oscuro, un llanto mínimo quebraba las tinieblas, provocando un leve tintineo en las copas de la vitrina, y algo parecido a un estremecimiento en las entrañas vítreas de Cristal. Pero pasaba enseguida; era una de esas cosas lejanas e intrincadas que les ocurrían a los humanos.
Un día, sin embargo, hubo un cambio. Se abrieron las puertas de la vitrina, y creyendo que iban a desempolvarlas, todas las copas se dispusieron, con su típica perversidad, a aprovechar la menor ocasión para escabullirse de los dedos y caerse al suelo, destrozándose en mil pedazos y dejando el juego incompleto. Pero no tuvieron la oportunidad, porque las puertas sólo se abrían para dar paso a una nueva figura. Se trataba de Bronce, el guerrero, adquirido en una tiendecilla de la plaza Sintagma de Atenas. Iba ataviado con un arcaico casco, y armado de espada y escudo. Lo colocaron cerca de Cristal, y cuando lo sintió cerca, ella tuvo un extraño destello, un fulgor insólito. Aunque muy bien podía tratarse de una jugarreta de la luz.
Bronce no fue en absoluto insensible al deslumbrante aspecto de Cristal. Sin embargo, estaba un tanto perplejo. Era la primera vez que veía algo semejante, y a pesar de su fascinación, se sentía absolutamente desconcertado. ¿Qué camino podía seguir para abordarla? ¿Qué preferencias podría tener la bailarina, qué detalles debería tener en cuenta? No tenía ningún tipo de respuestas para tantas preguntas. Pero tal vez la pastora, que la conocía de antes, pudiera echarle una mano. Así que armándose de valor, y haciendo gala de unos modales un tanto rudos, pero tímidos, le dijo a Porcelana:
- Perdona que te moleste, pero me parece que tú eres amiga de la bailarina, y quería pedirte consejo. Verás, a mí me gusta mucho ella, pero la verdad, no sé cómo abordarla. Tengo la impresión de que podría asustarse, por la espada y todo eso. Yo jamás había visto nada como ella, tan brillante, tan delicado. Parece que se pueda romper sólo de mirarla. Dime, por favor, ¿cómo debo dirigirme a ella?
- Que no te engañe su aspecto - dijo Porcelana, con un extraño tono, en el fondo del cual parecía vibrar una cierta irritación - Ya sé que parece muy inocente y muy pura, pero acuérdate que esas, a veces, son las peores. Tú habrás visto mucho, seguro, y ella, por mucho que aparente lo contrario, en el fondo es exactamente igual a cualquiera, incluso a la menos recomendable, y acabará haciendo las mismas cosas, porque busca lo mismo.
"Tal vez no debería hablar así, porque me temo que en el fondo estoy siendo desleal con ella. Pero es que me indigna que alguien fuerte y noblote como tú caiga en manos de esa arpía. Claro que es brillante. Yo también podría serlo, si sólo pensase en mí misma. Créeme, lo mejor, si ella se te acerca, será que no le hagas ni caso. Se hará la tímida e inocente, como si jamás en su vida hubiera roto un plato, pero como le sigas el juego, estás perdido. Coqueteará contigo, porque eso halaga su vanidad, pero es incapaz de decirte clara y francamente lo que quiere, lo que siente. En vez de eso, te vendrá con subterfugios y disimulos, como si le diese miedo, cuando en el fondo es más corrida de lo que te puedas imaginar.
"Mira, en el fondo me duele, porque la pobre tiene tan poco, que yo entiendo que intente hacérselo valer. Pero seamos realistas, ¿qué es, en el fondo? Nada, una pura apariencia, un reflejo, un chispazo. Mucho brillo, mucho relumbrón, pero seguro que a la hora de la verdad tiene muy poca sustancia. Yo de tí, me la sacaría de encima.
Entretanto, una extraña inquietud se había apoderado de la bailarina. Cristal intentó en vano razonar consigo misma. Fue inútil que se dijese que era un perfecto desconocido, que a juzgar por su aspecto se trataba de alguien violento y agresivo. Ni siquiera sirvió de nada que se argumentase que bronce y cristal no es una buena combinación, en la que ella era quien tenía más que perder. Se le hacía muy difícil considerar importante todo eso, especialmente mientras sentía los reflejos dorados de él en la superficie de su propio cuerpo, ceñidos a su torso, deslizándose por el perfil de sus brazos y piernas. No podía, no debía ceder, pero tampoco sabía cómo evitarlo. Así que decidió pedir consejo a Porcelana, que siendo mujer como ella, tal vez podría ayudarla.
Hizo pues oír el tintineo de su voz musical y purísima, y un tanto confusa, relató a la pastora sus dudas e inquietudes. Porcelana la escuchó con su impávida sonrisa, y dijo:
- Querida - y su tono al pronunciar "querida" hizo que Cristal no quisiera imaginar lo que podía ocurrir de tenerla como enemiga - me temo que tal como están las cosas, no tienes ninguna posibilidad.
Cristal se empañó de tristeza, pero se repuso enseguida, disponiéndose a escuchar atentamente a su compañera.
- Mira, querida - dijo la pastora - te voy a ser absolutamente sincera, es decir, seré tan desagradable como pueda. Tú eres centroeuropea, y en estas cosas no sois muy sutiles. Las francesas os podríamos dar unas cuantas lecciones. En primer lugar: no deberías ser tan abierta, tan franca, tan ingenua. Transparente, si me permites la expresión. No sabes disimular tus sentimientos, y eso es muy poco femenino. Conviene un poco de discreción, de ocultación, de misterio. Eso les gusta, a los hombres. Y la verdad, ¿a qué mujer le gustaría que se pudiese ver dentro de ella, a través de ella?
"Por eso mismo, no deberías ser tan descarada. Porque ya me dirás qué es lo que te tapa ese tutú tan corto, que es como si no llevases nada. Ya sé que tienes unas buenas piernas, pero no se trata de irlas exhibiendo, como si estuvieras en el mercado. Es mejor sugerir que desvelar. Yo sólo enseño el tobillo, por ponerte un ejemplo, pero seguro que eso les hace imaginar cómo será el resto.
"A tí te gusta ese soldadito. No necesitas explicarme lo que te pasa, porque te entiendo muy bien. Pero recuerda que aunque él llegase a corresponderte, jamás sentirá lo mismo que tú, porque no puede. En los hombres, ese sentimiento es más contenido, y reconozcámoslo, mucho más simple. A fin de cuentas, a ellos les toca llevar la iniciativa, y lo que sientan debe ser algo que los empuje a la acción, y no a perder el tiempo en cursiladas. No más de lo necesario, en cualquier caso.
"Insinúate, pero como por equivocación, como si se te hubiese escapado. No seas clara, déjale en la duda. Que se pase las horas preguntándose si de verdad le interesas o no, y así empezarás a ser importante para él. Pero no te precipites. Es muy sencillo, en el fondo. Lo mejor de todo es que ellos no lo saben, no sabe que al revés también podría funcionar. Así que ya lo sabes. Espero haber podido ayudarte.
Porcelana calló, y Cristal se quedó pensativa y confusa. Los consejos de la pastora le parecían muy atinados, pero había un pequeño problema: que se sentía absolutamente incapaz de seguirlos. Simplemente, no podía dejar de seguir aquel impulso, y no se veía con ánimos de domesticar y administrar su inclinación hacia Bronce. Se sentía embargada por algo así como una dulce tristeza, que la llenaba de resplandores azules. Pero no era una sola cosa, o al menos no era siempre la misma. Porque a veces se sentía invadida por una tímida y angustiada alegría, que casi la hacía tintinear. Y siempre, siempre, aquella tensión, aquella fuerza que se la llevaba sin que pudiera hacer nada. A lo más que pudo llegar fue a esperar el mejor momento para manifestarla, y eligió la situación en que la luz directa del sol la iluminaba por detrás. Ella sabía muy bien que así aparecía aureolada de reflejos irisados, y que estaba más espectacular que nunca, llegando a parecer de diamante.
Le habló a Bronce, diciéndole esas nimiedades que suelen decirse, como "no te había visto antes" o "pareces muy fuerte". Y al hacerlo, Cristal jugueteaba traviesa con los destellos. Bronce no respondió al principio, y cuando lo hizo, su voz resonó como una campana:
- Mira, bonita - dijo - más vale que nos dejemos de tonterías. Muñecas como tú las he visto a cientos, sé de sobra lo que buscan, y tú ni siquiera te tomas el trabajo de no aparentarlo. Si te empeñas, incluso podría hacerte un favor, aunque la verdad, no me interesa demasiado enredarme con una cursilonga como tú. No me fío de las cosas demasiado fáciles, y menos de las bailarinas. Ya veo que pareces atractiva, pero eso también es para desconfiar. Mucho brillo, mucho relumbrón, pero me parece que a la hora de la verdad vas a tener muy poca sustancia. Así que lo mejor será que me dejes en paz.
Cristal se encendió de vergüenza, con reflejos rojizos, luego se empañó de tristeza, y finalmente, estaba a punto de resplandecer de indignación. Pero tantos cambios, y tan rápidos, eran sumamente peligrosos, y no dejaron de tener consecuencias. No llegó a ser un chasquido, lo que se oyó; sólo un pequeño siseo. Y en el pecho de Cristal apareció una grieta estrellada, más o menos en el sitio en que podía haber estado el corazón.
- ¡Qué raro! - dijo al cabo de unos días el dueño de la casa, mientras enseñaba la vitrina a un amigo - La bailarina, mira, se ha roto sola, sin que nadie la tocase.
- A veces - dijo el amigo, con aire de enterado - estas cosas tienen algún pequeño defecto, que no se aprecia a simple vista. No sé, una burbuja microscópica, por ejemplo. Y como haya tensiones internas, entonces basta un cambio de temperatura para que se resquebrajen. Algunas incluso llegan a estallar.
El dueño de la casa asintió, convencido y distraído a medias. Contempló la pastorcilla de Sèvres, y le pareció que sonreía más de lo habitual. Pero no podía ser, claro, y seguramente lo engañaba la memoria. ¿Cómo iba a haber cambiado? Lo sabe todo el mundo: las figuras, ya sean de cristal, de bronce o de porcelana, no tienen vida.

martes, julio 25, 2006

La Creación

En el perfil de este blog me defino como creyente. Y estoy firmemente convencido de que todo el mundo cree en algo: en Dios, en la verdad, en la ciencia, o en la dictadura del proletariado. Creo además, que va siendo hora de que los creyentes salgamos, no ya del armario, pero sí de la sacristía.

