jueves, abril 30, 2009

El Hechicero

El cuento de hoy podría enmarcarse en una época antigua, no necesariamente medieval. Una época en la que se podía creer en los filtros de amor. Y ese es el tema aparente del cuento. Digo aparente porque el cuento tiene dos capas, o dos historias, una evidente y otra que no lo es tanto. Aquí está el cuento:

EL HECHICERO

Al entrar en la sacristía, José se encontró directamente con el párroco, que le dijo:

- La paz contigo. ¿No es así como os saludábais, entre vosotros? No es un mal saludo.

- Yo, padre – dijo José – soy un buen cristiano. He sido bautizado.

- Lo sé – dijo el párroco – y ya no te llamas Yusuf, sino José. Pero sentémonos, necesito hablar contigo. Tal vez te apetezca un poco de vino.

José negó con la cabeza.

- Es aún temprano – dijo – y no me conviene amodorrarme. Tengo trabajo en el huerto.

- Sea. No te importará que yo lo tome, ¿verdad?

Una vez sentados a la mesa, el párroco dijo:

- En primer lugar, quiero que sepas algunas cosas de mí. Antes de oír la llamada de Dios, y hacerme sacerdote, había sido llamado por el rey. Durante unos años, fui capitán de sus tropas. He corrido mucho y he visto muchas cosas. Te digo esto para que comprendas que no soy alguien de cortas miras. No tengo muchos de los escrúpulos de otros religiosos, que no han conocido más que las paredes del seminario o del monasterio.

“Pero vamos a lo que interesa. Se dice por ahí que eres un poco hechicero, que sabes preparar filtros y hacer conjuros.

- No es así, reverendo padre – dijo José – Yo os juro...

- No sigas – interrumpió el párroco – Déjame decirte un par de cosas. Primero, que te he hecho venir, en vez de ir yo a tu casa, porque no te hará ningún daño que te vean por la iglesia. Y segundo, que no me preocupan tus hechizos.

- ¿No os preocupan? ¿Por qué?

- Porque estoy convencido de que no son más que engaños. No me parece sensato creer otra cosa. Por lo que llevo visto, sé que el diablo raras veces interviene para traer el mal a este mundo. Los hombres nos bastamos para eso. Y aún nos sobra.

“Sin embargo, el hecho de que sepa que son engaños no me lleva a creer que no sean efectivos. Siempre que alguien se los crea. Cuando era capitán del rey, tuve ocasión de ver que si un soldado creía que iba a morir en la batalla, era muy probable que así fuese. Es la fuerza de la convicción, de la fe, si prefieres. Así pues, si me aseguras que sólo te limitas a mentir, puedes estar tranquilo. Porque si creyera que realmente usas embrujos poderosos, debería denunciarte por practicar la magia, algo totalmente prohibido, como sabes.

- Reverendo padre – dijo José – es como vos decís. Pocas cosas sé, y entre ellas no hay ningún arte mágica. Los que acuden a mí, si logran su propósito, es por la convicción que les da la creencia en el conjuro.

- Muy bien – dijo el párroco – Claro está que mentir es un pecado, pero respecto a eso, “ego te absolvo”. Te perdono tus pecados. A partir de ahora, yo ignoraré que hagas filtros y hechizos. Pero sí te pido, mejor, te aconsejo, que seas prudente. No permitas verte complicado en ningún crimen. No hagas hechizos para cometer robos, o muertes.

- Nunca lo haría, padre.

- Entonces, nada más hay que decir. Ve en paz.

Esa noche, mientras José cenaba con Amina, su sobrina, sonaron unos golpes en la puerta. Amina fue a abrir y volvió con un joven.

- Este joven quiere hablar contigo – dijo.

El joven, a un gesto de José, se sentó a la mesa y dijo:

- Señor, me llamo Martín, y acudo a vos para pediros ayuda. Debéis saber que padezco mal de amores por la bella Hermelinda, la hija del burgomaestre.

- Si ese es el problema – dijo José – tiene fácil solución. Acercaos a ella, haceros ver, y finalmente, hablad con ella. Enseguida sabréis si tenéis lguna esperanza o si debéis fijar vuestros ojos en otra muchacha. ¿O tal vez lo habéis hecho ya?

- No, no he hablado con ella – dijo Martín – No creo que pueda tener ninguna esperanza. Por eso vengo a veros, para pediros que me preparéis un filtro de amor.

José aparentó meditar un instante, mientras advertía los gestos que le hacía Amina, a espaldas de Martín.

- Ya comprendo – dijo José, finalmente – Pero un filtro de amor es algo complicado de preparar. Además, no sirve cualquier fórmula; debe ser compuesto especialmente para la persona en cuestión. Dejadme que averigüe algunas cosas de vuestra amada, y podéis volver mañana, a esta misma hora.

A la noche siguiente, Martín volvió a casa de José, que lo esperaba con un pequeño jarro sobre la mesa.

- El filtro está a punto – dijo José – Sólo falta el último ingrediente: algunos cabellos vuestros. Ahora, si lo permitís, Amina os cortará un mechón de pelo.

Martín se dejó hacer, pero preguntó:

- ¿Por qué son necesarios mis cabellos?

- Para que se enamore de vos – dijo José – Sin ellos, el filtro de amor actuaría igualmente, pero sin un blanco concreto. No querréis que ella se enamore del primero que vea.

- No, claro.

- Y otra cosa: este filtro necesita algún tiempo para actuar. Y en ese tiempo, lo mejor es que ella no os vea.

- ¿Cuánto tiempo?

- Unos días. Tres o cuatro.

- Pero si no puedo verla, ¿cómo lograré que beba el filtro?

- No os preocupéis. Amina, mi sobrina, se encargará de eso. Y también vigilará para saber cuando es el mejor momento para presentaros.

- ¿Vuestra sobrina tiene entrada en casa del burgomaestre?

- No, pero no será difícil. Bastará con que les lleve algunas frutas y verduras de mi huerto. Ella será la que os dé cuenta de cómo va vuestro lance. Podéis venir a verla cada noche, si deseáis.

- ¿Cuánto debo pagaros?

- De momento, nada – respondió José – Esperemos a ver el resultado. Quiero advertiros de que hay alguna pequeña posibilidad de que el filtro no funcione. Si así fuera, no me deberíais nada.

- Tampoco podría pagaros – dijo Martín – porque me moriría de dolor.

- Eso, en todo caso, está en manos de Dios – dijo José – Armaos de paciencia, y esperemos.

La noche siguiente, fue Amina quien recibió a Martín, y lo condujo hasta un banco del huerto. Había luna llena, y un agradable aroma en el aire.

- ¿Qué es ese olor? – preguntó Martín.

- Oh, sólo es jazmín – dijo Amina – A veces, me pongo algunas flores en el pelo. ¿Las oléis?

Martín tuvo que acercarse bastante a ella para poder percibir en su cabello el mismo aroma de la noche, pero más intenso.

- Hoy he visto a vuestra dama – dijo Amina.

- Es muy bella, ¿verdad? – dijo Martín.

- Sí lo es – respondió Amina – Claro está que hay muchas formas de ser bella. Los ojos azules de vuestra dama, por ejemplo, son tan claros como el cielo a mediodía. Nada esconden. Pero unos ojos negros, como la noche cerrada, pueden tener algo de misterio. Y al tiempo, os invitan a entrar, a sumergiros en ellos, y a descubrir todo un tesoro escondido.

- Tú tienes los ojos negros.

- Sí, es verdad – sonrió Amina – Pero no hablaba de mí. No me había dado cuenta.

- Así pues, ¿Hermelinda ha tomado ya el filtro?

- Lo tomará, perded cuidado. Esta misma noche.

- ¿Puedo volver mañana?

- Podéis volver siempre que queráis. Yo os iré contando lo que pase.

La noche siguiente, en el mismo lugar, Amina dijo:

- Por ahora, no hay ningún cambio. Debemos esperar. Tal vez sea difícil saber si ha cambiado su ánimo, porque vuestra dama es muy discreta, a la vez que obediente.

- Esas son grandes cualidades, que la adornan – dijo Martín.

- No os lo discuto – dijo Amina – aunque no sé, si fuera hombre, si me gustarían esas prendas en una mujer.

- ¿Qué quieres decir?

- Que una mujer criada para someterse al marido, y obedecerle ciegamente, tal vez no sea lo más deseable. Porque no os sabrá dar más que lo que le pidáis. Pero una mujer más independiente, capaz de pensar por sí misma, tal vez os podría dar lo que necesitáis, aún sin vos saberlo.

- Una mujer así – dijo Martín – quizá me asustaría un poco.

- ¿Os asusto yo?

- No, ni pensarlo. Tú eres una muchacha muy sensata, y tu compañía es muy agradable.

Al oírlo, Amina sonrió de un modo extraño, como si se contuviese. Tal vez exhaló algo parecido a un suspiro de satisfacción; tal vez sólo estaba respirando profundamente.

Al día siguiente, al pasar por la plaza, Martín se encontró con Amina, que venía de la fuente con una pequeña tinaja apoyada en la cadera. A Martín le pareció un encuentro casual. Era la primera vez que veía a Amina a la luz el día, y su visión no hizo más que confirmar lo que ya sospechaba: era una muchacha muy atractiva.

- ¿Cómo están las cosas, Amina? – le preguntó Martín.

- No muy bien, mi señor – contestó Amina – La dama no parece responder. Lamento tener que daros tan malas noticias.

- No sé si son tan malas – dijo Martín – Últimamente, he estado pensando si sólo hay una fuente de la que se pueda beber.

- Me avergonzáis, mi señor – dijo Amina, bajando al suelo su brillante mirada.

En los días siguientes, a menudo se pudo ver a Martín y Amina paseando juntos, a veces sentados uno junto al otro. Un buen día entre los días, José volvió a visitar al párroco.

- Reverendo padre – dijo – vengo a deciros que Amina, mi sobrina, se ha prometido con el joven Martín.

- No haces más que confirmar lo que ya esperaba – dijo el párroco – Era algo que todos sabían, quizá antes que ellos. Pero dime, ¿cómo llegaron a conocerse?

- Él vino a mí, a pedirme un filtro de amor, para otra dama, todo hay que decirlo.

- Ya. Pero no contaba con los embrujos de tu sobrina. No – hizo un gesto – no te asustes. Ni yo ni nadie podría condenar los hechizos de una mujer joven. Porque esos, es Dios quien los ha concedido, y sólo Él puede juzgarlos. Sea enhorabuena la promesa de los jóvenes. Que Dios los bendiga.

- Amén – dijo José.

Al narrador, tan solo le corresponde añadir: Amén.

miércoles, abril 29, 2009

Problemas en el Monasterio

El cuento de hoy, segundo de ambiente medieval, se refiere en el fondo a la manera de tratar a las personas, asunto de gran importancia para todo aquel que tenga algo de influencia sobre un grupo. Prometo que intentaré corregirme, y no volver a usar una frase tan larga. Aquí está el cuento:

PROBLEMAS EN EL MONASTERIO

Al sonar los golpes en la puerta, Fray Tomás dijo:

- Adelante.

Quien entró en el aposento era Fray Andrés, el hermano ecónomo, encargado de administrar los bienes del monasterio.

- Padre prior – dijo – tenemos un grave problema.

- ¿De qué se trata? – preguntó Fray Tomás.

- De un robo. Mejor dicho, de varios robos. Es indignante, es vergonzoso, y merecen la excomunión.

- Sosegaos, hermano, y vayamos paso a paso. En primer lugar: ¿Qué ha sido robado?

- Comida. Coles, verduras, algún pollo. Y también pan.

- Bueno. Los robos de comida no siempre son por malicia; a veces responden a la necesidad. Pero sigamos. ¿Quién roba esa comida? Si es que lo sabéis, claro está.

- Por lo que he podido saber, algunos hermanos jóvenes.