El cuento de hoy es una fábula sobre la creación. Tal vez a alguno le pueda parecer irreverente que aparezcan Dios y el Demonio jugando al paddle; no es esa mi intención. A fin de cuentas, muchos personajes importantes juegan al paddle. En fin, aquí está una fantasía sobre lo que pudo ocurrir...

EN UN PRINCIPIO

La partida de paddle había sido reñida, pero finalmente, como era habitual, Dios la había ganado.
- Ha sido una buena partida – dijo Dios, al salir de la ducha – y has tenido algunos golpes realmente buenos. A veces, he tenido la impresión de que podías llegar a ganarme.
- No sé si eso podría llegar a ocurrir – dijo su adversario, contemplándolo con curiosidad - ¿No lo consideraríais una ofensa?
Dios se echó a reir.
- Claro que no, Demonio – dijo - ¿Crees que no tengo espíritu deportivo? ¿Qué lo único que quiero es ganar?
- Ser Supremo, yo... - dijo Demonio.
- Hala, Ser Supremo – repitió Dios, en un tono de amable mofa – No es preciso que seas tan formal. Somos amigos, puedes llamarme Dios. Y tutéame, por favor.
- Como quieras. He oído decir que estás preparando algo nuevo.
Dios, que se estaba poniendo la túnica, sacó la cabeza y dijo:
- Vaya, todo se sabe, por lo que veo. Pues sí, voy a hacerlo. La Creación, lo voy a llamar.
- Un título corto – comentó Demonio.
- Sí. No es que me preocupen mucho, los títulos. No son lo más importante. Pero volviendo a lo que hablábamos, en una semana espero tenerlo listo. Si puedo, en seis días. Y al séptimo, haremos una fiesta de inauguración. ¿Quieres venir?
- Gracias. Pero me preguntaba si me dejarías echarte una mano.
Dios lo miró sorprendido.
- ¿Quieres participar? No sabía que tuvieras inquietudes artísticas. Y la verdad, no sé hasta qué punto sería una buena idea. No te ofendas, pero no sé si encajaría tu estilo.
- Señor – dijo Demonio – ya te conozco, y me imagino más o menos lo que vas a hacer. Será algo grandioso, completo, bueno y equilibrado. ¿Me equivoco?
- Esa es la idea general – dijo Dios, con una sonrisa – Pero hay mucho más.
- Oh, claro, hay que cuidar los detalles – replicó Demonio – Además, estará lleno de cosas simples, pero efectivas, de aspectos delicados, y encima, no se estará quieto, sino que tendrá movimiento. Habrá paisajes cambiantes, seres que evolucionen y se desarrollen, sonidos, luces y colores.
- Así es – dijo Dios – Y un mar.
Demonio calló, sorprendido. ¡Un mar, nada menos! Así que la cosa iba en serio. Dios añadió:
- Estoy pensando que también voy a poner algo para que te guste a ti, algo de tu cuerda. ¿Qué tal unas cuantas horas de oscuridad? Lo podría llamar noche.
Demonio sacudió la cabeza.
- Perdona, pero me gustaría contribuir con algo más personal.
- ¿Y qué tienes pensado? ¿Un dragón de siete cabezas, para asustar a los niños?
- Una imperfección.
- Lo siento – dijo Dios – No entiendo esa palabra.
- Un problema, un... pecado.
- Eso sí sé lo que es – dijo Dios, súbitamente serio - ¿Te parece que encajaría? ¿Haría que el mundo fuese mejor, más completo?
- Lo haría más interesante – dijo Demonio.
Dios meditó unos instantes.
- No es que no quiera darte una respuesta – dijo al fin – Es que debo tener mucho cuidado con lo que digo, ya lo sabes. Está bien, de acuerdo. Te permito crear el pecado, pero escúchame bien, sólo uno.
- Pero Señor, yo... – empezó a protestar Demonio.
Dios alzó la mano para detenerlo.
- Ya me has oído. Un solo pecado, ni uno más. Y no te pases; antes de admitirlo, lo quiero inspeccionar.
Demonio asintió, resignado.
- Muy bien – dijo – Te haré un informe.
Demonio tardó más de lo que tenía previsto en preparar su informe. Se jugaba mucho en él, y las limitaciones impuestas no lo ayudaban. Tenía que poner en juego toda su astucia para conseguir alguna ventaja. Finalmente, tuvo una buena idea, y decidió aprovecharla.
Se presentó ante Dios con su informe cuando la Creación estaba casi acabada. Dios, con un delantal de alfarero, daba los últimos retoques a dos estatuas de barro.
- Hola, creía que ya no vendrías – dijo Dios al verlo – Mira, éstos son los últimos seres. Los llamaré hombre y mujer. Sólo me falta soplar para darles vida.
- Un momento – dijo Demonio – Dame tiempo a ponerles el pecado en el corazón. Si me apruebas el informe, claro.
- No, ese no era el trato. Estos dos serán libres, porque Yo lo quiero así. Tú podrás crear el pecado, pero serán ellos quienes decidirán si lo aceptan o no. Espera.
Dios se acercó a las estatuas, sopló sobre ellas y les dio vida. El hombre y la mujer abrieron los ojos, se miraron y enseguida se gustaron. En cierto momento, la mujer dejó de mirar al hombre, aparentando indiferencia. Dios sonrió, hizo un gesto con la mano y los nuevos seres desaparecieron.
- Bueno, ya están en su sitio – dijo – Y ahora, veamos tu informe.
Demonio alargó una carpeta que contenía un par de páginas. Dios la abrió, leyó rápidamente y se echó a reir.
- ¿Y esto es todo? – dijo - ¿Éste es tu terrible pecado? Perdona, pero me esperaba otra cosa. La verdad, me parece bastante inofensivo.
- Entonces – dijo Demonio, alargándole una pluma – no te importará firmarlo.
Dios asintió, cogió la pluma y firmó la última página del informe, dando vida al pecado. Una mariposa negra brotó de la página y revoloteó un poco antes de desaparecer.
- Qué cosa tan fea – dijo Dios, reprimiendo un escalofrío.
- Dime – inquirió Demonio - ¿De verdad te parece inofensivo?
- Claro – dijo Dios - ¿Quién va a querer cometer un pecado que además de ser malo, sólo te hace sufrir?
- En ese caso – dijo Demonio – no te importará que tiente a esos dos.
- Espera un momento – dio Dios – No sé si debo fiarme. Me temo que me quieras engañar. No te lo pienso poner fácil. Veamos: él me ha salido un poco ingenuo; ella es más astuta. Si quieres tentarlos, empieza por ella. Y si no lo consigues, tendrás que olvidarlo.
- Muy bien – dijo Demonio.
Dios lo miró, dubitativo.
- Ese pecado... – empezó.
- ¿Qué quieres saber?
- No lo entiendo. ¿Cómo lo llamas?
- Envidia.
- Ah, sí. Dolor de la diferencia. Me sigue pareciendo absurdo. Algo así no te asegura más que disgustos, porque siempre habrá diferencias. Cualquiera mínimamente sensato lo evitaría. ¿Se puede saber por qué estás tan satisfecho?
- Porque ese pecado – dijo Demonio – engendrará todos los demás. Supongamos que alguien cae en ese pecado. ¿Qué ocurriría?
- Que lo pasaría muy mal. En vez de vivir, se dejaría consumir por ese dolor. Y a la larga, podría acabar por sentir... – Dios se interrumpió, horrorizado.
- Odio – concluyó Demonio – Lo que duele, es malo, ¿no? Luego el que te causa envidia es malo. Ya te conozco, les habrás inculcado el amor al bien. Y en consecuencia, el odio al mal. Tarde o temprano, ese odio buscará manifestarse: ira, ya la tenemos.
"Supongamos que alguien es más sabio, o más fuerte, o tiene más poder que otro. Supongamos que ese otro, para defenderse del dolor de la envidia, se dice que no, se niega a admitir la evidencia, y de alguna forma se cree superior. Ahí la tenemos: soberbia.
"Esos seres, tienen limitaciones, ¿no es así? Necesidades.
- Sí – dijo Dios – y buscan satisfacerlas. A eso lo llamarán placer, a la satisfacción de las necesidades.
- Supongamos – continuó Demonio – que a alguien le resulta difícil satisfacer sus necesidades. ¿No sentirá envidia de los que pueden comer fácilmente, descansar fácilmente? ¿No crees que eso puede llegar a obsesionarlos? Cuando puedan comer, comerán demasiado, gozarán demasiado: gula. Cuando puedan descansar, no querrán hacer otra cosa: pereza.
"Alguno tendrá más riquezas, y la envidia les hará desear malsanamente la riqueza: avaricia. Alguno recibirá más muestras de amor, y buscarán tenerlas también, aunque no haya amor: lujuria. ¿Aún te parece inofensivo?
- No te saldrás con la tuya – dijo Dios, muy serio.
- ¿Estás seguro? Eso es sólo el principio. En el fondo, es dolor de la diferencia. Eso los llevará a rechazar al que es diferente; de ahí nacerá la intolerancia. Llegará a ser tan fuerte, que dictará la moral, la conducta.
- Eso es imposible – dijo Dios – Yo sé lo que tienen en su corazón. No caerán en esa trampa.
- ¿Qué no? – dijo Demonio - ¿Tan raro te parece que alguno llegue a pensar: "Es malo que ese disfrute, porque me causa envidia"? En consecuencia, cuando hable la voz de la envidia, la mujer bella que muestre su belleza será llamada desvergonzada. El que preste atención a sus buenos sentimientos, y los exprese libremente, será llamado cursi. El confiado será un ingenuo, el bueno un tonto. El sabio que no lo oculte será un pedante.
"En algunos lugares llegarán a mutilar a las mujeres, para privarlas del goce. Y en otros, más civilizados, pero no más compasivos, les causarán una mutilación sicológica: conseguirán que se avergüencen de sí mismas. Será una trampa sin salida posible.
- No será así – dijo Dios – Eso no puedo permitirlo. Muy bien, has ganado el primer asalto. Pero de ninguna manera será una trampa sin salida. No lo permito. No, será un laberinto. Puede que tengan que seguir un camino largo y complicado, pero conseguirán salir. Y ahora, retírate. No quiero volver a verte.
Como es lógico, desde ese momento, Dios y Demonio ya no volvieron a jugar al paddle. Por los siglos de los siglos.

lunes, julio 24, 2006

Sentimientos

Hace tiempo, yo vivía en un pueblo, que tenía un escudo con una divisa en la que se podía leer: "Facta, non verba", es decir, hechos y no palabras. No sé a quién se le pudo ocurrir que las palabras sean o valgan menos que los hechos. ¿Acaso no pueden las palabras herir tanto como una puñalada? ¿No pueden constituir delito? ¿No puedes ir a parar a la cárcel por culpa de una palabras? Si tuviera que escoger una divisa, preferiría "Facta secundum verba", que los hechos se ajusten a las palabras.