- ¿Y porqué lo hacen? Se me hace difícil creer que pasen hambre.

- No es por gula, padre prior. Es por lujuria.

- Esa es una acusación grave. ¿Tenéis pruebas?

- No tengo pruebas directas. Pero según he sabido, los hermanos entregan el producto de sus robos a ciertas muchachas jóvenes, y es de imaginar cómo les pagan ellas el favor.

- Hermano, me temo que lleváis vuestras conclusiones demasiado lejos. ¿Se sabe quienes son esas muchachas?

- No viven en las tierras del monasterio. Son súbditas del señor Adalberto, el del feudo del norte. Corren noticias de que por allí se pasa hambre. Y permitidme que os diga: ¿qué no estaría dispuesto a hacer alguien que pasa hambre? Por otro lado, y respecto a los hermanos más jóvenes de la comunidad, aunque su espíritu sea fuerte, su carne sigue siendo débil. No olvidéis el dogma del pecado original: no hay nadie incapaz de pecar.

- ¿Qué pretendéis que haga yo?

- Dios me guarde de poner en duda vuestra autoridad. Pero tal vez sería conveniente avisar a los hermanos que se vigilarán más estrechamente sus acciones, que nadie será considerado inocente de forma gratuita. Eso los hará desistir de su conducta pecaminosa.

- ¿Tenéis algo más que decir?

- No, padre prior.

- Muy bien. Dejadme que medite vuestras palabras. Buscaré le auxilio del Señor para resolver esta situación.

El hermano ecónomo se despidió con una inclinación de cabeza, y salió del cuarto. Apenas había pasado un corto rato cuando entró, sofocado, Fray Luis, el hermano portero, diciendo:

- Padre prior, el señor Adalberto solicita veros. Afirma tener un asunto muy importante que tratar con vos.

- Muy bien – dijo Fray Tomás, resignado – Hacedlo pasar al claustro.

Fray Tomás encontró al señor Adalberto paseando arriba y abajo, como un oso enjaulado.

- El Señor esté con vos – dijo el prior, a modo de saludo.

- Y con vuestro espíritu – respondió Adalberto – Padre prior, tengo un grave problema, y vengo a veros con la esperanza de que me ayudéis a resolverlo.

- Muy bien. Paseemos por el claustro, mientras me lo contáis. El movimiento del cuerpo ayuda al discurrir de las ideas.

- Veréis – dijo Adalberto – tiempo atrás, en vida de mi padre, el nuestro era un feudo rico. La tierra es buena, no falta agua, y estamos al abrigo de los fríos vientos del norte. Pero de todo eso, apenas si nos llegaba algo, al castillo. Mi padre vivía modestamente, no mucho mejor que un granjero bien acomodado.

“Cuando heredé el feudo, hace diez años, me dije que el señor de un feudo tan rico no tenía por qué vivir tan pobremente. Yo no había hecho ningún voto de pobreza, padre. Y ordené aumentar la contribución de los siervos. Pero también quería ser justo. Si el que tenía cuatro cabras debía entregarme una, dispuse que el que tuviera diez debería entregarme siete. Así, según calculó mi secretario, ambos se quedarían con tres cabras.

“Al principio, todo fue muy bien. Disponía de recursos suficientes, y eso me permitió pagar las tropas que necesitaba para combatir al señor del feudo del oeste, que años atrás había ofendido a mi padre.

- Lo recuerdo – dijo Fray Tomás – Por cierto, no respetásteis la tregua de Dios, por Cuaresma, que había pedido el Papa.

- Y pagué por ello – dijo Adalberto – La capilla de San Jorge que tenéis en el monasterio fue mi penitencia.

- Es cierto. Continuad.

- Al volver de la campaña, las cosas no marchaban bien. A veces he llegado a pensar que vos tenéis razón, y que la guerra debe ser algo malo, porque resulta muy cara. Pero eso no era todo. La contribución de los siervos era cada vez menor. Si el primer año me entregaron cien gallinas, el segundo sólo fueron cincuenta. Y el tercero, veinte.

“Lo que pensé fue lo más evidente: me estaban robando. Así que hice saber a todos mis súbditos que sabía que eran unos ladrones, y que estuviesen atentos, porque aunque no me viesen, los estaría vigilando.

- ¿Qué resultado tuvo vuestra advertencia?

- Eso es lo más extraño. Los resultados fueron terribles. Algunos abandonaron sus tierras, para convertirse en vagabundos. Hubo incluso algún crimen, muertes para robar animales o provisiones, algo impensable años atrás. La contribución, que había llegado a ser pobre, se volvió miserable. De todas formas, mis guardias descubrieron algunos casos de campesinos que ocultaban ganado o verduras, como yo sospechaba.

- Y ahora mismo, en vuestras tierras se pasa hambre.

- ¿Cómo sabéis eso? – preguntó Adalberto – Debo reconocer que es cierto, pero solo porque aún no hemos atrapado a todos los ladrones. Ese es mi problema. Decidme, padre, ¿qué debo hacer?

El padre prior meditó un buen rato. Finalmente dijo:

- Creo, señor, que habéis cometido dos errores. El primero es fácil de explicar; el segundo, no tanto. Imaginaos dos campesinos. Uno tiene cuatro cabras, y el otro diez. ¿Quién os parece que tendrá más trabajo?

- El que tiene diez cabras.

- Así es. Pero si tener diez cabras, con el trabajo que ello representa, le deja el mismo resultado que si tuviera cuatro, ¿no creéis que preferirá tener cuatro? ¿Para qué esforzarse más, si no va a conseguir más?

- Pero la justicia es tratar a todos por igual.

- No. “Quique tribuendi”. Dar a cada uno aquello que le corresponde, eso es la justicia. Más a quien merece más, y menos a quien merece menos. Por eso la contribución era cada vez menor: los más emprendedores eran castigados por serlo. Y mi primer consejo debe ser: derogad esa absurda norma. Que contribuya más quien más tiene, pero no lo ahoguéis hasta el punto que no se distinga del más pobre. Porque entonces le habréis robado la esperanza de dejar de ser pobre. Y cuanto más pobres sean vuestros súbditos, más pobre seréis vos.