Un malentendido similar ocurre con las palabras y los sentimientos. Últimamente, he oído decir con alguna frecuencia que relamente, los sentimientos no se pueden expresar o transmitir con palabras. ¡Pobres poetas! Ellos, tan mal informados, que llevan siglos haciéndolo. Y sobre sentimientos va el cuento de hoy. Que no aspira a ser una historias completa, apenas un...

FRAGMENTO

El tío Adrián estaba viviendo con la Antonia. Aún no era la tía Antonia, la cosa sólo hacía dos años que duraba, aunque no era descartable que llegase a serlo. El tío Adrián había estado casado con la tía Carmen, pero ya no lo estaba. Claro que, a muchos de los que los conocían, eso les parecía algo así como si un perro quisiera dejar de ser perro: un proyecto de dudosa viabilidad.
Durante mucho tiempo, el tío Antonio y la tía Carmen habían estado dudando entre el fracaso de seguir y el fracaso de romper, dos situaciones separadas por algo tan tajante y doloroso como el filo de una espada. Y al final, ese filo había cortado por la mitad a la pareja.
Desde entonces, el tío Adrián estaba con la Antonia. No estaban casados, pero lo suyo no era un lío, ni, como se decía antes, un "arrimo". Así que, a falta de un término mejor, su relación se veía reducida al rango de preposición: el tío Adrián estaba "con" la Antonia.
Lo que había entre ellos era más que eso, más que una preposición. A pesar de su situación irregular, no admitida, no reconocida, no legislada, se les veía tan contentos, tan felices, tan entregados el uno al otro, que era para preguntarse si no sería la sociedad entera la que iba al revés, la que se movía en la dirección equivocada, y ellos los que habían encontrado el camino correcto. Eso, suponiendo que haya un camino y una dirección, claro.
De Antonia, lo más que se sabía era que lo había pasado muy mal. Y eso posiblemente significase que su alma estaba cubierta por una malla de cicatrices, tan tupida, que no la había dejado crecer mucho. Y así, era una persona simple, un poco infantil, agradecida como los niños, y a veces egoísta como ellos. Y si a veces parecía más buena y más atractiva de lo que realmente era, se debía al reflejo de lo mucho que la quería el tío Adrián.
¿Por qué se querían? No sé. Cualquier explicación de por qué se quieren dos personas resulta, o bien insuficiente, o bien absurda. Así que, puestos a escoger, elijamos una bonita: como el corazón es en definitiva el cofre de los sueños, no está tan mal pensado que otra persona pueda abrirlo, que tenga una copia de la llave por si pierdes la tuya.
La tía Carmen se había tomado muy mal todo el suceso. Entre continuas afirmaciones de que no quería ni hablar del tema, iba desgranando sus propias conclusiones: que era un egoísta y un desagradecido, después de todo lo que ella había hecho por él. Y sobre todo, que si a ella la hubiese querido tanto como al parecer quería la otra, las cosas habrían ido de otra manera. Claro que, en el fondo, sólo era un capricho, y dentro de cuatro días se habría cansado de ella. Pero no quiero ni hablar del tema, añadía.
El tío Adrián tampoco quería hablar de la tía Carmen, pero a diferencia de ella, no lo hacía. Lo más que se le podía sacar era un "Eso es asunto pasado". La familia, es decir, mamá, había intentado echar una mano, con muchas reservas, porque estas cosas son más delicadas de lo que parecen, y en un matrimonio es mejor no meterse, pero a fin de cuentas, la tía Carmen era su hermana, y s había tomado como una obligación intentar que se arreglasen. Al menos, probarlo, que las cosas es más fácil romperlas que componerlas, y cuando se han roto, pues ya está, y cuando ya está, ya está.
A lo que habían llevado esas gestiones había sido una intempestiva entrevista entre mamá y la tía Carmen, en la que la segunda, básicamente, había llorado, aparte de exponer de forma fragmentaria argumentos incoherentes o insinuaciones truncadas, del tipo "si tú supieras" o "cuántas veces". Durante mucho tiempo, más allá incluso de la separación, a la tía Carmen la siguió preocupando mucho más quién era el culpable, que dónde estaba la solución. Hay gente así, incapaz de entender por qué todo les sale tan mal, y por qué los demás se niegan sistemáticamente a cumplir su obligación y a darles aquello a lo que tienen derecho.
Las relaciones del resto de familia con ellos, aquellas costumbres, aquellos sobreentendidos, se vieron sustituídas por otras, por fuerza más triviales, más distanciadas. Debía evitarse, a cualquier precio, mencionar siquiera lo más evidente, lo que todo el mundo estaba pensando. Aquello era un problema, por el momento, y los problemas, o se arreglan, o se evitan. Si se puede, claro, porque al tío Adrián no le quedaba más remedio que asumirlo.
De la Antonia, si alguna vez se hablaba, era para decir que era "trabajadora y muy limpia", aunque fuese dudoso que esas cualidades, y no otras, hubiesen atraído al tío Adrián. Pero había que tomarse esas observaciones como lo que eran, una cortesía, un intento de hallar algo agradable que decir, y al mismo tiempo, transmitir el mensaje de: "No te preocupes. Te dejaremos tranquilo". El tío Adrián pasó a ser un párrafo entero entre paréntesis, un segundo plano, un conflicto larvado sin mediación internacional.
La tía Carmen acabó por adoptar una actitud resignada, pero digna. Era de ese tipo de personas a quienes preocupa más la estética que la desgracia. Antes que nada, no quedar mal. No es una crítica; las vidas de la mayoría de nosotros se apoyan en andamiajes igual de endebles, si no más. Como la del tío Adrián se apoyaba en la Antonia. Como la de Antonia se apoyaba en la sorpresa: la de que le hubiera tocado la lotería sin comprar siquiera un décimo.
Era casi seguro que el tío Adrián no había olvidado a la tía Carmen. Vaya, seguro del todo. Después de tantos años, era inevitable que ella siguiese constituyendo una referencia. La había dejado, pero en cierto sentido, se la había llevado puesta. Y lo único que podía hacer Antonia era cargarse de paciencia y aceptarlo, entender que él, hasta cierto punto, sería siempre un poco "de la otra". Incluso era posible que en la vida que ambos llevaban se respetase cierto detalle, cierta norma, que en puridad no les pertenecía, y que no era más que el eco de algo que Carmen hacía o decía. O precisamente al contrario, que una insignificancia cualquiera tuviese para ellos un relieve especial, sólo porque aquello habría molestado a Carmen, en una pueril venganza. En cierto modo, no es que estuviese entre ellos, sino que en cualquier momento podía aparecer su silueta en el espejo. Tal vez, en esos momentos de intimidad que Adrían tenía con Antonia, por fuerza diferentes de los que había tenido con Carmen, porque no hay dos personas iguales, habría querido a veces que ella fuese la otra, o que la otra fuese ella, que aquello hubiese sido posible en otro momento, en otro lugar. Con otra, con la otra. O con ella, pero antes. Y puede que eso lo hiciese sentir doblemente infiel, doblemente traidor.
Era difícil, desde fuera, saber si a Antonia la quería más, o menos de lo que había querido a Carmen. Y seguramente, desde dentro era igualmente difícil. No creo que estas cosas tengan medida, y desde luego, el dinero que te gastes con alguien o el tiempo que le dediques no lo son. Lo que sí era bastante evidente era que la quería de otra forma, más para afuera. Tal vez debía ser así. Quizá a las personas deberíamos quererlas tal como deberíamos hablarles: de forma que nos entiendan.
Con Carmen, las cosas debían haber sido más serias, más formales, más contenidas, porque no había otro remedio. Puede que sí, o puede que no. Porque Carmen, un buen día,en respuesta a un "¿Cómo estás?" sincero de mamá, explicó cómo la perseguía la pregunta del por qué, hasta haber llegado a hacerse casi amigas, y por lo que respecta a la parte de culpa de Adrián, lo resumió en: "No supo darse cuenta".
No dijo mucho más, porque no quería hablar del tema, pero no costaba mucho adivinar que se había pegado un testarazo contra la realidad. Por desgracia, que un sentimiento sea auténtico, y sincero, e intenso, no lo hace evidente. ¡Pobre Carmen! Ella intentando controlarse para que su dependencia de Adrián no le saliese a los ojos, para conservarla secreta e íntima, y tan bien lo había hecho, que él ni siquiera la había visto.
El tío Adrián no había creído nunca ser especial, y en general no lo era. Pero es que tampoco creía serlopara la tía Carmen. Y ella, a veces tenía un pronto que imponía. El tío Adrián sólo sabía que ella podía manifestarlo, no que ella no pensaba usarlo contra él. Y ella no se había cuidado de explicárselo.
El futuro, en aquel momento, no se presentaba muy halagüeño para ninguno de los tres. Y ellos, aunque los demás no hubiesen pensado deliberadamente en marginarlos, sabían de sobra que no eran una compañía agradable. Porque, cada uno a su manera, eran muy conscientes de su situación, y eso les daba un cierto desencanto, una inquietud, una actitud distante, un "sí, pero". No podían engañarse con tonterías, no podían creer que las cosas les fueran fáciles, no les podía ilusionar la idea de una vida sencilla, bonita y agradable. Sabían que las cosas no iban así, que no les iba a tocar la lotería, que entre sus esperanzas y la realidad había una distancia tal vez insalvable. Y en eso, posiblemente se equivocaban. Porque a la larga, te das cuenta de que creer en milagros es una de las pocas alternativas razonables que te quedan en esta vida. Y que el cínico no es más listo que el ingenuo; sólo está más amargado.
La verdad es que a partir de entonces no tuvimos mucho trato con ellos. Supongo que en el fondo, a ninguno le apetecía tener que mantener la actitud respetuosa y compungida que se consideraba adecuada. Y ellos no necesitaban que se les recordase que eran un problema, para sí mismos y para los demás.
Adrián seguía siendo el tío Adrián, pero la Antonia no era más que una tía virtual. Y la tía Carmen pasó de no querer hablar del tema a no ponerse en situación de hacerlo. Y poco a poco nos fuimos distanciando.
A decir verdad, no sé lo que habrá sido de ellos. Hace siglos que no los veo. Y poco más hay que decir. Esas situaciones, esos sentimientos que los impulsaban y los perseguían durante días y meses, se pueden explicar, o al menos enunciar, en muy poco. La vida pierde mucho al ser traducida a otro medio, y se queda en nada, en casi nada. Cuatro palabras, eso es todo.

jueves, julio 20, 2006

El invierno

Tal día como hoy, en esta parte del mundo, hace tanto, pero tanto calor, que creo que apetecerá algo refrescante. Por eso me he decidido por lo más helado que tengo: un cuento de Navidad en la estepa rusa. Ya sé que no es Navidad (que en Rusia, oficialmente, tampoco es el 25 de Diciembre), pero tal vez consiga transmitir un poquito de fresco.