Adalberto, después de reflexionar, dijo:

- Habéis hablado de dos errores. ¿Cuál es el segundo?

- El segundo es haberos convencido de que todos eran ladrones. Veréis, las personas suelen responder según lo que se espera de ellas. Si creéis que alguien es un malvado, y se lo decís, es posible que primero intente demostrar que no lo es. Pero si percibe que es inútil, si llega a creer que haga lo que haga, nada os convencerá de que no lo es, si ya no le queda esperanza, ¿por qué no comportarse como un malvado? Eso es lo que esperáis de él, y en cierto modo, lo habéis empujado a ello.

“Si nuestro rey creyese que todos los nobles aspiran solo a derrocarlo, y robarle el reino, ¿cuánto tardaría en aparecer el noble ambicioso que haría realidad sus temores? Vos mismo, cuando arengáis a vuestras tropas antes de la batalla, ¿qué les decís? ¿Qué creéis que todos son unos cobardes?

- De ninguna manera. Les hago saber que confío en su valor y lealtad.

- Eso es lo correcto. Y ellos, sin duda, os responden, en la medida que pueden. No quieren decepcionaros. Dejad de creer que os están robando. Hablad vos, directamente, con los campesinos, y escuchadlos. Y si la situación es tan mala como parece, estad seguro que nuestra comunidad, en lo que sea posible, os prestará ayuda.

El padre prior se detuvo un momento, y como si hablase para sí mismo, dijo:

- Y eso me recuerda otro problema que tengo.

Cuando el señor Adalberto se hubo marchado, el padre prior mandó llamar al hermano ecónomo.

- Fray Andrés – le dijo – convocaréis a capítulo en el refectorio, antes del rezo de vísperas. Voy a hablar a todos los hermanos. Y quiero deciros una cosa. Hoy me habéis recordado el dogma del pecado original, que habéis resumido como: nadie es incapaz de pecar. Yo, por mi parte, quiero recordaros el dogma de la redención: nadie es incapaz de salvarse.

Con toda la comunidad reunida en el refectorio, el padre prior dijo:

- Hermanos, he sabido que algunos, con suma discreción, han intentado remediar la situación de extrema necesidad que sufren los siervos del señor Adalberto. Se también que no todos lo sabíais, porque los que han tomado parte, siguiendo la consigna evangélica, han intentado que la mano izquierda no sepa lo que hace la mano derecha. Algunas mentes malintencionadas podrían llegar a pensar que les movían otros motivos, aparte de la caridad. Y como no debo, ni quiero dudar de vuestra devoción, asumo como prior esa prioridad. A partir de ahora, y en tanto no se remedie dicha situación, será toda la comunidad la que se dedique a auxiliar a nuestros vecinos.

“Recurriremos a nuestras reservas. Tal vez debamos llevar una vida aún más frugal, pero estoy convencido de que nuestros actos serán gratos a los ojos de Dios. Que Él os bendiga. Id en paz, hermanos.

Ese fue el discurso del padre prior. Amén.

lunes, abril 27, 2009

El Trovador

Empiezo hoy una serie de cuentos de ambiente medieval, serie que no me aventuro a decir si será larga o corta, ya que aún la estoy escribiendo. No son, ni lo pretenden, cuentos con una base histórica. Se podría decir que son cuentos con un disfraz medieval, lo que me permite utilizar algunos elementos del ambiente. Aquí está el primero de ellos:

EL TROVADOR

El herrero preguntó al capellán:

- Así pues, padre, ¿qué ocurrió anoche?

El capellán, cauteloso, dijo:

- Tal vez no debería contaros nada. Aunque sé que sois hombre discreto, no me parece bien traicionar la confianza del señor.

- Vamos, padre – dijo el herrero – Desde hace días no se habla de otra cosa en el castillo. La señora se prendó del trovador a poco de aparecer por aquí. Y quien más, quien menos, sospechaba que acabarían por fugarse juntos. Los rumores y las dudas ya existen. ¿No es mejor saber, y acabar con las murmuraciones?

- La señora sigue en el castillo – dijo el capellán – y el trovador no volverá a poner los pies aquí.

- El señor lo mató, ¿no?

- Yo no he dicho tal cosa. Sigue vivo. Y me parece que le costrá olvidar lo que tuvo que oír anoche. Si es que llega a olvidarlo.

El capellán hizo una pausa, y continuó:

- Ya sabéis que el señor sabe de letras. No sólo ha leído; incluso tiene algunos libros. Y anoche pude ver que algo ha sabido sacar de ellos.

“Tal como vos decís, la señora se prendó del trovador... ella, y las demás mujeres del castillo, según he podido saber. No me sorprende. Comparado con los campesinos de por aquí, o los mozos del castillo, alguien con un aspecto tan indefenso y delicado, con esos modales tan corteses, les debía parecer un ángel caído del cielo. Otra cosa es que fuese buen trovador. No tenía mala voz, pero sus rimas eran rebuscadas, y a veces se saltaba la métrica. Pero no importaba demasiado. Lo mismo habría dado si su laúd hubiera estado desafinado. Lo único que contaba eran sus palabras, que hablaban del amor cortés, y su frágil presencia.

“No era preciso tener la vista de un halcón para ver con qué ojos lo miraba la señora. El señor, estoy seguro, también se dio cuenta, pero optó por la prudencia. No quiero aventurar si hubo algún encuentro furtivo, si hubo algo más que protestas de amor. Pero sí llegué a saber que la señora había pedido dos caballos enjaezados para anoche. Creí mi obligación avisar al señor, y así lo hice. Y cuando los dos bajaron al patio de armas para montar y huir del castillo, el señor los estaba esperando, y yo con él. Se encaró con ellos y preguntó:

- ¿Qué pensáis hacer, los dos?

- Se viene conmigo – dijo el trovador, indicando a la señora con un gesto.

- ¿Ah, sí? ¿En nombre de qué?