Cuidado con la reacción al volver a la realidad.


EL INVIERNO
Olga reprimió un bostezo mientras removía las cenizas del hogar con el atizador. Por suerte, aún quedaba algo de brasa, y bastaría con añadir un poco de leña para reavivar el fuego. Afuera era aún noche cerrada, y no amanecería hasta horas más tarde. Aunque casi no se le podía llamar amanecer; apenas si era una débil claridad que se hacía un poco más intensa antes de confundirse con el ocaso, dejando unas pocas horas de luz incierta.
Era pleno invierno. Y si Olga había llevado bien la cuenta de los días, era la víspera de Navidad. En otros tiempos, ella habría estado alegre, y habría ayudado al abuelo a enganchar el caballo al trineo, esperando que llegase la hora de ir a la iglesia. Para calmar su impaciencia, habría imaginado cómo se envolvía en un enorme pañolón, se habría visto arrebujada en el trineo, conducido por el abuelo, y casi habría podido sentir cómo el aire gélido le encendía las mejillas. Y habría anticipado la visión de Iván en la iglesia, entre las nubecillas de incienso con las que el pope llenaba el recinto. Y tal vez habría habido alguna seña, un simple gesto del que nadie más se daría cuenta, y que sería el indicio inequívoco de que más tarde habría un encuentro de los dos enamorados.
Pero nada de eso era ahora posible. El trineo y el caballo seguían en el establo, pero el abuelo había muerto hacía meses, e Iván estaba lejos, y sin posibilidad de volver. Y a la iglesia era mejor no acercarse, después de lo que había pasado con el pope. No es que hubiese sido nada grave; el sacerdote había ido a visitarla, después de la muerte del abuelo, y se había marchado enfadado. Olga no sabía exactamente por qué; tal vez, porque intentando ser amable, le había servido un vasito del vodka con pimienta que tomaba a veces el abuelo, y eso lo había hecho toser.
Tal vez porque, cuando el pope le explicó que la vida para una mujer sola es muy difícil, y que ella precisaba tener cerca un hombre que la cuidase, un buen hombre, como Pavel Antonov, y que a una muchacha tan dulce y bonita como ella no le costaría encontrar marido, ella respondió que ya estaba prometida con Iván, y que pensaban casarse algún día. Y al oir esto, la cara del pope expresó contrariedad.
Aunque Olga estaba convencida de que el enfado se debía a otra cosa, a la conversación que tuvieron. El pope, hablando de la muerte del abuelo, mencionó la cristiana resignación, y la aceptación. Y llegó a comentar que todo aquello que nos viene de Dios es bueno: la cosecha y el hambre, el sol y la lluvia, el calor y el frío, el corto verano y el larguísimo invierno. Y aquí fué donde Olga tuvo un arrebato de rebeldía, insólito en alguien tan pacífico como ella, y dijo:
- ¿Ah, sí? ¿Qué tiene de bueno el invierno? ¿Para qué sirve que todo se cubra de nieve, y se hiele hasta el aliento, y nos pasemos meses sin ver el sol? ¿Qué clase de Dios Misericordioso es el que permite que tengamos que cavar en la tierra congelada, y que nos arriesguemos a morir de frío para no morirnos de hambre?
El pope, al oírla, se ofendió mucho, y le replicó que estaba blasfemando, que no sabía lo que decía, y que algún día tendría que arrepentirse. Añadió que se veía muy claro que ella necesitaba un hombre a su lado, alguien capaz de enseñarle un poco de respeto, como Pavel Antonov, y que tenía sus dudas de que el tal Iván tuviese esas condiciones.
Claro está que Iván, cuando Olga le contó lo sucedido, no le dió mucha importancia al enfado del sacerdote. De todas formas, insistió mucho en que debían casarse cuanto antes. Iván debía partir dentro de unos días, a resolver un asunto de tierras en la capital; una de esas cuestiones de herencias, legitimidad y tribunales que serían mucho más sencillas si fuese el sentido común el que imperase en este mundo. En un principio, habían pensado celebrar la boda al regreso de Iván, pero él parecía ahora impaciente porque fuese antes de su marcha.
Y así se hizo. Olga llevaba una corona de flores adornada con largas cintas de colores sobre sus cabellos rubios, y un primoroso vestido lleno de bordados, que su prima Natasha le había ayudado a acabar. Y conservaba muy vivo el recuerdo de Iván esperándola en la iglesia, con su holgada blusa y una sonrisa radiante. Olga había esperado que el verla felizmente casada calmaría al pope, aliviando la tirantez que había entre ambos desde su discusión, pero no fué así. El sacerdote ofició el matrimonio con corrección, pero casi con frialdad, por no decir con desgana, y además, declinó acompañarlos en la improvisada fiesta que completó la celebración.
Pocos recuerdos agradables le quedaban a ella posteriores a la boda; apenas los escasos días pasados junto a su flamante esposo, antes de su partida hacía la estación del ferrocarril. Y después, la soledad y un frío creciente. Desde entonces, la pequeña pena de cada día quedaba pronto envuelta por una mayor, y ésta por otra, como la matriochka que estaba sobre la repisa de la chimenea.
Olga recogió algunas brasas y las puso en el samovar, para poder tomarse un té caliente. Le habría gustado poder añadirle unas gotitas de naranja, pero ese era un lujo del que no disponía. Ni siquiera tenía una simple piel de la fruta, para poder echarla al agua del samovar y darle un poquito de aroma. Olga pensaba una vez más en su marido, tan lejos, allá en la ciudad. Los trámites se habían alargado más de la cuenta, y las cartas que recibía de él habían ido atrasando paulatinamente la fecha del regreso. Olga casi había perdido la esperanza de volver a verlo por Navidad.
Además, aunque regresase hoy mismo, tampoco podría llegar a tiempo. La inundación de otoño se había llevado el único puente, y el pueblo había quedado aislado de la más cercana estación de tren. Durante algunas semanas, funcionó un improvisado servicio de barcas para atravesar el río, pero al echarse encima el invierno, hubo que interrumpirlo. Ningún barquero habría podido resistir todo el día a la intemperie. El puente, con suerte, no sería reconstruído hasta el próximo verano, aunque no cabía contar demasiado con ello. Aquella era una provincia pobre y lejana del Imperio, demasiado pobre y lejana para preocupar a los padrecitos que vivían en Moscú o San Petersburgo. Así pues, el río había pasado de ser un amigo en el paisaje, a convertirse en una barrera infranqueable.
Olga sorbió lentamente el té caliente. De momento, no la preocupaba el fuego; tenía suficiente leña cortada para un par de días al menos. Aunque muy pronto podía llegar a ser un problema más. Repasando los aspectos prácticos de cada día, decidió que se prepararía una sopa de col para el almuerzo. Una buena sopa de col, a la que tal vez echase un trozo de remolacha, para poner un poco de color en aquel invierno gris. Detrás de la ventana, seguía la oscuridad, pero aunque hubiese sido claro, Olga no tenía gran interés en mirar afuera. Sabía de sobras que si lo hacía, durante las escasas horas de luz, lo que vería, por encima del joven abeto y de los garabatos de escarcha en que se habían convertido los abedules, sería un cielo blanco, incapaz de copiar el azul de sus ojos.
Olga volvía a su pregunta: ¿qué tenía de bueno, el invierno? ¿Qué bien se obtenía del frío? Se encogió frente al fuego, y pensó una vez más que echaba en falta a Iván, a su Iván. Pero aquello, aunque no fuese bueno, sentía que no era malo, que aquella ausencia era en cierto modo cálida. Lo echaba de menos porque lo quería, y eso al menos tenía sentido, no como las noches inacabables y el aire glacial. No pasaba frío en la casa, aunque intentaba economizar la leña. Aquella era una buena cabaña de madera, más grande y confortable que las isbas, las pobres chozas de los mujik. Pero hay ausencias más difíciles de olvidar que la del fuego.
Finalmente, llegó el día, para empezar a declinar rápidamente. Y Olga, una vez más, se vió ante una nueva y larga noche, un tramo de oscuridad, silencio y frío. Las brasas del samovar se habían consumido, y el fuego del hogar empezaba a languidecer. Olga se sentía inquieta, dolida, desesperada, y en un acto de rabia y protesta, salió afuera, recogió leña y volvió a alimentar el fuego. Había cargado más leña de la que era prudente consumir, pero ya no le importaba. Si aquellos iban a ser sus últimos días, y si se quedaba sin fuego podían serlo, no quería pasarlos tiritando.
El fuego renovado inundó la sala de claridad y calor, y Olga se serenó un tanto. Bien mirado, era una locura lo que había hecho. Estaba sola, no podía contar con nadie, y si se quedaba sin leña, era ella misma la que tendría que salir a buscarla. Y hacía falta mucha leña, y fuera hacía mucho frío, y ella no tenía la fuerza necesaria para acarrear las cargas que habría podido llevar Iván.
Volvía a ser noche cerrada, aunque faltaban bastantes horas para las doce. De pronto, sonaron unos golpes en la puerta. Olga pensó que no podía ser la llamada de un ser humano. Pero entoces, ¿quién o qué era? La soledad y la tristeza no podían ser: esas ya estaban dentro. Tal vez la muerte. Los golpes volvieron a sonar, y Olga decidió que si era la muerte, sería bienvenida. No quería seguir sola, sin Iván, sin futuro, sin calor. Con lágrimas en los ojos, se dirigió a la puerta y la abrió.
No pudo reprimir un grito. Ante ella, más alto, más delgado y cubierto de nieve, estaba Iván. En un primer momento, se dejó abrazar por él, ya que no sabía cómo reaccionar. No podía ser. Era contra toda lógica, contra toda esperanza que él estuviera allí. Era un milagro; tal vez sus largas plegarias ante el icono de la Virgen habían dado su fruto.
Olga cerró la puerta mientras él se despojaba del abrigo y se acercaba al fuego. Incrédula aún, fué hacia él y alargó una mano para tocarlo. Y antes de que él se volviese al sentir su contacto, ella supo que él era real, que no se trataba de un sueño. Entonces, en algún lugar del universo hubo un pequeño clic, como el de un pestillo al cerrarse, y todo volvió a tener sentido. Era casi Navidad, y Dios estaba en el cielo, y desde allí deseaba paz a todos los hombres, en buena voluntad. Y seguramente, allá afuera, el abeto joven que crecía cerca de la casa estaba esperando que Olga lo engalanase con las cintas de su corona nupcial, para celebrarlo.
Iván se había vuelto hacia ella, y la estaba mirando. Olga no necesitaba saber más, ni preocuparse más; ya podía abrazarlo, y abandonarse en sus brazos. Y no sería hasta más tarde que volverían las preguntas. Por el momento, habían cedido su puesto a esos gestos cotidianos, casi triviales, que de repente se habían vuelto enormemente importantes: calentar la sopa, buscar un plato, una cuchara, poner la mesa. Pero más tarde llegó el momento en que reaparecieron, y Olga preguntó:
- ¿Cómo has podido llegar? No hay puente, ni barqueros, y hace mucho frío, y no se puede atravesar el río, y ...
Olga calló ante la expresión irónica de Iván, que empezó a decir, con cierta solemnidad socarrona:
- Olga Sergueievna, estamos en invierno. Y está haciendo más frío que otros años. El río está helado, y el hielo es bastante firme. Lo he atravesado a pie. Claro está que ha sido una larga caminata desde la estación, y desde luego, he pasado frío. Pero no ha sido nada que no pudiera soportar. Habría pasado el doble por poder llegar, y ahora ya estoy aquí.
Sí, estaba allí, y ante eso, todo lo demás carecía de importancia. Ella, aturdida, casi no podía asimilar los chismorreos y noticias que él le daba, de cómo el pleito se había resuelto finalmente a su favor, de su encuentro casual con el pope, que se había excusado por su anterior descortesía, y había dicho que esperaba verlos en el oficio de Navidad. Al parecer, Pavel Antonov había encontrado una joven que accedía a ser su esposa, y según decían los rumores, era nada menos que Natasha Petrovna, la prima de Olga.
Esa noche, acurrucada contra Iván, Olga pensó un momento en el exterior, y sonrió. Afuera había oscuridad y frío, pero al mirar por la ventana, antes de acostarse, le había parecido ver alguna estrella, y no era del todo imposible que al día siguiente pudieran ver un ratito el sol, y que el cielo copiase de nuevo el azul de sus ojos. Y tuvo que reconocer que el pope, en el fondo, tenía razón. Porque con Iván a su lado, dejaba de ser malo que las noches fueran tan largas. Y porque Olga había comprendido por fin qué tiene de bueno el frío: que hiela los ríos, haciéndolos transitables, permitiendo caminar sobre ellos.

miércoles, julio 19, 2006

Acerca del mar

Incluyo un cuento del cual me siento especialmente satisfecho, ya que me hizo ganar mi primer premio literario. Cuando lo escribí, quería hablar del mar. Y en un alarde de temeridad, lo presenté a un concurso literario... de un pueblo de la costa mediterránea, es decir, de gentes que se habían pasado toda la vida viendo el mar. Que fuesen precisamente los vecinos del mar los que decidiesen premiarme me dió ánimos.

No insisto más, aquí va el cuento:


SIMBAD
Tenía catorce años, y jamás había visto el mar. Por eso, cuando la caravana halló un lugar para acampar, mientras los hombres levantaban las tiendas y tendían las alfombras, mientras las mujeres encendían el fuego para preparar el té y los chiquillos correteaban entre los camellos, se fué hacia la ciudad.
No era muy diferente de otras ciudades grandes o pequeñas que él había visto: blancas y apretadas casas, callejuelas sinuosas a veces cubiertas con toldos, una polvorienta y ruidosa plaza con el mercado al aire libre, las calles de las tiendas, tan abarrotadas que no podían contener toda la mercancía, desparramándola al exterior. Pero había algo más, algo que se notaba en el ambiente; algo que se respiraba, que casi tenía un olor. Aquellas gentes parecían felices y risueñas, hablaban a gritos, se apiñaban como si estuviesen encerrados, aunque no se conociesen. Simbad no estaba acostumbrado a que se le acercasen tanto; en su tierra, aquello habría sido una ofensa imperdonable.
Al pasar por la plaza del mercado había visto algunas flores, y lo habían sorprendido tanto que había tenido que detenerse a mirarlas, a pesar de su urgencia por llegar a la costa. El vendedor lo miraba sonriendo, y se había animado a preguntar, señalándolas con el dedo:
- ¿Qué son?
- Rosas - dijo el hombre - Sólo diez dinares ¿Quieres una para tu novia?
Simbad negó con la cabeza, y siguió su camino. Había oído el nombre, el Corán hablaba de ellas, pero era la primera vez que veía una, como un apretado pañuelo impúdicamente coloreado. A medida que avanzaba por las callejas, aquel perfume indefinible en el aire se fué haciendo más denso y palpable, y cuando llegó a tener sabor, resultó ser salado. Era el aroma del mar. Por fin, al final de una calle, esquivó la burda túnica blanca de un hombrachón, y de pronto, la línea del horizonte se le clavó en los ojos.
Allí estaba, frente a frente con el mar. La ciudad se acababa de repente, en lo que debía ser la única calle que seguía un curso más o menos regular. Unos treinta pasos de arena, y después, la línea del agua, que se movía y rumoreaba como si estuviese viva.
Simbad había visto ríos, y en los oasis, alguna charca más o menos grande, pero nada como aquello, capaz de llenar medio mundo. Lo primero que le sorprendió es que fuese tan poco: una línea aquí, al borde de la playa, inquieta y movediza, y otra allá, al final del cielo. Y en medio, una superficie diferente a todo cuanto conocía, con una increíble variedad de arrugas de todos los tamaños. Avanzó unos pasos por la playa y se sentó en el suelo. Habituado al desierto, percibió que incluso la arena era de otra clase.
Se quedó un buen rato contemplando el horizonte, como si quisiera aprendérselo. Cuanto más lo miraba, más pensaba que aquello aparentemente tan simple distaba mucho de serlo. No era como el cielo, no era como el desierto, las cosas más grandes que él conocía. Y tuvo que admitir que había al menos una tercera forma de ser grande. El cielo era siempre igual, al menos de día. En el desierto, las dunas cambiaban continuamente, pero de forma imperceptible. Sólo aquello era capaz de cambiar a la vez de forma rápida y lenta; a cada instante cambiaba el dibujo de las olas, y al mismo tiempo, poco a poco se acumulaban sutiles cambios de color que iban transformando su aspecto. Y sin embargo, por encima de todos esos cambios, parecía seguir siendo el mismo, y recordaba al de antes, al de ayer, al de hace un siglo.
Aquí y allá se veían algunas barcas, dirigiéndose hacia no se sabía dónde, para hacer no se sabía qué. Una de ellas se encaminaba hacia él, enarbolando un gran paño blanco de forma triangular. Llegó sin aflojar la marcha hasta la playa, embarrancó en la arena, y de ella saltó un hombre que empezó a estirar por la proa para sacarla del agua. Al no conseguirlo, miró a su alrededor y le gritó a Simbad:
- ¡Eh, muchacho! Acércate, ayúdame a varar el zaruk.
Simbad se acercó. No sabía que aquello fuese un zaruk, y era la primera vez que oía la palabra "varar", pero estaba muy claro lo que le pedían. Así pues, ayudó al hombre a sacar su barca fuera del agua, arrastrándola algunos pasos sobre la arena.
- Así está bien - dijo el hombre, y se dejó caer al suelo, apoyando la espalda en el costado de la barca - Anda, siéntate y descansa un poco.
Simbad se sentó a su lado, y lo miró disimuladamente. Era un hombre mayor, pero no se podía decir que fuese un viejo. Podría tener la misma edad que su padre. El hombre dijo:
- ¿Quieres comer un poco? Creo que llevo algo de pescado curado, si quieres. Y un poco de pan.
Levantó el brazo, buscó a tientas en el interior de la barca, y extrajo una pequeña vasija que clavó en la arena.
- Y si quieres beber, aquí tienes agua.
Simbad asintió sonriendo, y empezó a comer y beber. El hombre lo miró y dijo:
- Tú no eres de aquí, ¿verdad?
- No - dijo Simbad, con la boca llena - ¿Cómo lo sabes?
- Tus ropas lo dicen. Pareces del interior, de una de esas tribus que a veces vienen hasta aquí.
Simbad asintió.
- ¿Y qué hacías, en la playa?
- Miraba el mar - dijo Simbad - No lo había visto nunca.
- Ya entiendo - dijo el hombre, sonriendo - ¿Y qué te parece?
- No sé - Simbad se encogió de hombros - ¿Tú vives en el mar?
El hombre lanzó una breve risa, y dijo:
- No. No vivo en el mar. Nadie vive en él. No se pueden plantar tiendas, ni edificar casas ahí. Claro, supongo que no debes saber mucho del mar, si no lo habías visto hasta hoy. Imagino que debe haber muchos, en el interior, que no lo han visto nunca. Apuesto a que les gustaría verlo.
- Lo tienen prohibido - dijo Simbad.
- ¿Por qué? - preguntó el hombre, sorprendido.
- Bueno, no nosotros - aclaró Simbad - pero los hombres de algunas tribus que conozco tienen prohibido mirar al mar. Creen que les puede robar el alma.
El hombre, tras callar unos segundos, comentó:
- Puede que tengan razón. Le he visto hacer cosas así.
Simbad, intrigado, quiso preguntar qué quería decir, pero se calló esa pregunta, y en su lugar dijo:
- ¿Sabes tú por qué es tan grande?
El hombre en tono reflexivo, dijo:
- Porque si no lo fuese, no cabrían en él tantos sentimientos, tantos sueños, tantos secretos, tantos misterios como guarda.
- ¿Y por qué es salado?
- Porque ha recogido muchas lágrimas - respondió el hombre - Mira, hacia allá, de donde tú vienes, está el desierto, una forma de vivir, tal vez de morir, sin apenas agua. Ahí está el mar, sin otra cosa que agua, y otra forma de morir, quizás de vivir. Y aquí, en la playa, esa línea del borde, que va y viene y no se sabe exactamente dónde está, es, como la vida, la frontera entre dos muertes opuestas. Por eso nadie vive en el mar, porque no es una patria, ni siquiera un lugar, sino un mundo, un mundo hechizado. Como un sueño.
"Yo lo he recorrido, y lo sé. Me ha llevado hasta otros lugares, hasta tierras lejanas en las que los infieles adoran al sol y a la luna, y algunos creen que hay un dios del mar. Pero se equivocan. No hay más Dios que Alá, pero si pudiese haber otro, sería el propio mar, lo único de este mundo que podría serlo. No lo parece; da la impresión de que al crearlo, se aprovechó una vieja sábana guardada para otro propósito, olvidada durante tanto tiempo que se había llenado de arrugas.
"Pero es un territorio mágico. Para movernos en él usamos amuletos encantados que hacen cosas imposibles: remos que se apoyan en el agua, y velas que te permiten colgarte del viento. Puede enfurecerse, levantar olas como montañas y quebrar tu barca, antes de hundirla. Puede aparecer tan pacífico y amable como el agua tranquila de un aljibe. Cuando te bañas en él, sientes una fresca caricia, más íntima y completa que la que pueda hacer un ser humano. Pero siempre, esté como esté, es enormemente mayor que tú, e infinitamente más fuerte.
"Si navegas solo y te adentras en él, hay un momento, cuando ya has perdido de vista la línea de la costa, en que dejas de pensar tus pensamientos, para pensar los suyos. Y entonces estás a solas con tu corazón, porque allá adentro no hay ni un miserable lugar donde esconderte. Es lo más parecido a la nada, y sin embargo, está vivo, y alberga vida. Casi puedes oirlo respirar. Pero cuando ha caído la noche, es lo más parecido a la muerte.
El hombre calló unos momentos y continuó, en otro tono:
- A menudo, los chiquillos de la ciudad vienen hasta aquí y se meten chapoteando en el agua, avanzando mientras el mar los va cubriendo cada vez más. Caminan trabajosamente, en contra de las olas y de su propio miedo. Pero cuando se avecina una ola mayor que las otras, dan la vuelta y corren hacia la orilla.
"Pero todos somos como esos chiquillos. Hubo un tiempo en el que me empeñé en navegar tan lejos, que nadie antes que yo hubiese estado allí. Como no podía medir mi tamaño con el del mar, quise que mi medida la diera mi singladura, la ruta que había sido capaz de recorrer. Puse rumbo al sur, hacia la lejana isla en la que dicen que habita el pájaro roc. Y puede que cuando llegase allí, continuase adelante, más allá, hacia no sabía qué.
"Pero el mar es más grande que la valentía de cualquier hombre. Aún sin tormentas, sin haber agotado el agua o los víveres, el solo hecho de saberme tan lejos me fué inquietando más cada día. Parecía como si lo único que uniese al resto de los hombres fuese un recuerdo, que se iba adelgazando y debilitando, hasta llegar al punto en que podía romperse de forma irreparable. Daba lo mismo que estuviese aquí o allá. En el mar, siempre estás en el centro del círculo, lejos de toda persona, salvo tú mismo.
"Un buen día me dí cuenta de que el mar, inagotable, podía seguir jugando conmigo durante días y semanas y siglos. Pero yo, aún fuerte, sin pasar hambre, me sentía desfallecer. El corazón me pesaba como una piedra, y llegué a olvidar mi ilusión. Tuve que renunciar; el mar me había vencido. Era más fuerte que yo. Había intentado luchar contra él, pero, al fin y al cabo, mi barca era sólo de madera, y el marinero no era más que un ser humano. Ni siquiera hizo falta una ola mayor que las otras para hacerme volver a la orilla.
El hombre puso la mano sobre la cabeza de Simbad, la sacudió afectuosamente y dijo:
- Eso es lo que yo sé. Pero Alá es más sabio. Y una persona sensata debería olvidarse del mar.
Simbad comprendió que la historia había concluído, y que era el momento de marcharse. Se levantó, saludó al hombre, y se dispuso a volver al campamento. Mientras recorría en sentido contrario el camino de ida, se preguntó cómo sería bañarse en el mar, algo que no se había atrevido a hacer. Se preguntó si él, algún día, tendría el valor suficiente para enfrentársele, para llegar a la isla en la que habita el pájaro roc, y aún más allá.
Y algo en su interior le dijo que sí. Algo le dijo que había encontrado su reto, su desafío, el destino que Alá había escrito para él. Y a partir de ese momento, supo que un día u otro, no importaba cuándo, volvería al mar, lo recorrería y viviría en él. Y que a partir de ese día, cada vez que alguien hablase de él, lo llamaría Simbad, el marino.