- En nombre del amor – replicó el trovador.

- Esa es una gran palabra – dijo el señor – Lo suficiente como para que la discutamos en un lugar más cómodo. Venid conmigo.

Los cuatro subimos hasta una sala del castillo, porque el señor me indicó que los acompañase. Una vez instalados, el señor preguntó:

- ¿Qué decís vos, señora?

- Que no os pertenezco. No soy una de vuestras siervas.

- No – dijo el señor, pensativo – No sois mía, en ese sentido. Míos son los caballos del establo, a los que no pregunté si querían venir conmigo. No pudieron elegir. Pero a vos, señora, sí os fue preguntado. Vos pudisteis elegir.

- ¿Qué otra cosa podía hacer?

- Optar por otro pretendiente, que no os faltaban. O por ninguno.

- ¿Qué? ¿Y condenarme a una soltería incómoda y triste?

- Si eso fue lo que pensasteis, si os entregasteis a cambio de una comodidad y un prestigio, no fui yo quien os prostituyó; fuisteis vos. Porque lo que yo os ofrecí fue respeto, cuidado y amor. Y eso, creo que os lo he dado. Si no debéis abandonaros en brazos de ese trovador, no es porque seáis una propiedad mía: es porque hay un juramento de por medio.

- ¿Qué juramento?

- Hubo un matrimonio, ¿recordáis? Y si un matrimonio no es un juramento, de fidelidad y de mucho más, entonces ya no sé lo que es.

El señor me miró, pidiendo mi aprobación, y yo asentí.

- Puede que el amor del trovador os parezca más generoso, porque no pide nada a cambio. Pero si no pide nada, es porque tampoco está dispuesto a dar nada, ninguna promesa, ningún compromiso. No esperéis de él que os sea fiel.

- No lo espero, pero no creo que ocurra.

- Hacéis bien en no esperarlo, pero os engañáis en vuestra confianza. Tal vez os parezca más noble rendirse ante unas bellas palabras que ante el sonido de unas monedas. Pero eso sigue siendo venderse, rendirse a cambio de algo. Pensadlo, señora.
El señor se volvió hacia el trovador, que dijo, nervioso:

- Ahora me mataréis, ¿verdad? He manchado vuestro honor.

- Veo que no habéis entendido nada – replicó el señor – Si mi esposa me es infiel, no soy yo quien queda deshonrado: es ella. Sería ella la que faltase al juramento. Porque el honor se gana, o se pierde, por los actos propios, no por los ajenos. Seguramente confundís el honor con la fama, como tantos otros. Y mi fama no depende de mí, sino de lo que los demás piensen de mí. Pero poco o nada puedo hacer con ello. Para preservar mi fama, no puedo cortar la cabeza de todos los que no piensan como yo quisiera. Aunque la ley me diese el derecho, nada podría darme la razón.

Volviéndose a la señora, dijo:

- Señora, concededme un favor. Dadme un mes de plazo. No os pido más. Si pasado ese mes queréis iros con el trovador, seréis libre de hacerlo.

La señora, con la cabeza baja, asintió. El señor se encaró nuevamente con el trovador y dijo:

- En cuanto a vos, os prohibo que volváis a poner los pies en el castillo. Podéis quedaros en mis tierras, si os apetece. En ellas hay suficientes muchachas bonitas como para que no os parezca un destierro.

El trovador asintió, aliviado, y le faltó tiempo para desaparecer. Eso fue todo. Dentro de un mes, conoceremos la decisión de la señora.

- Curiosa historia – dijo el herrero - ¿Y cuál creéis que será?

- Eso sólo lo sabe Dios – respondió el capellán.

Mucho antes de concluir el mes, llegaron noticias al castillo de que en el feudo vecino, un trovador había sido muerto por un marido celoso. El señor del castillo mandó decir misas por su alma.

Vale.

lunes, abril 20, 2009

Feliz Dia del Libro

Adelantándome al próximo día 23 de Abril, Día del Libro (Sant Jordi en Cataluña), quiero repetir el obsequio que hice hace algún tiempo: algunos textos de este blog, para descargar. Los textos están en formato RAR, por lo que será necesario el programa Winrar para descomprimirlos. El formato, una vez descomprimidos, es Pdf; para leerlos, e imprimirlos, será preciso el Adobe Reader. Ambos programas se pueden descargar gratuitamente de Internet.

A continuación doy los enlaces para descargar los textos:

El amante perfecto (22 páginas, 56 Kb):

http://www.megaupload.com/?d=7LWKL8RV

Regreso a Bundar (65 páginas, 155 Kb):

http://www.megaupload.com/?d=YTKK2V6D

Cuentos desconocidos (selección, 180 páginas, 489 Kb):

http://www.megaupload.com/?d=DZSMQUK1

Feliz Sant Jordi a todos.

sábado, abril 18, 2009

Noche de Reyes

Ante todo, un aviso: el cuento de hoy trata de sentimientos, y por si fuera poco, de buenos sentimientos. Sé perfectamente que existe un cierto rechazo de estos temas, y que al parecer, lo decente es ser un poco desalmado. También sé que existe lo que podríamos llamar diabéticos sentimentales, a los que les sienta muy mal un poco de dulce. Pero me niego a pedir excusas por escribir algo así. Salvo, claro está, por el estilo.

NOCHE DE REYES

Alex salió corriendo del portal. Miró a derecha e izquierda, y siguió corriendo, calle arriba. La noche era muy fría, y pronto se cansó de correr. Al ver un local iluminado, no lo pensó y se metió dentro. Era un cajero automático. Ya lo conocía, alguna vez había estado con mamá. Claro que eso pertenecía al pasado, y a mamá no quería volver a verla, después de lo que había hecho.

Mientras recuperaba el aliento, a salvo del frío de fuera, el bulto que había en un rincón se movió, y soltó un ruido raro.

Alex intentó no asustarse. Los bultos no pueden hacerte daño, sólo las personas. Claro que los bultos no se mueven, y tampoco hacen ruidos. El bulto volvió a moverse, y en él apareció paret de una cara. Se oyó una voz que decía:

- ¿Qué pasa?