martes, julio 18, 2006

Un no-cuento

Volviendo a las andadas, quisiera contribuir un poco más a la confusión universal (o tal vez no). Internet no es la biblioteca de Alejandría (al menos, aún no), y a veces parece la biblioteca de Babel (J.L.Borges, salud). Por todo ello incluyo hoy un cuento que no es cuento, o que tal vez sea la única ficción que no intenta mentir y pasar por auténtica. Ahí dejo...


EL TEXTO CAMBIANTE
Nevaba. La mitad del paisaje urbano que no era blanca, presentaba esos tonos oscuros y apagados que sólo revela el blanco de la nieve. Tenía que atravesar la plaza, que se extendía ante él como una página impoluta. Hacía ese frío tierno y calmado de cuando nieva.
No llevaba paraguas, pero tampoco importaba mucho. Bastaría con que se sacudiese los copos de los hombros al llegar a cubierto. Se decidió y empezó a caminar, hollando el centro de la plaza, acompañado por el leve crujido de la nieve pisoteada. Lo más probable era que estuviese cerrado, pero aún así tenía que pasar por la librería, tenía que comprobar si aún tenían el libro. Y si lo tenían, sabía que acabaría por comprarlo.
* * * * * *
Demasiado enfático, y demasiado descriptivo. El cuento no le estaba saliendo como él pretendía. La plaza nevada era un buen escenario, pero no había sabido transmitir esa sensación de placidez que podría contrastar con los terribles acontecimientos que se avecinaban. Dejó caer el bolígrafo y estiró los brazos.
Estaba cansado y hacía calor. La noche, casi sofocante, presagiaba el próximo verano, con esas horas de insomnio dando vueltas y vueltas en la cama, sin poder encontrar el sueño. Por la ventana abierta entraba una música dulzona, una de sus canciones favoritas. La había bailado con Alicia más de una vez. Claro que de eso hacía ya mucho. Por aquel entonces, ella aún creía en él. Incluso él mismo creía, y esperaba poder escribir por fin su obra maestra. Sólo necesitaba acabar de redondear uno o dos personajes. En cuanto lo lograse, empezaría a escribir, y llenaría de un tirón páginas y páginas con una novela genial.
No sabía entonces que para poder terminar algo, antes hay que empezarlo. Aunque no se tengan todos los detalles resueltos. La inspiración existe, pero tiene que encontrarte trabajando, había dicho Picasso. Una frase que evidentemente, podía aplicarse a Picasso, pero no a un genio como él. Pasaron las semanas y los meses, y las ideas no querían venir, y Alicia acabó por hartarse. Al principio no le dio importancia, un capricho más, se dijo. Pero al ir pasando el tiempo, se hizo evidente que las cosas no cambiarían mientras no cambiase él.
Las reclamaciones para que pagase el alquiler eran cada vez más desagradables. Al final, en contra de sus convicciones, tuvo que comprometerse a entregar algunos cuentos a su editor, a cambio de un anticipo. Aquel que estaba escribiendo era el primero. Pero, ¿cómo seguir?
* * * * * *
Bueno, esta historia es bastante mala. Una vez más, el socorrido tema del escritor que no puede escribir, el pánico a la hoja en blanco, etcétera. ¿Cómo es que nadie escribe sobre los cocineros que no pueden cocinar? ¿Acaso no puede existir el pánico ante el plato en blanco, el plato vacío, en el que hay que poner algo a la hora de comer? Caprichos de consentidos, eso es lo que son esas manías. Si uno quiere escribir, que se ponga y escriba, qué caramba.
Me parece que me he equivocado al comprarme este libro en el aeropuerto. Yo buscaba algo más absorbente, algo que me distrajese. Ya tengo bastantes preocupaciones; la reunión de mañana es importante, y me va a hacer falta estar despejado. Y eso quiere decir dormir bien, sin angustiarme. Para lo cual es preciso poder desconectar.
Una novela no me habría servido. Muchas son demasiado lentas. Necesitas tragarte capítulos y capítulos antes de meterte en el ambiente, y que empiece a pasar algo interesante. Y a mí no me gusta que me tengan esperando durante 20 o 30 páginas. En cambio, hay otras que te capturan enseguida. Pero una de esas tampoco me conviene. No quiero arriesgarme a estar pendiente del desenlace, a quedarme esta noche hasta las tantas para acabarla.
Por eso elegí este libro de cuentos. Pero como los demás sean tan malos como éste, no me va a quedar más remedio que reconocer que me he equivocado.
* * * * * *
Cajas chinas. Eso es lo primero que se piensa al leer un cuento como éste. Una historia dentro de una historia. No es un recurso nuevo, ni siquiera es un recurso poco usual. Al contrario, es un clásico. Si hay que dar nombres, ahí van dos, bien distintos por cierto: Kipling y Mark Twain. Sin olvidar a Borges, naturalmente.
Pero un recurso como éste es solamente una estructura. Y las estructuras deben tener contenido para ser mínimamente interesantes. Un soneto sin contenido no es una obra de arte, sino un diagrama. Y ahí es donde falla este cuento. Se insinúan ciertas historias, más o menos manidas, pero no se llegan a desarrollar. Por más que la trama sea previsible, no se entiende qué persigue el autor al dejarlas truncadas.
Este cuento pertenece a esa clase de narraciones en las que no ocurre nada. Y hay que tener verdadero talento para que un relato así resulte bueno. La mayoría no suelen ser más que ejercicios de autocomplacencia de autores demasiado pagados de sí mismos. Ese tipo de cosas están fuera de lugar en un género como el cuento. Casi se las podría calificar de "escombros de novela".
Por ahora, ya está bien. Luego acabaré la crítica. Ahora tendría que salir, quiero llegarme a la librería. Ya veo que el tiempo no mejora: está nevando. Tendré que atravesar la plaza cubierta de blanco. Y seguramente acabaré por comprarme el libro.