Alex dejó de intentarlo, y se permitió estar muy asustado. Apenas pudo balbucear:

- Yo... yo...

El hombre que había dentro del bulto se incorporó a medias, y se le pudo ver la cara. Era un viejo, descuidado y mal vestido. Un mendigo, sin lugar a dudas. Miró a Alex con unos ojillos muy claros y dijo:

- Ya veo. Estás asustado. No tengas miedo. No te voy a hacer ningún daño. Y me parece que yo tampoco debo tener miedo. Tú no me vas a hacer daño, ¿verdad?

Alex, sorprendido, negó con la cabeza. No acertaba a comprender que alguien tan feo como el mendigo pudiera sentir miedo.

- ¿Qué te pasa? ¿Qué haces aquí? – preguntó el hombre.

- Me he escapado de casa – respondió Alex.

El mendigo acabó de incorporarse y se quedó sentado.

- ¿Y se puede saber por qué te has escapado? – preguntó.

Alex tragó saliva. No era fácil explicarlo.

- Mamá me ha engañado – dijo – No quiero volver a verla.

El mendigo, en vez de sonreir, como hacían los mayores cuando Alex hablaba, se quedó muy serio.

- ¿Te ha dicho una mentira?

- Sí.

- ¿Qué mentira?

- Los Reyes Magos.

El mendigo se pasó una mano por la barba gris, pareció meditar un momento, y volvió a preguntar:

- ¿Qué te ha dicho? ¿Qué no existen? ¿Qué son los padres?

- Sí.

El mendigo volvió a pensar un rato, y finalmente dijo:

- ¿Qué día es hoy?

- Cinco. De Enero – respondió Alex.

- Ya. Los Reyes Magos pasan esta noche; ¿no?

- Sí. Lo han dicho por la tele.

- Sí, sí, ya sé. Pero déjame que te haga una pregunta: ¿cuál es la mentira?

- ¿Qué?

- Eso mismo. ¿Cuál es la mentira? ¿Qué los regalos te los traen los Reyes Magos?

- Sí, eso es mentira.

- Pero los regalos, ¿son de verdad?

- Sí, claro – respondió Alex, un tanto confuso.

- Y esos regalos, te los hace alguien que te quiere. Porque mamá te quiere, ¿no es verdad?

- Sí – admitió Alex.

- Por cierto, sólo me has hablado de mamá. ¿Qué pasa con papá?

- No tengo papá.

- Ah. Entonces, puede que no lo entiendas, pero si no tienes papá, mamá tiene que quererte aún más. Porque tiene que hacerlo ella sola, ¿sabes?

Alex no dijo nada, e intentó comprender.

- Y por otra parte, ¿qué te crees? ¿Qué mamá sólo te hace regalos el día de Reyes?

- N-no – dijo Alex, dudoso.

- Tienes una casa, y una cama donde dormir. Es más de lo que tengo yo. Y seguro que a tí no te faltará un plato de sopa.

- No me gusta la sopa – replicó Alex.

El mendigo sonrió.

- A mí tampoco me gustaba, cuando podía tenerla. Pero además la tienes a ella. Y tener a alguien que te cuide, que te acompañe, con quien puedas hablar, es un regalo. Y no de los pequeños, te lo digo yo.

- Pero, ¿por qué me engañó? ¿Por qué no me dijo que era ella, la de los regalos?

- Eso ya es un poco más complicado. Mira; veces los mayores nos avergonzamos de ser como somos. Que mamá te haga un regalo, tiene un valor. Pero, ¿no sería bonito que ese regalo te lo hiciera alguien más importante? Un rey, por ejemplo. Mejor, tres reyes. Y no unos reyes cualquiera; mejor si tienen algo de mágicos. Y así, los regalos pueden ir envueltos, no en papel, sino en ilusión.

"Pero es que mamá ya es mágica, ¿no es cierto? No necesitaría disfrazarse de Reina Maga, aunque ella no lo sabe. Porque los Reyes Magos no son más que eso, un disfraz. Los papás y las mamás se disfrazan para sentirse un poco más importantes, y también para recibir su propio regalo, el regalo de tener a alguien a quien cuidar.

"Mira, lo de los Reyes Magos puede ser una mentira, pero no es un engaño. Porque es cierto que hay alguien que te quiere lo bastante como para hacerte regalos. Es cierto que tiene algo de mago, o de maga. Lo que es mentira es el precio, los regalos no son gratis, el transporte, que no es en camellos, y dos o tres nombres propios.

Absorto en las palabras del mendigo, Alex no había oído el ruido de la puerta. De repente, al volverse, vió que allí estaba mamá, de pie. No había forma de saber cuánto tiempo llevaba allí, ni lo que había oído. Dirigiéndose a Alex, dijo solo:

- Ven, Alex, vamos a casa.

Y volviéndose al mendigo, añadió:

- Gracias.

Ambos volvieron a casa. Y esa noche, como ocurre cada año, desde hace mucho tiempo, pasaron los Reyes Magos.

miércoles, abril 15, 2009

Mala Vecindad

El cuento de hoy tiene como escenario una escalera de vecinos, un lugar en el que afortunadamente, pocas veces ocurren cosas muy espectaculares. Y en el que la mayoría vive su vida tranquilamente, sin molestar a los demás, salvo excepciones. Aunque no siempre es así. De vez en cuando, se da algún caso de...

MALA VECINDAD

Es una vecina insoportable. No es que se la vea mucho; alguna vez entra y sale, sin hablar con nadie, sin siquiera devolver el saludo. Tal vez no acabe de entender el idioma, porque tiene pinta de extranjera. Quizá sea sorda; eso explicaría por qué a veces tiene la música tan fuerte, que se oye por toda la escalera. De poco sirven los golpes de los vecinos en las paredes o el techo, exigiendo silencio. La música, mejor dicho, el ruido, sigue sonando, y para de sonar... cuando sea, nunca se sabe el momento exacto.

Al parecer, tiene un novio, o algo así. De vez en cuando viene un hombre a visitarla, y se va al día siguiente. En cuanto a ella, a juzgar por las pocas veces que se la ve, y la forma en que va vestida, no parece que haya tenido muy buena educación. Casi se podría decir que ninguna, visto el poco respeto que demuestra hacia los demás. No se puede decir que sea fea; solamente vulgar. Y tampoco da la impresión de ser tímida, aunque sí antipática, o mejor huraña.

Aparte del ruido, no se puede decir que haga algo realmente molesto. Vivir en una ciudad quiere decir, entre otras cosas, que uno puede decidir estar tan solo como le parezca. Pero hay unas normas mínimas de convivencia. Y todos los intentos de hablar con ella han sido inútiles. O bien no parece que esté en casa, o no le abre la puerta a nadie. Y como no habla con nadie ni saluda a nadie, ningún vecino se atreve a abordarla. Su piso es de alquiler, pero el propietario no quiere meterse en líos. Dice que mientras le paguen el alquiler cada mes, a él no le interesa nada más.

Más de uno había comentado que cualquier día íbamos a tener una desgracia. Una exageración, a mi entender. Pero hay que reconocer que la situación se estaba haciendo insoportable. Sólo así se puede entender cómo se llegó a lo que pasó el otro día. La música estaba más fuerte que nunca, hasta el punto que el vecino del primero, que ya estaba harto, decidió bajar hasta los contadores y cortarles la luz. Se quedó allá, esperando que se presentase alguien para cantarle cuatro frescas. Pero no fue nadie. Sí que vio pasar al novio, que salía corriendo hacia la calle.

Decidió subir hasta el piso de la mujer, y se encontró la puerta abierta. Todo el piso estaba a oscuras, y la música había cesado, por fin. En ese silencio se podían oir unos gemidos, y con la luz que entraba desde la escalera, el vecino pudo ver a la mujer tumbada en medio del pasillo.

Medio a oscuras, no se veían bien los moretones que tenía ella. Cuando llegaron los de la ambulancia, hablaron de una paliza brutal. Y como dijo el policía que vino al día siguiente, no debía ser la primera. Los vecinos no fuimos capaces de confirmarlo. Con la música tan fuerte, ¿quién iba a oir los gritos? No habíamos hablado con ella; pero es que era muy rara. Y no es de buena educación meterse en la vida de los demás.

Aunque estoy empezando a preguntarme si no nos equivocamos.

martes, abril 14, 2009

Subversión

El cuento de hoy es una historia aparentemente triste, que tal vez pueda llevar algún mensaje. No estoy seguro de ello. Me veo obligado a añadir que se trata de una historia totalmente ficticia. Cualquier semejanza con hechos o personas reales es una pura casualidad. Malintencionada, pero casualidad a fin de cuentas.

SUBVERSION

El secretario llegaba tarde a la reunión. Desde luego, no era culpa suya, o no lo era totalmente. No lo habían avisado con tiempo suficiente, y además, él no debía, en teoría, estar presente. Si el consejero delegado no hubiese tenido un contratiempo insalvable en el último momento, nadie habría contado con él. Aún así, el secretario se sentía inquieto, y entró en la sala pidiendo excusas.

- Bueno, bueno, está bien – dijo el presidente, interrumpiendo sus explicaciones – Siéntese y empecemos.

El secretario tomó asiento y se dispuso a tomar nota de lo que se hablase. Miró a su alrededor, y pensó que aquella era una extraña colección de personajes. Lo raro no era que estuviese presente el director de la policía; lo raro era que a su derecha se sentase el obispo, y a su izquierda, el portavoz del partido radical, del que se rumoreaba que iba a ser ilegalizado.

- Señores – dijo el presidente – el ministro del Interior nos pondrá al corriente de la situación, que ya les adelanto que es grave.

- En efecto – dijo el ministro, levantándose – El caso es que ha aparecido un nuevo grupo, muy subversivo, y al parecer, muy peligroso.

- ¿Tienen armas? ¿Son violentos? – preguntó el director de la policía.

- No tienen armas – fue la respuesta – No son violentos. Están inscritos como una asociación cultural.

- Entonces – volvió a preguntar el policía - ¿dónde está el peligro?

- En sus ideas. Mejor dicho, en sus propuestas.

- ¿Qué es lo que proponen? – preguntó el obispo – Me cuesta creer que se les haya ocurrido algo nuevo, algo que no haya sido propuesto alguna vez por un grupo de locos, algo a lo que no hayamos sabido dar respuesta.

- Proponen... me cuesta decirlo, parece casi inofensivo. Proponen la alegría.

Algo semejante a un suspiro de alivio recorrió la sala. El portavoz del partido radical dijo:

- ¿Eso es subversivo? Me parece, no se ofendan, que tienen una idea muy pobre de lo que es subversión. Ahora mismo, y sin esforzarme, les podría dar tres o cuatro consignas que les pondrían los pelos de punta.

- No se equivoque – dijo el ministro – Estos no tienen nada de tontos. Y lo que proponen es una alegría individual y gratuita.

- Ah, eso sí que no – dijo el representante del partido conservador - ¿Gratuita? ¿Otra cosa gratuita? Sanidad gratuita, educación gratuita, ¿qué más quieren? ¿Hasta dónde vamos a llegar?

- No sólo es eso – continuó el ministro – Es más grave de lo que puede parecer. Mucho más grave, porque la gente puede empezar a hacerles caso. Hemos estudiado a fondo las posibles consecuencias, y créanme, son terribles.

“Imagínense que una parte importante de la sociedad empieza a pensar que para tener alegría no es imprescindible comprar algo. ¿Qué pasaría con el comercio? Por ejemplo, se puede tener alegría sin tener un auto nuevo. ¿Qué porvenir le espera a la industria del automóvil?

“Se puede tener alegría sin necesidad de hacer algo concreto. Si la gente lo cree, ¿cuánto va a durar el descontento?