lunes, julio 17, 2006

En-red-ados

Ya estamos ¿todos? en la red. Y tal vez los que no están es que no cuentan. Pero, abrumado por el aluvión de alabanzas, entusiasmos y demás que despierta el medio, echo en falta un poquito de saludable cinismo respecto a Internet. Tal vez sea el momento de recordar a Platón y el mito de la caverna. Ya saben, un personaje nacido en una caverna, en el fondo de la cual se proyectan sombras de los objetos exteriores, y en la que parecen nacer los ecos de los sonidos de fuera. Tal personaje podría llegar a creer que lo que ve y oye es la realidad, cuando no son más que ecos y sombras.
Tal vez Platón fué un estupendo autor de ciencia-ficción, al adelantarse a describir un personaje que navega por Internet y se cree que lo que ve es la realidad. No nos engañemos, lo que hay detrás de todo eso son personas, ni más ni menos, tan estupendas, mezquinas, adorables y odiosas como cualquiera de nosotros. Y a propósito de apariencias, tal vez venga a cuento cierto incidente:


EL INCIDENTE
Me pasó el otro día; yo iba no me acuerdo dónde, y para acortar camino decidí atravesar el parque. Crucé la verja, me desvié para esquivar al empleado que rastrillaba los retales de césped al lado del camino, franqueé una hilera de plátanos. Entonces pasó.
Seguramente conocen el lugar. Es un amplio espacio, sombreado por árboles enormes, antiguos y frondosos, plantados con parsimonia aquí y allá. Unos cuantos bancos, orientados en todas direcciones, para que la gente pueda verse o volverse de espaldas a los demás. Y nada más: ni columpios, ni una fuente, ni el diagrama pintado en el suelo de un campo de cualquier deporte. Suele ser un sitio tranquilo. No hay niños que tomen el sol, porque los árboles apenas dejan unas cuantas salpicaduras luminosas, desparramadas por ahí. Los troncos interrumpen el espacio necesario para cualquier juego, pero no llegan a ser tantos, ni tan gruesos como para poder jugar al escondite. Y en primavera, aquello es un infierno para los alérgicos, que no hacen más que llorar y pegar estornudos. Generalmente, no se ve más que a tres o cuatro personas sentadas en los bancos.
Pero aquel día, había algo especial en el aire, en el ambiente. Me dí cuenta enseguida. No sé cómo explicarlo, no se crean que es tan fácil. Veamos: la temperatura era muy agradable, al sol casi hacía calor, pero en aquel rincón, el aire era tibio, y parecía más ligero. Flotaba un olor en el aire, que supe que era de lilas. Y eso era raro, porque jamás he sabido cómo huelen las lilas, dejando a un lado la razonable suposición de que puedan oler, precisamente, a lilas.
En uno de los bancos había un hombre sentado, y supe, sin que nadie me lo dijera, que se llamaba Alberto. Me dió la sensación de que se parecía un poco a mí, aunque no pude ver su cara con precisión. Algo le pasaba; sobre su cabeza flotaban unas volutas de tristeza, como si fuera un fumador aureolado de humo. Y tenía la postura, el aire de aquel para quien las preguntas son problemas y no proyectos. Pobre tipo, estaba pasando un mal momento, eso estaba claro.
Y en otro banco, a cierta distancia, estaba Rosana, porque tenía cara de llamarse Rosana, intentando, por enésima vez desde hacía días, reunir el valor necesario para acercarse a él y entablar una conversación. Y no pude por menos de pensar que en otro de los bancos, tal vez oculto por uno de los árboles, debía estar sentado el Destino, disfrazado de viejecito que leía el diario, tejiendo una red para atraparlos a los dos.
Inconscientemente, yo me había puesto a caminar más despacio, como para pasar sin que se dieran cuenta. Todo aquello era muy raro. ¿Cómo podía yo saber todo aquello? Jamás he sido un tipo sagaz e intuitivo. Pero de repente, todo era claro, todo era comprensible. Auqellos perfectos desconocidos me eran próximos, sabía cómo eran y qué sentían. Y en aquel momento, y en aquel lugar, percibía una tendencia, había un desenlace amenazando. ¿Qué ocurría? ¿Acaso mis ojos habían aprendido a ver? ¿Era posible que a partir de entonces fuese capaz de adivinar a los demás?
Al intentar desentrañarlo, se me ocurrió una de las explicaciones más obvias: yo estaba enamorado, pero aún no me había dado cuenta. Había algunos detalles que cuadraban: esa sensibilidad a flor de piel, esa insólita perspicacia. Pero al examinar mi corazón, lo hallé aún dormido. No lo había despertado ninguna gozosa inquietud, no había para él un nombre que resplandeciese por encima de los demás.
Yo había avanzado ya algunos pasos, y los veía ahora desde otro ángulo, pero la escena, el ambiente, eran los mismos, con todo tan a punto, tan en su sitio, como si alguien se dispusiese a hacerles una foto. No me había ocurrido nunca algo así. Tal vez era el fin del mundo, y esa sensación no era más que el aviso de que dentro de cinco minutos estaríamos todos en el cielo.
Seguí caminando. Aquello no era un sueño, no tenía el aspecto de los sueños. Los sueños no huelen a lilas. Y yo estaba muy consciente, tal vez más que nunca. Veía y entendía con claridad, y al mismo tiempo, recordaba quién era, y que tenía prisa y me estaban esperando. Por eso seguí caminando. Llegué hasta la hilera de árboles que cerraba aquel lugar, y todo se acabó. De repente, todo volvió a ser como antes, o sea, más bien triste, más bien vulgar. Las gentes con las que casi me tropezaba estaban a años luz de mí, o se movían en otro plano astral. Y yo volvía a no saber nada, a no darme cuenta de nada. Sentí un poquito de nostalgia.
A la salida, por pura rutina, leí la placa con el nombre del parque. Un parque muy nuestro, muy conocido, muy entrañable. Un parque literario. Y entonces lo entendí. Al pasar por aquel rincón, yo, sin querer y sin darme cuenta, me había colado en una escena de una novela.
Bueno, les he contado el cómo, les he explicado el qué. Pero no se les ocurra, ni ebrios ni dormidos, preguntarme el por qué.

sábado, julio 15, 2006

Aprendiendo a balbucear

Antes de poder hablar, debemos aprender a balbucear. Esta débil excusa intenta justificar la desmañada primera entrada con la que he empezado este blog. Prometo esforzarme, máxime cuando estoy en un sistema actual de comunicación que me permite escribir las palabras con todas las letras, tal como tengo por (posiblemente mala) costumbre.

Hoy en día, lo difícil y meritorio es resultar original. Y un somero vistazo a la red me ha permitido comprobar que al menos lo soy en algo: soy de los escasos fanáticos del cuento que no reside en el continente americano (del océano Ártico al cabo de Hornos). De todas formas, lo importante es conseguir lectores; tal como vamos, con la proliferación de talleres de escritura, pronto habrá más escritores que lectores. Así pues, ese bien público y escaso llegará a estar regulado por ley, y tal vez veamos a los autores pagando al público para conseguir ser leídos.

Antes de que llegue ese momento, y por si acaso, aquí va otro cuento:


LA COMETA
Hacía rato que Alex no decía nada. Es muy callado este chico, pensó. Tal vez demasiado. Puede que esté preocupado, a saber cómo se lo habrá tomado, cómo lo estará llevando. No debe ser nada fácil, para un niño, entender por qué sus padres no viven juntos. Pasa cada día, y seguro que en su clase hay más de uno en la misma situación, pero aún así...
Es curioso, pensó. Era muy consciente de que debía romper el silencio y hablar con su hijo, pero no sabía cómo hacerlo, no se sentía capaz, se le hacía una montaña. Así que decidió aprovechar el silencio para lanzarse a sus divagaciones, para plantearse qué podía representar todo aquello para Alex. Tal vez así se le ocurriese cómo hablarle. Lo primero que pensó fué que debía sentirse solo. Durante años miras de evitarlo, procuras que el niño no se entere, y si hay problemas, los discutes con ella a solas, y delante del niño, adoptas una actitud normal. No quieres preocuparlo, ni cargarlo con tus problemas, porque él no tiene ninguna culpa, bien mirado.
Pero cuando las cosas han llegado a cierto punto, y ya ho hay arreglo que valga, y llega la ruptura, lo primero que debe pensar un niño es que sus padres tenían algún secreto que jamás compartieron con él, que lo habían dejado fuera, y que en realidad, los tenía mucho más lejos de lo que él creía. ¿Qué inconcebibles maldades podían haber ocurrido entre aquellas dos personas que de repente se habían convertido en unos extraños? Esas otras personas que eran papá y mamá, cuando él no estaba delante, ¿quienes eran? ¿Cómo eran? ¿Qué les pasaba?
Sí, debía sentirse solo. Y un posible camino para llegar hasta él podía ser mostrarle que no era el único, que su padre también se sentía solo, y que como él, sufría una pena desproporcionadamente grande para la parte de culpa que le tocaba. Enrique sabía muy bien que no era inocente, que posiblemente no hay inocentes, pero aún así, la condena debería ajustarse al delito. Si quería recuperar la confianza de Alex, tenía que convencerlo de que, al menos por su parte, no había habido realmente maldad, sólo mala suerte. Y bastante incompetencia. No había sabido arreglarlo.
Pero tampoco podía tomar esa actitud, porque si hay una desgracia, tiene que haber un culpable, y si no era él, entonces era Rosa, era mamá. Y eso no tenía derecho a hacerlo, porque sí que hay inocentes: Alex mismo, sin ir más lejos. Y bastante mal debía pasarlo para tener encima que tragar cizaña. Tenía que haber otro camino. La respuesta se la dió él, al soltarse de su mano y correr hacia el escaparate de una tienda de juguetes. Claro. Lo que de verdad le apetecía a Alex, era lo mismo que él estaba deseando: poder distraerse un rato, olvidarse y quedarse tranquilo.
- Papá, ¿qué es aquello?
El niño indicaba algo semejante a una pancarta que había al fondo del escaparate, con un pájaro pintado.
- Yo diría que es una cometa.
Recordó que Alex jamás había tenido una cometa. Era uno de esos juguetes que no habían desaparecido, pero que habían quedado un poco pasados de moda, superados por los helicópteros a radiocontrol. Una pena, un juguete tan simple, tan popular y tan bonito. Algo tan de los niños, que ni siquiera tenía un nombre oficial, sino muchos apelativos familiares: barrilete en la Argentina, papalote en Méjico, "cerf volant" en Francia, "estel" en Catalunya. Lo mismo que ocurría con el tiovivo.
- Verás, lleva una cuerda, y vuela. Quiero decir que lo levanta el viento. ¿Te gustaría tener una?
Alex lo miraba un poco asombrado. Puede que no se atreviese a pedirla, tal vez creyendo que sería muy cara. Puede que no entendiese qué gracia puede tener un juguete que, en cuanto te pones a jugar, echa a volar y te deja solo, plantado en el suelo. Pero Enrique estaba decidido. Compraría la cometa para Alex, y puede que se llegasen hasta el parque, a estrenarla. De alguna forma tenían que pasar la tarde, y mejor eso, ahora que empezaba a hacer buen tiempo, que encerrarse en algún museo, por muy didáctico que fuese. Y en el cine mejor no pensar; no iba a llevar al niño a una sesión de dibujos animados, cuando debía estar harto de verlos por la tele.
- ¿Sabes qué vamos a hacer? Vamos a comprar una cometa y nos iremos al parque, a hacerla volar.
Alex tenía cara de no entender nada, de que la cometa, a quien de verdad le ilusionaba, era a Enrique. Pero no importaba demasiado. Los niños, a veces, también saben ser condescendientes con los mayores, y al fin y al cabo, Enrique, Alex, e incluso Rosa, no eran más que tres naufragos en la vida, porque se habían quedado sin barco que los llevase, y entre naufragos hay que ayudarse. Y visto desde el punto de vista de Alex, tampoco estaba tan mal que a papá le apeteciese hacer una tontería, y hacerla con él. Hasta podía ser divertido.
Al salir de la tienda, resultó que la cometa era un paquete demasiado grande y de mal llevar, que no hacía más que llamar la atención de los demás viajeros del metro. Pero daba igual. No importaba que la gente los mirase. Enrique se sentía satisfecho. Era un padre que había comprado un juguete a su hijo, e iba a enseñarle a jugar con él. Todo un baño de responsabilidad y dedicación. Al salir del metro, la tarde estaba espléndida, tan a punto como para no hacer nada y dedicarse solamente a disfrutarla. Enrique se detuvo un momento en la cúspide de las escaleras y respiró. Puede que eso fuese lo más cerca que uno puede estar de la felicidad: tener una promesa, y creerse que es posible. Como antes, cuando Rosa y él creían tener un futuro, y Alex ni siquiera tenía un nombre.
Entraron en el parque. Enrique estaba preocupado, porque no había viento, ni siquiera una suave brisa. Y sin viento, no hay nada que hacer, las cometas no se elevan, no hacen más que arrastrarse por el suelo. Son unos juguetes ingratos, las cometas. Necesitan viento, pero no demasiado. Y que no haya árboles cerca. Y que uno sepa lo que se trae entre manos. Y encima, si hay alguien por ahí, no hace más que estar pendiente de tí y criticarte, porque al parecer, todo el mundo entiende. Y hay cometas temperamentales, que sólo se levantan cuando les viene en gana, y algunas que no parecen saber qué tienen que hacer, y las inestables, y las perezosas, y tantas clases, y tan diferentes, que a veces le dan ganas a uno de pasar de las cometas y enviarlo todo a paseo.
Pero a veces, cuando uno ha perdido toda esperanza, viene una súbita racha de viento, con la fuerza justa, en el momento preciso, y se conjugan el tiempo, el espacio, el ángulo y el peso, y por unos instantes se produce el milagro y la cometa se eleva hasta alturas inconcebibles, muy por encima de nuestras esperanzas, como si fuese un mensajero de nuestros anhelos, como si pudiese llegar a hablar con Dios. Aunque sólo sea para decirle "Hola, estamos aquí". Algo tan fugaz y entrañable como la ilusión.
Llegaron a un claro, un ancho espacio despejado, con algunos bancos alrededor, ocupados por madres de doble función: cuidar de los bebés de los cochecitos, y vigilar a los hermanos mayores, que corrían por ahí. Enrique, mientras desembalaba la cometa, se dió cuenta de que Alex se sentía un poco incómodo, que tal vez le habría gustado irse a corretear con los demás, a intentar hacer amigos. En algunas cosas, se parecía a su madre, como en eso de hacer amigos. A él, en cambio, eso se le hacía muy cuesta arriba. Como ligar, que en el fondo venía a ser lo mismo.
Bueno, la cometa estaba a punto, y había que buscar un sitio en el que poder correr, para dar la carrera inicial. Seguía sin haber viento, pero a veces, aunque no se note a ras de suelo, si se consigue elevar la cometa unos metros, puede encontrar algún soplo que la mantenga volando. Las madres de los bancos los miraban, esperando que fuesen capaces de hacer algo que las entretuviese. Puede que alguna le dedicase a Enrique miradas un poco más largas de lo que aconsejaba la discreción. Aunque tal vez Enrique no quisiera darse cuenta. Total, ¿para qué darse cuenta? ¿Para enredarse en una nueva historia? ¿Para arriesgarse a otro fracaso? ¿Para acabar de tan mala manera como había acabado con Rosa?
Alex, siguiendo las instrucciones de su padre, se había alejado unos metros, con el carrete de hilo en las manos. Tenía espacio de sobras. Al principio, hay que correr a veces hacia atrás, sin ver dónde vas, y no era cuestión de que tropezase con alguien o con algo. Enrique levantó la cometa, todo lo que daban sus brazos, y le dió la señal a Alex para que echase a correr. El niño empezó la carrera, el hilo se tensó, y la cometa se fué revoloteando a pocos palmos del suelo, arrastrando la cola por el polvo. Alex paró de correr, pegó unos tirones al hilo, a destiempo, y la cometa quedó tendida en el camino, entre los dos, como un sueño fracasado. No había viento, y Alex no sabía, no conocía los trucos. Tenían que cambiar los papeles. Enrique llamó al niño, le entregó la cometa, le dió nuevas instrucciones, tomó el carrete de hilo y fué a situarse.
Enrique pensó que aquella era una cometa inexperta, y que se parecía a él: quería volar, estaba hecha para eso, pero no sabía hacerlo. Bueno, había que ayudarla. Había que poner empeño, había que correr, dar el fuerte tirón que acabase de decidirla a subir, estar atento, vigilar que no desfalleciese, dejar que ganase confianza en sus propias fuerzas, y luego, disfrutar viéndola volar allá arriba, plena y feliz. Eso era todo. Si uno pone buena voluntad, y se dedica a ello, ¿por qué van a salir mal las cosas?
Estaba ya a punto, al extremo del hilo, que recogió hasta dejarlo casi tenso. Allá, en la otra punta, estaba Alex, sosteniendo la cometa. Las madres lo estaban mirando. Y en ese preciso momento sintió en el cogote un leve soplo de viento, apenas un suspiro. Ahora o nunca.
- ¡Vamos, Alex! - le gritó. Y no esperó, confiaba en su hijo, sabía que levantaría y lanzaría la cometa tan arriba como le fuera posible, saltando si era preciso. Echó a correr, levantando y tensando el hilo todo cuanto podía, volviendo la vista atrás para controlar la situación. La cometa parecía quere elevarse, tirón. Por favor, Rosa. Un leve salto hacia arriba, apenas perceptible. No me hagas esto, son muchos años, piensa en Alex, piensa en nosotros, tirón. Otro leve, mínimo avance. Ya no sé qué decirte, ¿qué quieres que haga?, tirón. Y de golpe, la bocanada de vida, el resurgir, el viento, y la cometa que se dispara, arriba, arriba, jubilosa y triunfante. ¿Lo ves, Rosa? Aún hay esperanzas para nosotros.
Unas cuantas madres aplaudieron. Alex miraba hacia arriba, con una sonrisa. Era verdad, aquello volaba. De acuerdo, para Enrique, no era un gran triunfo, aquello no le iba a hacer ganar millones, no había descubierto el remedio contra el cáncer, pero aún así, era para sentirse satisfecho. Aún era capaz de hacer volar una cometa, no estaba muerto, o como mínimo, aún no lo habían enterrado. ¿Quién sabe? Tal vez era capaz de otras hazañas, de conseguir cosas que le importaban más. Tal vez el fracaso no era más que una mentira que era posible desenmascarar. La cometa, allá arriba, se recortaba contra un cielo azul, subrayado por unos sutiles trazos blancos. Y volaba. Si en algún momento vacilaba y cabeceaba, bastaba un decidido tirón, fuerte y hacia abajo, para hacerla volver a su sitio, firme, tranquila, como una insignia, como la bandera del regimiento. Hola, Dios, aquí estamos. Y somos más de uno. Al menos, dos. Y, ¿quién sabe? puede que hasta tres.
Y de golpe, tan súbitamente como había llegado, el viento se paró. La cometa vaciló unos instantes, se le notaba que quería seguir allí, clavada en el cielo. Aquel era su sitio. Pero la leve, tenue esperanza, se había consumido como un cigarrillo, y ya no quedaba más. Ahora tocaba bajar, lentamente, como un globo desinflado, hasta llegar al suelo, donde hay polvo y problemas y todo, absolutamente todo, tiene un precio, que hay que pagar tarde o temprano. Muy bien, las cosas no tienen arreglo, ya me hago cargo, sólo te pido que intentemos ser civilizados.
Alex, el pequeño Alex, que en el fondo era posiblemente más adulto que sus padres, lo entendió. Y pensó: "pobre papá". Y su sentido de la justicia, Alex era un buen chaval, le hizo pensar: "Y pobre mamá, también". Habría querido ser mayor, habría querido tener argumentos irrefutables que darles. Pero sólo era un niño, y no los tenía. Debía esperar, y hacerse mayor. Tenía aún que comerse muchos platos de sopa. Y aprender a escribir, a ensartar las palabras, a hilvanar una historia. Y al cabo de los años, si Dios quería, posiblemente fuese capaz de llegar a ponerlo por escrito, y convertir todo aquello en una historia. Una historia que podía llevar por título, ¿por qué no?, algo así como "La Cometa".
Free counter and web stats