- Si no están descontentos – dijo el radical, alarmado – no tendrán por qué seguir las consignas. Ni siquiera las moderadas.

- Si no están tristes – dijo el obispo – no buscarán consuelo. Y entonces, ¿qué vamos a hacer?

- Imagínense – continuó el ministro – que piensen, que crean que para tener alegría no es preciso dominar a nadie.

- Si eso fuera así – dijo el presidente - ¿para qué luchar por el poder? ¿Para qué, ganar las elecciones?

- Se acabaron las rivalidades deportivas – intervino el secretario, ante la sorpresa de todos.

- Un momento, un momento – interrumpió el representante del partido conservador – Señores, la cosa está clara: la base de nuestra sociedad es el descontento, la insatisfacción. Por eso es por lo que la gente trabaja, y estudia, y se esfuerza, y va al gimnasio y se hace operaciones de estética. Y mientras estén descontentos e insatisfechos, la maquinaria seguirá funcionando. Por ese motivo, nuestra responsabilidad es conseguir que el que fracasa se sienta desgraciado, pero el que triunfe tampoco renuncie a conseguir algo más.

“A usted, señor obispo, le conviene que haya desgraciados; le van a llenar las iglesias, rezando y pidiendo perdón, y suplicando un poco de alivio para su infelicidad. Y a usted, señor radical, lo van a seguir los descontentos y los resentidos, gritando las barbaridades que querrían hacer, si se atrevieran. A ustedes también les interesa que la situación no cambie.

“¿Y esa gente quiere acabar con todo? ¿Qué son, unos ingenuos? ¿Cómo van a anular la ambición? ¿Cómo van a suprimir la envidia? ¿De verdad pueden hacerlo?

El presidente pidió silencio con un gesto, y dijo:

- En primer lugar, quiera agradecerle su exposición, tan clara y tan contundente. Y tan apasionada, debo añadir. No sé cuánto le pagan a usted por tener mal genio; pero deberían subirle el sueldo.

Ante las risas contenidas de los asistentes, el representante conservador, rojo de ira, replicó:

- Guárdese usted los chistes para las sesiones del Parlamento, haga el favor. No tiene usted tanto ingenio como para irlo malgastando.

- Señores, por favor – terció el obispo – No es momento de disputas personales. La situación es grave, debemos decidir qué hacemos.

“Preguntaba usted si pueden hacerlo, es decir, si pueden convencer a alguien. Desde luego que pueden. No se le ocurra despreciar la fuerza que puede llegar a tener una sola persona convencida. Porque esa persona puede llegar a convencer a unos pocos. Una docena, pongamos. pongamos. Y de todo los que puede llegar a salir, partiendo con un grupo tan pequeño, algo sé, se lo aseguro.

- Podemos ilegalizarlos – dijo el policía.

- Eso no es una solución – dijo el radical – Háganlo, y se volverán más fuertes. Se volverán clandestinos, me harán la competencia como rebeldes, y al final tendré que unirme a ellos. Pero no les puedo asegurar que llegue a controlarlos.

- La Iglesia – dijo el obispo – podría considerarlos una secta, una herejía. Diríamos que seguirlos es pecado.

- No se ofenda, padre – dijo el radical – pero a la vista del éxito que tienen ustedes en la lucha contra el pecado, mejor que no hagan nada.

- Entonces – dijo el presidente - ¿qué podemos hacer? ¿Alguien tiene alguna idea?

El representante conservador, en tono resentido, dijo:

- No se merecería usted que lo ayude. Y si hago una propuesta, es porque lo que está en juego es más importante que nuestra rivalidad. Se trata del bien del país.

“Yo también tengo alguna experiencia de grupos rebeldes. Por lo visto, no son tan inofensivos que podamos ignorarlos. Y no son violentos, por lo que no podemos emplear la fuerza sin convertirlos en mártires. Tal como yo lo veo, tenemos que afrontar el problema, y sólo podemos hacer una cosa.

El conservador hizo una pausa, y añadió:

- Devorarlos. Y luego, digerirlos.

Hubo un denso silencio. Finalmente, se oyó la voz del presidente:

- Eso, ¿cómo se hace?

El conservador sonrió.

- Es muy sencillo – dijo – para cualquiera que sepa cómo llevar un gobierno. En primer lugar, hay que ponerlos de moda. Que hablen de ellos en los periódicos, que salgan en televisión, que aparezcan en las portadas de las revistas. Que se hagan famosos. Tenemos los medios para hacerlo.

“Son una agrupación cultural, ¿no? Pues se les concede una buena subvención. Mucho dinero, no hay que quedarse a medias. Pero muy importante: sin ningún tipo de publicidad. Que quede registrado, pero sin alharacas. Y por último, debemos hablar bien de ellos. El gobierno, la oposición, la Iglesia, las fuerzas del orden. Todos debemos parecer enamorados de esa gente. Todos, menos el partido radical. A ustedes les toca jugar el segundo tiempo.

“Al principio, no dirán ustedes nada. Cuando sean muy conocidos, y la gente empiece a hartarse de verlos en todas partes, empiezan ustedes. Como será un grupo famoso, no faltarán los sensacionalistas que busquen sus pequeños secretos, sus trapos sucios. Y ustedes lo irán filtrando. Vayan haciéndolo público, que la gente empiece a preguntarse si de verdad son tan buenos. Si todos hemos hablado bien de ellos, no les costará presentarlos como vendidos al sistema.

“Y en cuanto se sepa que han recibido dinero en secreto, sin que se hiciera público, ya estarán perdidos. Poco fiables, corruptos, bendecidos por el sistema, ¿quién se los va a creer? ¿Quién los va a seguir? Me parece que eso es todo.

Tras unos momentos de silencio, uno de los presentes inició un tímido aplauso. Luego otro, y otro, y enseguida toda la asamblea se puso en pie, dedicando una ovación al representante conservador. Esa fue la verdadera historia de la reunión. Y ese fue el auténtico motivo de que ya no se hable de aquel grupito de idealistas, que durante un tiempo, consiguió hacerse famoso.

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